miércoles, 11 de enero de 2017

Breve y desesperado manual de adolescencia

Llega un momento en el que dudas si todo lo que has  tratado de enseñar a tus hijos durante un montón de años se ha esfumado por completo. De repente, te das cuenta de que en tu comunicación con tus hijos, te pasas la mayor parte del tiempo teniendo problemas de cobertura, hay interferencias en la línea y ruidos extraños que parecen impedir cualquier tipo de comunicación fluida. 

A fuerza de escuchar, observar, interpretar y anotar he conseguido una, por ahora, una breve guía de interpretación de frases, actitudes y miradas. 

Ya voy, ya voy. 

Con toda probabilidad bolas del desierto y el séptimo de caballería aparecerán por tu pasillo, antes de que tus hijos adolescentes encaminen sus pasos a tu encuentro. 

Si, en un ejercicio de paciencia suprema, decides quedarte quieto esperando a que vengan porque quieres creer que en algún momento se darán cuenta de que les estás esperando, buena suerte. La parte buena es que serás consciente de cómo te crece el pelo y las uñas.  

Un momento

Significa no pienso prestar atención a lo que me has pedido hasta que no hagas una imitación perfecta de la niña del exorcista y parezcas poseída. Es entonces y ni un segundo antes cuando te prestaré atención y te miraré en plan: pero ¿estás loca? 

A veces va seguido de un "tranquilízate" o un "cómo te pones". Descubres que estas dos expresiones en boca de tus hijos consiguen que entres en combustión.   

-¿Qué?

Este interrogante suele venir acompañado de un leve giro de cabeza con o sin subida de cejas y con o sin aleteo de pestañas que te deja vislumbrar esos ojos que conoces tan bien, los ojos de tu hija. Esa mirada puede distraerte del verdadero significado de esa palabra y qué es "Sé que has estado contándome algo y crees que te he escuchado pero no es así, no tengo ni idea de qué estabas diciendo". 

Solo me lo has dicho una vez.

Esta frase se activa cuando has pedido/preguntado algo una media de seis veces pero solo la última de ellas ha conseguido alcanzar su tímpano, activar el nervio auditivo y conseguir que su cerebro responda por que ha encontrado una ventana de disponibilidad para atender gracias a un leve despiste de sus hormonas. Por supuesto, les parece que escuchar una sola vez cualquier cosa no significa para nada que haya que reaccionar, para eso necesitas encontrar otra ventana de disponibilidad cerebral. 

Ya. Sí, claro.

Estás tres palabras las pronuncia la sabiduría suprema que tu hijo adolescente cree haber alcanzado por arte de magia y son la expresión de su opinión sobre lo que tú sabes. Resumiendo, "Ya, sí, claro" significa: "No tienes ni idea de lo que estás hablando".  

No.

Respuesta refleja a cualquier pregunta, sugerencia o petición. 

Es injusto.

Respuesta refleja a cualquier negativa adulta a toda pregunta, sugerencia o petición por su parte.  

Se han documentado casos de adolescentes que han sido capaces de sobrevivir a meses de conversación utilizando sólo "No" y "Es injusto". Algunos han batido incluso records de legendarios espías. 


Consejos:

Recuerda cómo eras con esa edad. Tu hijo es tan  irritante como lo eras  tú con esa edad. 

El No es poderoso. Es agotador y generador de tensiones en un primer momento pero hay que mantenerlo. No te rindas.

Busca paciencia en cualquier cajón, armario o bolsillo de unos pantalones que no te pones desde hace años. Compra paciencia en Amazon, en las rebajas y cuando se te agote recurre a la de tu pareja y tómate un descanso. 

Habla, habla y habla con ellos... aunque creas que no te escuchan, que no sirve. 

Mira fijamente fotos de cuando tenían 7 años. Desde ahí te miran sin dientes, despeinados y sonriendo sin perdonarte la vida y recuerda que ese niño sigue viviendo contigo pero está entregado a surfear su tobogán de hormonas y quiere hacerlo solo. Debes quedarte al lado, como cuando se tiraba en el tobogán, dejar que se lance y tener la mano al lado para cuando se caiga de bruces, porque se empeñará en tirarse de cabeza. 

Procura no decir: te lo dije.  

Grita mientras conduces para liberar tensión. 

Y en los buenos momentos, que los hay, disfruta todo lo que puedas, hazlos durar como sea. Con un poco de suerte y paciencia cada vez serán más numerosos... pero tomatelo con calma.

