miércoles, 1 de noviembre de 2017

Veinte años después


«El dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él» (Joan Didion)

Hoy hace veinte años que murió mi padre. Es mucho tiempo y no ha pasado rápido. Si hace veinte años hubiera intentado imaginar cómo iba a sentirme a lo largo de estos años, probablemente hubiera creído que un día como hoy, tanto tiempo después, no sentiría nada, el tiempo todo lo cura, dicen. O quizás, hubiera imaginado sentir una pena nostálgica, casi analgésica, tranquilizadora, una pena bonita como de película. No es así para nada. Estos días atrás, he descubierto que, veinte años después, sigo aprendiendo cosas sobre su pérdida y que hoy, lo que siento es rabia. 

Mi padre tenía cincuenta y tres años cuando murió y estaba en lo mejor de la vida. Yo no lo sabía cuando murió ni lo he sabido durante estos veinte años, lo sé ahora que tengo cuarenta y cuatro. Cuando murió, de repente, sin avisar, sin que ninguno, ni tan siquiera él, pudiéramos esperarlo, me invadió la incredulidad, «no puede ser» me susurraba a mí misma. Después, mientras la tristeza inmensa lo nublaba todo y el desorden se convertía en el nuevo orden me parecía que aunque obviamente había muerto antes de tiempo, ya había vivido. Era pronto, pero no demasiado pronto. Con mis veintipocos años, creía que él ya había vivido suficiente. ¡Qué listillos somos cuando no hemos hecho nada más que empezar a vivir! 

Durante todos estos años le he echado de menos hacia detrás y hacia delante. He recordado, guardado, mimado y tratado de conservar, en parte escribiendo, todos sus momentos conmigo, juntos. También le he echado de menos con ese luto hacia delante que es infinito por lo que ya nunca podrá ser, por alejarme de él cada día más. He sentido nostalgia por el  pasado y tristeza por la pérdida de lo que fue y el anhelo de lo que no podrá ser. Pero hoy, veinte años después, lo que me invade es rabia. No por mí sino por él, rabia sorda y amarga por la vida que se ha perdido. Este año, el próximo veinticinco de diciembre cumpliría setenta y cuatro años y la muerte le quitó los años mejores. Creo, además, que él había alcanzado la sabiduría suprema por la que disfrutas de la vida, con cuarenta y nueve años, y sólo estaba empezando a saborearlo. Estaba feliz, contento, disfrutando de la sensación de haber reconocido la vida, de ser intensamente consciente de vivir y, cuando mejor estaba, en el momento álgido de la fiesta vital, murió.  La paradoja es que él tuviera que morir y  perdérselo para que yo lo haya aprendido a tiempo y lo esté disfrutando ahora. 

Cuando muere alguien nos hundimos en nuestro dolor, en nuestra pena, en nuestra pérdida, en el hueco que sentimos, el vacío que nos ahoga y en nuestras lágrimas. Y es normal, quizás tengan que pasar veinte años para que seamos capaces de valorar la pérdida del otro, del que murió, lo que dejó por vivir. 

¡Qué cabrona es la vida y qué rabia me da que se la esté perdiendo! 


lunes, 30 de octubre de 2017

La caja de los tesoros

Hay cajas por todas partes, cajas con ropa de bebé, cajas con trastos, una bolsa con pilas usadas, un albornoz azul que no es de nadie pero que, por alguna razón que escapa a mi comprensión, no se puede tirar, un moisés de bebé, una lavadora, un horno, más cajas.  Intento encontrar algo al alcance de mis capacidades organizativas cuando veo una caja con libros. 

—Voy a organizar esta caja de libros. A ver qué tiramos y qué nos quedamos.
—Estupendo. 

Los hijos del héroe es lo primero que me encuentro. Un libro que ni me suena, que juraría no haber visto en mi vida. Una ilustración muy de "A dónde vas Alfonso XIII" ilumina la portada. En la primera página nos informan de que son cuentos para niños con "ilustraciones en color y en negro" y descubro que la edición es de 1935. ¿De quién sería este libro? ¿De mi abuela? 

