viernes, 14 de octubre de 2016

Lo de Dylan y el Nobel

Y el Nobel es para Bob Dylan. 

Mi primera reacción fue de sorpresa y luego risas. Me imaginé a Murakami con los ojos fueras de las órbitas por la sorpresa. Le visualicé luego, levantándose lentamente del ordenador dónde se había sentado para seguir con fingida indiferencia y los dedos cruzados el fallo del jurado, y caminar hacia su ordenada estantería de vinilos y poco a poco ir cogiendo todos los discos de Dylan y tirarlos al suelo con rabia. Toda la rabia que un japonés tántrico y que habla a su gato puede soltar. 

Me vine arriba y le imaginé incluso cantando por Siniestro Total y pensando en Dylan "Te degollaré con un disco afilado... y bailaré sobre tu tumba". 

Mientras dejaba volar mi calenturienta imaginación y me echaba unas risas a costa de mi animadversión a Murakami, la red se incendió de opiniones sobre el Nobel. 

Están los que les parece maravilloso. Dylan es un rapsoda, la literatura empezó siendo cantada, los griegos tocaban el arpa, es un juglar... y yo solo pienso en Asuranceturix, el bardo de Asterix, y en lo ridículo que estaría Dylan con mallas.  

Están los que les parece horrible. ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Un guionista de televisión? ¿Un autor de comics?  Esto es una "afrenta" para todos los literatos del mundo, acabo de leer. Ole, una afrenta para todos... no solo para los que podrían ganar el Nobel sino para todos. Sospecho que el autor del artículo está sin respirar de la indignación y sospecho que mi adicción a Asterix es excesiva

Está el bando de los periodistas / especialistas culturales que los que les molesta es que la gente opine sobre el Premio y sobre Nobel. "No veo que los premios científicos se discutan tanto" o "Si no has leído y traducido todas las letras de Dylan tu opinión no es pertinente". Me troncho. A estos lo que les molesta es que les quiten su parcelita de lucimiento. Otros años podían tirarse el pisto o lucir su verdadero conocimiento (en algunos casos) sobre el premiado y eran consultados por medios y gente para dar su opinión sobre algo que casi nadie conocía. Este año su gozo en un pozo, todo el mundo puede opinar sobre Dylan porque todo el mundo le conoce. La superioridad intelectual ha perdido su semana grande de lucimiento. 

¿Qué me parece a mí? Pues la verdad es que me da igual. ¿Es Dylan literatura? Tengo mis dudas. Tengo una opinión más o menos autorizada (para el periodista de esta mañana) porque he escuchado mucho a Dylan, muchísimo, por elección personal y porque mi hermano tuvo una época de adicción absoluta en la que sólo se escuchaba a Dylan. Creo recordar que incluso tenía grabado en cintas Tdk varios programas especiales que José Ramón Pardo dedicó a toda su trayectoria musical. Algunas canciones de Dylan me gustan y otras no. A veces me parece un auténtico coñazo, otras veces me flipa y algunas veces me retrata.  

She takes just like a woman, yes, she does
She makes love just like a woman, yes, she does
And she aches just like a woman
But she breaks just like a little girl.


Tengo mis dudas sobre lo que el propio Dylan opina sobre sus escritos. "Yo ni siquiera considero escribir canciones, la canción está ahí en el aire, estaba allí antes de que yo cogiera el lápiz", dice en esta entrevista con 20 años y en la que está increíblemente "simpático".  "Yo nunca seré rico y famoso" dice con total inocencia.

¿Se merece el Nobel? Pues no lo sé pero es que además da igual. Los Premios Nobel son una organización privada que da unos galardones a quien le apetece en base a unos criterios que ellos saben y los demás no. Este año han decidido que a Dylan, pues estupendo.  A nivel de promoción y publicidad ha sido un golpe maestro.  

Personalmente hubiera dado saltos de alegría si el Premio se lo hubieran dado  por ejemplo a Philp Roth, Margaret Atwood o Richard Ford pero me alegro infinito de que no se lo hayan dado a Murakami. 

Por otra parte este premio me ha permitido decir una frase que jamás pensé que diría "Yo estuve con 15 años en un concierto de un Premio Nobel en el Palacio de los Deportes". Un concierto atroz, espantoso y muy coñazo en el que Dylan estuvo desagradable, antipático y roñoso. Tocó 50 minutos. 

¿Nobel a Dylan? Voy a decir que sí, que me parece bien, solo por las risas y la diversión que me ha proporcionado este momento. 

Eso sí, Murakami ha empezado a darme hasta penita, los del Nobel lo están masacrando. 

Haruki, ¿cuál es tu inspiración?
Los gatos, mi ego, la música americana, el folk...
Aha, pues mira le vamos a dar el Nobel a Dylan por "For having created new poetic expressions within the great American song traditition" que tanto te inspira.

¿A quién quiero engañar? Me encanta.


jueves, 13 de octubre de 2016

Jugando al despiste



La espera se hace interminable, la cola no avanza y me aburro esperando. Las niñas me están contando algo, no sé muy bien qué, cuyo hilo he perdido hace un rato. Inciso, hay mucha filosofía por ahí sobre lo interesante que es charlar con tus hijos y sí, muchas veces lo es; pero otras muchas, igual que pasa con otra gente, porque tus hijos son gente, las cosas que te cuentan son aburridas, muy aburridas. Esta historia ha empezado con algo como "hoy en clase de lengua, Fulanito ha dicho y entonces yo, que no he hecho nada..." y ahora ya va por Menganita y Fulanito y Zutanito y me he perdido. Fin del inciso. 

Me aburro y decido crear un poco de tensión.

–Chicas, me voy a hacer un tatuaje. 

El efecto es instantáneo. Me encanta. Se quedan petrificadas, me miran y hacen eso que me tanto me gusta y que yo no sé hacer: levantan una ceja. 

-Ja, sí, claro. Tú un tatuaje.Me troncho -dice C. 

M sigue con la ceja levantada y me clava su mirada azul.

Eso es imposible -dice muy seria.

–Bueno, pues no os lo creáis.
–Pero ¿cómo te vas a hacer tú un tatuaje?
–Pero ¿qué pasa? ¿Por qué no me lo voy a hacer?
–Porque los odias, nos has dicho siempre que no nos pueden gustar hombres que lleven tatuajes.
–Y lo mantengo. Ni tatuajes, ni camisetas de tirantes en restaurantes, ni anillos, ni pendientes, ni cadenas doradas ni, sobre todo, gorras de visera plana que hacen que cualquiera parezca imbécil. 
–¿Entonces? 
–Yo no soy un hombre que tenga que gustaros.
–¡Anda ya! Que no te lo vas a hacer.
–Vale, vale, pues nada. 

–Pero dinos que no te vas a hacer un libro.
–No
–Mamá, ¡ni una frase por Dios, que eso es muy hortera!
–No
-Ni un cuaderno ni una pluma.
–Que no.
–Y ni se te ocurra tu nombre en chino.
–Que nooooo. 

–Es mentira.
–Ajá. Vale, es mentira.
–¿Qué te vas a poner?
–Amor de madre hasta el infinito y más allá. 
–¡Mamá! ¡Nos estás tomando el pelo!
–¿Y si me pongo MAC? Las iniciales de las tres... sería precioso.
–Ni se te ocurra. 
–No te lo vas a hacer.
–Bueno, pues no os lo creáis. Cuando me lo haga no os lo voy a decir y no lo veréis.
–¿Te lo vas a hacer en el culo?
–¡No! 
–Entonces lo veremos. 

Por fin la cola avanza y consigo distraerlas sacando los mil cachivaches que hemos comprado en Ikea, tras algo que parecía una inteligente maniobra de distracción, conseguir apartar la conversación diaria de "necesitamos cada una un cuarto" a "compramos cosas para que redecoréis el que tenéis". La cantidad de cosas que llevo en el carro me hace percatarme de que, a lo mejor, no ha sido una maniobra tan inteligente. 

Ya en el coche de camino a casa, me doy cuenta de que mi plan para no aburrirme en la cola tampoco ha sido nada inteligente.

–Pero entonces mamá, ¿es en serio o no lo del tatuaje?
–No
–Sí es en serio... te lo noto.
–Pero ¿no decís que no tengo pinta de tatuarme nada?
–No, no tienes pinta y además los odias.
–Bueno, pues he cambiado de idea. ¿Os parece mal que cambie de idea?
–No pero ¡no sabemos si nos estás vacilando!
–Pensad lo que queráis. 

