lunes, 22 de mayo de 2017

La Casa Amarilla y las fiestas de Gatsby


La Casa Amarilla es la casa más especial en la que he estado nunca. Es especial porque es amarilla y porque su encanto sigue intacto a pesar de los años. Cuando de adulta, y con mis hijas, volví a entrar en ella, lo hice pensando que el recuerdo que de ella tenía se caería al suelo hecho añicos al enfrentar mis recuerdos y sensaciones de niñez a la realidad, pero no fue así. Seguía siendo igual de mágica. No, igual no, mucho más. Temí que los espacios me parecieran más pequeños, la decoración ajada o la distribución absurda e incongruente, pero nada de eso ocurrió. Es una casa majestuosa, con una escalinata casi como la de Tara y un salón inmenso. Allí seguía la mesa de ping pong delante de la chimenea, los tresillos  colocados a los lados para que imaginarios espectadores se sentaran a contemplar a los jugadores, los grandes ventanales a la terraza y, al fondo del salón, la rotonda circular con el banco corrido forrado de terciopelo oscuro, granate profundo creo recordar. Recorrí la cocina, el office, todo con su decoración original, muebles blancos, de los años cincuenta, coronados por una pesada encimera de mármol blanco. Todo estaba exactamente igual que treinta años antes cuando entrábamos corriendo hasta aquella cocina, descalzos y con el bañador mojado, a por la merienda. Lo mejor del interior de la casa era, sin embargo, algo a lo que solo nos daban acceso algunas veces, los pasadizos. La Casa Amarilla tenía (y tiene) pasadizos; a través de un armario te podías arrastrar por pasadizos para llegar a otra habitación. 

En aquella casa nos sentíamos especiales, mágicos, mayores, independientes, protagonistas de un libro de Los Cinco o de una película, de una vida que no nos pertenecía, que no era la nuestra, pero a la que nos daba acceso aquella casa. Tenía un jardín inmenso con recovecos para esconderse, arriates plagados de rosas a las que no dedicábamos ni medio segundo pero que nos servían para escondernos cuando jugábamos a polis y cacos o en los que buscábamos las pistas en las ginkanas. Había un pozo, una pista de tenis, un garaje lleno de telarañas y trastos viejos al que sólo entrábamos para sacar "La rana", un armatoste de hierro verde que pesaba un quintal y que se guardaba ahí durante todo el invierno. Había también un sinfín de escaleras para subir y bajar a la terraza que envolvía toda la fachada y al fondo del enorme jardín, en la zona en la que sólo nos adentrábamos cuando teníamos un plan en mente, había otro pozo, un precioso invernadero y unos vestuarios que nos llenaban de intriga. ¿Por qué estaban ahí? ¿Quién los había utilizado? Unos estaban decorados con unos preciosos azulejos azules y otros con azulejos rosas, la puerta de cada uno de ellos pintada en el mismo tono. ¿Para qué se necesitaban vestuarios? Nosotros llevábamos el bañador siempre puesto, nos quitábamos la camiseta y los pantalones, nos metíamos en la piscina y después nos íbamos, con el bañador mojado a casa, sin preocuparnos si quiera de vestirnos. 

La Casa Amarilla era como la casa de Gatsby. Entonces no lo sabía, no sabía quien era Gatsby, ni Scott Fitzgerald, ni sabía nada de los felices años 20 ni de amores desgraciados y amantes desagradecidos pero en La Casa Amarilla todos los veranos se daba una fiesta que nos hacía sentirnos especiales, ligeros e importantes. Vivos. En aquella fiesta a la que éramos formalmente invitados no se podía llevar el bañador puesto, iba en una bolsa, aunque no recuerdo haber utilizado los vestuarios misteriosos. Llegábamos, vestidos y peinados, a una hora en la que normalmente teníamos las uñas llenas de mugre y el pelo enredado, para disfrutar de la mejor fiesta del verano. Tras ser recibidos por los anfitriones solemnemente, entre risitas de nervios y vergüenza ridícula porque éramos los mismos que habíamos estado montando en bici por la mañana, nos cambiábamos de ropa. 

