lunes, 13 de marzo de 2017

Momentos contados

Tic. Tic. Tic. 

Todavía no me he acostumbrado a dormir con él. Me despierto sobresaltada. Cambio de postura y lo alejo de mí, pero ya no vuelvo a dormir. No sé si conseguiré adaptarme. Me gusta mucho, muchísimo. Es grande, fuerte, elegante. 

Me levanto, y con el New Yorker en la mano, bajo a la cocina. Al pasar por el cuarto de los niños cierro la puerta, no quiero que se despierten. Es la hora en que esta casa multitudinaria duerme. Todo está en calma y quiero desayunar en silencio, terminar de leer el artículo sobre de Albert Woodfox, un miembro de los Panteras Negras que pasó más de cuarenta años preso en aislamiento. Llevo una semana para terminarlo, tengo la revista manoseada, usada, pero nada más llegar a la cocina me doy cuenta de que esta mañana tampoco voy a conocer el final de su historia. Mi hermano hace zumo, mis sobrinos aparecen en pijama reclamando su desayuno y las tres pre adolescentes se han caído de la cama y a las nueve en punto, la cocina de mi casa parece la barra de un bar en un día laborable. En vez de gritos de un cortado en vaso con leche templada y una tostada con aceite, atiendo a las peticiones de Nesquick, sobaos Martínez, tostadas y galletas sin gluten. ¿Puedo tomar el Nesquick con pajita?  

Tic. Tic. Tic. 

Caminamos hacia El Roto. Pega el sol pero no ha florecido ni la jara ni los cambroños, el invierno aguanta todavía. ¿Cuánto queda? Mucho todavía. Será broma ¿no? Pero si acabamos de salir. Tengo sed. He traído agua. ¿Y comida? Sí, mandarinas, pero hasta que no lleguemos al Roto no se come nada. 

En El Roto se les olvida el hambre, la sed y el cansancio. Se descalzan y meten los pies en el agua. Está helada. Pues claro, es marzo y es agua de invierno, ¿qué creías? ¿El Roto lo construyeron roto o se rompió después? ¿Cuándo tú eras pequeña ya estaba roto? Se comen las mandarinas y se beben el agua y los sandwiches. Tenemos que irnos. Hay que volver.

Tic. Tic. Tic. 

Las dos cuando llegamos a casa. No sé qué día es. ¿10? ¿11? Preparo la comida, rancho porque somos mucho. Glenda limpia las paredes. Hola joven Glenda. La llamo así desde que me enteré que llamaba así a un amigo mío de 54 años. Siempre responde al saludo con su risa en cascada.

Comemos en turnos y me doy cuenta de que estoy reventada. No he dormido bien y el paseo al sol me ha agotado. Me tumbo a leer a Natalia Ginzburg y me quedo dormida como los niños, con el dedo entre las páginas, perdida en sus palabras, medio tapada con la manta verde de la que me sobresalen los pies. 
«Cuando escribo algo, suelo pensar que es muy importante y que soy una gran escritora. Creo que a todos les ocurre igual. Pero hay un rinconcito de mi alma donde sé muy bien y siempre lo que soy, es decir una escritora pequeña, muy pequeña. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho»
Tic. Tic. Tic. 

Masticando la pesadez de la siesta bajo de nuevo al bullicio del salón. No para de llegar gente, más niños, más amigos, más familiares. Sigo leyendo entre el follón.  

Tic. Tic. Tic. 

Cambia el tiempo. Arde la chimenea. Me he quemado el cuello en el paseo de la mañana y todos tenemos las caras encendidas por el sol. Sopla viento de norte y sé que mañana las nubes aparecerán pegadas a las montañas. Hará frío, estarás contenta. Sí, mucho. Y va a llover. Estupendo, me vendrá mejor para concentrarme. Preparo el te. En bandeja, con tetera, limón y lechera. Mantecados y palmeritas de las que es imposible comerse solo una. 

Tic. Tic. Tic. 

Los agregados de la tarde van desfilando, quedamos diez. Cenas por turnos, a trompicones. La chimenea sigue a pleno rendimiento. Pijamas, helado, macarrones a deshora, mandarinas, fresas con nata. Coraline. En una esquina del sofá, hecha una bola sigo leyendo para no dormirme. 

Tic. Tic. Tic. 

Se acaba la peli. 
Se cierra la chimenea. 
Turnos para lavarnos los dientes, para usar el baño.
Mamá, ven a darnos un beso. Me arde la cara. Claro, nos hemos quemado. Es que no nos has dado crema. Es marzo, no se me ha ocurrido. Buenas noches. Buenas noches. No cierres la puerta. Nunca cierro la puerta, ¿me lo vais a repetir siempre? Sí, hasta que nos vayamos de casa. 

