sábado, 28 de enero de 2017

Nueve años de Cosas que (me) pasan


No se me ocurre nada con el nueve. Nada nuevo con el nueve. Qué ridículo trabalenguas. Nueve. Nueve. Nueve. Nueve. Hace poco me enteré de que los números en los textos deben escribirse siempre con letra, a no ser que sea un número muy grande. Nunca escribiré un número muy grande como aniversario del blog, con suerte, sin artritis y si los blog siguen existiendo, a lo mejor llego a celebrar el aniversario cincuenta. Cincuenta con letra. 

Nueve. Nueve. Nueve. 


Me acuerdo de los viajes a Los Molinos escuchando a los Beatles y como cuando saltaba esta canción, le pedía a papá que la pasara, que era un rollo. Ahora que lo pienso, a lo mejor no le decía nada, solo lo pensaba. No se podían pasar las canciones, es posible que la escucháramos entera. 

Abro Spotify y busco la canción. La escucho mientras miro por la ventana esperando que se me ocurra algo. ¿Y si no escribo nada? Nadie se daría cuenta. Yo sí, yo lo sabría, pensaría que le he fallado al nueve. 

Seis minutos de canción que empiezan con un hombre repitiendo "number nine, number nine, number nine", y una melodía tocada en un piano.  Se oyen voces al fondo, frases, palabras de personas que cuentas historias, trozos de vida, de noticias, palabras sueltas. La melodía es reconocible de vez en cuando, para que no te olvides de que estás escuchando una canción. 

Nueve. Nueve. Nueve. No sé que decir. 

Intento escribir el post mil seiscientos ochenta y uno para celebrar el número nuevo y, de repente, se me ocurre que el blog es como esa canción de los Beatles (pero son Yoko).  Historias, personajes, anécdotas, libros, películas, canciones, sensaciones, noticias, críticas, sentimientos, alegría, dolor, pena inmensa, risas histéricas, humor, llanto, dolor, duelo, tonterías, lectores, comentaristas, amigos, amables desconocidos, anónimos agresivos, amantes, ideas y pensamientos son el rumor de fondo y lo que yo escribo, como cuento las cosas que (me) pasan es la melodía.

Gracias a todos. 


jueves, 26 de enero de 2017

La chica de la manta eléctrica

¿Dónde estará la chica que me sonríe desde la caja de la manta eléctrica? Ya no se hacen chicas de cajas como las de antes. Un momento, ¿se siguen vendiendo mantas eléctricas? ¿Por qué no duermo todas las noches con manta eléctrica? La rueda, las lentillas, los tampones y las mantas eléctricas. ¿Por qué no arden las redes sociales en loas a las mantas eléctricas? Creo estoy delirando. 

Lloro de sueño mientras me visto y me fijo en la chica de la caja. La foto es buenísima, sé exactamente como es el mueble de cajones de madera oscura que tiene colocado a los pies de la cama y casi puedo sentir el tacto de las sábanas porque por supuesto la rubia ni tiene ni sabe lo que es un edredón. Seguro que no salen chicas. ¿Cómo serán las cajas de mantas eléctricas ahora? 

Seguro que las cajas son blancas con grandes letras y un nombre técnico que intente hacernos creer que esa manta eléctrica ha venido directamente del futuro para resolver nuestros problemas. Yo no quiero una manta del futuro, quiero la manta DAGA y a la rubia sonriente. 

¿Dónde estará esa chica? ¿Cuando dejamos de llevar camisones de tirantes? Yo tenía camiones de tirantes, eran bonitos. Incómodos pero bonitos. Me fascina como aplicamos la incomodidad para algunas cosas y la obviamos para otras. Los camisones de tirantes han caído en el ostracismo pero la gente lleva sujetadores que le colocan las tetas rozando la barbilla. 

Almohadilla eléctrica DAGA. Cualquier comercial (ahora ni siquiera se llaman así, se llaman especialistas en marketing) del 2017 hiperventilaria con este nombre. Se me ocurren pocas cosas menos comerciales que esas tres palabras juntas. Ya lo estoy viendo.