Ya, sí, claro.   


lunes, 9 de enero de 2017

Despelleje Globos de oro 2017


Dentro de 20 días este humilde blog cumplirá nueve años y hoy veo, tras repasar las fotos de la entrega de los Globos de Oro,  que mis sabios y siempre acertados consejos durante todos estos años no han servido de nada. Resumen del repaso de más de trescientas fotografías: todo mal. 

Un desastre.
Una catástrofe.
Un despropósito.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? 

Los colores muy muy feos, tan feos que no sabía que existían se han hecho con la alfombra roja. Supongo que un nuevo ataque de originalidad mal entendida ha arrasado en la mente de diseñadores y actrices.  

Quiero un vestido del mismo color que mi anodino tono de piel. Ajá. Buenísima idea. No se me ocurre nada menos favorecedor, ni siquiera un saco de basura metido por la cabeza. Aquí otra de exceso malva y candidata a premio "pechitos" 

Quiero un vestido del color de la funda de mi colchón, me recuerda a la faja de mi abuela. 

Me horroriza el vestido de Blake Lively. En mi mente calenturienta veo esos dorados como serpientes enrolladas en sus brazos que ella mantiene a raya con la pulseraza que lleva en la muñeca y que seguro que tiene poderes mágicos. El vestido me horripila pero estoy  muy a favor de su evolución a señora estupenda. Bien por ella.   

Anna Kendrick va vestida de visillo sucio de piso de alquiler en idealista que te hace decidirte a no alquilar ese piso ni aunque te lo regalen. Su expresión de alegría infinita confirma que no está muy contenta con su elección. No hay que fiarse de las fotos ni siquiera para elegir vestido. 

Me fascina la infinita capacidad de Wynona para ser anodina, para dar igual. Siempre. Por su pose podemos confirmar que ella es, como la mayoría de nosotras, una mujer que ya no sabe llevar vestidos de fiesta.  Muy fan de su cara "¿me puedo ir a casa?" 

Elsa va a lo Pedroche, en bolas. Por ahora, no he oído a nadie clamar contra la opresión machista que la ha obligado a ir a esa fiesta con ese vestido.  Sofía Vergara también va en bolas con aplicaciones de candelabro de Versalles. En su pose tampoco percibo mucha opresión patriarcal. Creo que está encantada porque ella lo vale.  Nicole Kidman  se suma a la moda opresora y va desnuda con un trapo transparente muy muy feo colgado de los hombros y despeluchado en los pies. Sorprendentemente en su cara veo satisfacción. A ver si vamos a tener que revisar esos argumentos de culpabilidad hacia los hombres cuando las mujeres eligen ponerse lo que les da la gana.  

Un hombre que no sabe llevar traje y al que es posible que la nuez le asomara por la nuca por lo apretado que lleva el cuello de la camisa. 

De rodillas para adorar a Anette Bening: ¡qué clase! ¡qué estilo! ¡qué vestido más chulo y que bien peinada va! A Warren me lo perdono. 

Gillian Anderson de princesa disney. Laura Dern de ilustración de libro de botánica del siglo XVIII y demasiado pelo. 

Keri Russel ha hecho el famoso "dámelo TODO": transparencias, estampado animal y volantes. Le falta una peineta. 

Ardo en deseos de ver Lalaland porque es un musical, porque sale Emma Stone y porque sale Ryan Gosling. Ya tengo escrito por aquí, que no sé si Ryan me gusta o no me gusta porque siempre que le miro tengo la sensación de que si desayunara con él, tras una noche de amor y sexo, me lo encontraría mirándome por encima de la taza de café exactamente con la mirada que tiene aquí. Una mirada que me haría pensar "no sé si le gusto mucho o planea secuestrarme". No me gusta el esmoquin que lleva pero hay que tener mucha clase para ponerse esos zapatos. 

Emma, Emma, Emma, mira que me gusta, mira que me cae bien pero ¿Qué es eso que te has puesto? ¿Por qué? Es tan feo, te queda tan mal, es tan cursi, tan lánguido, tan horrible que no consigo entender cómo alguien te ha dejado salir así de casa. ¿Ha sido Ryan? No te fíes.  

Evan Rachel Wood y su esmoquin con camisa de lazo, PERFECTA. 

Jeffrey Dean Morgan vestido como si saliera de su puesto de trabajo en una sucursal bancaria de Barcelona y sin cinturón. Muy mal.  