Se me cierran los ojos. ¿Me he dormido? No, todavía puedo leer un poco más, terminar esta página. Apago la luz. Todo está en silencio. Me acurruco mirando hacia la ventana. 

Tic. Tic. Tic. 

El paso de mi tiempo, un sonido rasposo y que rebota. Mi nuevo reloj es negro profundo y no me acostumbro a escuchar como absorbe mi tiempo, como si fuera un agujero negro. 
«Prefiero creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequeña escritora que yo sea, aunque como escritora sea una pulga o un mosquito»


viernes, 10 de marzo de 2017

Desvarios de aeropuerto


Al aeropuerto nunca se llega a tiempo. A tiempo ¿de qué? Al aeropuerto se llega para esperar, esperar para poder marcharte o esperar para ver llegar. 

Soy puntual, creo. Los paneles anuncian que el vuelo no ha aterrizado aún, Llego, por tanto, con tiempo para esperar. 

Un aeropuerto en un día de diario, a las seis de la tarde, es casi una ciudad fantasma. Aparco y antes de bajarme del coche fotografío el número de mi plaza. Me da miedo no encontrar el coche. Antes de tener móvil nunca me preocupaba olvidar el lugar en el que lo había dejado. ¿Tenía más memoria o los aparcamientos no estaban hechos para confundir? Modulo B, planta 0, plaza 26. Color azul. Hundir la flota. Agua. Tocado. Hundido. 

Ascensor industrial, metálico. Estos ascensores son objetivamente feos pero tienen un encanto raro, quizás porque son modestos. Grandes y humildes, pienso en gigantes. No te dicen al entrar mira que diseño más chulo tengo o mira que te enseño las vistas panorámicas o ven, acércate atúsate el pelo. No. En estos ascensores solo estás tú y sus paredes metálicas, te dicen ¿dónde quieres ir? Yo te llevo, no te preocupes.  

Dime cómo te enfrentas a la cinta transportadora y te diré con cuanto tiempo de más has llegado para esperar. No doy un paso. Estoy cansada y decido disfrutar de la soledad siniestra del vacío del pasillo que tengo por delante. T2, llegadas. 

Me veo en el espejo que flanquean la cinta. Más que verme me sorprendo. ¿Soy yo? En el aeropuerto me pasa como en el metro o en los hospitales, no me siento yo, me despersonalizo. Un aeropuerto, el metro, el hospital, son lugares a los que vas esperando salir pronto, lugares de tránsito por los que te ves obligado a pasar pero donde no quieres estar. Son paréntesis en tu vida. Siempre me pasa lo mismo, me siento fragil, insegura, hueca. Vuelvo a mirarme en el espejo mientras la cinta avanza despacio, no tengo prisa. Me veo: los vaqueros, las botas, la guerrera negra y el pañuelo granate con estrellas negras. El envoltorio está, pero me siento como si lo que soy se hubiera quedado esperando fuera, a que salga. Ve tú que yo te espero aquí, me ha dicho. Es una sensación muy rara, casi mareante. No he bebido. 

T2 Llegadas. Unos pasos decididos, seguros, rápidos se acercan por detrás. Me adelanta un hombre de uniforme, con una credencial colgando que arrastra una maleta. Sabe perfectamente dónde va, tiene el tiempo medido, está completo, es denso y pesa, no se ha dejado nada fuera esperándole. Creo que se puede diferenciar al que tiene en el aeropuerto su habitat habitual por la densidad de sus pasos, por su seguridad, porque ignoran los carteles y trazan su ruta con determinación.  

Se termina la cinta. Giro a la derecha. Pasillo. Escaleras arriba. Un tramo. Otro tramo. Pasillo hacia la izquierda. Camino y camino. Me voy diluyendo, cuanto más avanzo más dudas tengo, más cáscara me vuelvo. Las ventanas en los aeropuertos no se abren, quizás para evitar que las personas como yo, a fuerza de desmaterializarse salgan volando como globos vacíos. El cielo del aeropuerto lleno de globos de colores que escapan, sería precioso. Peligroso pero precioso. 

Modulo B, planta 0, plaza 26. Contraseña de salida. 

martes, 7 de marzo de 2017

Hombres desnudos leyendo ¿sí o no?


Ayer descubrí que existe, Naked Boyds Reading.  Un grupo en Inglaterra que organiza eventos en los que hombres desnudos leen en voz alta, una especie de performance o interpretación de textos en la que distintos hombres leen. 

Leí la noticia y me quedé pensando. ¿Me gusta esto o no me gusta? Definitivamente me gusta. Me puse a pensarlo más detenidamente para analizar porqué me gusta y encontré tres razones. 