–Mamá, ¿sabes por qué cambias de idea?
–¿Por qué?
–Porque lees muchísimo. A veces, demasiado. 



martes, 11 de octubre de 2016

Lecturas encadenadas de septiembre. La Broma Infinita

Leer La Broma Infinita me llevó 55 días y anotar todas las esquinas dobladas, todos los párrafos subrayados, me ha llevado dos semanas casi completas. Copiar los párrafos que señalo mientras voy leyendo no es un mero ejercicio de copia, me sirve para repensar un libro, para hacerlo más mío y para intentar saber lo que quiero decir de él. En un futuro, cuando relea esos cuadernos, sé que en esos párrafos escogidos veré mi vida. 

Escribir sobre La Broma Infinita es complicado así que voy a hacerlo mal pero, en fin, espero que sirva para transmitir la experiencia que la lectura de sus más de 1000 páginas ha sido para mí en el verano de 2016. Vamos a intentarlo. 

Leer La Broma Infinita no se parece a leer ninguna otra cosa. 

No se puede recomendar a nadie La Broma Infinita, igual que no se puede recomendar a nadie una sesión de ayahuasca, una fiesta de LSD, tirarse en parapente o tener hijos. Es una experiencia que cada uno tiene que decidir si se arriesga a acometer o no y que no se va a parecer a nada que haya hecho antes ni tiene porqué parecerse a lo que otros han sentido.

Leer la Broma Infinita es como saltar al vacío, como lanzarte por las cataratas del Niágara metido en un tonel, esperando no solo llegar vivo al final, sobrevivir, sino disfrutarlo y salir a flote pensando "no sé cómo he llegado hasta aquí pero me ha molado muchísimo". Terminar y pensar que has disfrutado del susto, del salto, de las corrientes, de los remansos para coger aire y de los sprints. Te ha gustado tener que aguantar la respiración para bucear en las profundidades y también nadar con dulces brazadas por algunos tramos. 
"Mario, tú y yo somos misteriosos el uno para el otro. Nos miramos desde lados opuestos de esta diferencia inabordable que nos aflige. Dejemos el asunto en paz y pensémoslo". 
En La Broma Infinita lo reconoces todo pero, al principio, todo es  tan extraño que te revuelves mientras lees, casi miras a tu espalda, levantas la vista esperando que haya alguien espiándote o escrutando si eres capaz de entender lo que estás leyendo. Después, poco a poco, te acomodas a ese mundo como a una nueva casa, una nueva ciudad o un nuevo amante y luego te enamoras tanto que todo lo que suceda fuera de sus páginas y de sus líneas te da igual. 

La página 231 marca, para mí, el comienzo de ese disfrute absoluto... pasé de sentirme curiosa y miedosa a estar apabullada y deslumbrada. Enamorada hasta los huesos.  
"Que por más inteligente que te creas, eres siempre menos inteligente que eso."
"Que dormir puede ser una forma de escape emocional y con un esfuerzo sostenido se puede abusar de esa actividad."
"Que casi todo el mundo se masturba.Y parece ser que bastante.
Que el cliché `No sé quien soy’ resulta ser, por desgracia, algo más que un cliché." 
La Broma Infinita es apabullante. Apabullante como encontrarte a los pies de una gran montaña, frente a un desierto o cualquier otra cosa inabarcable y que parezca inalcanzable. 

La Broma Infinita también deslumbra. Lees y, en algunos trozos, no puedes creerte la lucidez que David Foster Wallace destila en sus páginas, la claridad mental que le hace formular ideas certeras, agudas, profundas y sabias de una manera que jamás se te habría ocurrido y que sabes que nunca más volverás a leer. Ideas que, una vez descifradas se te meten dentro y ya no te abandonarán. 

Ideas que te describen:
"ELLO también es solitario de un modo que no se puede expresar. No hay manera de que Kate Gompert pueda ni siquiera intentar que alguien entienda lo que es una depresión clínica, ni siquiera otra persona que también está clínicamente deprimida, porque una persona en este estado es incapaz de empatizar con ningún otro ser viviente. Esta Incapacidad anhedónica para Identificarse forma parte integral de Ello. Si a una persona con dolor físico le resulta difícil prestar atención a algo que no sea el dolor, una persona clínicamente deprimida no puede ni siquiera percibir ninguna otra persona como independiente del dolor universal que lo digiere célula a célula. Todo es parte del problema y no hay solución. Es un infierno". 
Leyendo La Broma Infinita te enfadas, te enfadas mucho porque crees que David Foster Wallace te está vacilando o te está tomando el pelo. Piensas que lo está haciendo a propósito para sacarte de quicio, para resultar extremadamente "raro" porque te estabas acomodando y eso no es lo que quiere él. Te enfadas y tres páginas más allá te encuentras riéndote a carcajadas porque has pillado el chiste, la gracia, porque has sido capaz de seguir su hilo de pensamiento. 
"¿Tú espías y traicionas a Suiza para tratar de mantener con vida a alguien con un gancho, fluido espinal, falta de cráneo y en coma irreversible? Y yo que pensaba que estaba perturbada. Me estás obligando a reorientar toda mi idea de la perturbación, tío". 
Reírme a carcajadas con esta frase porque es la conclusión a un diálogo absurdo entre un terrorista sin piernas por un juego adolescente con trenes y una depresiva clínica, alcohólica y drogadicta que se conocen en un bar y tienen una conversación surrealista que al principio no entiendes y al final acabas disfrutando como si tuvieras 3 años y estuvieras en una piscina de bolas. La gente que te ve desde fuera no entiende la diversión pero tú no puedes disfrutar más de lo que lo estás haciendo.  

¿De qué trata La Broma Infinita? No lo sé. Los años están patrocinados por marcas publicitarias y roedores gigantes que recorren la costa este de Estados Unidos y Canadá, ese país idílico, es un enemigo mortal. Hay terroristas en sillas de ruedas y espías con disfraces de mujer. Hay una conversación frente a un barranco en el desierto que dura 300 páginas y una extraña cinta de vídeo que provoca la muerte de todo aquel que la ve. Hay drogadictos de toda clase, putas, homosexuales, exalcohólicos, maltratadores, camellos y adictos al sexo. Hay familias, muchas. Madres y padres, hijos, hermanos, primos. Hay una academia de tenis que mi absurdo cerebro relacionaba con Hogwarts, niños prodigiosos del tenis, entrenadores que parecen sacados de las SS, túneles y partidas de Escatón. 20 páginas están dedicadas a la búsqueda de un misterioso ruido en un colchón y otras 20 a una sesión de adultos intentando conectar con su niño interior. Hay una emisora de radio en la que no se escucha nada y un adicto a la serie Mash. Está Netflix anticipado y una escena de lucha callejera narrada como la sucesión de planos de un script de una serie de televisión.


En La Broma Infinita hay de todo, está todo... hay tanto que según avanzas te vas dando cuenta de que no podrás guardarlo todo, no podrás acumularlo todo, que tus brazos no podrán abarcar todo lo que te ofrece David Foster Wallace y que tendrás que elegir con qué te quedas. 

Al llegar casi al final desarrollas dos sensaciones. Por un lado, desolación. Se está terminando y sabes que cuando lo termines será complicado y te llevará meses encontrar otra lectura; no ya a la altura, pero que por lo menos te sacuda. Por otro lado, quieres terminar cuanto antes. ¿Por qué? 

En la página 1191 tienes la respuesta
"Quieres dejarlo porque empiezas a darte cuenta de que lo necesitas". 
Esta frase resume la sensación que tienes al caminar por La Broma Infinita. Empiezas con prevención, con curiosidad precavida, vas leyendo poco a poco y vas desarrollando cada vez más ansiedad, más ganas de más, de conocer y sumergirte en ella, porque leer la Broma Infinita es inmersión y no superficie, quieres ir cada vez más profundo hasta que te das cuenta de que tienes que terminar porque empiezas a necesitarlo. Eso le pasaba a un personaje en "Amor y letras" y no quieres convertirte en un loco que acarrea las 1000 páginas de un lado a otro. 

Lo terminas y días, semanas, después sigues pegado al libro, con las  historias estallando en tu piel como ampollas. Tienes mono y síndrome de abstinencia. Te descubres apartándote de la cara jirones de tela de araña en la que se enredan tus pensamientos ... y te das cuenta de que La Broma Infinita es una tela de araña en la que has caído y de la que nunca podrás escapar, te pasarás la vida atrapado en ella y por mucho que te alejes y corras... los hilos que te unen a ella jamás se romperán. 

Algo así es leer La Broma Infinita. 