La piscina de La Casa Amarilla era como la de Gatsby, más grande que ninguna otra, recorrida por una valla metálica con puerta, de azulejo majestuoso, con rayas pintadas en el fondo y con un trampolín de tres alturas al que había que subir por una escalerilla con varios, muchos nos parecían, peldaños. Era una piscina de señores y estaba fría, muy fría. De hecho, creo recordar que sólo nos bañábamos allí por las mañanas cuando recibía algo de sol, las tardes eran sombrías porque los enormes árboles la tapaban casi por completo. 

El día de la fiesta, daba igual el frío, la piscina era lo mejor, lo más divertido, lo que nos servía para romper el hielo de la solemnidad artificial y volver a ser nosotros en pandilla. Además, no era un baño normal, había "pruebas". La madre de nuestros amigos, la mejor anfitriona de fiestas infantiles que yo he conocido jamás, organizaba carreras individuales, competición de saltos y luego, la prueba estrella, la que esperábamos todo el verano, aquella de la que no habíamos parado de hablar y que nos proporcionaría hazañas para comentar para otro año. No sé de dónde sacaba un enorme mástil de madera, pulido y resbaloso, que atravesaba a lo ancho de la enorme piscina. En parejas, cada uno desde un extremo, cruzábamos el mástil manteniendo el equilibrio pero intentando desestabilizar al otro, solo podía quedar uno. Si los dos contrincantes llegaban al centro del mástil se trataba de conseguir hacer caer al otro, pero sin tocarse. Uno tras otro, íbamos cayendo en sucesivos duelos de equilibrio, mientras los eliminados gritábamos (yo siempre era de las que gritaba en una etapa temprana de la competición) desde la valla. Tensión, nervios, gritos, emoción, acusaciones de trampa, sospechas de que uno de los lados del mástil resbalaba menos, caídas, todas las emociones infantiles se disparaban en aquella piscina. Era maravilloso. 

Con el campeón declarado, los nervios ya relajados y los bañadores desaparecidos al fondo de las bolsas, transcurría el resto de la fiesta: había música, una merienda increíble en la terraza "de los mayores", juegos, carreras, oscurecía según se ocultaba el sol tras la falda de La Peñota y cuando caía la noche del todo ninguno quería marcharse. Nos prometíamos que al día siguiente volveríamos a la piscina, volveríamos a competir en el mástil, repetiríamos paso a paso todo lo que habíamos hecho en aquella tarde; queríamos vivir eternamente en aquella fiesta. 

Nunca lo conseguimos, claro. Entonces no lo sabíamos pero los momentos tienen su instante, tienen su envoltorio, su luz y su ritmo y no se puede volver a ellos. Fuimos niños con suerte, invitados recurrentes de Gatsby, varios veranos retornamos a aquella fiesta según íbamos creciendo, pero se nos acabó. 

Muchísimos años después de aquello, el jardín se dividió. La Casa Amarilla, sus terrazas, la pista de tenis y el garaje de La rana quedaron a un lado y al otro, como huérfanos y sin sentido, la piscina, el invernadero, los parterres y los vestuarios de colores. Las herencias son así.  Pasados los años, la piscina apareció llena de tierra. "Bueno, era una piscina enorme, llenarla debía costar una pasta, total ya vienen poco", pensé. 

Hace quince días, nos colamos en el jardín, la valla de la piscina ya no estaba, el trampolín , arrancado del suelo, yacía tumbado como el esqueleto de una jirafa, pero los elegantes azulejos volvían a verse. «A lo mejor van a renovarla». Con esa idea vagabundeamos por el jardín, por los parterres que ya no tienen rosas, les contamos a los niños historietas, «Mamá, cuenta otra vez lo de las fiestas" y volvimos al invernadero, ya desvencijado y a los vestuarios de colores. Mi hermana y yo, allí con nuestros hijos, volvimos a soñar con el mástil, las fiestas, los bañadores mojados olvidados al fondo de las bolsas y las medianoches en el terraza.

Ayer pasé de nuevo y unos cimientos cubren el hueco de la piscina. Ahora ya no podré volver nunca al lugar de las fiestas de Gatsby. 



miércoles, 17 de mayo de 2017

Unas cuantas cosas sobre el rollo de ser padres


«La paternidad en sí misma no proporciona una sabiduría que merezca la pena impartir»  (El día de la independencia, de Richard Ford)

Ser padre no te hace mejor persona. Hay tantos ejemplos en la historia de la Humanidad que da vergüenza tener que decir esto.