«Noche era aquella de tristeza en casa de Doña Paquita. Sus dos hijos, Carlos y José, partían al amanecer para lugares lejanos. Gran salto iban a dar: desde Tudela, en Navarra, a las colonias del Perú, en América» 

Me muero de la risa con este comienzo de cuento infantil de hace casi cien años. Según paso las páginas y veo las ilustraciones, me doy cuenta de que no tengo ni idea de cómo eran los niños de hace cien años, quizás esto les resultara emocionante. Y truculento, en las ilustraciones siguientes que nos cuentan la historia de Carlos y José, aparecen muertos a mansalva y hasta un general rebanándole el cráneo a un "insurgento". ¿Cuántos niños de ahora mismo saben lo que es un insurgento? 

Descubro que Los hijos del héroe es un libro de relatos. El siguiente se llama Un corazón como hay pocos con el que me echo unas risas tremendas. La protagonista es una huérfana rica que vive "rodeada de sus criados" y que se llama María del Carmen. Imagino a Harry Potter y a su amiga Mari Carmen en Griffindor y es obvio que los nombres pasan de moda. Descubro que Mari Carmen es condesita y tiene tierras así que su primo la engatusa, la engaña y Mari Carmen al enterarse cae "tronchada como un lirio" y muere. No me lo invento, la última frase del cuento es «María del Carmen había muerto». El siguiente cuento se llama El consejo del mendigo y no entiendo muy bien de qué va, sale un ex banquero y luego una chica que lleva un velo que se parece muy sospechosamente a un pañuelo palestino y que dice que va a Calatayud «con diez mil duros en valores». En la última ilustración se postra ante ella un tal Bautista que resulta ser su hermano. 

Decididamente este libro tengo que guardarlo y leerlo con calma, intuyo que me va a dar grandes alegrías. Sigo rebuscando y encuentro una edición, de 1933, de La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, y una de El viaje de Gulliver al país de los gigantes de 1942 con una rana gigante y muy asquerosa en la portada acosando al pobre Gulliver que lleva pelucón blanco. No tengo ni idea de quién serían estos libros. 

Historia moderna y contemporánea. Parece muy antiguo pero en la portada, en una combinación un poco kitsch aparecen galeones medievales y un avión a propulsión. Busco el año, la edición y lo que me encuentro es, en la última página, la firma de mi padre niño: Jesús Ribera. Ya tenía la letra que yo reconozco. Éste a guardar, por supuesto. 


Sigo rebuscando y, de repente, tengo otra vez 10 años y todas mis lecturas están ahí. Casi me puedo ver con el pelo cortado como un tazón, sin dientes y leyendo sin parar aquellos libros. La princesita, en la preciosa edición verde loro de la colección juvenil Cadete de la editorial Mateu de Barcelona. En la portada aparece la protagonista oriental (y no la rubia de la película) que llegaba al colegio de ricas y a la que desterraban a la buhardilla cuando su padre dejaba de enviar dinero. Las páginas están beige, reconozco el olor, la tipografía. Es curioso como hace treinta y cinco años esos libros me parecían ya antiguos porque lo eran, son de los años cuarenta, y ahora siguen igual, no han envejecido más, permanecen  congelados en el tiempo. De la misma colección aparece una cumbre de cursilismo que también me encantó de pequeña: Bajo las lilas. Tengo una niebla de recuerdos en torno a esas páginas. Descubro, además, en la primera página el registro de mi madre M.G.R.G nº 2. Fue su segundo libro. Me encantaba el registro de mi madre, recuerdo cuando lo descubrí y le supliqué que me dejara ayudarla a organizar su biblioteca, a ordenar los libros, a anotarlo todo. Sigo sacando más títulos de la colección Cadete Los Primitos y Los muchachos de Jo de Louis May Alcott, por algún sitio aparecerá Hombrecitos. Todos a guardar.

Shirley, azafata del aire. No me puedo creer que este libro este aquí. Me quedo paralizada. Este es el único libro que jamás devolví a una biblioteca. Recuerdo con claridad el día que, con diez u once años, entré en la biblioteca de mi colegio y le confesé a la monja encargada que no encontraba el libro y no podía devolverlo. Me moría de la vergüenza y de la pena porque me castigaron a no sacar libros en un mes ¡un mes! Salí de allí llorando amargamente por la injusticia. Jamás olvidé ese libro pero ni en mis sueños más locos pensé que volvería a encontrarme con él. Decido que tengo que volver a leerlo y me río con su portada como de novela Pulp. Shirley se contonea con su uniforme y sobre sus zapatos de tacón alejándose del jet. Ay, mi yo de diez años, que inocente era. 

