viernes, 17 de noviembre de 2017

Ni MILF ni WHIP, yo soy MFHMM

MILF, mother I´d like to fuck.
WHIP Women who are hot, intelligent, and in their prime.

Con casi cuarenta y cinco años he llegado a la sabiduría suprema. Es cierto que hubo un tiempo, los catorce años, en los que pensaba que ya lo sabía todo pero no, lo sé todo ahora. O por lo menos sé lo más importante, quién soy. Y lo que soy no viene definido por lo que otros piensen de mí, ni siquiera por lo que yo les haga sentir a otros. Estas definiciones absolutamente idiotas me sacan de quicio porque están enunciadas desde la posición de "eh, tú, mujer... ¿qué eres tú para la sociedad?" y me parecen una majadería, un insulto y sobre todo una falta de respeto.

Si vamos a vivir con acrónimos que por lo menos sean acrónimos que nos representen.

 MAC. Mujeres Asqueadas de Categorías.

MVMAH. Madres con Vida Más Allá de sus Hijos.

MCDGR. Mujeres con Casa Decorada según sus Gustos y no por lo que dicen las Revistas.

MSB. Mujeres que lleva siempre el mismo bolso.

MLRECRECNHW. Mujeres que llaman a la ropa de estar en casa, ropa de estar en casa y no Homewear.

MSUC. Mujeres que solo usan una crema.

MAS. Mujeres que se sienten Atractivas porque Sí.

MPRA. Mujeres que pasan de revistas absurdas.

MAFE. Mujeres Asombrosas Fabulosas y Estupendas

MID. Mujeres Inteligentemente Divertidas.

MIF. Mujeres Inspiradas y Felices.

MQL. Mujeres que Leen.

MASPB. Mujeres Alucinantes y sin apego a su bolso

MEI. Mujeres Espectacularmente Inteligentes

MCG. Mujeres que Comen lo que les Gusta.

MSTP. Mujeres sin tiempo que perder.

MHEHMM. Mujeres Harta de Etiquetas y Hasta el Moño de Memeces

MQHTRR.  Mujeres que hacen tururú.

MFHMM. Mujeres Fabulosas Hasta el Moño de Memeces.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

Me gustaría

Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa. Me gustaría que las persianas de todas las ventanas estuvieran siempre levantadas y que nadie viviera bajo la luz de la lámpara de techo. Me gustaría que todo el mundo supiera que la vida con lámparas de ambiente es siempre más bonita. Y más acogedora. Me gustaría que las voces de las emisoras locales que escucho cuando viajo fueran, en realidad, de locutores de los años 50 que viven encerrados en una especie de cápsula temporal. Me gustaría que no me dieran miedo los planes a largo plazo y que los podcasts que escucho tuvieran episodios todos los días. O que la semana laboral acabara el miércoles. Me gustaría tener unos zapatos rojos y tres pares de zapatos de tacón que me encantaran. Me gustaría librarme de este miedo a morir que me ha entrado últimamente y que en el Ahorra Más vendieran tortas de aceite de Inés Rosales. Me gustaría, en el trabajo, discutir con gente que sabe y no solo con gente que trata de escaquearse. Me gustaría saber escribir ficción. Me gustaría que mi jefe me dijera "qué buena idea" en vez de "no es mala idea". Me gustaría no tener que encabronarme con él para que entienda la diferencia. Me gustaría no equivocarme con las preposiciones cuando escribo en inglés. Y que la luz que aparece en mi cabeza marcando la opción correcta cuando corrijo el texto se encendiera cuando lo escribo por primera vez. Me gustaría ir al cine una vez por semana. Y que no me diera pereza ir al ginecólogo. Me gustaría que mi móvil no me avisara continuamente de que me quedo sin espacio, sin batería, sin cobertura. Me gustaría que me dejara en paz. Me gustaría que todas las casas tuvieran suelo de madera y que el hule no se hubiera inventado. Ni los cubiertos de pescado. Me gustaría comer todos los días con la vajilla de porcelana que tengo guardada en un armario. Y saber quitar las manchas de los manteles. Me gustaría que los detergentes que dejan la ropa blanca de verdad dejaran la ropa blanca. Me gustaría ir a trabajar con mi guerrera de la II Guerra Mundial y poder decirle al tío que nada a mi lado en la piscina que mete mal el brazo derecho. Me gustaría consolar a la señora mayor que siempre llora mientras se viste en el vestuario para volver a casa. Me gustaría recuperar un forro polar azul que Clara ha perdido aunque ella dice que lo que pasa es que no sabe dónde lo ha dejado. Me gustaría ser Katherine Hepburn y comer con Juan Tallón. Me gustaría saber hacer repostería y que las naranjas se pelaran con cremallera. 


