miércoles, 7 de septiembre de 2016

Quizás tus hijos son malos

Hay horas, días, semanas en que tus hijos son odiosos. Las mías lo son. Una de ellas lo está siendo estos días. A ningún padre nos gusta reconocerlo, nos revienta pensar y aceptar que nuestros hijos se están portando mal. Si nos preguntan, todos decimos que nuestros hijos son estupendos y cuando contamos alguna cosa medianamente regular sobre ellos siempre añadimos una coletilla "pero en el fondo es buena... lo que pasa es que está cansada o agobiada"; queremos creer que es así, pero no lo sabemos. 

Cuando tu hija se está portando mal, es egoísta, protestona; cuando, en una palabra, se pone intratable no sabes qué hacer. Te sabes toda la teoría, absolutamente toda. No hay que gritar, hay que intentar explicar la situación, intentar reconducir a tu hija hablando con calma y haciéndole ver que lo que está haciendo no solo no está bien sino que, además, es contraproducente porque consigue que todo el mundo esté de mal humor. Cuando esto no funciona (que raramente funciona, como casi todos los planes A) hay que pasar al plan B, que consiste en aparentar una total indiferencia combinada con la vana esperanza de que las palabras que le acabas de decir, que la historia que has enhebrado para  intentar explicarle la realidad, cale en su cabecita y recapacite. Como todos los planes B, a veces funciona pero muchas veces tampoco se acaba ahí el problema. 

¿Cual es el plan C? NO hay plan C. El plan C consiste en dejar pasar el tiempo porque tú sabes que se le acabará pasando, que la bronca que ha montado, los gritos que está pegando y el llanto rabioso que ha desplegado se le acabarán pasando. Sabes que esto que le parece tan horrible, tan injusto y que te ha convertido a ti como padre en el más despreciable de los humanos del Planeta se le olvidará. 

O quizás no se le olvide. Tú eres capaz de recordarte a su edad portándote exactamente igual. Siendo egoísta, maleducada, gritona; en una palabra, insoportable. Te recuerdas así, eras intratable y sabes que daba igual lo que te dijeran, tú sabías y tus padres no. Incluso ahora, cuando lo recuerdas, con 30 años más encima te queda un pequeño pálpito de reconocimiento hacia esa niña que eras y que de alguna manera tenía razón. 

O quizás no se le pase. Quizás esta explosión no sea algo puntual, quizás tu hija es así, se ha convertido en una persona insoportable e intratable y, quizás, a partir de ahora va a ir a más. A lo mejor tu hija es una persona egoísta y sin valores. A lo mejor es interesada y retorcida y malvada a ratos. 

A lo mejor tu hija no es esa persona fantástica y fabulosa que tú creías, deseabas, que fuera. O quizás sí lo sea pero tenga un lado malo exactamente igual que tú y que el resto de las personas que conoces y quizás ese lado malo crezca a partir de ahora y le gane la partida a las virtudes que sabes que tu hija tiene. 

Y quizás es por tu culpa. Quizás no lo has hecho bien. Lo has hecho lo mejor que has podido pero no ha sido suficiente. Y aún hay un pensamiento más inquietante: ¿y si lo que has hecho o dejado de hacer es la causa de que tu hija sea insoportable?

Eres una maraña de sensaciones: hastío, cansancio, incomprensión, angustia, ganas de rendirte, de huir que se mezclan con un barullo de sentimientos: tristeza, miedo, ira... y la conciencia de tu responsabilidad como padre; tienes que hacer algo, actuar, conseguir un cambio, algo. 

Y la impotencia. No sabes por qué tu hija se está portando como un pequeño (no tan pequeño) demonio, no sabes qué decirle para que deje de comportarse así, no tienes ni la más remota idea de cómo conseguir que esa persona egoísta, dañina y tóxica deje paso a la persona buena que tú quieres que tu hijo sea... y que, quizás, no sea. 

Todo esto te da vueltas y más vueltas en la cabeza, pero aún te queda un pensamiento más terrible por reconocerte a ti mismo. Tu hija sabe perfectamente cómo provocarte esta desesperación, es consciente de cada uno de sus gestos, desprecios y gritos y sabe perfectamente el efecto que causan en ti. No es un alma cándida e inocente, no lo es. Y lo sabes porque tú eras igual, eres capaz de acordarte de cómo te comportabas exactamente igual con su edad. No, tú eras peor. 

