lunes, 3 de julio de 2017

Las medias verdes de Irma la Dulce

En uno de mis cajones tengo una foto guardada en la que él escribió «Te quiero». En blanco y negro, desde una grada en Las Ventas, sonreímos a la cámara. Los dos llevamos gafas del modelo que hasta hace seis meses ha estado pasado de moda.  Yo tengo veinte años o veintiuno, él un par menos. Íbamos mucho al cine, al cine y a los jardines de la Complutense. En nuestras casas creían que estábamos en la biblioteca estudiando, pero nos pasábamos horas dedicados a besarnos hasta gastarnos y encendernos hasta el límite del escándalo público. 

«Vamos al cine Bogart» me dijo un día de aquella época en la que sonreíamos. Jamás había ido a ese cine, jamás lo había visto, no sabía ni que existía. Por no conocer, no conocía ni la calle, así de joven era. Apuesto a que fuimos en mi coche, en aquella época en el centro de Madrid todavía se podía aparcar y cuando vives en un permanente estado de efervescencia hormonal y no tienes casa, el coche es un activo que no se desaprovecha, hay que tenerlo siempre a mano. Aquel cine era viejo, más viejo que nosotros y que nuestros padres, quizás lo era tanto como nuestros abuelos. No había nadie, éramos los únicos espectadores. El escenario que acogía la pantalla, las cortinas, las butacas de madera de terciopelo rojo, incómodas e incompatibles con el abrazo, los palcos. Era como estar sentado dentro de una película. «Parece la Rosa Púrpura del Cairo» le dije. Pronto me olvidé del cine, del muelle de la butaca e, incluso de él, me sumergí en la película, en aquel cuento de hadas en technicolor con una chica con medias verdes, que dormía con antifaz en  y un gendarme enamorado  que hablaba con dientes de conejo para despistarla y se cambiaba la gorra del uniforme por un canotier de hombre de mundo.  

El cine Bogart cerró, es imposible aparcar en el centro, tengo más recursos para resolver la efervescencia hormonal cuando surge, llevo gafas de “comisaria del Reina Sofía” y aquel novio acaba de tener su primer hijo. Todo ha cambiado pero Irma La Dulce mantiene todo su encanto y, cada vez que la veo, recuerdo aquella noche, en un cine solo para nosotros, cuando creí que él era el hombre de mi vida, que éramos especiales y que nunca me atrevería a llevar medias verdes. 


lunes, 26 de junio de 2017

Nadie te conoce como tus padres

Francesco Bongiorni 
«Tus padres te conocen perfectamente» es una frase que, de niña, escuché cientos de veces y siempre me provocaba cierto desasosiego, casi malestar. Había muchas cosas que mis padres ignoraban de mí: ideas, sensaciones, sentimientos, pensamientos, incluso maldades o idioteces que había cometido, mentiras que les había contado. Sabía que mis padres no las conocían, muchas ni siquiera las sospechaban, pero cuando escuchaba esa afirmación, siempre tan rotunda, pensaba que, a lo mejor, sí que me conocían mejor de lo que yo pensaba.A lo mejor, ser padre te otorgaba un sexto sentido que te permitía no sólo conocer a tus hijos sino ocultar ese conocimiento, era un superpoder, listo para ser utilizado solo cuando hiciera verdadera falta.  

Muchos años después me convertí en madre, y pasados los doce primeros años, me he dado cuenta de que "tus padres te conocen mejor que nadie" es otra de esas afirmaciones felices, como «el que trabaja la consigue» o «de todo se aprende», que todos aceptamos porque, en el fondo, no hacen daño a nadie, nos dan una falsa sensación de control y nos reconfortan a ratos. Como todas las cosas sin aristas, es mentira. 

¿Conozco a mis hijas perfectamente? No. Mis hijas son muchas más cosas además de mis hijas. Son hermanas, sobrinas, nietas, primas, amigas, compañeras y, algún día, tendrán aún más roles en sus propias vidas. Serán novias y exnovias, puede que sean madres y tías y espero que sean, por ejemplo, compañeras de trabajo, de viaje y de gimnasio de mucha otra gente. Serán vecinas, serán clientas, serán compradoras, pacientes, conductoras y, dentro de mucho, quizás abuelas. 