viernes, 10 de noviembre de 2017

Borrar la vida

Eraserhead, Lisa Congdon
El otro día encontré por internet una fotografía de un montón de gomas de borrar. Mi primer pensamiento fue: ya no usamos gomas de borrar porque ya no escribimos a mano. Sé que muchos, todavía, escribimos a mano y sé que algunos lo hacemos, a veces, a lápiz pero ¿cuánto borramos? 

Borrar deja un rastro. No lo ves, puedes no poder descifrarlo, solo intuir que es lo que hubo allí pero sabes que algo existió, que allí hubo algo. Las gomas de borrar, aunque fueran nuevas, aunque fuera la favorita, aquella que definíamos con un solo adjetivo que la identificaba como la escogida "la buena", decíamos. Incluso esa, al borrar, dejaba un rastro. Las líneas de la cuadrícula se volvían más tenues, el blanco se volvía eso tan cursi que luego se llamó blanco roto y que en realidad solo quiere decir "blanco más sucio" y los rastros de lo escrito mezclado con las virutas de la goma rodaban por la página. A veces, si no tenías cuidado, esos restos de goma y escritura quedaban pegados a la página y escribías sobre ellos, dando entonces a tu escrito relieve... Era bonito, era casi como ver el proceso de construcción de tu redacción.  O el de destrozo de tu dibujo, en mi caso. 


Hace unos años leí un ensayo sobre las diferencias que existen entre escribir en un teclado, en una pantalla y en un cuaderno, en papel. Aparte de las obvias, la que más me llamó la atención porque jamás había pensado en ella fue la de que cuando en una pantalla corriges, borras, le das al delete, lo que sea que hubieras escrito antes: una mala idea, una frase mal formulada, un error gramatical, una palabra mal escrita, desaparecía, dejaba de existir. Se perdía, para bien y para mal. No puedes volver a reformularlo, a retomar esa idea, a recogerla, releerla, ni siquiera puedes aprender de lo que hiciste mal porque ha desaparecido. En un cuaderno, en un papel, tachas pero sigue estando ahí. Debajo de las rayas, de la X, del NO gigante escrito con un rotulador de otro color, la idea, la mala idea permanece para recordarte qué hiciste mal o esperando el momento en que se vuelva una buena idea.  

No se puede hacer desaparecer lo que has hecho mal en la vida, o lo que no te apetece recordar. Permanece para siempre y eso está bien. Lo que sea que has hecho, dicho, pensado, amado, rechazado o sentido es lo que te hace quien eres. Está bien no poder eliminar lo que no nos gusta de nuestro pasado pero quizás, pensando en gomas, esta semana, estaría bien poder borrarlo. Que no despareciera, que dejara un rastro, las líneas de tu vida en aquellos momentos más tenues, cierto relieve en aquel recuerdo, pero sin ver aquel error, aquella estupidez, aquella majadería. Estaría bien saber que fuiste gilipollas pero sólo por su rastro, como las migajas de la goma Milán sobre el cuaderno.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Luchando contra el adolescentismo

En mi lucha contra el adolescentismo que está llegando a mi vida, estoy desarrollando una serie de mecanismos de defensa para conseguir llegar a la siguiente etapa de la vida, la adultez de mis hijas, sin haber muerto de una subida de tensión, un ataque al corazón y, a ser posible, con todo el pelo que tengo ahora mismo. He dicho mecanismos de defensa porque por ahora es a  lo que llego. Confieso que estoy desbordada por el adolescentismo de mis hijas y por ahora, todo lo que puedo hacer es defenderme para que no acaben conmigo. Confío en que llegue una etapa más ofensiva en la que las que tengan que defenderse sean ellas pero por ahora me conformo con replegarme a mis cuarteles para no volverme loca. 