P.S: También he leído "El viajero involuntario" pero... ¿a quién le importa?



sábado, 8 de octubre de 2016

Ella no sabe titular sus posts

Sábado por la mañana. El portátil en las rodillas, la ventana abierta de par en par, los pies fríos y un pijama de rayas. Brujulea por la red con calma, leyendo lo que no ha tenido tiempo de leer entre semana, disfrutando al saber que tiene horas para ir pinchando de enlace en enlace sin rumbo. Realmente no tiene horas, una voz interior le está susurrando cosas, "deberías vestirte, ponerte a escribir un rato, tienes cosas que hacer, encargos, tareas, compromisos", pero por ahora tolera sus murmullos sin sentirse culpable. 

Encuentra unos maravillosos dibujos de animales en un solo trazo y piensa que ojalá supiera dibujar, lee una artículo sobre John Le Carré y apunta otro libro más en su lista interminable, empieza a escribir un correo y lo borra "bah, no merece la pena".

Suena el teléfono en el piso de abajo. Es curioso como ese sonido ya ni sobresalta, ni provoca ningún movimiento. Da igual quién sea, si es importante llamará al móvil que tiene a su lado entre las sábanas. O lo cogerá su madre que anda zascandileando por abajo.

¿Sí? ¡Ah, hola M!

Su madre tiene tono de sorpresa al reconocer a la interlocutora.

Ella sigue tecleando y pensando que, a estas horas un sábado, solo puede ser una mala noticia. Es una amiga de Los Molinos, vive un par de calles más allá. En dos milisegundos ella piensa que habrá llamado porque ha muerto alguien, hay un incendio o una inundación... se frena y piensa que, a lo mejor, está siendo terriblemente dramática y que, a lo mejor, solo llama porque organiza una fiesta. M era muy de fiestas, organizaba unas fiestas geniales. 

Claro, te la paso ahora mismo. 

¿"Claro, te la paso"? Están solas en casa, ella  y su madre. ¿M quiere hablar con ella? ¿Por qué? Por un segundo piensa en encerrarse en el baño y esquivar la llamada. No le gusta hablar por teléfono, lo odia y...Su madre entra sigilosa apretando el teléfono contra el pecho y susurrando:

Moli, es M y quiere hablar contigo. 

–¿Hola?
–Hola. Solo llamaba para decirte que he leído "La calle que mide mi mundo" y me he emocionado hasta las lágrimas. Porque lo has contado muy bien, porque mis hijos tienen los mismos recuerdos que tú, porque escribes fenomenal y porque ha sido maravilloso leerte. Te había escrito un comentario enorme en word pero no consigo dejarte el comentario y al final he pensado "qué narices, la llamo y se lo digo de viva voz". Ha sido maravilloso. 
–Er...muchas gracias. Muchísimas gracias por llamarme y por leerme. No sé qué decir.
–No tienes que decir nada, ya lo has escrito todo. Sigue haciéndolo. 

Cuelga el teléfono. Mira por la ventana, sigue teniendo los pies fríos y va a llegar tarde a Correos, a nadar y al aperitivo. Siempre llega tarde pero hoy con razón, tiene que sentarse a escribir estas cosas que (le) pasan y que le dejan sin palabras. 


miércoles, 5 de octubre de 2016

Imperfecta

Brujuleo por la cocina, con los fogones como un circo de tres pistas. He llegado tarde de una absurda reunión del colegio y nuestro maravilloso horario de cena a la centroeuropea se me ha ido de las manos. Laz princezaz ya han venido tres veces a preguntarme  cuándo cenamos. Nada cambia, sigo siendo el ama de llaves. 

Por fin tengo la cena lista.

–Chicas, venid a cenar. Poned la mesa.

Deben tener hambre porque no tengo que gritar tres veces ni ir a buscarlas. De hecho aparecen tan rápido que me asusto.

 –Mamá, ¿tú te has sacado un moco alguna vez?
–¿Qué? 
–Que si alguna vez te has sacado un moco. Creo que está clara la pregunta.
–Muy graciosa. ¿A qué viene eso?
–Fulanita, una de mi clase dice que ella nunca. 
–Fulanita es una mentirosa. Se sacará mocos y se tirará pedos.
–Eso le he dicho yo y me ha dicho que te preguntara a ti. 
–Ajá.
–Contesta, no te hagas la loca. ¿Te has sacado alguna vez un moco?
–Claro.

Nos sentamos a cenar y mientras la cháchara va de un lado a otro de la mesa y se quitan la palabra de la boca pienso que pronto las preguntas serán ¿alguna vez te has emborrachado? ¿Alguna vez mentiste a tus padres? ¿Alguna vez te escapaste? ¿Alguna vez hiciste algo que tus padres te habían prohibido? ¿Alguna vez tomaste drogas? ¿Alguna vez has mentido cuando eras mayor? ¿Alguna vez has hecho algo malo? 

A casi todo tendré que decirles que sí. Obvio. Podría mentirles, pero ¿para qué? No es que esté en contra de mentir a los hijos, de hecho creo que la mentira es muchas veces muy necesaria y no causa ningún mal pero mentirles sobre quién soy o cómo soy no iba a hacerles ningún bien a ellas ni a mí. 

Soy completamente imperfecta como persona y como madre. Me encantaría ser un saquito de virtudes maternales y derrochar amor y espíritu de sacrificio por mis hijas a cada segundo de mi existencia (bueno, a lo mejor no me encantaría) pero no lo soy. Muchas veces les digo que no me apetece hacer algo con ellas o escuchar su música o ver determinada película porque de verdad no me apetece. Otras veces sí, otras veces me apetece y lo hago encantada y, algunas, pocas... a pesar de no apetecerme lo hago por ellas. Y se lo digo: no me apetece nada pero voy a hacerlo por vosotras. 

No sé si está bien, mal, regular o da exactamente igual pero no quiero que piensen que soy maravillosa y estupenda. Sé, de hecho, que no lo piensan:

–Mamá, la gente cree que eres maja pero nosotras sabemos que no. 
–Mamá, mis amigas prefieren venir a nuestra casa porque dicen que tú no eres nada pesada pero no sé de dónde se han sacado esa idea. 

Mientras recogíamos la cena y preparábamos el desayuno del día siguiente, ellas hablaban sobre las veinte mil actividades extraescolares a las que quieren apuntarse y yo pensaba en el momento en que tenga que decirles, no en el que quiera decirles, que sí, que me emborraché, que hice cosas prohibidas, que mentí a mis padres y otro montón de cosas que ni son buenas, ni ejemplares y que probablemente lean en este blog algún día. 

¿Por qué voy a decírselo? Porque después de mucho pensarlo prefiero que descubran pronto (si es que no lo han descubierto ya) que no soy un buen ejemplo para un montón de cosas, prefiero que se acostumbren a verme imperfecta, que me vean tal cual... y bueno, luego ya veremos. 


lunes, 3 de octubre de 2016

Dejando atrás septiembre

El último tren del mes, la sexta vez que recorro este trayecto. Voy camino del sol, del atardecer soleado dejando atrás la lluvia, las nubes y el cielo gris que tanta ilusión me ha hecho ver esta mañana al levantarme en mi tercer hotel del mes. 

Esta vez he tenido suerte y nadie se sienta a mi lado. Al otro lado del pasillo, un par de jovenzuelos americanos, demasiado grandes para sus cuerpos y desmesurados para los asientos de RENFE, duermen plácidamente. Uno de ellos, con pinta de bebé grande y una melena rubio platino enmarañada en un moño, me tiene hipnotizada con su postura para dormir. Ha bajado la mesita y él es tan grande que creo que se le debe clavar en el ombligo, ha colocado encima la mochila y tras meter los brazos por las mangas de la camiseta ha apoyado la cabeza y ronca como un bebé. Lleva calcetines blancos metidos en unas zapatillas de loneta de colegial. Sus pies son pequeños para lo descomunal que es. 

Este mes he sido una mujer a una maleta pegada, he arrastrado mi ropa de un sitio a otro continuamente. No he dormido más de tres noches en la misma cama, la misma casa o la misma ciudad. He cenado cereales casi todas las noches y engullido ibuprofenos preventivos cuando cenaba otra cosa, siempre acompañada de vino. He ido al cine tres veces, terminado dos libros y  firmado un contrato. He tomado notas mentales y escritas en los sitios más extraños.  

¿Dónde estaba el día 1? Miro por la ventanilla y a pesar de que solo han sido treinta días me parece casi otra vida. Estoy agotada, exhausta, satisfecha pero fantaseando con un mes, con quince días de no hacer absolutamente nada, lejos de todo. 