El Corcel Negro. No me lo puedo creer, no sé las veces que leí este libro. La portada con el abuelo abrazando al niño, el caballo negro. Me gustó tanto que cuando hice un intento de escribir un diario, lo llamé así "El corcel negro". Mi hermana lo encontró, lo leyó porque eso es lo que hacen las hermanas pequeñas y luego vino con toda su mala leche a reírse de mí. «Así que el corcel negro». Arranqué todas las hojas y las tiré; del diario no del libro. Encuentro una edición de Heidi de Bruguera. Me río a carcajadas al encontrarme a una Heidi rubia, con pecas que corre a los brazos del abuelo que lleva una elegante chaqueta cruzada de color rojo intenso. ¡cuanto daño han hecho los dibujos japoneses!  

Cuando la gente dice Julio Verne, en mi cabeza salta un resorte que contesta El rayo verde. Y aquí está, en mi manos ahora mismo, Famosas novelas de Bruguera. En la portada está la Heidi rubia y el abuelo y Pedro y un oso pero ahí, entre el resto de las famosas novelas sé que está "El rayo verde". Busco la página y ahí está, tal cual, la ilustración que me persigue desde hace treinta años en la que el protagonista patilludo besa a la chica en el momento justo en que el rayo verde ilumina el horizonte. Todavía, hoy, con cuarenta y cuatro años cuando veo una puesta de sol busco el rayo verde. 


Canguro para todo y El hada acaramelada de Gloria Fuertes, Los niños más encantadores del mundo y La abuelita en el manzano. En las primeras páginas mi letra, mi nombre, Ana Ribera. Puff, creo que me voy a ahogar en nostalgia, esto es lo más cerca que voy a estar nunca de reencontrarme con mi yo de hace treinta años, el yo que me hizo la lectora que soy.  


—¿Cuántos han salido para tirar?
—Ninguno. 


viernes, 27 de octubre de 2017

Haraganead, haraganead, malditos

¿Cómo te sientes si pasas todo un día sin hacer nada? 
a) Bien
b) Mal

Desconfío de todo aquel que elige la respuesta b. ¿Cómo puedes sentirte mal después de no hacer nada en todo el día? ¿Que tara tienes? Sospecho que a los que eligen la opción incorrecta nadie nunca les ha enseñado a no hacer nada bien.  

Haraganear es un arte y, como tal, requiere dedicación, empeño y fuerza de voluntad. La maestría no se adquiere de la noche a la mañana ni se perfecciona en un instante. Es necesario dedicarle tiempo, encontrar el hueco y el espacio e insistir hasta que se le coge el truco. Solo entonces, te vuelves adicto, te enganchas, lo conviertes en un arte.  

No hacer nada es revolucionario. Nos pasamos la vida corriendo, sujetos a un horario, al despertador. Nos persigue la hora de comer, la hora de cenar, la de ir a trabajar y la de salir corriendo a hacer gestiones. Además, tenemos tareas pendientes, una montaña enorme que no acaba nunca y que va desde limpiar la casa a llevar la aspiradora a arreglar, recoger la ropa de invierno, planchar, poner la lavadora, ir a comprar bombillas, llamar a tu  madre, escribir a tu amiga que vive fuera, pedir cita para el DNI, para la peluquería, para el oculista, llamar al banco, mirar tus gastos mensuales, emparejar calcetines, ordenar tuppers, lavar a mano la ropa de lavar a mano que languidece al fondo del cesto de la ropa sucia esperando que llegue su momento, ir a un museo, dar un paseo, ir a conocer un nuevo restaurante, quedar con alguien, cortarte las uñas... un millón de cosas que hay que hacer. Para no hacer nada hay que desarrollar el superpoder de dejarlas todas en "mañana". No es fácil, la inercia del "tengo que" o "podría hacer" es  es un tsunami muy violento que hay que aprender a surfear. 