Sé cómo son mis hijas ahora mismo, conmigo. Sospecho, o creo saber, o imagino, que tengo una ligera idea de cómo se comportan cuando no están conmigo. Vivo con esa creencia confortable, cómoda y acogedora. Cada día, me envuelvo en la capa del superpoder que todos heredamos de nuestros padres y me dejo llevar. Pero un buen día, en una semana cualquiera, la pasada para ser más exactos, me doy cuenta de que no es verdad. 

María está en Alemania de intercambio. Y, de repente, es otra persona. No, es una persona que yo no había visto en ella, que no sabía ni que existía. Me llama por teléfono y hablamos durante 25 minutos sobre lo que ha hecho allí, sobre cómo se siente, el hambre que está pasando y lo duro que le está resultando madrugar tantísimo. No pregunto nada, sostengo el teléfono sorprendida y desbordada por el torrente de cháchara. No puedo creer que sea María, que mi hija, la monosilábica, esté elaborando todo ese discurso tranquilo, interesante, elocuente y lleno de humor y reflexión. Cuelgo y me doy cuenta de que no la conozco, no así, no sola, independiente y a cuatro mil kilómetros. Al día siguiente, la leo chatear con su primo de ocho años y se me salen los ojos de las órbitas: está cariñosa, protectora, amorosa. Leo los consejos que le da, las preguntas qué le hace, los chistes que le cuenta. Es como si no fuera mi hija, pero sí es ella, claro que es ella, es ella sin interactuar conmigo, ella sin mí, sin ser hija. 

Por la noche se enzarza en una videollamada con su hermana, las escucho desde el sofá; susurran, charlan y se ríen a carcajadas. Las dos. No sé de qué se ríen, no sé qué se están contando y no me importa. Está bien, están siendo ellas dos, hermanas, sin mí, sin ser hijas.

Sé que no las conozco perfectamente, sé que hay cosas que no sabré nunca, sé que algunas de las que descubra no sólo no me gustarán sino que me provocarán rechazo. Sé que hay cosas que no querré saber, que no quiero saber ahora mismo, que no tengo que saber.  

Pensar todo esto me ha tranquilizado bastante. No conozco a mis hijas, las conozco como hijas mías y en el ámbito reducido en el que, hasta ahora, hasta la adolescencia han vivido y que yo, más o menos, controlo. Fuera de ese ámbito y de su papel como hijas, mi ignorancia sobre ellas aumenta cuanto más se alejan de mí.  No conozco a mis hijas mejor que nadie porque eso es imposible, porque conmigo siempre serán hijas y ese papel es tan enorme que anula, en gran parte, los demás roles que ellas tienen y tendrán en sus vidas, roles igual de interesantes que ser hijas. También los tengo yo, soy muchísimas más cosas que una hija y mi madre no las conoce. 

Renuncio a la capa, no quiero el superpoder de conocer a mis hijas mejor que nadie. 

viernes, 23 de junio de 2017

Cuando las cosas se arreglaban

«Arreglos de raquetas. RaquetaRota.com» pone en el coche que va justo delante de mí por la autopista. ¿Arreglos de raquetas? ¿Hay un negocio ahí? ¿En la época de Decathlon y Amazon las raquetas se arreglan? Me alegro por el dueño de RaquetaRota aunque no sepa nada de marketing, branding ni ningún ing. Me resulta tierno y, de alguna manera, esperanzador, que todavía se pueda vivir reparando cosas rotas, arreglando objetos que simplemente se han estropeado. Al lado de mi casa hay un zapatero remendón, trabaja en un  local pequeño, un cuchitril, al que se accede bajando tres escalones y que está escondido detrás de una mata gigante y triste de adelfas. Tiene un pequeño escaparate en el que se exhiben cordones, llaveros y, creo que, alguna pegatina decorativa. La puerta también es de cristal y cuando la cruzas descubres que la tienda está atestada de estanterías colapsadas de zapatos, botas, zapatillas. Al entrar, siempre tengo la sensación de que esos zapatos llevan allí más tiempo del que deberían, que han sido abandonados, olvidados por sus dueños, porque ya nadie arregla nada, todo se tira y se sustituye por algo nuevo. 

