jueves, 2 de junio de 2016

Tirar una piedra


"Lo más seguro es que no te acuerdes de mí" 

Esta es una frase que se escribe igual que se tira una piedra a un lago, esperando que las ondas que provoque en el agua remuevan la memoria de la otra persona. Y si no lo hacen... que se hunda rápidamente y nadie la vea nunca más. 

Para mí esa frase, ayer por la noche, fue una pedrada en la cara. No necesité las ondas, ni remover el agua, ni nada. Me acuerdo de él, claro que me acuerdo. Perfectamente. 

Tenía que ser ayer, de todas las noches, de todos los días, de todos los años que han pasado tenía que ser ayer. Llevo semanas rechazando amablemente invitaciones a una cena aniversario de los 25 años de mi salida del colegio que justamente se celebra hoy. "Gracias, espero que lo paséis muy bien pero no me gustan esas cosas", "Gracias pero no" y "Gracias, de verdad que no me gustan estas cosas"... Y lo digo de verdad, lo pensé y lo repensé, pero no quiero volver a ver a gente que hace 25 años que no veo, no tengo curiosidad, ni necesidad ni me apetece. Todo eso pensé y repensé estos días y, de repente, su pedrada en mi salón. Un tío que no veo desde hace 20 años, desde que acabamos la carrera, aprobé Numismática y Paleografía y desaparecimos de nuestras vidas. 

Me acuerdo de él aunque no recordaba su apellido. Yo no hubiera podido buscarle, ni googlearle ni  reconocer su nombre si me hubiera saltado en cualquier sitio. La culpa no es mía, ¡tiene un nombre muy común! 

Le recuerdo y, además, tengo dos momentos grabados en mi memoria. Dos momentos que a lo largo de todos estos años que han pasado he tenido presentes varias veces. No sé por qué, ni importa, ni tiene mayor trascendencia pero los tengo. 

Era, y creo que sigue siendo, muy discutidor conmigo. "No te vengas arriba ahora" me dijo ayer. Un día, hace 20 años íbamos por la calle, creo que por la zona de Ventas, charlando de cosas. A mí me parecía más listo que yo (probablemente lo fuera) y sobre todo creía que había vivido mil vidas más que yo (probablemente no), íbamos enfrascados discutiendo y, entonces, se giró y me dijo: 

Mira yo sé que en el futuro si nos encontráramos por la calle te avergonzarías de ser mi amiga. 
–Eso es mentira.
–Es verdad. Yo no soy como tú y es así.
–Eso es una gilipollez. 

Le odié un poco por aquello pero luego se me pasó. Lo curioso es que he recordado esa conversación un millón de veces en todos estos años. Me he arrepentido muchas veces de haber tenido amistad con determinada gente... pero nunca con él y como soy así de rencorosa he pensado muchas veces en decirle "Ajá. Yo tenía razón". Ahora que además sé que no es subsecretario de un ministerio, sigo sin arrepentirme. 

Tengo su libro guardado. Seguro que esto no se lo espera. 

Yo nunca dejo libros a nadie- me dijo muy serio. Bueno, siempre estaba muy serio.
Vale, pues no me lo dejes si te vas a poner así.
–Te lo voy a dejar porque sé que me lo devolverás. 

20 años lleva el libro en la estantería esperando para devolvérselo. 

Yo también sé lanzar piedras. 

miércoles, 1 de junio de 2016

La chica de amarillo

Reconozco que nada más despertar, odio a mi yo de hace una semana que decidió sacar un billete de Ave para ir a Valencia a pasar el día. ¿En qué momento me pareció buena idea salir de casa pudiendo pasarme el día en la cama leyendo? 

Ahora ya se me ha pasado. Estreno mi nuevo jersey amarillo y en la estación en un impulso consumista muy raro en mí me he comprado un pañuelo amarillo. Debo parecer Piolín pero me da igual. 

Soy la chica de amarillo y voy en tren, otra vez. 

Coche 10, 7D. Ventanilla. Oteo a los pasajeros. He tenido mala suerte. Dos hombres con resaca incipiente, esto es, todavía borrachos, están sentados justo detrás de mi asiento. Charlan y comen, con esa hambre que te da la borrachera y esos modales que hacen que un orangután parezca un Lord inglés. Deseo muy fuerte que caigan dormidos nada más salir de la estación. 

Soy la chica de amarillo, voy en tren y nadie se sienta a mi lado. 

Llevo un libro para corregir y otro para leer. Mi cuaderno para escribir, no se me ocurre nada pero lo he traído por si un rayo inspirador, por casualidad, me alcanza y consigo escribir algo. Me debato entre dormitar mirando por la ventanilla, corregir o leer. El campo saliendo de Madrid está bonito, es de colores, todavía no ha hecho el suficiente calor para que todo se ponga amarillo, pero no amarillo vivaz, sino amarillo muerte por asfixia. Ese amarillo que cae sobre Madrid con la primera oleada de calor y hace que todos los demás colores parezcan vivir sin ganas. 

En tren todo es más bonito, todo es mejor. Incluso yo. 