Kristen Wiig  de recortable. Me recuerda a mi niñez y esas tiras de papel que recortabas con formas geométricas para hacer guirnaldas. Si, algo que ya no se lleva, como el vestido de Kristen. 

Que alguien me explique qué promesa y a qué santo ha hecho que esta chica se ponga esta cosa.  Es también una guirnalda recortable, es amarilla, tiene apliques plateados, una extraña cinta negra atravesada y debajo lleva un corpiño negro. O es una promesa o una penitencia.  O un "a que no hay huevos". 

Reese de amarillo bien. Natalie de amarillo mal. ¿por qué esas manguitas que la hacen bracicorta? Y ni el peinado ni la sonrisa la favorecen. A lo mejor es que el anillo que lleva a presión en el índice le corta la circulación y mientras sonríe solo puede pensar en que van a tener que amputarle el dedo porque ya ha ido 3 veces al baño y no ha conseguido quitárselo. A lo mejor es eso. 

Otra de amarillo que no sabe qué hacer con su vida. Por ahora se dedica a posar como si se le estuviera descolgando la mandíbula mientras se le disloca la cadera. Derrocha naturalidad por todos sus poros. 

Kristen Bell haciendo de su "no tengo canalillo" virtud.  Jessica Biel compitiendo también por el premio autopista de 4 carriles con un vestido completamente incomprensible

¿Qué es esto?  Quiero saber quien es el campeón que consigue venderle esta cosa a alguien diciéndole "tengo justo el vestido que necesitas" y quiero saber cómo de desagraciada es tu vida para que lo compres y te lo pongas. 

Hugh Laurie haciendo un "soy un señor inglés y lo importante es mi inteligencia". No digo que no, pero a mí de Dr.House me ponía mucho y ahora mismo le miro y lo que me apetece es aprender a jugar al bridge. 

Sarah Jessica disfrazada de Catalina la Grande. Le sobra todo, tela, vuelo, mangas, trenza postizo y rictus.  Julia Louis Dreyfus muy muy elegante, si se peinara sería la bomba. 

¿Soy yo o Tom Ford tiene los ojos tan pequeños que casi están a punto de desaparecer?  Como siga poniendo esa cara de estar estreñido los va a perder definitivamente. 

Una cumbre de cursilería con uñas picudas. 

¿No me queda un poco grande? ¿no es un poco soso? Si, cariño, te voy a atar una cinta lila en la cintura y ya está. No, no está.  

Jamás pensé que diría esto pero  Heidi muy mal, fatal.  Parece que le ha pillado el toro y se ha pegado unas tiras de césped artificial encima de la toalla de piscina. 

Michelle Williams sigue empeñada en autoconsumirse. Cada vez es más minúscula, más chiquitita y lleva vestidos de muñequita de dar mucho miedo en casa de tu vecina loca. 

Ni una entrega de premios sin su reintepretación del socorrido disfraz de bolsa de basura. Siempre pienso lo mismo, ¿resbalarán? ¿pesarán mucho esos vestidos? ¿te engancharás en todas partes? ¿darán frío? 

Milo Ventimiglia con un bigote a lo magnum que no le favorece nada y el nudo de la pajarita mal hecho. Me gusta mucho más en su versión macarra en las Gilmore Girls.

No sé quien es Regina King pero su vestido de encimera de granito me fascina, le queda de lujo, es elegante y lo lleva con mucha clase. 

"Las mujeres se operan mucho",  jajajajajajaja. Tururú.  Sylvester y John deben estar alimentando por sí solos a 3 ó 4 generaciones de cirujanos plásticos en Hollywood.  Sus mujeres divinas y muchísimo más reales.  

Michael Shannon y todo lo que no hay que hacer si te pones traje.  Los niños de Stranger Things, sin embargo, están monísimos y demuestran más clase y saber estar que muchos de los hombres adultos. 

Felicity maravillosa. Bien el vestido pantalón, el pelo, el maquillaje y la sonrisa. Muy fan. 

No tengo palabras para esto de Lyly Collins. Me he quedado estupefacta. Solo se me ocurre coger un avión para estar a su lado cuando se despierte, entre en internet y se vea de verdad. Entonces podré  cogerle la manita y decirle "no te preocupes, se pasará, se pasará".  Cuando se haya repuesto del disgusto le propondré quemar esa cosa en el jardín mientras bebemos vino directamente de la botella. 