El primer mecanismo que he aprendido es no acercarme a su armario. Ni mirarlo, aunque esté casi siempre con las puertas abiertas. Ni acercarme, ni tocarlo, ni asomarme. ¿Qué tienen ahí dentro? Pues para mí, como si hubiera un pasaje a Narnia.

El segundo mecanismo es asumir imperturbable que lo que no son capaces de encontrar, no existe. No, no es que no busquen bien. No, no es que no sepan mirar. No, no es que busquen como hombres esperando que lo que sea que están intentando encontrar salga a su encuentro. No. Si no encuentran algo, lástima, ese algo ha desaparecido. ¿Quizás está camino de Narnia a través del armario? Quizás pero, como ya he dicho, yo a Narnia, no voy. 

—Mamá, ¿dónde están mis pantalones blancos?
—Están en el cesto de la plancha. 
—No hace falta plancharlos.
—Me alegro. Eso que te ahorras.
—Pues no están. 
—Pues eso que te ahorras también. 

Es importante recordar que cuando, por casualidad, encuentro lo que sea que ellas han dado por perdido, no cogerlo y decir "¿Veis como si estaba?". Ese algo, lo que sea, es invisible para mí. (Advierto que esto cuesta) 

El tercer mecanismo es reajustar expectativas combinándolo con una sabia y necesaria regresión a los primeros momentos de la maternidad, cuando descubrí que nada es cómo te han contado. Cada vez que vuelvo a casa, en vez de imaginar una entrada triunfal en la que mis hijas, según oigan el delicioso tintineo de mis llaves en la puerta, aparecerán por el pasillo dispuestas a saludarme y contarme su día, tengo que bajar esas expectativas a la realidad: el eco de mis pasos por el salón a oscuras mientras grito: ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Un poco después, según avanzo por el pasillo y veo luz salir de su cuarto, me tranquilizo porque sé que no estoy sola y, entonces, tengo que controlar el miedo desenfrenado pensando que quizás me las voy a encontrar desmayadas, muertas, despedazadas por lo que sea que ha salido de su armario. 

—¡Ah! Hola, mamá. 

Así me gusta, la efusividad supurando por todos sus poros. No me extraña que nadie de Narnia quiera devorarlas, seguro que no saben a nada.  

Mi cuarto mecanismo de defensa es que he desarrollado el superpoder de no ver qué llevan puesto. Para mí, mis hijas siempre llevan el traje nuevo del emperador. Hasta hace poco, era como el famoso listillo del cuento que le gritaba al rey "¡va desnudo!", pero he descubierto que es mucho mejor la opción contraria. 

—¿Qué tal voy?
—Perfecta. 
—No te gusta.
—Perfecta. Estupenda. 
—Pues no me voy a cambiar. 
—Me parece muy bien. 
—Valeee, me cambio.
—Como quieras.


La última herramienta defensiva es adoptar el silencio como manta protectora. Nada de pensar en el silencio como algo incómodo. Nada de obsesionarse con que el silencio es un problema de comunicación. Hay que olvidar todas esas cosas que has leído sobre la importancia de la conversación, de charlar con tus hijos, de compartir temas. Todo eso es importante pero si para conseguirlo tienes que sacar el sacacorchos del cajón de la cocina y embutírselo en la garganta, quizás no sea tan buena idea. Si las respuestas a todas tus preguntas son: sí, no, no sé, me da igual, no me acuerdo, es muchísimo mejor usar el sacacorchos para abrirte una botellita de vino y sentarte a esperar que les apetezca hablar contigo. 

Hay que disfrutar el silencio para leer, dormir o, simplemente, para concentrarte en no abrir el armario y ordenar Narnia al grito de ¡no vuelvo a compraros ropa hasta que no sepáis tener esto ordenado!