Me sumerjo en la corrección del libro, las páginas y mi lápiz de "prepare to die". Es un lápiz genial para hacer de falsa editora. 

"Llegaré tarde a recogerte"
"Lo sabía, te espero leyendo". 
"Ja. Lo sabía". 

En tren siempre llego demasiado pronto, me da pena llegar y que se acabe ese tiempo. Hoy me da menos pena porque necesito ir al baño. 

Pero, pero, pero ¿cómo que cuesta 60 céntimos entrar en el baño? Por supuesto no tengo 60 céntimos, tengo 50. 

¿De verdad voy a tener que sacar dinero para ir a hacer pis? Busco un cajero, meto la tarjeta. 

"Le informamos que su banco le cobrará 1,85 por esta operación". 

Cancelar. 

Busco otro cajero. 

"Le informamos que su banco le cobrará 2 € por esta operación". 

"¿Te queda mucho?"
"Me he equivocado de estación. Sigue esperando." 

Vuelvo al cajero del 1,85 jurando en arameo. 

"Le informamos que su banco le cobrará 1,85 por esta operación ¿desea continuar?"

Aprieto el ok, deseando que hubiera una opción. "No, no deseo continuar, lo que deseo es arrancaros las orejas hasta dejároslas colgando de una tira muy fina de piel y deciros luego "le informo de que estoy a punto de arrancársela del todo ¿desea que continúe?"

Bien, soy la chica de amarillo y ya tengo 50 euros. Puedo hacer pis. 

No. No puedo. La máquina del baño no cambia billetes de 50 euros. 

De las profundidades del baño sale un elegante hombrecillo con delantal. Me sonríe y me dice "Yo le cambio" y desaparece con mis 50 €.

Esto no hace más que mejorar. Soy la chica de amarillo y soy imbécil. ¿A quién le he dado el dinero? Cuando ya estoy a punto de desesperarme y valorando si salir a hacer pis entre dos coches, el amable hombrecillo sale con mi dinero. 

Pase. 

No doy crédito. Esto no son unos baños, es Hollywood. Hay lavabos con bombillas que me dan ganas de ser estrella del cine y unos lavabos tan grandes que me hacen desear (una vez más) que un hombre que me guste me lave el pelo. No puedo entretenerme en inspeccionar más, mis necesidades son urgentes. Me abalanzo sobre una puerta enorme de madera oscura y, de repente, me encuentro inmersa en un jardín japonés con pagodas y árboles de flores rosas con el color tan saturado que decido no quitarme las gafas de sol. La taza del váter se pone en marcha sola, hay un láser de colores en la pared ¡y perchas de las que las cosas no resbalan! Si no fuera por el shock cromático de rosa chicle podría quedarme a vivir aquí. 

"Estoy fuera. Sal y cruza". 

Mierda. Casi no he aprovechado mis 60 céntimos. 

Hola bicho, bonito jersey. 
–Chaval, me debes 2,45 €
–Pero si te acabas de bajar del tren ¿de qué te debo ese dinero?
–Es lo que me ha costado hacer pis por tu culpa. 
–Jajajaja, anda sube. 

Soy la chica de amarillo que monta en moto después de 25 años. 

miércoles, 25 de mayo de 2016

Aventuras en el parking


Soy la Indiana Jones de los parkings de Madrid: a fuerza de ir de uno a otro y tiro porque me toca, he conseguido desarrollar una sabiduría suprema sobre su tipología, problemática y manera de resolver sus trampas que me convierten, ¡qué digo en Indiana!, en Indi, Harry Potter, Han Solo y Catwoman. 

Lo primero que hay que hacer, como en Indi y la última cruzada, es encontrar el parking. Esto no siempre es tan fácil como la X en el suelo de la iglesia de Venecia. Dependiendo de la zona de Madrid el parking puede salir a tu encuentro con grandes neones de colores prometiendo estar siempre disponible para ti, 24 horas, y lavarte el coche y ascensor e hilo musical, o puede estar atrincherado, escondido a la vuelta de una esquina, identificado sólo por una P garabateada en un cartón o en un antiguo cartel metálico que probablemente presta servicio desde los años 30. 

Una vez encontrada la P hay que enfrentarse a la entrada. No todas son iguales. Y no todas son para todo tipo de conductores. Las hay fáciles y sencillas, como carriles de una autopista. Las hay empinadas y las hay como la ladera del Everest. Estas últimas requieren pericia conductora, calma y no llevar el coche cargado como si hubieras desvalijado una fábrica de lavadoras, porque entonces rozarás los bajos y de tu coche saldrán chispas como del Delorean de Marty. 

Adentrados ya en la cueva, hay que encontrar el HUECO. Para esto hay muchas estrategias. Hay muchos, la mayoría de ellos tíos, que "por sus huevos" tienen que aparcar en la primera planta del parking. Sospecho que tienen miedo a la oscuridad y no quieren ir más abajo, pero el caso es que transitan por la primera planta del parking como si fuera un rally, acechando para pillar el primer hueco libre que encuentren. Otros optan por la aventura y la exploración, y deciden que quieren saber cómo de profundo es el parking y si pueden llegar a tocar el magma del núcleo terrestre. Doy fe de que en algunos de Madrid se llega a sentir ese calor... y casi se funden los neumáticos. 