La primera de ellas es que me gusta que me lean. Es un placer reencontrado. Cuarenta años después de escuchar a mi madre leernos y contarnos historias he re descubierto las cosquillas interiores que provoca la voz de otro leyendo una historia sólo para mí. No me vale cualquier cosa, prefiero algo que yo jamás leería por mí misma: cuentos fantásticos y ciencia ficción es mi preferencia ahora mismo, pero los clásicos también me parecen bien. Los Naked boys reading leen a las Hermanas Brönte. Cumbres borrascosas es un título estupendo para releerlo en la voz de otra persona. 

La segunda de las razones es que me gustan los hombres que leen. Ver a un hombre leer me encandila. No me motiva que cocinen, ni que sean deportistas, ni que acunen bebés. Todas esas cosas están muy bien pero me pasan desapercibidas. Un hombre que lee siempre me intriga, me hace preguntarme cosas y me gusta verlos leer, a todos, a los que me atraen físicamente y a los que no. ¿Qué estará leyendo? ¿Lo habrá comprado él o se lo han regalado? ¿Estará deseando terminarlo o que no se le acabe? ¿Es de una biblioteca? ¿Leerá en la cama? 

La última razón es que los hombres me gustan.  Me gustan mucho. Y me refiero a un gusto físico, me gustan por sus cuerpos. Por sus piernas, por los brazos, por las costillas, por sus cuellos,  por los hombros, por la espalda, por los codos, por las muñecas, por las manos, porlos dedos. Me fijo en  cómo termina el pelo alrededor de las orejas, en las uñas, en sus rodillas, en su barba y en los labios. Los veo, los miro y pienso en cómo será el tacto de su piel, en si estarán fríos, húmedos, secos o calientes. ¿Su pelo será suave o duro y áspero? Me pregunto si tendrán cosquillas, si se les erizará el pelo al rozarles. Observo si tienen tripa o son de tener culo, si alguna vez fueron fuertes y me fijo en el tamaño de sus pies. 

En resumen ver hombres desnudos leyendo textos que me interesan me parece un plan perfecto. 

¿Me parecería igual de perfecto si fueran mujeres? Los Naked boys reading se han inspirado en las Naked girls reading. Siendo sincera me apetece menos. No me gustan las mujeres, sus cuerpos no me interesan tanto (no me interesan nada, la verdad) y ver mujeres leyendo me gusta pero, si tengo que elegir, prefiero ver hombres. 

Bien, no iría a ver mujeres desnudas leyendo pero vamos un poco más allá. En la semana de la mujer ¿ver mujeres leyendo desnudas me parecería machista? Siendo sincera otra vez, creo que en un primer momento me parecería innecesario, superfluo y frívolo y puede que incluso me hostilizara pensando que se cosifica a la mujer. Pero ¿y si esas mujeres, como estos hombres, leen desnudas porque quieren, porque les apetece y el público que va a ver el espectáculo lo hace buscando un placer como el que buscaría yo yendo a ver a los hombres desnudos leer? 

Nadie va a pensar que tengo ningún interés criminal en asistir a este espectáculo. No voy a gritar, ni a decir obscenidades (aunque puede que las piense) ni voy a acosar a los protagonistas ni mucho menos forzar un contacto físico con ellos. ¿Qué pensaríamos de hombres que acuden a ver a mujeres desnudas leyendo? No hay más preguntas. 
«Life doesn’t always follow ideology, you might believe in certain things and life gets in and things just become messy». Chimamanda Ngozi Adichie 
Soy feminista y por eso, tras pensarlo mucho, me parece estupendo que hombres y mujeres lean en bolas, pero yo solo quiero ir a ver a los hombres.  


viernes, 3 de marzo de 2017

La oda a la frivolidad que no pude escribir


El lunes, sentada en una sala de espera, me puse a hojear el Hola. Pasaba las páginas cuando me asaltó una foto completamente absurda de Gwyneth Paltrow abriendo un armario de frío en un supermercado, con una litrona de leche en la mano y vestida solamente con una americana y unos tacones imposibles. El texto sobre impresionado decía lo siguiente:

«Cuando mi carrera estaba en lo más alto y me sentía la chica más genial de la tierra, mi padre me dijo ¿Sabes qué? te estás volviendo un poco estúpida. Es lo mejor que me ha pasado nunca, me hizo poner los pies en la tierra»

Solté una carcajada. En la siguiente foto, la buena de Gywneth aparecía, en los que supongo a alguien le debió parecer una pose atractiva, recostada sobre la cinta de la caja del súper.

