jueves, 1 de diciembre de 2016

Twitter es el mal porque (les) conviene


"Hordas twitteras"
"Linchamientos en twitter" 
"Arde twitter"

Oigo, leo y veo estos titulares en los medios de comunicación. Entro en mi cuenta de Twitter y encuentro a mis umpalumpas, a los que yo he decido seguir, enfrascados en conversaciones, en intercambios, en monólogos en voz alta. Algunos están muy tranquilos, otros charlan, otros (los que no veo) solo miran y leen y otros, unos pocos, están siempre muy enfadados con algo. Muchos, cada día, cada minuto encuentran un motivo para estar enfadadísimos. 

Oigo, leo y veo que los medios, los periodistas, los políticos, los actores, los escritores y casi cualquiera con un mínimo de presencia mediática se muestra indignado contra esas "hordas tuiteras" que boicotean sus iniciativas, critican sus artículos contrastando datos, sus opiniones políticas, sus películas, sus libros o lo que sea. 

No voy a defender a la gente que insulta, que desprecia o que manifiesta una hostilidad beligerante y agresiva hacia otros o hacia las opiniones, trabajos o creencias de otros pero encuentro que se da una importancia desmesurada a algo que puedes apagar con un click. 

Sé que puede no ser tan fácil. "Es que lo que se dice en twitter luego se escucha en todas partes". Ya. Claro. Pero ¿quién lo saca de twitter? ¿cómo se entera alguien que no tiene twitter, alguien de esa inmensa mayoría de españoles, de una polémica en twitter? 

Aja. Por la prensa. Por los periodistas. Por los programas de radio. Por los políticos. Por los artistas. Por los escritores. Todos ellos han jugado a ser Willy Wonka. 

En mi mente, Twitter está constituido por una serie de pequeños cubos de metacrilato. Dentro de ellos hay personas diminutas que a través de las paredes transparentes ven el mundo y opinan, comparten y, a veces, critican. Twitter es como un mundo paralelo lleno de umpalumpas gritándose entre ellos. Dentro de esos cubos el griterío es ensordecedor, y si no eliges bien a quién metes en tu cubo de metacrilato puedes volverte loco o directamente idiota, pero lo que gritan los umpalumpas no se oye fuera. No se oye, si los Willy Wonka de turno no les dan altavoz. 

La prensa, la radio, las televisiones critican twitter pero usan los tweets para rellenar horas y horas de contenido, para escribir artículos, para pedir que sus seguidores les jaleen. Los políticos critican a los umpalumpas que no les siguen pero achuchan a los suyos y se lamentan de los contrarios. Los periodistas se quejan de que les critiquen los artículos pero buscan umpalumpas para encontrar testimonios cuando los necesitan. Y así con todo. 

¿Estoy defendiendo Twitter? No. Pero no creo en el concepto "hordas tuiteras". En Twitter hay el mismo número de idiotas que en cualquier otro sitio, hay los mismos que en tu trabajo, tu bar, tu gimnasio, el colegio de tus hijos o entre tus amigos. 

Las críticas en Twitter pueden ser aquelarres de indocumentados e ignorantes o pueden estar fundamentadas y ser esgrimidas por personas con autoridad sobre el tema en cuestión. El problema es que los Willy Wonka de turno dan  altavoz a las primeras y ningunean las segundas. Los Willy Wonka azuzan las que les conviene y atacan las que no les gustan o les afectan. 

¿Cuál es el problema ahora? El problema es que ya no hay control sobre eso, los periodistas, los medios, los actores, escritores... se encuentran ahora con que además de sus umpalumpas hay otros, o puede pasarles incluso que sus propios umpalumpas se les rebelen. Y entonces ya no molan, una rebelión de umpalumpas descontrolados con sus propias opiniones ya no es interesante ni divertido. Hay que acabar con ello. 

En cualquier caso, estoy de acuerdo con que no te guste que te critiquen en Twitter. No sólo estoy de acuerdo sino que lo encuentro perfectamente legítimo y comprensible, pero antes de hacerte la víctima y lloriquear, hay una solución muchísimo más sencilla: dejar de usarlo. 