Definitivamente la lluvia se ha quedado atrás, pega el sol entre Burgos y Valladolid, y todo está amarillo. Los americanos se aburren y resoplan. Tengo la sensación de tener el mes de octubre ante mí, con todas sus casillas en blanco, con horas para rutinas de madre, con tardes para pasar en casa cocinando y cenando como una persona normal y no como un personaje de serie americana. Un montón de días en los que cuando me despierte sabré en qué cama, en qué casa y en qué ciudad estoy durmiendo. En mi cama. Octubre va a ser mi estancia en la montaña mágica. 

Los americanos se bajan en Segovia. Dejo septiembre atrás. Lo he exprimido hasta la última gota, no he dejado nada por hacer y me imagino el mes como un amante exhausto que me dice "no puedo más" y se alegra de mi próxima ausencia, que aprovechará para recuperarse. 

El solterismo mola mucho pero es agotador... noviembre prepárate. Volveré con fuerzas renovadas. 


miércoles, 28 de septiembre de 2016

20 años después

A pesar de que he llamado en el último momento nos han dado una buena mesa, estupenda de hecho. Al fondo del comedor sin nadie que nos moleste. Podría decir que es la mejor mesa en la que hemos cenado nunca pero es que creo, no, mejor dicho sé que jamás cenamos nunca en ningún sitio. ¿Comimos juntos alguna vez? No lo recuerdo. Quizás un bocadillo guarrero en un bar o un trozo de pizza. No lo sé. 

Una buena mesa, una botella de vino blanco espectacular, las croquetas cuadradas que me he empeñado en pedir y todos tus nervios escurriéndose encima de la mesa y cayendo al suelo según te vas deshaciendo de ellos. 

Cualquiera que nos mire, cualquiera de nuestros vecinos de mesa o la camarera que está siendo tan amable, solo verá a dos amigos charlando pero en realidad somos cuatro.  Estamos tú y yo y a nuestro lado, de pie como espectros, nuestros yos de hace 20 años mirándonos incrédulos. 

Hablas muchísimo -me dices.
Siempre he hablado muchísimo. 
—Hace 20 años no. 
—Hace 20 años contigo no hablaba mucho porque me dabas miedo. 
—Jajajaja... eso es imposible, ¿cómo iba darte miedo yo? Eras un coquito, siempre lo fuiste. 

Me dabas miedo, claro que me lo dabas. En esta hora que llevamos juntos te has reído más que en los dos años que compartimos aula. Por aquel entonces estabas siempre enfadado, siempre ceñudo, siempre muy serio. El mundo era una mierda, todo era una mierda y nada merecía la pena. Estabas enfurruñado todo el tiempo pero me mirabas más, ahora paseas la mirada por encima de mi cabeza, por mi cara y acabas fijándola en los ladrillos que hay a mi espalda. Casi me giro a mirar qué es eso tan importante que hace que no me mires. Poco a poco vas perdiendo el miedo que ahora resulta que tienes tú y vas ganando confianza. O quizás es el vino. 

Si tu yo de hace 20 años está indignado con tu simpatía y tu sonrisa, mi yo de 20 años tiene los ojos fuera de las órbitas cuando me mira. No puede creerse que del saquito de inseguridades, con los hombros echados hacia delante y la mirada huidiza que es,  haya salido esa señora de 43 años que charla contigo sin parar, que te dice "No, no, no tienes razón" y lleva escote sin preocuparse. 

La cena avanza, tomamos postre, se nos acaba el vino y por el rabillo del ojo veo a nuestros yos veitenañeros alejarse poco a poco. Ya no los necesitamos. Nos han servido para recordarnos durante 20 años; a partir de hoy, a partir de esta botella de vino blanco y esta cena tenemos recuerdos nuevos para compartir. Recuerdos frescos y maduros. 

Ha sido estupendo.
—Si.
—Estabas acojonado.
—Eres una listilla. 
—Repitámoslo antes de que pasen otros 20 años. 
—Pero no me llames señor.  

Una cena genial, un vino fabuloso, la mejor compañía y una resaca de muerte. Y todo gracias a Facebook.  


viernes, 23 de septiembre de 2016

El día que odié


A mi izquierda toda la pared está recorrida por un ventanal gigante. De techo a suelo y de extremo a extremo del despacho, tres grandes cristaleras con vistas a un parking, a un abeto que recuerdo pequeño cuando lo plantaron y a un polígono industrial muy feo, muy inhóspito y muchas veces hostil. 

Las ventanas no son especialmente bonitas ni feas. Son anodinas, como el despacho. A medio metro del cristal una estructura sostiene una especie de malla de la que desconozco su utilidad. Cosas de arquitectos, supongo. Siempre pienso en si desde fuera me verán sentada, tecleando, y siempre me olvido de comprobarlo en cuanto salgo de aquí. 

Tengo suerte y dos porciones de mis ventanas se abren. En los meses del año en los que la temperatura en el exterior es compatible con la vida humana, es decir, de octubre a abril, me gusta abrir la ventana y que entre el aire fresco del exterior. Durante los meses de infierno en la tierra, de mayo a octubre, jamás hay que abrir las ventanas: podría morir asfixiada por el aire de función gratinado potente con ventilador que entraría del exterior. En esos meses, además, tengo que bajar los stores interiores porque solo con la luz que entra directamente llegada del infierno el ordenador se calienta tanto que deja de funcionar. Ni siquiera el aire acondicionado en función "criogenizar al personal" consigue que la temperatura junto a la ventana sea apta para un pc. 

Casi nunca miro por estas ventanas. Llevo 16 años aquí y ya sé lo que se ve. No hay nada que ver, nada que mirar. Por la calle más allá del parking pasa algún coche de vez en cuando y mucha gente mayor caminando, sobre todo por las mañanas. Solos, en parejas o en grupos de tres caminan a buen ritmo arriba y abajo de los kms de avenida inhóspita. 

Hace unos años, mirando a esa gente y a un tipo que cruzaba el parking hacia su coche, fui consciente de lo que era odiar a alguien. Odiar a alguien hasta el límite de tus fuerzas. Odiar hasta sentir la saliva amarga. 

Miré por la ventana y supe que si uno de esos vejetes caminantes caía fulminado por un infarto mientras yo lo observaba saldría corriendo a ayudarle. Dejaría lo que estuviera haciendo y correría hacia el pasillo, bajaría las escaleras de dos en dos, pasaría el control y llegaría hasta allí jadeando para intentar ayudarle o acompañarle. 

Miré por la ventana hacia aquel tipo gordo, con camisa blanca, satisfecho de sí mismo y que me estaba destrozando la vida con su sonrisa siniestra y deseé entonces que cayera fulminado antes de llegar a su coche, delante de mi vista, en aquel mismo momento. Supe que le vería caer y seguiría trabajando sin inmutarme. 

Cada vez que miro por estas ventanas pienso en ese día. El día que odié.  

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Viviendo con los Beatles

Cada vez que alguien dice la palabra ticket, en mi cabeza salta un resorte automático que me lleva a sumar "to ride" a ese ticket, a escuchar un punteo resonando en mi interior y ver a Paul y John menear la cabeza. 

Da igual dónde esté y con quién, la palabra ticket activa en mí un reflejo pauloviano que me lleva a mis, no sé, 7 u 8 años en el Seat 131 de mi padre yendo a Los Molinos por la carretera de Colmenar y cantando a voz en grito esa canción. Siempre vuelvo a ese asiento de atrás al escucharla. 

¿Desde cuando están los Beatles en mi vida? Desde siempre, desde antes de que tuviera vida. Cuando mis padres se casaron todavía se hacían "pedidas de mano" y los novios se regalaban cosas. Mi padre regaló a mi madre una sortija, una sortija que soy incapaz de recordar mientras escribo esto, no sé si mi madre la lleva puesta, si me la ha enseñado alguna vez (supongo que sí) ni dónde está. El regalo a mi padre, sin embargo, es algo tangible en mi memoria. La colección entera de LPs de los Beatles en vinilo sé como huele, qué tacto tiene y en qué armario de la casa de Los Molinos está guardada. Sé qué discos llevan plástico y cuáles no, sé cuáles son dobles y cuáles sencillos, sé cual es el último y cuál el primero. Sé cuál es el más manoseado y el que menos veces hemos puesto. Puedo pasarme años sin verlos pero están ahí, están en mi vida antes de que yo existiera. 

Los Beatles sonaban en mi vida permanentemente cuando era pequeña. A mi padre le encantaban y llevaba las cintas en el coche y los discos en casa... yo los escuchaba con indiferencia, tan acostumbrada a ellos que casi ni los percibía. Mi talento musical y mi capacidad de apreciación de la música son muy limitados; como dice Natalia Ginzburg,  «Siempre tengo la sensación de que habría podido gustarme la música, pero que se me escapó por un trágico error». Nunca pensé si eran buenos, malos, regulares, prodigiosos, originales, creativos, diferentes. No sabía qué instrumento tocaba cada uno ni si eran buenos músicos. Era más de Paul que de John, pero más que nada porque le tenía manía a Yoko. Es decir, no tenía criterio de ningún tipo. 