Visto lo visto, veo un nicho de mercado, hay que crear un servicio de "mejores amigos", alguien a quien puedas llamar en estas ocasiones para que te vea el vestido y te diga: "mira, si no fueras mi mejor amigo no te lo diría pero esa cosa es horrible, no puedes llevarla" y te salve de ser despellejado.  

martes, 3 de enero de 2017

Los hombres que sabían llevar traje


Hay dos tipos de hombres, los que saben llevar traje y los que simplemente se meten dentro.

Los hombres que saben llevar traje se han convertido en especímenes raros, tan difíciles de ver en libertad, en un hábitat cotidiano, que cuando cazo alguno me quedo maravillada, disfrutando de la vista. 

Hubo un tiempo, cada vez más lejano, en el que todos los hombres sabían llevar traje y todas las mujeres falda de vuelo y tacones. Aquella sabiduría popular se perdió, igual que pasó con nuestra capacidad para hacer fuego frotando dos palito. Nosotras ya no sabemos llevar faldas de vuelo sin soltar risitas tontas y el grupo de hombres que sabe llevar un traje está prácticamente en extinción. Quedan unos cuantos ejemplares, unos cuantos elegantes irreductibles que resisten como pueden las fuerzas bárbaras y la ola de infantilismo reduccionista que ha sacudido a la mayoría de los hombres. Esta ola ha convertido a todos los hombres en seres que no saben vestirse de acuerdo con las circunstancias y que si los sacas de su atuendo "tipo" sufren convulsiones, tics nerviosos y mascullan  excusas de tanta enjundia como: es incómodo, me pica, me aprieta. "Nene, no guta". 

Un hombre que sabe llevar un traje lo lleva. Él es el que tiene el poder, el control y el mando sobre la prenda. Se detecta rápidamente porque lo primero que piensas es "qué elegante" y no "¿por qué lleva un traje que le queda pequeño? o “¿nadie le ha dicho que esas mangas son demasiado cortas/largas?” En un hombre que sabe llevar traje lo primero que ves es a él, en el resto de los hombres ves el traje colgado de sus hombros y rellenado con sus piernas. Muy desagradable.  

A estos, cada vez más, raros especímenes el traje les sienta como tiene que sentarles. La cintura en su sitio, el largo de la pernera ajustado al zapato sin arrastrar y sin dejar los tobillos al aire. Se abrochan los botones de la chaqueta mientras continúan respirando y las hombreras les quedan en su sitio, los hombros, sin parecer que llevan protecciones de fútbol americano. 

Los hombres que saben llevar traje llevan, increíblemente, un traje de su talla.  Esto parece una obviedad pero la mayoría de los tíos en edad adulta debido a su "pues a mí el traje no me gusta" o "pues yo paso", se compraron un traje hace 15 años y es el que usan cuando se ven obligados. Obviamente ya no es de su talla, o les aprieta la cintura con una presión incompatible con tener riego en las piernas o, si son de los que se han vuelto adictos al deporte o han dejado los carbohidratos, les hacen unas bolsas en el culo en las que podría vivir una familia entera de minions. 

Los hombres que saben llevar traje eligen la camisa para ponerse con ese traje. Sienten en la piel la camisa que deben llevar y la que ni de coña. La tropa que simplemente se embute en un traje cree que la camisa "da igual", "vale cualquiera, ¿no?" "Si casi no se ve". La mayor parte de esta tropa, por no decir toda ella sin embargo, ha desarrollado un exacerbado sentido de la idoneidad en cosas tan interesantes como las zapatillas de deporte y tiene 25 pares dependiendo de si son para correr mucho, poco o regular, para correr en seco, en charco o en cinta, para jugar al paddle, al tenis, al balonvolea o al fútbol. Aquellos que no practican deporte y que creen que no les meto en este saco probablemente tienen una clasificación estricta sobre qué camisetas son para salir, cuales para trabajar, cuales "elegantes" (sí, hay hombres que creen que tienen camisetas elegantes) y cuales son tan especiales que no se pueden poner nunca. Pero la camisa del traje da igual. 

Los hombres que saben llevar traje tienen gemelos. Y saben ponérselos solos y ajustar exactamente el largo del puño para que asome correctamente por la chaqueta. Este es un talento que está a punto de perderse.  

Los hombres que saben llevar traje saben interactuar con él. Caminan, se sientan, conducen, corren, comen hablan o asisten a una reunión como si lo que llevaran puesto no importara, como si no fueran conscientes de ello. 