O quizás no. Quizás tu hija es exactamente igual que el resto de las personas que conoces, exactamente igual que esa gente que te parece espantosa y que probablemente tenga padres que pensaran que eran estupendos. 

O quizás no. Quizás tu hija es peor que mucha otra gente y quizás la culpa sea tuya por acción o por omisión.

Aprende a vivir con eso.  Atrévete a pensarlo. 


martes, 6 de septiembre de 2016

Cuando los gorrones son noticia

Estoy escribiendo cosas serias, o intentándolo, y he descubierto que para escribir cosas serias necesito una enorme cantidad de tiempo a mi disposición para perderlo, brujulear, dispersarme y, entonces, mágicamente, cuando estoy rozando la desesperación y el "¡No puedo, no puedo, no puedo!", la inspiración me atraviesa y escribo como una maníaca un montón de horas sin parar. 

Ya sé que necesito todo ese tiempo "perdido" y he decidido cambiarle el nombre y llamarlo "calentamiento". Dudé si llamarlo "rutina de entrenamiento" o "training time" pero me entró la risa. El problema del calentamiento es que a veces me gusta tanto que me disperso y acabo escribiendo otra cosa. Otra cosa distinta a las cosas serias que intento parir. 

Y eso me ha pasado hoy: brujuleaba por ahí y me encuentro con este titular, "El lujo de vivir sin dinero", y la cara de una mujer muy sonriente con gafas de sol, foulard, flores en la mano y una hilera de repollos. Lo primero que pienso es que todo eso vale dinero, o mejor dicho cuesta dinero. Ni siquiera los repollos se cultivan gratis. 

Intento resistirme, volver al brujuleo de calentamiento pero es demasiado tarde; la inspiración se me clava entre ceja y ceja y dice: escribamos una tontería sobre esto, un divertimento, una frivolidad. 

—No, no. Tenemos que escribir cosas serias.
Pues no respiro -dice la inspiración- conmigo no cuentes. O tontería o me piro. 

Me rindo. Pincho en el titular y no doy crédito. La historia no va sobre cómo gastar menos, reducir el consumo, ahorrar, hacer un uso responsable de lo que tenemos; objetivos, todos estos, interesantes e inteligentes. La historia va sobre una tía con una jeta del tamaño de Australia que es curiosamente el país en el que vive. 

Jo se llama la interfecta y básicamente vive de gorronear. Básicamente no, vive de gorronear a sus amigos. Después de leer su historia, puedo afirmar y afirmo que Jo es la típica amiga parásita. Lo ha debido ser siempre, toda su vida, pero ahora, con 47 años, se ha profesionalizado y ha hecho de su vicio, el gorroneo vital, una actividad a admirar. 

Por partes y resumiendo: Jo con 47 dejó el trabajo (20 horas a la semana), dejó su piso de alquiler y ¿se lanzó al monte? No. Jo es una gorrona, no Mowgli. Jo vive ahora en la granja de unos amigos, come de lo que da la granja de sus amigos (los famosos repollos) y otras personas, tiene luz porque curiosamente se agenció una placa solar antes de decidir no gastar pasta y tiene teléfono porque un colega le paga la línea. Viaja en autostop y cuando ha tenido que ir al médico pues se lo han pagado. Y lo cuenta todo en un blog que escribe chupando wifi por la cara. 

Una gorrona de libro. Apuesto a que en Wikipedia están ahora mismo poniendo su foto detrás del término "mucho morro". 

¿Cómo ha conseguido Jo ser noticia? Pues vendiendo la moto, haciendo humo, diciendo "seguid la luz". Jo dice que ya no gasta dinero para reducir su huella ecológica, para no consumir. 

Es imposible no dejar ninguna huella ecológica en el planeta, la dejamos nosotros y un escarabajo pelotero sin wifi, eso para empezar. Segundo, me parece estupendo optar por una vida sencilla y reducir al mínimo el consumismo, pero dejar de pagar por tu teléfono para que lo pague otro, usar el coche de otro justificándote con que "total el otro ya hace gasto" y vivir en casa de tus amigos esperando que te traigan la comida no reduce tu huella ecológica para nada. Sigues siendo tan "tóxica" como lo eras antes, exactamente igual. 