Hola, quiero llamar a mi producto "almohadilla eléctrica DAGA"
Pero, pero, pero ¡eso es imposible!
¿Por qué?
Porque no generaría marca y expondría a sus potenciales compradores a pensamientos negativos. 
¿pensamientos negativos? ¿de qué habla? Si hay una rubia en la caja.
¡Almohadilla? ¿Por qué el diminutivo? Se imagina usted a alguien vendiendo una "sartencilla" o una "tacilla". 
—Oiga, vengo de comprar una cajetilla de tabaco.
¿De dónde dice que viene?
De 1973.

Daga. ¿Dario García? ¿Damián Gallizo? ¿De dónde saldrá ese nombre? Daga. Cuchillo. Puñal. Una corriente que entra en tu piel. ¿Una cuchillada da calor? Demasiado metafórico y poco pertinente. Me inclino más por Damian Gallizo. O, ahora que lo pienso, quizás la rubia era un amor italiano del inventor de la alfombrilla eléctrica. 

Imagino a ese hombre, enfundado en un traje marrón chocolate, fumando un cigarrillo tras otro que va sacando de su cajetilla de Ducados, mientras acodado en la barandilla de su habitación de hotel en Bari observa a una mujer que sale del hotel, se gira, le lanza un beso y se va. 

Si. Eso va a ser. La rubia del camisón de tirantes tiene cara de llamarse Danuta. El hombre de la cajetilla de tabaco quiso casarse con ella. Él era inventor, ella azafata y sus destinos coincidieron en una feria de pequeño electrodoméstico en el sur de Italia. Nunca más volvieron a verse pero él le puso a su invento el nombre de aquella rubia como si hubiera sido su mujer: Danuta Gallizo. 

Tengo que dejar los relajantes musculares.  



martes, 24 de enero de 2017

La enfermedad no es una guerra


«La enfermedad no es una batalla, no se lucha, se sufre. Convertir a los enfermos en luchadores es hacerles responsables de su enfermedad».

Ayer publiqué este tuit a raíz de la muerte de Bimba Bosé y los innumerables testimonios con palabras como lucha, batalla, fuerza, etc. 

Estar enfermo es terrible y da muchísimo miedo. Nos da miedo nuestra propia enfermedad y nos aterroriza la enfermedad de nuestros seres queridos. El enfermo es consciente del miedo que tienen sus familiares y por eso intenta mantener el ánimo, las fuerzas y una sonrisa, cuando buenamente puede, porque no quiere ser causante de más "molestias". Cuando uno está enfermo y tienen que cuidarle, dejarse llevar, traer, alimentar, limpiar en algunos casos, al sufrimiento y al dolor que toda enfermedad conlleva se suma el sentirse culpable por crear problemas a nuestros seres queridos, por trastornar sus vidas, por causarles tristeza y preocupación. No es nada que venga impuesto de fuera, está en nuestra naturaleza intentar evitar sufrimientos a nuestros seres queridos y por eso, cuando estamos enfermos, intentamos mantener más o menos la calma y una actitud cuando menos agradable. 

Hasta aquí todo bien. Pero ¿por qué nos empeñamos en exigir a los enfermos de cáncer o depresión, por ejemplo, que luchen, que sean optimistas, que tengan ánimo, ganas, "fuerza"?¿Sabemos lo que estamos pidiendo? Nosotros, los sanos que estamos aterrorizados y a punto de venirnos abajo a cada minuto exigimos, pedimos, suplicamos al enfermo que sea "fuerte". ¿Qué es fuerza? ¿Hasta que punto lo hacemos por ellos y hasta que punto lo hacemos por nosotros mismos? Todos conocemos casos de enfermos admirables que son un ejemplos para sus familias, enfermos cuyos familiares dicen "fue él o ella la que nos dio ánimos porque no perdió la sonrisa ni las ganas de curarse". Eso está fenomenal pero ¿hasta qué punto ese esfuerzo sobrehumano lo hizo o lo hace el enfermo por él y hasta que punto lo hace porque sabe que sus familiares no son capaces de soportar que él se derrumbe? 