Los hombres que saben llevar traje parecen estar siempre tan cómodos que, a veces, cuando los observo, me encuentro imaginando qué habrá debajo del traje. A veces, incluso, elucubro con el proceso de quitárselo. 

Con los que simplemente llenan el traje, la mayoría de las veces pienso "seguro que llevan calcetines Artengo".  


sábado, 31 de diciembre de 2016

Lecturas encadenadas. Diciembre

Acaba diciembre y con él un año de lecturas encadenadas. Cuarenta y nueve libros han pasado por mis manos este año: catorce escritos por mujeres, seis en castellano, diez ensayos y diez cómics. He repetido a Oz, a Ford y la Ferrante  de la que creo que no acabaré su tetratología porque «francamente querida, me importa un bledo».

Vamos con los cuatro últimos del año.

Por último el corazón, de Margaret Atwood. Vaya por delante que soy muy fan de Margaret Atwood, me parece una narradora fabulosa con un estilo muy personal y que consigue siempre sorprender en cada una de sus novelas. Ésta  concretamente es un locurón. Comienza con un tono sombrío, realista, retratando a una pareja, Stan y Charmaine, que han pasado de ser clase media con trabajo, casa y un futuro a vivir en un coche debido a la crisis económica que todos tan bien conocemos. Desde esa situación desesperada y gris acaban embarcados en un proyecto experimental que consiste en entrar a vivir en una ciudad ficticia. A partir de ese cambio, de ese giro argumental que no te esperas, le dices a Margaret "hazme tuya" y te dejas llevar por el camino que ella te va marcando y que tiene mil giros inesperados que te dejan desconcertado. El nivel de locura argumental, humor ácido y surrealismo llega a un punto en el que te encuentras en medio de escenas que podrían ser de  ¨Resacón en Las Vegas¨ y te ríes igual que con esa película y te ríes más aún porque eres consciente de que Atwood se lo ha pasado en grande escribiendo esta novela.
«–Hice la tesis de doctorado sobre El paraíso perdido.

¿El Paraíso qué? Lo único que a Stan le vino a la cabeza fue la página web de un club nocturno de Australia que había visto una vez en la red, mientras buscaba porno suave, pero ese sitio llevaba años cerrado. Quería preguntarle si la HBO había hecho alguna miniserie con ese libro libro o algo así, por si acaso la había visto, pero no lo hizo porque cuanta menos ignorancia demostrara, mejor. Ella ya lo trataba como si fuera un cocker spaniel con una lesión cerebral y lo hacía con una mezcla de diversión y desdén».
«Hay personas a las que le gusta lanzar objetos, como vasos de agua o piedras, pero pintarse las uñas es mucho más positivo. En su opinión, si la adoptara más líderes mundiales habría menos sufrimiento en el mundo».  
Morir en primavera de Ralf Rothmann.  Este año he leído poco sobre uno de mis temas favoritos, la II Guerra Mundial y casi cerrar el año con este libro sobre los últimos días de la guerra me ha hecho añorar mis lecturas sobre este tema. Morir en primavera cuenta la historia de dos jovencísimos amigos alemanes, ordeñadores en una granja, que son reclutados casi a la fuerza y enviados al frente de Polonia cuando la guerra ya está perdida, cuando el sacrificio de vidas es aún más inútil, absurdo e innecesario.

El protagonista, Walter, consigue librarse de la primera línea por tener carnet de conducir pero asiste a terribles acciones por parte de sus compañeros. Es curioso como a pesar de que toda la novela tiene un cierto todo de disculpa o de "también hubo muchos que fueron obligados", Rothman solo enseña atrocidades cometidas por los alemanes. Lo más conmovedor de la historia es la ternura y, en cierto modo, la pureza que Walter parece conseguir mantener en medio de todo el infierno. Observar como cree que podrá salir indemne de la guerra, ser feliz y tener una vida normal es tristísimo. Lo peor es que sabemos que no lo consigue, que durante toda su vida arrastrará el desgarro causado por esos meses de guerra. Él no lo sabe, pero se irá convirtiendo poco a poco en piedra, de dentro hacia fuera. El pequeño núcleo endurecido que surge en su interior cuando está en el frente y que le sirve para sobrevivir irá creciendo poco a poco cuando vuelva a casa y sea consciente de que ahora ya no hay nada que esperar, que su futuro ya no existe y que en lo que consiste su vida es en ese ahora desesperanzado. El núcleo de piedra va creciendo y creciendo hasta convertirle en piedra. El libro también refleja muy bien como las consecuencias de las vivencias de una guerra no solo afectan a los implicados sino también a sus familias y a sus hijos. Sobre esto he leído hace poco un artículo en el New Yorker  y hay un documental en Netflix sobre los hijos de los nazis muy impactante también.