Aprendí a valorar a los Beatles con Juan. En un verano adolescente me tragué con él una serie documental de varios capítulos sobre los Beatles que recorría toda su trayectoria. Sentados en los incomodísimos sofás de su casa (tiene los sofás más incompatibles con la vida humana del planeta y han resultado inmunes al paso del tiempo porque siguen vivos) aprendí que los Beatles eran prodigiosos cantantes, que sus voces "empastaban", aprendí cómo componían y que Paul es un músico espectacular que domina varios instrumentos. Aprendí sobre referencias musicales, la expresión "tocar a piñón" y que en sus seis primeros discos no hay ni un fade out. 

Después de haberlos oído toda mi vida, aquel verano aprendí a escucharlos. 

Todos estos recuerdos y mil más, como por ejemplo la vez que en un curso de inglés en Comillas escenifiqué con mis compañeros el Yellow Submarine con coreografía y todo, vinieron a mi cabeza el domingo cuando me fui a ver el documental de los Beatles Eight days a week. 




Fue una sensación muy extraña, en mi vida los Beatles siempre habían sido mayores que yo, con más vida y más experiencias... ¡eran los Beatles! El otro día yo era mucho mayor que aquellos chavales que de un día para otro se convirtieron en algo tan grande, tan inmenso que 50 años después sigue conmoviendo, a mí y muchísima más gente. Los vi jóvenes, los vi desvalidos, los vi desbordados y sorprendidos y tenía ganas de decirles "eh, hacedme caso... vengo del futuro y vais a hacer cosas increíbles".

Pensé eso y pensé que quiero una casaca como la que llevaban en el Shea Stadium cantando ante 50.000 personas y sin apenas escucharse. 


domingo, 18 de septiembre de 2016

El final del verano


En mi universo mental, septiembre es, hasta el domingo de fiestas, la prórroga del verano, el tiempo de descuento. El partido ha terminado una semana antes, cuando vuelvo a vivir a Madrid después de casi 3 meses. 

Este verano he ido nueve veces al aeropuerto. Me he comprado unos pantalones blancos de campana que no he estrenado aún. He descubierto a Lucia Berlin y, después de dos años, ando navegando por La Broma Infinita. He escrito una carta. He visitado un campo de concentración y un fuerte de la Línea Maginot. He bebido mucho vino, pero muy pocas copas. He comido salmorejo y cereales en proporciones que dudo mucho que sean saludables. He dicho que sí a dos proyectos chulos. He usado tapones para los oídos por primera vez en mi vida. He batido mi record nadando 2 km. He descubierto lo que es un hombre oblicuo y que casi debajo de cada piedra hay un hombre pequeño. He visto River yo sola y Friends con laz princezaz. He descubierto The revisionist history y sentido mono al terminar la temporada. He ido a la grabación de un podcast y he descubierto las mejores palmeras de chocolate del mundo. He dormido poco y conducido en exceso. Me he aficionado a los tacones y he olvidado. He escrito ficción o lo he intentado. 

Ayer, a las 12 de la noche, vi los fuegos artificiales desde el jardín, abrigada y tapada con una manta. Ayer encendimos la chimenea y nadie se bañará más en la piscina hasta el año que viene. No hay vuelta atrás. 

Toca desalojar el campo de juego, quitarse el uniforme de chanclas y camisetas, cambiar las sábanas y poner el edredón. Dejar de dormir con la ventana abierta y taparme con la manta en la siesta. 

Toca cerrar la puerta del vestuario del campo de juego e irse a casa a descansar. Ponerme calcetines, jersey y dedicarme a soñar despierta con tener una librería. Quizás el verano que viene. 

Este se ha terminado y estoy feliz.


miércoles, 14 de septiembre de 2016

Larga vida a las cuñas de radio

Esta mañana he tenido un idilio con mi cama (con y no en) y me he levantado tarde. Como consecuencia de esos momentos de placer he salido tarde  y como castigo a esa debilidad me he zampado un atasco precioso y muy muy prolongado. Tan prolongado que me ha dado tiempo a escuchar un trozo de mi programa de radio habitual que jamás había escuchado porque a esas horas ya estoy currando. 

He dicho programa de radio y no es verdad, lo que he escuchado ha sido una sucesión de cuñas de radio, una detrás de la otra. A lo mejor alguien está pensando pero ¿por qué has hecho eso? ¿por qué no has cambiado de emisora o has puesto música o un podcast? Pues porque he descubierto que el verdadero talento publicitario está en los guionistas de cuñas de radio. 

Un guionista de radio tiene que escribir un reclamo para un producto que no da la talla para anunciarse en televisión. Bien porque es un demasiado idiota bien porque no tiene suficiente dinero o bien por una equilibrada combinación entre ambos factores. Los productos que se anuncian en radio tienen siempre un aroma a cosa antigua, a reducto de viejos tiempos, a idea del listo de tu pueblo que quería hacerse rico con algo revolucionario... y lo más que consiguió es que los vecinos se lo compraran por pena o dejándose engañar. 

Los guionistas de radio tienen poco recursos y unas condiciones hostiles. El escuchante está a por uvas, y según se apaga la voz de su comunicador de confianza su atención se apaga y no vuelve a conectarse hasta que la voz amiga retoma el discurso. Entonces, ¿qué pueden hacer los guionistas? 

Nada. Y eso es lo mejor. Si prestas atención a las cuñas de radio descubres un mundo fascinante, tan fascinante como escuchar un vinilo al revés. Detrás de esas frases y esos reclamos hilarantes hay gente... y yo me los imagino en una habitación sin ventanas, al fondo de un pasillo, inmersos en una nube de humo y con botellas de vino (quién sabe, quizás de un anunciante agradecido) escondidas en la cajoneras.

Llega el jefe. Abre la puerta del cuchitril de golpe y grita las órdenes del día.

—Chavales, tenéis trabajo. 
—¿qué toca hoy, jefe?
—Una almohada con la que tienes el cuello fresco. Lo primero ponedle nombre. 
—Ok jefe, entendido. 

¿Qué os parece "Nukita seca"? 
—Deja el vino. 
—No en serio, "Nukita seca" mola. 
—Si lo llamamos así nos echan. 
—¿Qué te apuestas a que no? Decimos que es japonesa y listo. 

"Llega Nukita seca, la almohada japonesa con la que sus noches respiran, sus noches serán más frescas"

—No os olvidéis de meter el jingle de Publipunto, ese que cuando lo escuchas se te mete en el cerebro y ya no te libras de él en 48 horas.
—¿Te refieres al de "Publipunto, publipunto punto com" cantado por un coro de coristas de los 40?
—¡Noooo!

Entra el jefe de nuevo, ahora lleva un puro.

—Chavales, esto os va a molar. Porsche. 
—Quiere decir terrazas en plan grandilocuente, no?
—No. Coches deportivos "Porsche". 
—Ok, jefe. Entendido.  

"Desde el día tal nuestro servicio de ventas está en el mismo sitio con acceso por la parte trasera del edificio". 

¿Tú crees que es buena idea decir eso en la cuña?
—Claro, así parece más exclusivo, más secreto. 
—Joder, pero si la esencia de comprarte un porsche es que te vean. 
—¿Tú has comprado uno alguna vez?
—No.
—Pues entonces. Hazme caso, los ricos son así. 


La puerta se abre de golpe, por sorpresa.

Chavales, patatas. 
—¿patatas? ¿en serio? Pero si eso se vende solo.
—Sin excusas, patatas. 
—Ok, jefe. Entendido. 

-Patatas, tubérculo, tierra. Apelemos al momento terruño, apego al campo y a esas cosas. Da igual que la gente esté en el coche y que toda la tierra que haya visto en los últimos seis meses esté en la alfombrilla. Y metamos también unas gotitas de patriotismo y, por supuesto, algo de salud que eso está muy de moda. 

"Esta tierra es la nuestra, la cuidamos y mimamos y ella es generosa con nosotros. Patata de nuestra tierra, como ella no hay otra".

¿Ponemos pajaritos para que se vea que es natural?
Ponlos.

"Compra patata nueva recién cosechada, con vitaminas, sin calorías y con mucha energía y fibra". 

¿Eso es verdad?
—¿Ahora te vas a preocupar por eso? Sube el audio de los pájaros. 