Jo es una gorrona de manual pero nosotros somos idiotas porque vivimos en una sociedad que hace noticia a una persona con más cara que espalda y que con un tema muy grave, el aprovechamiento de los recursos naturales, el agotamiento del planeta y el descontrol consumista, se hace un traje a medida para vivir gorroneando.  

lunes, 5 de septiembre de 2016

Lecturas encadenadas.- Agosto leyendo La Broma Infinita

¿En serio te vas a leer eso? 

No puedo explicar el motivo, el impulso, el pálpito que me hace elegir el libro que voy a leer. Es una sensación en las tripas de que le ha llegado el turno a ese libro, que es su momento en nuestra relación, que ese es justo el día en que tiene que salir de la estantería y pasar a ser manoseado, llevado, traído. A partir de ese día tiene que vigilar mis sueños, conocer mi coche, mi despacho y hacer amistad con las mil cosas que llevo en el bolso. Es una sensación tan potente que si por alguna razón paso de ella y cojo otro libro, uno distinto del que me ha "llamado"... a los pocos días, un par de ellos normalmente, tengo que rectificar, volver a la estantería y decir "Lo siento, lo he intentado pero no puedo olvidarte". 

La Broma Infinita llevaba dos años en mi estantería. Lo compré en el ya muy lejano verano del 2014, en el año del tiempo subsidiado por la mirtazapina, y desde entonces reposaba en la estantería, esperando su turno. En junio, la (terrorífica) familia feliz que ilustra su portada me miró y me dijo: Tú y yo, agosto, tenemos una cita. 

Y allí estábamos. 1 de agosto, el tocho infinito de David Foster Wallace y yo. Me faltó vestirme de Indiana Jones o de Edmund Hillary para enfrentarme a la aventura, al reto. Ahora que lo pienso quizás hubiera sido mejor una levita y una chistera, un rollo duelista: o ganaba yo o ganaba él. 

A principios de septiembre seguimos mirándonos muy fijamente a los ojos pero ya puedo decir que he vencido el miedo inicial a no ser capaz de conseguirlo, a no encontrar el ritmo. He saltado alegremente sobre el temor a que David Foster Wallace me cerrara la puerta en las narices y pusiera un cartel que dijera "reservado el derecho de admisión" y, ahora mismo, a ratos chapoteo con el agua por la cintura en torrentes de aguas marrón chocolate en los que creo que me ahogaré, en otros corto maleza a machetazos para hacerme paso en una selva que parece impenetrable y en otros corro hacia la orilla mientras me desnudo feliz pensando en el baño que me voy a dar en el maravilloso mar que DFW ha puesto ahí para mi disfrute. (Normalmente cuando más estoy disfrutando del baño en pelotas en el mar, llega una ola o un tiburón o un trasatlántico).

Leer La Broma Infinita es como estar en un capítulo de La Pantera Rosa que se llama Physicolic Ink. Este pensamiento tan raro lo tuve mientras DFW me abría la puerta de su cabeza y me dejaba entrar. Mis pasos resonaban en el enorme vestíbulo y todo parecía real, normal y reconocible y, al mismo tiempo, extraño, descolocado, como entrar en una habitación en la que las alfombras cuelgan del techo y las lámparas surgen del suelo. 

El pensamiento y el recuerdo fue tan fuerte que a los pocos días, cuando ya estaba correteando alegremente por todas las habitaciones de la mansión mental de DFW busqué el capítulo en cuestión y, en fin,... no sé que me dio más miedo si encontrar extrañamente lógica la asociación entre ambas cosas o los mil y un mensajes que he visto al revisionar el capítulo. ¿En serio la Pantera Rosa juega al golf con una I y una J (Infinite Jest) y le pega con la bola (el punto de la I) al hombrecillo que cuida del libro y que es DFW y casi muere? 