Es sorprendente como las "polémicas tuiteras"  se convierten en cenizas de papel en el mundo real, fuera de los pequeños mundos de metacrilato. Los "aquelarres en Twitter" son llamaradas al encender un fuego, son la fogata que monta el que no sabe encender una chimenea, el que no sabe prender la leña ni hacer que algo permanezca. Las polémicas en twitter consisten en coger hojas de papel y quemarlas. Una gran llamarada que se apaga enseguida en cuanto cierras tu cuenta. 

A no ser que los Willy Wonka de turno decidan mostrárselas al mundo para  utilizarlas en su propio beneficio. 


martes, 29 de noviembre de 2016

Frenética calma


Por primera vez en mi vida siento que no me dan las horas, los días para hacer todo lo que quiero hacer. No lo que tengo que hacer, sino lo que quiero hacer. 

A veces me siento como el conejo de Alicia corriendo para que me de tiempo a leer todo lo que quiero leer, a escribir todo lo que se me ocurre, a ver a toda la gente con la que estoy deseando quedar y a dormir algo. 

Quiero dormir, quiero vaguear, probar nuevos vinos, ir al cine, ver tres mil películas que tengo pendientes, temporadas de series que tengo colgadas. Quiero tener horas para hablar con algunos de mis amigos y quiero comidas y cenas para compartir. Quiero noches y más noches con las princesas viendo series y quiero tardes de paseo por Los Molinos. Quiero ordenar mis libros. Quiero escribir a mano con mi pluma y la tinta verde todo lo que se me pasa por la cabeza. Quiero ordenar todos los números del New Yorker. Quiero cambiar las fotos de los marcos que cuelgan en la pared sobre mi cama en mi madriguera. Quiero viajar. Quiero leer todo lo que guardo en mi carpeta de feedly titulada "para leer con calma". 

Algunos días, en momentos raros en los que no estoy perdida en ensoñaciones locas medito sobre si debería ser más organizada. Hacerme un horario, organizarme por días, buscar huecos para determinadas cosas... pero me conozco y sé que eso no me va. Ni siquiera me gustaría sentarme con un cuaderno, dibujar un cuadrante y rellenarlo con rotuladores de colores diferentes según la actividad. Sé que hay gente a la que eso le calma, le da la sensación de que controla su tiempo, su vida y lo que hace con ella. Yo no soy así, probablemente me frustraría cuando las líneas no me salieran rectas y  cuando confundiera los colores de los rotuladores y tuviera que volver a empezar. 

"Calma, frenético es el ritmo cuando hay calma". 

Estoy en calma porque lo que tengo que hacer, las obligaciones inevitables que vienen de serie con ser adulto, tener que ganarte la vida y ser responsable de mi prole, me ocupan el mínimo de tiempo en mi vida. Les dedico el tiempo justo para cumplirlas de manera satisfactoria para todos los involucrados. 

El resto de mi tiempo tiene un ritmo frenético por todo lo que quiero hacer. Y entre lo que quiero hacer ocupa un espacio muy grande el deseo de no hacer nada. La sensación de desear hacer mil cosas, de sentir que no puedo abarcar todo lo que me interesa me sumerge en una especie de torbellino a medio camino entre ser absorbida por un agujero negro y ser inmensamente feliz porque me ha tocado el golden ticket y voy a visitar dando saltos de alegría la fábrica de Willie Wonka. Me gusta esa sensación, la sensación de querer hacer miles de cosas, de desearlas con mucha fuerza.  Me siento como si diera vueltas sobre mí misma hasta marearme, hasta emborracharme de alegría. Pero, me gusta más la sensación de ser capaz de pararme y decir: no voy a hacer nada, no voy a planear nada, veremos qué pasa hoy, cómo me siento, qué me motiva. 

Siento que controlo mi vida sin cuadrante de colores, sin organización y sin planes a largo plazo y que estoy en calma con mi ritmo frenético y conmigo misma. Y es maravilloso. 

"Calma, frenético es el ritmo cuando hay calma". 


viernes, 25 de noviembre de 2016

Di no a tus hijos

"Estoy un poquito saturada de la publicidad enfocada a querer hacerte sentir culpable a los padres que tienen vida más allá de sus hijos. Decirle a tus hijos "ahora no puedo", "ahora no me apetece", "ahora no quiero" no te convierte en mala persona. Ya está bien con la estupidez."