Se abre la puerta, el jefe se apoya en el marco de la puerta sensualmente.

Chavales, un clásico. Los Fernández.
—¿Los de las alfombras OTRA VEZ?
—Sí, esmeraos, pagan bien. 
—Ok jefe, entendido. 

¿Qué decimos de los Fernandez? ¡Quién coño limpia alfombras todavía? Es más, ¿se limpian? ¿no se tiran y se compra otra de ikea? ¿Qué decimos este año? ¿Por qué la gente tiene que llamar a los Fernández?

"Porque los Fernandez lo hacen bien, por el precio, porque son serios y porque ¡ah! son muy amables."

Back to the basics de la publicidad.

A última hora, cuando ya están los ceniceros llenos y las papeleras a rebosar, se abre la puerta otra vez.  El jefe tiene roderas de sudor y la corbata mal anudada.

Chavales, el último del día. Ginebra.
—¿Ginebra? ¿Vamos a anunciar ginebra a las 9 de la mañana? 
—Pues claro, ¿qué problema tenéis? Eso sí, sed originales. 

"Londron dry Gin, equilibro y armonía. Más de 10 botánicos: mandarina, enebro, almendra pero sobre todo el toque inconfundible de la mano de Buda. Criada para disfrutar de una experiencia única. Creativa e intensa. Con espíritu propio y un diseño electrizante. Tocada por la mano de Buda". 

—Quizás hubiera sido mejor no bebernos la botella antes de escribir el texto.
—¿Qué es la mano de Buda?
—¿Y qué más da? Me lo acabo de inventar pero mola. 

Llego al curro con ganas de un chupito de la mano de Buda.

Larga vida a las cuñas de radio y sus creadores.


lunes, 12 de septiembre de 2016

A Woody se lo perdono todo

Hay hombres que me gustan, hombres que me parecen sexys, hombres a los que no soporto y hombres a los que les perdono todo. De esta última clase hay tres: Paul, Bruce y Woody. 

A Paul le perdono sus libros malos, a Bruce sus canciones espantosas y comerciales y a Woody que haya dejado de creerse lo que hace.

He visto Café Society. No sabía de qué iba. No leo contraportadas de libros, ni críticas de películas, ni cotilleo IMDB antes de ir a ver una película por placer (si es por trabajo si lo miro para saber en qué círculo de Dante va a estar mi nivel de sufrimiento), así que me siento y según se funde a negro y sale la característica tipografía de sus pelis y suena la música digo: Woody hazme tuya. 

Cuando acaba la peli estoy decepcionada. No indignada, ni cabreada ni hostil, decepcionada es lo que define mi estado de ánimo. La película no es horrible (está lejos de los círculos que suelo frecuentar) pero es decepcionante. Mientras bajo a por mi coche que está en el último nivel del parking, rozando el núcleo de la tierra reflexiono sobre porqué me ha decepcionado tanto. 

¿Es la historia? La historia no es gran cosa pero ¡por Dios! Woody ha hecho maravillas con historias absolutamente idiotas. 

¿Son los actores? Bueno... el que hace de Woody ha debido pasar horas y horas y más horas hasta sumar un par de años de vida mirando películas con Woody de actor e imitando toda su gestualidad, porque lo clava. Temo que jamás vaya a recuperar su posición de hombros natural. 

¿Es el ritmo? Puede. Cuando crees que necesitas una voz en off que explique al espectador lo que (obviamente) está pasando en la película quizás no confías en ti mismo, ni en la narración ni en el espectador. Tres "nis" seguidos son catastróficos. 

Según vuelvo a casa conduciendo sigo dándole vueltas. 

En esta película hay dos mujeres guapísimas que se enamoran del alter ego de Woody, que es como él: feo, poca cosa, con los hombros hundidos y un cuerpo que parece a punto de quebrarse en cualquier momento. Tiene una personalidad débil, de hombre pequeño, es asustadizo, ingenuo y propenso a correr a la falsa seguridad antes que a la peligrosa pasión. Es un hombre que se rinde pero entiendes que a ellas el rollo "pareces un cervatillo a punto de ser atropellado" les guste, que lo encuentren adorable. 

Pero ¿y ellas? ¿Por qué se enamora él de ellas? Sé lo que ha pretendido mostrar Woody, lo que ha intentado contar, pero es que no consigue que me enamore la protagonista ideal que le coloniza la vida y lo hará para siempre. Sé cómo quiere que sea, cómo quiere mostrarla, pero no le sale. No sé si es la actriz.  Sospecho que no, sospecho que es el personaje creado por Woody. 

Pienso en lo que me hacen sentir Diane Keaton en Annie Hall o en Misterioso asesinato en Manhattan, Angelica Houston jugando al póquer, Evan Rachel Wood en Si la cosa funciona, Elizabeth Sue en Desmontando a Harry, incluso Scarlett (a la que no soporto) en Match Point o Mía Farrow... y se me enciende una luz. 

Maniobrando para aparcar en el garaje de casa me doy cuenta de lo que le pasa a esta película, de lo que le pasa a todas las películas de Woody que he tenido que perdonarle: sus mujeres ya no me enamoran. 

Woody, por lo que más quieras, vuelve a escribir mujeres que me enamoren aunque no las entienda, aunque me vuelvan loca, aunque sienta que quiera salir huyendo... pero que sean mujeres que te creas. 

A estas no se las cree nadie y el que menos tú, pero te perdono. 



viernes, 9 de septiembre de 2016

Cinco días


«You can only write regularly if you’re willing to write badly. You can’t write regularly and well. One should accept bad writing as a way of priming the pump, a warm-up exercise that allows you to write well.»

                         Jennifer Egan 

******

Al acostarse el domingo por la noche, hizo dos cosas por primera en su vida: programar la radio despertador y marcarse un reto. 

La radio despertador siempre había estado ahí. Primero  en la mesilla del lado derecho de la cama y luego, cuando decidió pegar la cama a la pared para tener hueco para una mesa, en la estantería, en la última balda, la que quedaba casi a ras de suelo. 

Únicamente la utilizaba de reloj. Cada vez que se despertaba, y eran muchas veces cada noche desde que había perdido la capacidad de dormir del tirón, se giraba lentamente para ver los enormes dígitos en rojo que parpadeaban a su izquierda, un poco por debajo del nivel del colchón. A veces, si se había ido la luz y no se había molestado en volver a ponerlo en hora, los números parpadeaban marcando horarios absurdos. 

Ese domingo decidió darle más uso. Probar a despertarse con la radio, intentar programar la alarma y ver si sonaba a la mañana siguiente. Si fracasaba daba igual, siempre estaba despierta a esa hora. En pijama, sentada en la cama, con la ventana abierta a la noche increíblemente calurosa del mes de septiembre, cogió la radio y la miró como si no la hubiera visto nunca. Era la típica radio despertador, nada que fuera exótico ni de diseño. Fea, en una palabra, parecía recién llegada de los 80. La habían comprado en el 2001. La examinó con cuidado; un montón de botones. "Set Alarm" parecía el adecuado. Presionó y los dígitos empezaron a parpadear, siguió toqueteando hasta que consiguió que los números rojos marcaran la hora que ella quería, 07:08. Pulsó "Set Alarm" de nuevo. Buscó después la manera de sintonizar la emisora que quería. Decididamente esta radio venía del pasado, el sintonizador era una rueda en el lateral derecho que tuvo que girar muy lentamente hasta dar con el dial correcto. Intentó comprobarlo pero a esa hora una voz desconocida hablaba de deportes; decidió arriesgarse, no iba a aguantar ni medio minuto esa cantinela para esperar que sonara un jingle identificativo. Activó una palanca hasta la posición "rad" y una luz roja se encendió junto a los números. 

Se tumbó, estiró la mano, apagó la luz y cerró los ojos. De repente, se le ocurrió una idea muy tonta, completamente innecesaria. Intentó desecharla, ignorarla, dejarla pasar, pero no pudo. Esa semana escribiría un post cada día. No iba a intentar hacerlo, iba a hacerlo. Cinco posts. Como fuera, de lo que fuera, de lo que se le ocurriera; incluso de lo que no se le ocurriera. Largos, cortos, buenos, malos, regulares, tristes, divertidos, serios, intrascendentes, fabulosos o fallidos. Daba igual pero cinco seguidos. 

Cada mañana de esa semana sonó la radio a las 7:08. 