No hacer nada significa ir a contracorriente, despegarse del "aprovecha tu tiempo libre" y del "saca  provecho del fin de semana". No, no y no. El verbo aprovechar implica exprimir el tiempo, apurarlo, llenarlo de cosas, de actividades que te reporten un beneficio, un algo, lo que sea. No hacer nada, haraganear, es justo lo contrario. Consiste en aprender a dejar pasar el tiempo languideciendo. Haraganear implica disfrutar viendo como los minutos y las horas se escurren entre tus dedos, resbalando por las sombras de la luz en tu cama, en tu pared, en el suelo. Abrir los ojos y pensar «podría levantarme» y no hacerlo, darte la vuelta y seguir tumbada, sin dormir, sin leer, simplemente no haciendo nada. No hacer nada significa empezar a desayunar a la hora que sea, sin mirar el reloj, sin pensar que es casi la hora de comer, te apetece desayunar y desayunas, ya te preocuparás o no de lo que ocurra en las horas que están por llegar. Al principio de no hacer nada, la perspectiva de las horas por llenar puede agobiar un poco pero hay que tomárselo con calma y dejarse ir. Poco a poco, tu cuerpo se adapta, tu cerebro se pone cómodo y ves como el tiempo se estira y el haraganeo se expande ocupando todos esos minutos con una maravillosa sensación de bienestar. La expansión del placer del haraganeo es algo maravilloso, crece hasta ocupar el tiempo y el espacio llenándolo todo de un olor, de un sonido, de un tacto dulce, pacífico y gustoso. 

Haraganear es ir, un poco, contra nuestra propia naturaleza. Los niños, por ejemplo, llevan mal no hacer nada, dicen me aburro y exigen hacer cosas, entretenerse, estar activos. Hay que enseñarles a disfrutar del haraganeo consciente para no privarles de ese placer. Hay mucha gente a la que no le ensañaron nunca, les privaron de ese conocimiento y viven su vida en una continua carrera de obligaciones, tareas y ocio auto impuesto muy parecido a vivir permanentemente en un crucero organizado.  

Haraganear es maravilloso y, como todas las cosas buenas de la vida, hay que manejarlo con cuidado. Es importante no abusar de ello porque entonces su placer se anula y se convierte en un vicio. Haraganear es un placer íntimo, para realizar en una compañía de confianza y siempre con moderación. 

¡Ah! Casi lo olvido y esto es fundamental:  no se haraganea en pijama. Cuando uno no va a hacer nada en plan profesional, lo hace con ropa cómoda, de estar en casa pero nunca en pijama. ¿Por qué? Por lo mismo que no se corre sin sujetador. No hay más que explicar.  

Haraganead, malditos. No os hurtéis ese placer y sed gente de confianza que elige, siempre, la opción a. 


miércoles, 25 de octubre de 2017

Caer bien no es lo mismo que querer

Dan Gluibizz
—Mamá, a mi amigo Pedro su madre no le cae bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Hoy hemos estado hablando de eso. 
—Ajá. 
—¿Te parece bien que no le caiga bien su madre?
—Bueno, no lo sé, sus razones tendrá. A lo mejor le cae bien a ratos, o a lo mejor no es que le caiga mal, sino que simplemente le cae mejor su padre y, por comparación, él tiene la sensación de que su madre no le cae bien.
—No lo había pensado así. 

Ella no lo había pensado así y yo, la verdad, es que no lo había pensado nada, pero me quedé dándole vueltas. ¿Te puede no caer bien tu padre, tu madre, tus hijos? Ya veo las caras horrorizadas de muchos, pensando "por supuesto que tus padres te caen bien y, también, tus hijos porque los quieres más que a nada y blablablabla". 

—Mama, a mí tú me caes bien. 
—Me alegro.
—¿Yo te caigo bien?
—Si, casi todo el tiempo sí.
—Pero ¿caer bien no es lo mismo que querer eh?
—Lo sé.