Cuando tienes hijos, desde el minuto uno en el que salen de ti y los tienes en brazos se produce en tu cerebro un movimiento de tectónica de placas. Todo aquello que, hasta entonces, había ocupado tu cabeza; tus pensamientos, tus ideas, todo lo que conoces, sabes, te gusta, te entretiene, lo que odias. Todo tu trabajo, tus aficiones, tus hobbys, toda tu vida y todo lo que te hace ser tú y no tu vecino del descansillo o tu compañero de curro empieza a moverse en tu cabeza. Esa masa compacta que eras se resquebraja y comienza a moverse para dejar hueco a todo lo que ese extraño, que tienes en brazos, va a necesitar y ser. 

Los primeros años de tu hijo todo tú eres ese ser. Qué necesita, qué quiere, qué le pasa, qué no le pasa, qué siente. Piensas en todo lo que puede pasarle, en lo que puede sufrir, en si le duele algo, en si come, si engorda. Piensas en si está hablando tan bien como debería, en si sufrirá en el colegio, en si será capaz de hacer amigos, en si necesita ir a piscina o a fútbol, aprender inglés o piano. Dedicas recursos neuronales, físicos y mentales a pensar en lo que hace falta en casa, en que la ropa esté limpia, en mantener una rutina, en estimularlos, en que duerman, que descansen, vacunarles, llevarles a las revisiones. te organizas para ir a todo: fiestas, funciones, reuniones, actividades. Te agobias pensando si lo estarás haciendo bien, en si tus decisiones son correctas o equivocadas. Agonizas a ratos pensando que eres un desastre. Mueres de amor por ellos y te agotas. 

Las placas tectónicas en tu cabeza y en tu interior tienen zonas de subducción por las que todo lo que eras antes de tener hijos se va hundiendo poco a poco hacia lo más profundo, queda sepultado por debajo de todo eso que en otras zonas de tu cabeza, en los bordes constructivos de tu placa no para de crecer construyendo cordilleras cada vez más altas con todo lo que tus hijos requieren de ti. Montañas cada vez más altas con lo que necesitan y lo que te aportan. 

Tras muchos terremotos todo se acomoda. Tus continentes mentales con todo lo que eras antes de tener hijos se consolidan en sus posiciones y las nuevas zonas, dedicadas a tus hijos, ocupan su espacio. Todo se tranquiliza. Tus hijos crecen, se vuelven más independientes y pueden y deben hacer cosas solos. 

La publicidad tira ahora de niños con 8, 10 o 12 años que miran a sus padres como corderos degollados exigiendo una atención que parecen no tener. Esos niños son tan mentira como las modelos retocadas con photoshop que se levantan peinadas después de una supuesta noche de sexo y los detergentes que sacan la ropa planchada de la lavadora. 

Cuando tus hijos son niños independientes que pueden hacer cosas solos, desde ir al colegio hasta calentarse la comida pasando por recoger su cuarto, ordenar sus cosas, vestirse y ser responsables de pequeñas tareas, siguen pidiendo cosas. Piden porque son niños y tú eres su padre o su madre y recurren a ti. Algunas cosas, muchas, necesitan que tú se las soluciones, que tú pases ese rato con ellos pero hay otras que no. 

Y les dices que no. 

Les dices "No, no puedo ponerme ahora a hacerte un disfraz o preparar una pancarta para el cumple de tu amiga Fulanita". 

Les dices "No, no me apetece sentarme a ver 3 capítulos de Violeta". 

Les dices "No, no quiero ir a correr esa carrera del infierno con vosotras". 

Les dices que no puedes porque estás haciendo la cena o tendiendo la lavadora o porque tienes que pelearte con tu compañía de teléfono para que te solucione la avería del Adsl. O a lo mejor tienes que llamar a un amigo que lo está pasando fatal porque ha roto con su pareja o le han echado del curro. O no quieres porque estás leyendo, porque por fin has encontrado media hora para ti. O sencillamente no quieres hacer algo de lo que te proponen porque no te gusta y no quieres. 