El viernes por la noche, al acostarse, no pulsó el botón "Set Alarm". Apagó la luz pensando: "dentro de un par de meses escribiré una semana completa, 7 días". 


jueves, 8 de septiembre de 2016

Hombres fantásticos (IX)

Me despierto pero no abro los ojos. Por las señales que me manda mi cuerpo sé que he dormido poco, encogida y sin moverme. Por las señales y porque me duele el cuello, tengo las manos juntas debajo de la cara y la unión entre lo que intuyo son los dos cojines de un sofá se me está clavando en la cadera. El picor de una manta de lana gorda en mi barbilla me confirma que efectivamente estoy durmiendo en un sofá, en un sofá que no es el mío. 

Entreabro los ojos y a medio metro veo una mesa baja de madera oscura, de esas que están gastadas de poner los pies cuando te sientas a ver la tele o a charlar. Está llena de copas de vino y tazones de loza blanca. Me incorporo poco a poco, echo la manta a un lado y me siento. Todavía tengo los calcetines mojados.

A mi izquierda hay unos ventanales enormes, por los que entra una luz de color blanco lechoso, como el cielo que se ve a través de ellos completamente  encapotado. Llueve despacio. 

Poco a poco voy recordando dónde estoy y qué hago aquí. No he debido dormir mucho porque recuerdo que era de día cuando cerré los ojos.  ¿Amanece a la misma hora en Dublín que en Madrid? ¿Después? ¿Antes? Tiene que ver con la latitud pero no soy capaz de pensarlo con claridad. Me pongo de rodillas en el sofá y al asomarme por el respaldo para buscar mis zapatos, me fijo en la inmensa estantería cubierta de libros en caótico desorden que recorre la pared. Glenn es de los míos, los libros al tún tún, colocados según van llegando o según se consultan o dependiendo de cómo los sientas. No me veo con fuerzas ni tengo la mirada lo suficientemente clara (¿dónde estarán mis gafas?) como para ponerme a cotillear libros en inglés. 

Ey, ¿qué pasa contigo? ¿despierta?

Me giro bruscamente con el corazón a 300 por hora. 

¡No me des esos sustos!

Glenn se ríe con ganas. Está apoyado en el quicio de la puerta que ahora recuerdo que da a la cocina con una taza en las manos. Lleva la misma camisa que llevaba cuando me dormí, la camisa con la que salió del camerino al terminar el concierto. La camisa que no se me olvidará en la vida porque me obligué a concentrarme en ella mientras le saludaba por primera vez. El camino desde mi estudio pormenorizado de los cuadros de su camisa hasta dormir en el sofá de su casa está lleno de nervios, nervios calmados con cervezas, risas, risas alimentadas con más cervezas. Charla, mucha charla alimentada con un fish and chips grasiento en un antro al que llegamos corriendo bajo la lluvia. Quizás mis calcetines se empaparon ahí.

Glenn desaparece en la cocina y vuelve a los dos minutos con otra taza para mí. Gracias a dios no es te, necesito un café fuerte, el te es para cuando me siento a punto de disolverme en paz y tranquilidad. El café es para cuando necesito reconstruirme.

¿Sigues teniendo hambre?- me pregunta mientras se sienta a mi lado en el sofá apartando la manta. 

Recuerdo entonces que cuando llegamos a su casa, porque yo había perdido el  bus para llegar a mi hotel a las afueras, nos sentamos todos en la cocina a devorar cereales y galletas. Me fascinó que Glenn y el batería que en las distancias cortas se parece aun más al capitán Haddock fueran capaces de engullir cuenco tras cuenco de cereales sin que una gota de leche les escurriera por las barbas. Yo no fui capaz y se troncharon de mi y mi barbilla surcada de barbas de leche.

Sí, pero no quiero más cereales.
—Jajaja, ¿tostadas? 
—Perfecto.  

Le sigo a la cocina y recuerdo que hablamos de Youghall, de Moby Dick, de Eddie Vedder y de comer pipas. Felicito mentalmente a mi yo de la noche anterior por su fabuloso desparpajo hablando en inglés y por no haberse dejado llevar por la euforia y  haberse negado a cantar. 

Glenn, ¿tendrías unos calcetines secos para prestarme? 

Una noche genial.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Quizás tus hijos son malos

Hay horas, días, semanas en que tus hijos son odiosos. Las mías lo son. Una de ellas lo está siendo estos días. A ningún padre nos gusta reconocerlo, nos revienta pensar y aceptar que nuestros hijos se están portando mal. Si nos preguntan, todos decimos que nuestros hijos son estupendos y cuando contamos alguna cosa medianamente regular sobre ellos siempre añadimos una coletilla "pero en el fondo es buena... lo que pasa es que está cansada o agobiada"; queremos creer que es así, pero no lo sabemos. 

Cuando tu hija se está portando mal, es egoísta, protestona; cuando, en una palabra, se pone intratable no sabes qué hacer. Te sabes toda la teoría, absolutamente toda. No hay que gritar, hay que intentar explicar la situación, intentar reconducir a tu hija hablando con calma y haciéndole ver que lo que está haciendo no solo no está bien sino que, además, es contraproducente porque consigue que todo el mundo esté de mal humor. Cuando esto no funciona (que raramente funciona, como casi todos los planes A) hay que pasar al plan B, que consiste en aparentar una total indiferencia combinada con la vana esperanza de que las palabras que le acabas de decir, que la historia que has enhebrado para  intentar explicarle la realidad, cale en su cabecita y recapacite. Como todos los planes B, a veces funciona pero muchas veces tampoco se acaba ahí el problema. 

¿Cual es el plan C? NO hay plan C. El plan C consiste en dejar pasar el tiempo porque tú sabes que se le acabará pasando, que la bronca que ha montado, los gritos que está pegando y el llanto rabioso que ha desplegado se le acabarán pasando. Sabes que esto que le parece tan horrible, tan injusto y que te ha convertido a ti como padre en el más despreciable de los humanos del Planeta se le olvidará. 

O quizás no se le olvide. Tú eres capaz de recordarte a su edad portándote exactamente igual. Siendo egoísta, maleducada, gritona; en una palabra, insoportable. Te recuerdas así, eras intratable y sabes que daba igual lo que te dijeran, tú sabías y tus padres no. Incluso ahora, cuando lo recuerdas, con 30 años más encima te queda un pequeño pálpito de reconocimiento hacia esa niña que eras y que de alguna manera tenía razón. 

O quizás no se le pase. Quizás esta explosión no sea algo puntual, quizás tu hija es así, se ha convertido en una persona insoportable e intratable y, quizás, a partir de ahora va a ir a más. A lo mejor tu hija es una persona egoísta y sin valores. A lo mejor es interesada y retorcida y malvada a ratos. 

A lo mejor tu hija no es esa persona fantástica y fabulosa que tú creías, deseabas, que fuera. O quizás sí lo sea pero tenga un lado malo exactamente igual que tú y que el resto de las personas que conoces y quizás ese lado malo crezca a partir de ahora y le gane la partida a las virtudes que sabes que tu hija tiene. 

Y quizás es por tu culpa. Quizás no lo has hecho bien. Lo has hecho lo mejor que has podido pero no ha sido suficiente. Y aún hay un pensamiento más inquietante: ¿y si lo que has hecho o dejado de hacer es la causa de que tu hija sea insoportable?

Eres una maraña de sensaciones: hastío, cansancio, incomprensión, angustia, ganas de rendirte, de huir que se mezclan con un barullo de sentimientos: tristeza, miedo, ira... y la conciencia de tu responsabilidad como padre; tienes que hacer algo, actuar, conseguir un cambio, algo. 

Y la impotencia. No sabes por qué tu hija se está portando como un pequeño (no tan pequeño) demonio, no sabes qué decirle para que deje de comportarse así, no tienes ni la más remota idea de cómo conseguir que esa persona egoísta, dañina y tóxica deje paso a la persona buena que tú quieres que tu hijo sea... y que, quizás, no sea. 

Todo esto te da vueltas y más vueltas en la cabeza, pero aún te queda un pensamiento más terrible por reconocerte a ti mismo. Tu hija sabe perfectamente cómo provocarte esta desesperación, es consciente de cada uno de sus gestos, desprecios y gritos y sabe perfectamente el efecto que causan en ti. No es un alma cándida e inocente, no lo es. Y lo sabes porque tú eras igual, eres capaz de acordarte de cómo te comportabas exactamente igual con su edad. No, tú eras peor. 

O quizás no. Quizás tu hija es exactamente igual que el resto de las personas que conoces, exactamente igual que esa gente que te parece espantosa y que probablemente tenga padres que pensaran que eran estupendos. 

O quizás no. Quizás tu hija es peor que mucha otra gente y quizás la culpa sea tuya por acción o por omisión.