Ser padre no te hace más humano. Te hace un humano con hijos. No eres más. Ni menos. 

Ser padre no significa que siempre sepas que es lo mejor para tus hijos. De hecho, puedes llegar a matarlos por creer erróneamente que determinado tipo de cosas son lo mejor. 

Ser padre no te convierte en profesional de la sanidad. Hay gente, muchísima de hecho, que sabe mejor que tú cómo cuidar de la salud de tu hijo. 

Ser padre no te convierte en especialista en educación. Hay otro montón de gente que sabe, mejor tú, cómo enseñar a tus hijos. 

Ser padre no debería volverte ciego. Deberías ser capaz de ver lo malo que tienen tus hijos, y sí, lo tienen. 

Ser padre no te hace especial. ¿Te sientes especial? Estupendo, eso es maravilloso pero eres tan especial como el que no tiene hijos. 

Que seas padre no obliga al resto de la sociedad a rendirte pleitesía porque estás perpetuando la especie o el sistema de pensiones. Tú no tuviste hijos para eso, no te tires el rollo benefactor de la sociedad. 

A pesar de lo que mucha gente cree, ser padre tampoco te hace más tonto. 

Lo que sí te hace ser padre es sentir más amor del que jamás habías pensado y más miedo del que crees que podrás aguantar. 

Todo lo demás son paparruchas.


viernes, 12 de mayo de 2017

Antes del algoritmo

A lo mejor soy yo. A lo mejor, por fin, mi madre estaba equivocada en algo, y resulta que no soy tan preocupona como ella decía, pero no consigo que el malvado algoritmo de las redes sociales perturbe mi vida. 

«El algoritmo elige lo que ves», «el algoritmo te muestra lo que cree que te va a gustar», «el algoritmo  te oculta cosas y reduce tus posibilidades de conocer otras cosas», «el algoritmo te lleva a vivir en una burbuja».

Ajá. 

A lo mejor, el problema no es que me preocupo poco sino que no consigo recordar esa época idílica en la que parece que todos los agoreros del futuro vivían antes de internet y sus malvadísimos algoritmos. 

Cuando tenía nueve años empecé a leer el periódico. Leía, en voz alta a mi abuelo, las esquelas del Abc para ver si conocía a alguien. Más tarde, descubrí la sección de sucesos, un mundo de truculencias sin fin con asesinos, ladrones, robos y asesinatos. Poco a poco fui ampliando mi lectura del periódico y yo, sinceramente, creía que lo que allí me contaban era la verdad. Leía el Abc porque era lo que había en mi casa, lo que me daban a leer. Mi abuelo, mi familia, mi colegio, mis amigos, eran mi algoritmo. Mi entorno elegía lo que yo veía, leía, escuchaba, elegía lo que me gustaba. Y me gustaba lo que mi algoritmo me daba. Y eso, más o menos, nos pasaba a todos. 

Cuando crecí y fui a la universidad, y empecé a trabajar y conocí gente nueva, dejé de leer el Abc y sobre todo dejé de creer que en los periódicos estaba la verdad, ¿por qué dejé de creerlo? Porque leía todos los periódicos, escuchaba varias radios y conocí a gente muy diferente, con vidas distintas de las mía. Y mi mundo se amplió. No soy ninguna heroína revolucionaria ni rebelde y no pasé de un extremo a otro de la noche a la mañana, porque mi algoritmo de aquel entonces era poderoso (me río yo de Google), fue una búsqueda inconsciente, hecha a partir de cosas que leía, nexos que iba encontrando y curiosidad. Mi entorno seguía sugiriéndome las mismas cosas pero yo empecé a rechazarlas o a mirarlas de otra manera.  Más tarde llegó internet y descubrí que tenía a mi alcance todos los periódicos del mundo, libros que ni sabía que existían, radios de otros países y gente que vive a miles de kilómetros. Y mi mundo se amplió tanto que no lo abarco.  Por supuesto en ese mundo inabarcable hay mil chorradas, tonterías, cosas que no me gustan y que no sé como han llegado hasta mi puerta. Las aparto a patadas, salto por encima y voy a buscar las que me interesan, descubrir otras. 