Cada uno afronta la enfermedad como puede y como quiere pero desde el lado de los sanos es muy muy fácil apelar a la fuerza, las ganas de luchar, el famoso "anímate" y el "no te preocupes". Es mucho más complicado sostener al enfermo arrasado en llanto, en dolor y en terror y decirle "no sé qué va a pasar pero voy a estar aquí contigo, ayudándote en lo que pueda, acompañándote en este miedo que siento contigo". Porque nos da miedo tener miedo, nos da miedo afrontar lo que no podemos controlar, lo que se escapa a nuestros deseos, nos da miedo el dolor, la tristeza, el sufrimiento y la muerte. Y es normal, tiene que darnos miedo pero creo, sinceramente, que taparlo bajo una alfombra de buenrollismo permanente y de optimismo  ficticio no ayuda a nada. 

Cuidamos a los enfermos de apendicitis, sarampión, paperas, gripe o al que se rompe una pierna y lo hacemos porque son enfermedades que no nos dan miedo. Le decimos al enfermo "no te preocupes" y si se queja de dolor lo comprendemos. Exigimos, pedimos, apelamos a la lucha, la batalla, el ánimo y la actitud con el cáncer, la depresión, las enfermedades neuro degenerativas porque nos aterrorizan. 

Las enfermedades no son guerras, no son batallas. Son una putada y se sufren. Los enfermos son pacientes que tienen que cuidarse y dejarse cuidar y tienen el derecho y, muchísimas veces, la necesidad de rendirse al terror que sienten, de echarse a llorar, de quejarse, de tener miedo y de querer hacerse pequeños y desaparecer. Tienen también, y muchas veces se lo estamos negando con el lenguaje asociado a la enfermedad, el derecho a que se les consuele llorando con ellos y consolándoles y no forzándolos (aunque sea de manera siempre bienintencionada) con palabras como "tienes que luchar" o "eres fuerte, aguanta". Sinceramente creo que un no te preocupes, estoy aquí para sostenerte cuando ya no puedas más, es muchísimo más consolador. 

Dar ánimos es pasar al enfermo el estandarte de la enfermedad. Dejarle rendirse a ratos es ayudarle a llevar ese dolor y descargarle por un rato. Para los sanos, es más fácil animar que sostener. Animar es hacia fuera, es pedirle al otro el esfuerzo. Sostener es hacia dentro, es compartir y duele. 

No se pierde o se gana una batalla contra la enfermedad. Eso son eufemismos que nos buscamos para enmascarar la realidad.  Enfermamos y, o nos curamos o nos morimos. 

Así es la vida. 

viernes, 20 de enero de 2017

Philippe Halsman, una exposición feliz

Aparco. Justo delante está el pivote para sacar el ticket de la ORA. Pulso un botón para que se encienda y el pivote se tambalea. Por favor, por favor, por favor, cruzo los dedos para que no esté completamente desarraigado y funcione, porque no quiero peregrinar por todo el Paseo del Prado buscando otro. La pantalla se ilumina ¡funciona! Me tengo que quitar las gafas, reniego del hecho, ya irrefutable, de que me he convertido en una de esas personas que pasa más tiempo con las gafas en la mano que puestas. Necesito gafas para ver de lejos pero con ellas puestas no veo de cerca. 

Hace frío de abrigarse bien y me encanta. Hace frío para poder llevar gorro y bufanda. Y guantes, si no fueran un engorro ahora con el tema de las gafas. Me paso la vida perdiendo el móvil o las gafas, si tuviera que manejar unos guantes necesitaría aprender habilidades malabarísticas para no perder nada. Miro a la gente con la que me cruzo y pienso una maldad, como casi siempre. Por fin ha llegado el momento en el que los modernos con gorro de lana encasquetado no parecen ridículos. 