Cuando yo era pequeña, en Los Molinos, había en el centro del pueblo, en una casa de toda la vida, una mercería que se llamaba La Favorita. Me encantaba ir, acompañar a mi madre al comienzo del verano a comprar allí un millón de cosas que yo ni sabía que existían, ni para qué servían, ni mucho menos era consciente de necesitarlas. Cosas misteriosas, la goma de la tapa de la olla Magefesa, un mango de sartén, cremalleras especiales, boquillas para las mangueras, tela de tergal para hacer vestidos, relleno de cojines, cucharas de palo, insecticida de hormigas, tapa juntas etc. Traspasabas la puerta, el sol de verano quedaba atrás chocando contra el blanco de la pared y te adentrabas en una cueva oscura y fresca con un mostrador gigante y estanterías atestadas. (En las tiendas nuevas se ha perdido el encanto del batiburrillo caóticamente ordenado, todo lo que hay es todo lo que ves, no hay espacio para la sorpresa ni para el descubrimiento, ni siquiera para la búsqueda, un aburrimiento). Soñaba con, de mayor, trabajar allí, que el tendero de cara sonriente, tono complaciente y ojos claros me enseñara el código secreto para encontrar todas y cada una de las cosas que mi madre y mi abuela le pedían. Todo lo que comprábamos en La Favorita, casi todo, eran trozos, apaños, partes de un algo, nada servía para nada por sí solo, todo debía juntarse, pegarse, usarse, coserse a otras partes, para ser útil.  

Cuando era tan pequeña que ni siquiera soñaba con ser mayor, había serenos en Madrid. Por supuesto no lo recuerdo pero mi madre siempre cuenta cómo el sereno les ayudaba a subirnos a casa, dormidos como ceporros, cuando llegábamos de viaje. Mi padre, mi madre y el sereno nos acarreaban hasta nuestras camas. 

En mi trabajo no arreglo nada, no encuentro tesoros, no ayudo a nadie. Ojalá supiera arreglar algo, aunque fuera una raqueta de ping pong.  


miércoles, 21 de junio de 2017

¿Tener razón o follar?


Extase de Isabel Miramontes
Tengo un amigo que dice que a la gente le gusta más tener razón que follar. Siempre le contesto que eso no es verdad, que lo dice porque a él se le ha pasado ya la edad de follar, o las oportunidades, o las dos cosas. O quizás nunca tiene razón. 

¿Qué me gusta más a mí? Me gusta tener razón, soy muy fan del TE LO DIJE y, sobre todo en el trabajo, adoro la carpeta de enviados de mi correo electrónico porque me ha permitido algunos YO TENÍA RAZÓN gloriosos. También me los he tenido que tragar, como es lógico y,  aunque pican, me los tomo como un partido de tenis, unas veces las cuelo yo en la línea y otras veces soy ya la que no lo ve venir. No me gusta pero así es el juego. A veces, sin embargo, tengo razón y no quiero tenerla porque cuando llega el momento en que sale a la luz que mi advertencia, mi aviso, mi llamada de atención era cierta, no encuentro satisfacción en ese reconocimiento a mi buen criterio. ¿Por qué? Porque tengo razón, porque esa persona es una impresentable y nos la ha jugado. Me paseo como un león enjaulado, me encabrono, me hostilizo, me pongo de muy mal humor, ironizo, la tensión me recorre el cuerpo, se me quita el hambre y la sed. Blasfemo e imagino conversaciones telefónicas en las que le digo: «Eres un impresentable, tú lo sabes y yo también. Voy a trabajar contigo porque no me queda más remedio pero quiero que sepas que te desprecio y que aplaudiré hasta romperme las manos si te pasa algo malo». Pero no puedo hacer nada, solo callarme.  

Algunos "te lo dije" saben tan amargos que no compensan. Mejor el sexo que, por lo menos, relaja.