Exacto. Caer bien no es lo mismo que querer. Es completamente distinto o, quizás, sólo complementario. Por supuesto está horriblemente mal visto decir que tus hijos o uno de ellos o tus padres o uno de ellos no te caen especialmente bien, pero es así. Todos, o casi todos,de adultos sabemos cuál de nuestros progenitores nos llevamos mejor, con cual tenemos una relación más fluida, más cercana, una relación en la que es más fácil acoplarse por el motivo que sea: cercanía, sentido del humor, intereses comunes, odios compartidos, afinidades de carácter, pueden ser un millón de cosas. Nos caemos bien, nos caemos mejor. 

Pocos, sin embargo, estamos dispuestos a aceptar que quizás, a lo mejor, que es posible que no les caigamos bien a nuestros hijos. Mejor dicho, como le dije a María, que seamos el progenitor con el que nuestros hijos congenian menos. ¿Por qué? Pues porque nos hemos confundido y creemos que el amor y caer bien es lo mismo y no lo es. Bueno, por eso y porque a nadie le gusta no caer bien (que no es lo mismo que caer mal).

¿Por qué nos pasa esto? Pues dándole vueltas en la cabeza creo que es porque tenemos grabado a fuego en nuestro interior que el amor de padres a hijos y viceversa es incondicional, es una especie de fuerza suprema que lo puedo todo y en la que todo, salvo en momentos excepcionales siempre provocados por una causa externa maligna sin la cual el mundo sería de color de rosa, es armonía, buen rollo y empatía. Y yo creo que no es así. 

El amor entre padres e hijos cae. Es de arriba hacia abajo, sale solo, no brota en el momento del parto como un manantial (de esto ya hemos hablado) pero cada día que pasas con tus hijos acumulas un poco más. Es un amor que te hace sobreponerte a todo lo malo (que lo hay) de tener hijos. Es un amor que no hay que cuidar, no va a secarse (sé que esto es cursilísimo pero me sirve para la idea), ni se va a ir, ni va a desaparecer. (Vale, hay casos en los que ni surge, ni crece y sí desaparece pero son pocas veces). 

El amor de hijos a padres funciona de abajo arriba. Este sí surge, es un chorro a propulsión que brota de pronto y que a nosotros, los padres, muchas veces nos sorprende por su fuerza y nos golpea en toda la cara. El bebé que se calla cuando tú lo coges, tus hijos abrazándote sin venir a cuento, tu hijo enfermo que se siente mejor nada más verte. No es nada que hagas tú, es el amor que ellos sienten y que es como un surtidor a presión descontrolado. Ese surtidor sí pierde presión, según crecen nuestros hijos empiezan a poder controlar su caudal, aprenden a manejarlo y, a veces, creemos que se ha secado. Se enfadan con nosotros, nos odian, nos castigan con su silencio, piensan que somos los peores padres del mundo. Sí, nuestros hijos harán eso porque nosotros lo hicimos, lo hacemos, lo hemos hecho. En los amores en vertical nos cuesta admitir que el destinatario de nuestro amor no nos caiga bien, nos caiga regular, aunque sea por épocas, nos parece que rebaja la calidad de nuestro amor, que no es cariño del bueno, sea lo que sea eso. 

Luego hay otro tipo de amores, los horizontales, de igual a igual: a tu pareja, a tus amigos, a tus hermanos. Esos amores hay que empujarlos para que se muevan, evolucionen y no cojan polvo y olvides que están ahí. En estos amores no tenemos ningún problema en aceptar que un objeto de nuestro afecto nos cae menos bien que otro. Todo el mundo, absolutamente todo el mundo dice: me llevo mejor con mi hermano X que con mi hermano Y, o con mi amigo Paquito que con mi amiga Marta. No tenemos problema con eso. ¿Por qué? No lo sé pero es así. Admitimos que en los amores trabajados haya categorías pero en los amores incontrolables nos cuesta creerlo. 

Caer bien es distinto de querer. A lo largo de nuestra vida nos cruzamos con muchísima gente, con algunos sientes una afinidad instantánea o no tan instantánea que hace que esa persona te resulte más simpática, más llevadera, más cercana y, eso, pasa también con nuestros padres y con nuestros hijos... aunque nos cueste pensarlo, creerlo, aceptarlo y mucho más verbalizarlo.