Me espera dentro, nada más pasar la puerta. Está apoyado contra la pared metálica de esa escalera también metálica en la que siempre me siento inestable. Es una escalera que parece decir "no sé si me caes bien o no", "no sé si voy a dejarte subir o te haré tropezar". Con cuidado, con tacto, pongo el pie en el primer escalón y espero a su veredicto.  Es una escalera que no se sube, se surfea. Casi puedo ver mi relejo en su metal extendiendo los brazos como buscando el equilibrio. 

La otra escalera, la blanca infinita, me encanta. Subiendo por ella, mientras charlamos, pienso en Woody Allen  con Billy Cristal en Desmontando a Harry mientras pasean por el infierno. No sé porqué esa escalera me recuerda a esa escena. Quizás porque creo que la escalera al infierno sería algo así, algo blanco impoluto sin nada en lo que enganchar la vista más que el fondo oscuro que al final te atrapará. 

Philippe Halsman ¡Sorpréndeme! es una exposición feliz, una exposición para sonreír y reír, para creer que hay muchas cosas chulas en la vida, pueden ser tontas, innecesarias y nada trascendentes pero te hacen feliz. Hay poca gente y todos sonreímos. Paseamos entre las fotografías reconociendo caras, personajes y sacando parecidos. 

Nos paramos un buen rato frente a una pared con un montón de portadas de la revista Life. Me recuerdan a las revistas que había en casa de mis abuelos. Tiraban 8 millones de ejemplares a la semana. 8 millones. ¿Cuántas de esas revistas estarán en armarios o estanterías de viejas casas sin que nadie las mire? A lo mejor ninguna. No puedo tocarlas ni olerlas porque están detrás de un cristal pero sé que huelen y tienen el mismo tacto que las novelitas rosas de aquella colección con tapas verdes que llenaban una estantería del cuarto de servicio de mis abuelos. Todas tenían títulos extraños que no logró recordar. Pienso en ellos al leer un titular de una de las revistas expuestas «El mayor rescate animal desde Noé». Todo parece tan naif. 

Acercamiento. Movimiento de cadera hacia el enemigo. Toma de posiciones. Trabajo de pecho. Ataque. Conquista. 

Esas palabras, o unas parecidas, están garabateadas en rojo sobre una serie de fotografías de Marilyn acercándose a un hombre de espaldas a nosotros. The interview se llama la serie. Definen perfectamente lo que vemos, lo que hace Marilyn, utilizar sus armas para conquistar. Antes de perderme en absurdas consideraciones sobre machismo y feminismo mi cabeza se lanza a un tema mucho más interesante. ¡Qué afortunada soy porque los sujetadores que sacaban punta a las tetas convirtiéndolas en ridículos arietes sean algo del pasado!

¿Qué piensas?
—Nada, tonterías.  

Gente saltando. Se nos olvida la alegría que da saltar. Da vértigo, miedo, nos preocupamos por nuestras rodillas, por caernos, por no saltar demasiado, pero saltar es volar un poco. Recorremos las paredes reconociendo a artistas, políticos, escritores, actores. 

Nos reflejamos en una foto de Steinbeck saltando. Nos veo. Los tres en el mismo plano, nosotros sonreímos y Steinbeck se concentra en separar sus pies del suelo en una vertical perfecta. Seguro que el bueno de John jamás pensó que algún día esa foto estaría colgada en una exposición en Madrid y una pareja cualquiera, nosotros, nos reflejaríamos en él. Es un pensamiento raro. 

Más raro es Dali trabajando con  Halsman «Lo repetimos todo veintiséis veces. Veintiséis veces tiramos los gatos, veintiséis tiramos la silla, veintiséis tiramos el agua, veintiséis veces fregamos todo». Me río a carcajadas imaginándolo. 

Resbalamos por la escalera blanca todavía sonriendo. Surfeamos la ola metálica. Salimos. Sopla viento de abrazarse y respirar. 

Tenemos que volver.