Ellos, tus hijos, son niños y puede que te miren con cara de "Joooooo" pero desde luego lo entienden y si no lo entienden tienes que explicárselo porque, tus hijos, tienen que saber que tú eres una persona, que tú eres tú además de su madre o su padre. Deben ser conscientes de que tienes obligaciones y también aficiones. Incluso que te gusta, que necesitas tiempo para ti sin nada que hacer. 

No pasa nada por decir no a tus hijos. Es más, creo sinceramente que es una manera de enseñarles que cada persona es un mundo que necesita su espacio, incluidos sus padres.

No dejemos que la publicidad utilice la educación de nuestros hijos y nuestro propio crecimiento personal como argumento publicitario para intentar hacernos sentir culpables por no vivir en un mundo que no existe. Y en el que, desde luego, yo no quiero vivir. 



miércoles, 23 de noviembre de 2016

Dormir como un lirón careto

Me despierto a las 6:58, 2 minutos antes de que suene la alarma. No sé porqué me empeño en ponerla, jamás estoy dormida cuando suena. Abro los ojos y hago recuento como todas las mañanas. ¿Cómo he dormido? Sé que apagué la luz a las 12 porque me dormía leyendo "No digas noche" de Amos Oz, sé que me desperté a la 1:30 y otra vez a las 4:23 porque había un par de tipos gritando en la calle. Una vez más, abrí los ojos a las 5:17. Vuelvo a hacer recuento, en total, 6 y 58 minutos de sueño. He dormido como un lirón, pienso. ¿Un lirón careto? ¿De qué extraño compartimento mental ha salido ese pensamiento? No sé cómo es un lirón careto. ¿Todos son caretos? A lo mejor no existen. 

He dormido bien, del tirón. Es posible que alguien piense "madre mía, ¿eso es dormir del tirón?, para mí eso sería una mala noche". 

Para mí es una buenísima noche. Dormir así, sabiendo que si me despierto volveré a dormirme me parece un tesoro. Los escasos días en los que las siete horas son sin ninguna interrupción, me despierto como una loca de los anuncios de la tele. Abro los ojos, parpadeo, me estiro con una sonrisa en la boca y solo un ejercicio supremo de contención me impide ponerme a saltar en la cama y hacer  mortales.  

Estuve tanto tiempo sin dormir, tantos meses sin conseguir cerrar los ojos más de dos horas que el agradecimiento, que siento ahora, a los dioses del sueño, a la mosca Tse-tse o a los duendes de los sueños, al tener siete horas de descanso, es tal que construiría un altar con flores de plástico en la esquina de mi dormitorio y les haría ofrendas con tal de saber que jamás volveré a no dormir.  

"Ángel de la guarda, 
dulce compañía
pide lo que quieras
yo te lo daré"

Durante meses la ansiedad me comía al despertarme por la noche. Me quedaba paralizada, sin moverme, esperando que el insomnio pasara de largo si no respiraba, si no me movía. Lo imaginaba como una especie de Nazgûl que sobrevolaba mi cama y al que podría despistar si permanecía muy quieta. Nunca funcionó, siempre me encontraba. Noches y noches de no dormir, de saber que cuando abriera los ojos ya no habría vuelta atrás. Durante aquellas horas interminables fantaseaba con un pasado idílico en el que me dormía nada más apagar la luz y me despertaba a la mañana siguiente. Me parecía algo tan imposible, tan fuera de mi alcance que incluso dudaba de haber dormido jamás así. Eso no podía haberme pasado a mí. 

Creí que nunca más volvería a dormir, que jamás volvería a tener sueños completos, con historias increíbles de las que despertar sorprendida, asustada, feliz, excitada o confusa. Creí que el resto de mi vida sería una sucesión de noches de insomnio de las que me levantaría permanentemente agotada. Creí que, para siempre, mis horas de sueño serían horas inducidas químicamente en las que lo que haces es sumergirte en una nada gris que no aterroriza como la ansiedad del insomnio pero que tampoco se parece al verdadero sueño. No es dormir, es no estar. 

Creí todas esas cosas y por eso, ahora, cuando me despierto por la mañana y compruebo que he dormido seis o siete horas sin sentir pánico, pienso que todo va bien.