«Su posado más impactante». Adoro el algoritmo del Hola que titula y hace los textos, me proporciona grandes momentos de risas. Con un conjunto de adjetivos y sustantivos muy limitado consigue realizar infinitas combinaciones a cual más obvia y previsible, pero titular el reportaje de Gywneth como "posado impactante" se llevaba la palma. 

Esta misma semana dos personas, amigas, me reprocharon sin maldad, que leyera el Hola (el Hola no se lee, se mira con incredulidad) o qué dedicara tiempo a escribir  bobadas sobre la alfombra roja de los Oscars. A los dos les contesté: no hay que ponerse tan estupendos, te puedes dedicar a leer grandes ensayos, el New Yorker o clásicos de la literatura y en una sala de espera echar unas risas con el Hola. Y se puede disfrutar mucho viendo clásicos de cine o series de autor, y reírte escribiendo sobre la alfombra roja. 

Pensé entonces en escribir un post con una oda a la frivolidad. Una defensa del disfrute de lo superfluo en ciertos momentos, en ciertos lugares, sabiendo que lo que estás haciendo es frívolo e intrascendente pero disfrutándolo sin más para olvidarlo al segundo siguiente. 

Iba y venía pensando en cómo escribir mi oda al frívolo disfrute de lo superfluo cuando, al volver a casa el miércoles por la noche, al poner la radio para escuchar el análisis de las noticias del día me saltó el fútbol. El jueves por la noche me ocurrió lo mismo y, esta mañana tras el monólogo de turno, cuando quería escuchar los titulares de la jornada me he encontrado con una descripción pormenorizada del golpe que dos futbolistas se dieron ayer y que más allá de lo aparatoso de la caída no tenía ninguna trascendencia. Fue un susto, un golpazo impresionante pero ambos jugadores están perfectamente. 

Recuerdo con emoción mi primera visita al Bernabeu, con un bocadillo envuelto en papel albal ,de la mano de mi padre, mi hermano y yo, fuimos a ver un partido de la Copa de Europa en el que un tal San José marcó un gol en propia puerta. Recuerdo la emoción de los grandes partidos en mi casa, esas noches en las que se cenaba en el salón. Recuerdo tardes de adolescente en los que quedábamos porque era un plan especial ver el fútbol.

Recuerdo cuando el fútbol no lo invadía todo. Añoro disfrutar de un partido de fútbol porque era algo que tenía su lugar y su tiempo, que suponía un aparte de las cosas diarias. Era algo intrascendente, superfluo y divertido y tenía su momento. 

Ahora no. Ahora me saca de mis casillas que me asalte por todas partes. Me hostiliza que todos los boletines informativos terminen con una nimiedad sobre fútbol. Me cabrea que se rellenen horas de radio o de secciones de deporte o de televisión con bobadas sobre fútbol. Entiendo los comentarios sobre partidos, resultados, análisis de juego. Me parece estupendo que haya periódicos dedicados solo a eso o portales web o especiales de radio pero ¿comentar cada entrenamiento? ¿Cada tuit? ¿Cada contrato publicitario? ¿Cada estupidez? ¿En todas partes? ¿A todas horas?

El fútbol lo llena todo. 

¿Y si pasa lo mismo con la frivolidad superflua de la moda y los cotilleos? Reflexiono ¿A quién quiero engañar? Ya está pasando. Los informativos de radio no hablan, aún, de los cotilleos del Hola pero todo tipo de noticias frívolas, idiotas y carentes del más mínimo interés se cuelan en todos los periódicos. Hoy mismo, he entrado a leer un reportaje sobre una librería y, al final de la noticia, los temas sugeridos eran ¿Cuánto gana Pilar Rubio por un tweet? ¿Qué les pasa a Mengano y Zutana?,Reguetón' y afters con señores mayores: así son las juergas de los protagonistas de ‘Hard Party’", Así es la vida del presidente Trump: vive solo, adicto a la televisión y no lee libros. Un canto a la nada intrascendente. 

Mi oda a la frivolidad se ha venido abajo. Sigo estando a favor de disfrutar de tonterías superfluas de vez en cuando, pero ya no estoy tan segura de que esas tonterías sean tan inocuas. O, mejor dicho, sí son inofensivas en un entorno controlado, medido y acotado. Cuando dejamos, y lo estamos haciendo, que se extiendan más allá del cercadito del que nunca debieron salir, pierden su inofensiva diversión y se convierten en un arma de destrucción, acaban con el pensamiento crítico, con la capacidad de análisis, con el criterio y con la información. 

Conclusión, seamos frívolos con criterio, aunque creo que ya llegamos tarde.  Igual que el fútbol se nos fue de las manos, se nos está yendo la frivolidad. 


Foto de la revista LIFE. Jane Mansfield rodeada de botellas de agua caliente con su efigie.