«El silencio, el rechazo absoluto a hablar, especialmente sobre los muertos, es un vacío que tarde o temprano la vida termina llenando por su cuenta con la verdad». 

Volveremos de Noemí López Trujillo y Estefanía S. Vasconcellos. A este libro llegué por twitter. No soy capaz de recordar  ni que tuit nos unió a Noemí y a mí, ni como uno de los protagonistas, Ernesto Filardi llegó a mi vida también a través del maravilloso mundo de twitter. Fui a la presentación del libro en uno de mis sitios favoritos de Madrid, Tipos Infames y me traje a casa un ejemplar dedicado.

Noemí y Estefania figuran como autoras y, desde luego, lo son pero no son visibles en el libro. No se las ve y no se las oye aunque estén detrás de cada uno de los testimonios que aparecen en el libro. Ellas han hecho las preguntas, han pensado el enfoque y han creado el ambiente para que todos  y cada uno de los españoles que se fueron del país por una u otra razón se sientan lo suficientemente cómodos como para reflexionar y pensar sobre ellos, sus vidas, sus razones, sus sentimientos, sus penas, sus rabias, sus sensaciones, sus añoranzas y sus esperanzas.

Todos ellos se marchan sin saber y cuando hablan con Noemí y Fanny reflexionan sobre cosas a las que en su día a día no dedican tiempo, bien porque no lo tienen, bien porque no quieren pensarlo o bien porque es demasiado doloroso: ¿por qué me fui? ¿estoy mejor? ¿estoy peor? ¿estaría mejor si volviera? ¿me equivoqué? ¿podré volver? ¿quiero volver? ¿qué pasa si no vuelvo?

Leerles me ha dado ganas de abrazarlos a todos.

He terminado el año con un grande Raymond Carver y su libro de relatos ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Carver es un maestro pero es solo para valientes. Ninguno de sus relatos es cómodo porque todos son como asomarte a espiar a tus vecinos, escuchar la conversación del camarero del bar dónde te tomas el café o enterarte del secreto más patético de tu compañero de trabajo. Son relatos en los que no pasa nada pero pasa todo. En casi todos aparecen parejas o familias en las que una mínima anécdota, un hecho insignificante le sirve a Carver para meter al lector en medio de esas vidas y asistir a esos instantes de su existencia como un espectador invisible. Los relatos de Carver se te quedan pegados en los dedos, en los ojos y en los pensamientos y según vas avanzando en ellos te encuentras pensando de repente en qué habrá sido del niño que hace novillos para volver a casa con un pez que ha pescado en el río y con el que intenta evitar la pelea de sus padres o qué le ocurre a la pareja que comparte cena en un restaurante cuando sale de allí enfadada con el maitre. O qué fue de la pareja que vivió unos meses en la casa al fondo del callejón y que nunca cambió el nombre del buzón. O ¿qué hizo el padre de familia, del cuento que da título al libro y que es el que cierra el volumen, al despertarse?

Me maravilla como Carver en tres líneas te mete en la situación, los personajes y el ambiente.

«Había estado leyéndole cosas de Rilke, un poeta que él admiraba, cuando ella se quedó dormida con la cabeza sobre su almohada. Le gustaba leer en alto, y leía bien: una voz segura que ora se hacía grave y sombría, ora se alzaba o se inflamaba. Cuando leía nunca apartaba la vista de la página, y sólo se detenía para alargar la mano hasta la mesilla a coger un cigarrillo. Era una voz rica que la sumía en sueños de caravanas que partían de ciudades amuralladas, y de hombres barbados con largas túnicas. Lo había escuchado durante unos minutos, y había cerrado los ojos y se había dormido». 
Cuando llegas al final quieres volver a empezar para volver a disfrutarlos e intentar, de alguna manera estúpida, saber qué ha pasado con esas personas, que no personajes. Ese es el nivel de vida de los relatos de Carver. Hay que leer a Carver aunque ya advierto que es devastador para la autoestima si tienes cualquier tipo de pretensión de escribir algo en tu vida que merezca la pena.

Pues con esto y doce lacasitos que tomaré a las doce de la noche, hasta los primeros encadenados del 2017.