¿A dónde quiero llegar con todo esto? A que, antes del algoritmo, no vivíamos en un jardín del Edén  en el que todas las cosas interesantes del mundo estaban colgadas de árboles del paraíso para que nosotros las recogiéramos paseando tranquilamente. No éramos alegres pastorcillos virginales y abiertos a todo, ni mucho menos. Antes del malvado algoritmo de la red, todo los que nos llegaba, todo lo que teníamos a nuestro alcance venía determinado por nuestra familia, nuestros amigos y nuestro entorno. A veces las aceptábamos con agrado, otras nos las comíamos sin rechistar y otras, algunos, las rechazábamos para buscar otras. 

No soy tan ingenua como para creer que internet es un campo de libertades y oportunidades sin trampas, vallas y minas antipersona pero no creo, aunque puedo estar equivocada, que sea mucho peor que el mundo en el que vivíamos hace 20 años. Hace veinte años esas cosas que según muchos nos "escoge" el algoritmo sencillamente no sabíamos ni que existían o nos venían "escogidas" de otra manera. 

Internet tiene un millón de cosas malas y me parece estupendo que haya gente que no quiera tocarlo ni con un palo y abomine de las redes sociales. No entiendo mucho que se abomine de algo que no se ha probado pero oye, yo no como riñoncitos, ni manitas de cerdo, ni callos, porque me dan asco sin haberlos probado jamás. Cada uno se limita como quiere. 

En mi opinión, no te limita un algoritmo, te limitas tú solo. Hay gente en internet que sigue en el Abc y tiene cero interés en conocer en nada nuevo, quieren eso para siempre. Y hay gente que sale y explora, desecha lo que no le mola y sigue buscando. 

Además, tengo buenas noticias, podéis no comprar el libro que os sugiere Amazon, podéis incluso ni mirarlo. 


miércoles, 10 de mayo de 2017

El anillo

Siempre se fija en las manos de las personas que conoce, que le presentan, que le llaman la atención. En un bar, en una reunión de trabajo, en cualquier sitio, mira sus manos, las uñas y los dedos buscando el anillo. Sabe que ya no tiene un significado real ni inequívoco, y que muchos de los que deberían llevarlo o podrían llevarlo no lo hacen, pero no puede evitar fijarse. Se ha dado cuenta de que ellas sí lo llevan, casi siempre. Intenta desentrañar algo de la personalidad del que lo lleva por el material, el grosor, la posición o por el hecho de que le esté grande, le apriete o no pueda dejar de tocarlo mientras charla o escucha, como un tic. ¿Es esa persona de los que eligió, de los que se dejó llevar o de los que no quiso discutir? ¿Lo lleva por qué quiere o porque la opción de no llevarlo le acarrearía problemas? ¿Llevará algo inscrito? ¿Su nombre? ¿Una fecha? ¿Una promesa? ¿Otro nombre? No sabe porque ha empezado a fijarse, pero es inevitable, lo hace hasta con los personajes de la televisión, las fotos de los periódicos, como si estuviera haciendo una clasificación. 

«¿Por qué lo llevas ahí?» le preguntó a su padre el día que se dio cuenta de que él lo llevaba al cuello, colgado de una cadena. «Porque no me acostumbraba a llevarlo en su sitio, se enganchaba, me lo quitaba, lo perdía y a tu madre se le ocurrió esta solución». Cuando murió, su madre lo sacó de la cadena y lo unió con el suyo en uno único, como Sauron, para llevarlos entrelazados, para seguir unidos. Aquello le pareció insoportablemente bonito. 

Nunca se acostumbró. Recuerda la extrañeza que le provocaba ver su propia mano sobre el volante con la alianza en uno de sus dedos, el sobresalto por el sonido metálico al coger o tocar algo. Era tan raro que, durante una temporada, se lo quitó y lo llevó en su cadena del cuello, como su padre, pero también era raro. Lo sentía, lo notaba y le parecía que estaba haciendo trampas. Volvió a colocarlo en su sitio y acabó acostumbrándose. No, acostumbrándose no es la palabra, era raro, era como si su mano fuera menos su mano y su dedo estuviera disfrazado. Siguió siendo raro siempre. Igual que ahora, casi cuatro años después de quitárselo, es extraño que se sorprenda, a veces, buscando con su pulgar tocar un anillo, que ya no lleva, para asegurarse que está en su sitio y sentir por unos segundos el vértigo de la pérdida.  

«No lo he perdido, es que ya no lo llevo» piensa mientras repite, ya de manera consciente, el gesto con sus dedos.