Aprende a vivir con eso.  Atrévete a pensarlo. 


martes, 6 de septiembre de 2016

Cuando los gorrones son noticia

Estoy escribiendo cosas serias, o intentándolo, y he descubierto que para escribir cosas serias necesito una enorme cantidad de tiempo a mi disposición para perderlo, brujulear, dispersarme y, entonces, mágicamente, cuando estoy rozando la desesperación y el "¡No puedo, no puedo, no puedo!", la inspiración me atraviesa y escribo como una maníaca un montón de horas sin parar. 

Ya sé que necesito todo ese tiempo "perdido" y he decidido cambiarle el nombre y llamarlo "calentamiento". Dudé si llamarlo "rutina de entrenamiento" o "training time" pero me entró la risa. El problema del calentamiento es que a veces me gusta tanto que me disperso y acabo escribiendo otra cosa. Otra cosa distinta a las cosas serias que intento parir. 

Y eso me ha pasado hoy: brujuleaba por ahí y me encuentro con este titular, "El lujo de vivir sin dinero", y la cara de una mujer muy sonriente con gafas de sol, foulard, flores en la mano y una hilera de repollos. Lo primero que pienso es que todo eso vale dinero, o mejor dicho cuesta dinero. Ni siquiera los repollos se cultivan gratis. 

Intento resistirme, volver al brujuleo de calentamiento pero es demasiado tarde; la inspiración se me clava entre ceja y ceja y dice: escribamos una tontería sobre esto, un divertimento, una frivolidad. 

—No, no. Tenemos que escribir cosas serias.
Pues no respiro -dice la inspiración- conmigo no cuentes. O tontería o me piro. 

Me rindo. Pincho en el titular y no doy crédito. La historia no va sobre cómo gastar menos, reducir el consumo, ahorrar, hacer un uso responsable de lo que tenemos; objetivos, todos estos, interesantes e inteligentes. La historia va sobre una tía con una jeta del tamaño de Australia que es curiosamente el país en el que vive. 

Jo se llama la interfecta y básicamente vive de gorronear. Básicamente no, vive de gorronear a sus amigos. Después de leer su historia, puedo afirmar y afirmo que Jo es la típica amiga parásita. Lo ha debido ser siempre, toda su vida, pero ahora, con 47 años, se ha profesionalizado y ha hecho de su vicio, el gorroneo vital, una actividad a admirar. 

Por partes y resumiendo: Jo con 47 dejó el trabajo (20 horas a la semana), dejó su piso de alquiler y ¿se lanzó al monte? No. Jo es una gorrona, no Mowgli. Jo vive ahora en la granja de unos amigos, come de lo que da la granja de sus amigos (los famosos repollos) y otras personas, tiene luz porque curiosamente se agenció una placa solar antes de decidir no gastar pasta y tiene teléfono porque un colega le paga la línea. Viaja en autostop y cuando ha tenido que ir al médico pues se lo han pagado. Y lo cuenta todo en un blog que escribe chupando wifi por la cara. 

Una gorrona de libro. Apuesto a que en Wikipedia están ahora mismo poniendo su foto detrás del término "mucho morro". 

¿Cómo ha conseguido Jo ser noticia? Pues vendiendo la moto, haciendo humo, diciendo "seguid la luz". Jo dice que ya no gasta dinero para reducir su huella ecológica, para no consumir. 

Es imposible no dejar ninguna huella ecológica en el planeta, la dejamos nosotros y un escarabajo pelotero sin wifi, eso para empezar. Segundo, me parece estupendo optar por una vida sencilla y reducir al mínimo el consumismo, pero dejar de pagar por tu teléfono para que lo pague otro, usar el coche de otro justificándote con que "total el otro ya hace gasto" y vivir en casa de tus amigos esperando que te traigan la comida no reduce tu huella ecológica para nada. Sigues siendo tan "tóxica" como lo eras antes, exactamente igual. 

Jo es una gorrona de manual pero nosotros somos idiotas porque vivimos en una sociedad que hace noticia a una persona con más cara que espalda y que con un tema muy grave, el aprovechamiento de los recursos naturales, el agotamiento del planeta y el descontrol consumista, se hace un traje a medida para vivir gorroneando.  

lunes, 5 de septiembre de 2016

Lecturas encadenadas.- Agosto leyendo La Broma Infinita

¿En serio te vas a leer eso? 

No puedo explicar el motivo, el impulso, el pálpito que me hace elegir el libro que voy a leer. Es una sensación en las tripas de que le ha llegado el turno a ese libro, que es su momento en nuestra relación, que ese es justo el día en que tiene que salir de la estantería y pasar a ser manoseado, llevado, traído. A partir de ese día tiene que vigilar mis sueños, conocer mi coche, mi despacho y hacer amistad con las mil cosas que llevo en el bolso. Es una sensación tan potente que si por alguna razón paso de ella y cojo otro libro, uno distinto del que me ha "llamado"... a los pocos días, un par de ellos normalmente, tengo que rectificar, volver a la estantería y decir "Lo siento, lo he intentado pero no puedo olvidarte". 

La Broma Infinita llevaba dos años en mi estantería. Lo compré en el ya muy lejano verano del 2014, en el año del tiempo subsidiado por la mirtazapina, y desde entonces reposaba en la estantería, esperando su turno. En junio, la (terrorífica) familia feliz que ilustra su portada me miró y me dijo: Tú y yo, agosto, tenemos una cita. 

Y allí estábamos. 1 de agosto, el tocho infinito de David Foster Wallace y yo. Me faltó vestirme de Indiana Jones o de Edmund Hillary para enfrentarme a la aventura, al reto. Ahora que lo pienso quizás hubiera sido mejor una levita y una chistera, un rollo duelista: o ganaba yo o ganaba él. 

A principios de septiembre seguimos mirándonos muy fijamente a los ojos pero ya puedo decir que he vencido el miedo inicial a no ser capaz de conseguirlo, a no encontrar el ritmo. He saltado alegremente sobre el temor a que David Foster Wallace me cerrara la puerta en las narices y pusiera un cartel que dijera "reservado el derecho de admisión" y, ahora mismo, a ratos chapoteo con el agua por la cintura en torrentes de aguas marrón chocolate en los que creo que me ahogaré, en otros corto maleza a machetazos para hacerme paso en una selva que parece impenetrable y en otros corro hacia la orilla mientras me desnudo feliz pensando en el baño que me voy a dar en el maravilloso mar que DFW ha puesto ahí para mi disfrute. (Normalmente cuando más estoy disfrutando del baño en pelotas en el mar, llega una ola o un tiburón o un trasatlántico).

Leer La Broma Infinita es como estar en un capítulo de La Pantera Rosa que se llama Physicolic Ink. Este pensamiento tan raro lo tuve mientras DFW me abría la puerta de su cabeza y me dejaba entrar. Mis pasos resonaban en el enorme vestíbulo y todo parecía real, normal y reconocible y, al mismo tiempo, extraño, descolocado, como entrar en una habitación en la que las alfombras cuelgan del techo y las lámparas surgen del suelo. 

El pensamiento y el recuerdo fue tan fuerte que a los pocos días, cuando ya estaba correteando alegremente por todas las habitaciones de la mansión mental de DFW busqué el capítulo en cuestión y, en fin,... no sé que me dio más miedo si encontrar extrañamente lógica la asociación entre ambas cosas o los mil y un mensajes que he visto al revisionar el capítulo. ¿En serio la Pantera Rosa juega al golf con una I y una J (Infinite Jest) y le pega con la bola (el punto de la I) al hombrecillo que cuida del libro y que es DFW y casi muere? 



Leer La Broma Infinita ha cambiado algunos de mis hábitos lectores. Por primera vez en mi vida tengo dos marcapáginas señalándome la lectura y guardo, además, un lápiz entre las páginas porque, también por primera vez en mi vida, estoy subrayando y apuntando cosas en los márgenes. Cosas personales, muy personales, ideas, nombres, pensamientos... es un libro que no va a leer nadie más que yo, así que no me importa dejar mi rastro, el mapa del tesoro marcado... pero pensando en esto he decidido que en el futuro no volveré a prestar ninguno de los libros verdaderamente importantes de mi vida. Los regalaré nuevos, a estrenar, pero no los míos. 

Estoy leyendo La Broma Infinita en el año del tiempo subsidiado por el vino y me está encantando aunque, a veces, me encuentre boqueando buscando aire, otras llore amargamente por encontrarme con párrafos que parece que hablaban de mí en aquel verano de 2014 y otras simplemente piense: madre mía que genio hay que ser para escribir así. 

¿Has terminado ya La Broma Infinita? Tengo la impresión de que llevas siglos leyéndola. 

Siglos no creo pero todo septiembre seguro que sí.