Leer La Broma Infinita ha cambiado algunos de mis hábitos lectores. Por primera vez en mi vida tengo dos marcapáginas señalándome la lectura y guardo, además, un lápiz entre las páginas porque, también por primera vez en mi vida, estoy subrayando y apuntando cosas en los márgenes. Cosas personales, muy personales, ideas, nombres, pensamientos... es un libro que no va a leer nadie más que yo, así que no me importa dejar mi rastro, el mapa del tesoro marcado... pero pensando en esto he decidido que en el futuro no volveré a prestar ninguno de los libros verdaderamente importantes de mi vida. Los regalaré nuevos, a estrenar, pero no los míos. 

Estoy leyendo La Broma Infinita en el año del tiempo subsidiado por el vino y me está encantando aunque, a veces, me encuentre boqueando buscando aire, otras llore amargamente por encontrarme con párrafos que parece que hablaban de mí en aquel verano de 2014 y otras simplemente piense: madre mía que genio hay que ser para escribir así. 

¿Has terminado ya La Broma Infinita? Tengo la impresión de que llevas siglos leyéndola. 

Siglos no creo pero todo septiembre seguro que sí.  




miércoles, 31 de agosto de 2016

Volver

Volver de viaje. Sufrir dos días antes de volver,  no dormir por la noche dándole vueltas a la cabeza. Ser una campeona olímpica amargándote con antelación. Centrifugar pensando en el mes que te espera, los viajes que tienes, las reuniones, los compromisos, para descubrir el primer día de trabajo que has resuelto casi todo en una mañana, que te apetecen los viajes y que no pasa nada. 

Volver a ahogarte en un vaso de agua antes siquiera de haber metido un pie al olvidar, una vez más, que eres buenísima nadando por tu vida. 

Volver a ser madre. Durante el mes de agosto no lo eres, dejas de serlo. Puede sonar horrible que se te olvida pero, la mayor parte del tiempo,  ni te acuerdas. Durante el mes de agosto tienes dos hijas que andan disfrutando de sus vacaciones por ahí, felices y contentas y sin tiempo para hablar contigo "mamáaaa que perdemos tiempo hablando contigo. Sí estamos bien. Sí me tomo las medicinas. No, no me peino, a papá le da igual. Adiosss llama dentro de 3 días". Vuelven contigo; desgreñadas, con una maleta que parece un polvorín "mamá, no mires la maleta, no te lleves disgustos tontos" y retomas tu actividad de madre, esa que mola tanto a ratos y es espantosamente complicada en otros. 

Volver a ser la madre de alguien. Ja. Te sorprende cada día.

Volver a Madrid. El peor retorno, según se acerca el día  cada vez te ves más parecida a Frodo. En tu imaginación te ves encaminando tus pasos hacia Mordor con los hombros hundidos, los pelos por la cara, las ganas de salir corriendo en cualquier otra dirección y la certeza de que tienes que volver, de que no hay escapatoria. Se te saltan las lágrimas y te agobias por lo mal que vas a estar, chapoteas en lo horrible que será todo. 

Volver a la certeza de que Madrid no es tu sitio y que os toca toleraros como una pareja que se aguanta por necesidad. 

Volver a tener una contractura en el cuello. Siempre es igual, te levantas por la mañana y nada más despertar notas el latigazo en la base del cráneo. Intentas ignorarlo, activas tu lado más masculino y tratas de obviar los síntomas. A lo mejor si no lo piensas no existe. A lo largo del día el latigazo avanza desde el nacimiento del pelo, bajando por tu clavícula, recorriendo tu omóplato hasta llegar, extendiéndose poco a poco,  a  los dedos de la mano derecha. 

Volver a tener ese dolor y aterrarte. 

Todos estos volver están aquí, algunos encima de tus hombros y otros casi los rozas con la punta de los dedos. Te faltan otros para los que tienes que esperar un poco: volver a taparte por la noche, volver a ponerte calcetines, volver a ver llover, volver a llevar jersey, volver a ver el cielo azul brillante y no este azul lastimoso y agotado de verano, volver a ir al cine entre semana, volver a reencontrarte con amigos... 

Volver a lo de siempre y que todo sea distinto. Volver sabiendo que todo va a cambiar. No saber lo que va a pasarte igual que te ha ocurrido este verano. Estar expectante.  Disfrutarlo.