Sobre el hueco, además de la planta hay que encontrar el tamaño adecuado. Y en esto, como en "otras cosas", también hay para todos los gustos. Algunos quieren hueco al lado de una columna, otros quieren el de en medio, otros con una pared detrás, con una pared delante. ¿Y la postura? Como en "otras cosas", también la gente tiene sus querencias. Los hay que quieren de espaldas, de frente... o de lado; perdón, en batería. 

Una vez encontrado el hueco, el tesoro, y depositado allí el coche hay que intentar que la alegría y la euforia del triunfo no nos obnubile y nos haga salir del coche cantando y bailando y sintiendo que la vida es bella. ¿Por qué? Porque te adentrarás por el camino de baldosas amarillas que lleva a la salida sin echar miguitas de pan y perderás tu coche. 

Nada más aparcar hay que mirar a derecha e izquierda, fijar unas coordenadas inamovibles (no valen los coches aparcados al lado, que pueden cambiar), una columna, un cartel, un desconchón negro en la pared, una antigua cabina de lavado de coches, una momia... lo que sea y memorizarlas. Antes de subir por las escaleras hacia la luz hay que comprobar tres veces en qué planta se está y al salir a la luz hay que hacer una marca en el muro para saber porqué puerta has conseguido salir de la ruta. Todo esto parece excesivo... pero NO LO ES. 

¿Acaban las pruebas cuando la luz del sol da en nuestra cara tras emerger sanos y salvos de las profundidades terrestres? 

No. 

Lo peor, la prueba más dura, llega en el momento de recoger nuestro coche. Si hemos sido avispados o si, experimentados tras haber pasado días vagando por plazas y calles buscando la entrada a nuestro parking, somos capaces de encontrar la puerta... llega la peor de las pruebas. 

Hay que encontrar el cajero. Y para empezar, ni siquiera sabes qué pinta tiene.

¿Estará en la primera planta? ¿En la segunda? ¿En la planta séptima al lado de la sección de microondas del centro comercial que acoge el parking? ¿Estará al lado de la escalera o en un absurdo recoveco parapetado detrás de una columna, una reja y un par de papeleras? ¿Será amarillo, verde, azul? ¿Será de este siglo o de hace tres? ¿Un ordenador o un ábaco?

Una vez localizado el objetivo, hay que ser capaz de encontrar la ofrenda necesaria: el ticket. ¿Dónde lo guardaste? Ellas meten la mano en el bolso, tantean, tocan, buscan y cuando, efectivamente, comprueban que no encuentran el ticket, abren el bolso todo lo que pueden y empiezan a, rebuscar y rebuscar de manera cada vez más frenética. He visto casos extremos de bolsos vaciados en rellanos de escaleras mugrientos y mujeres de rodillas diciendo "estaba aquí, juro que lo guardé, no me devores". 

Ellos parecen que van a bailar algún tipo de coreografía de animador de crucero. Las manitas a los bolsillos de la chaqueta, las manitas a los bolsillos del pantalón, las manitas a los bolsillos del culo si llevan vaqueros, las manitas a la cartera... ahí las manitas se convierten en garras cuando abren la cartera y empiezan a buscar... he visto a hombres decir "yo te lo di a ti", "¡la culpa es tuya!", culpando a sus incautos descendientes.  

Superada esta fase de muchísima tensión, llega el momento cumbre de la experiencia satánica en el parking. ¿Cómo tendrás que pagar por esos breves minutos de descanso de tu automóvil? ¿Podrás hacerlo con tarjeta? ¿Sólo con alguna tarjeta en concreto? ¿Tendrá que ser en efectivo? ¿En efectivo pero solo con monedas? ¿En efectivo sólo con monedas de 1, 2 y 5 cm? ¿Aceptará billetes o sólo serán billetes impresos en la fábrica de moneda y timbre de la República Checa los días pares de un año bisiesto? ¿Aceptará la máquina que metas los billetes despreocupadamente o necesitará que eches mano del cursillo de papiroflexia por correspondencia que has hecho para meterlos convertidos en rana? 

Un paso más allá de esto, está el cajero humano. El cajero humano es como el viejo cruzado que espera a Indi y a su padre al final de la peli. Está hasta los huevos de estar ahí pero no puede ir a ninguna otra parte porque si le diera el sol se descompondría. Vive en el parking, viendo la tele en blanco y negro,  contando los días de su eternidad en un calendario de Galerías Preciados y comiendo bocadillos sin quitarle el papel de aluminio. 

El cajero humano en un parking significa dos cosas: no se admite el pago con tarjetas y la tarifa para poder sacar tu coche probablemente incluirá donar un riñón, la córnea y comprometerte a entregar a tu primogénito cuando cumpla 18 para relevar al cajero en su misión sagrada. 

Superada esta fase, un breve momento de relax antes de la tensión final. ¿Dónde está mi coche? ¿En qué planta lo dejé? ¿En qué fila? ¿Por delante o por detrás? 

Suponiendo que hayas sido avispado... tampoco puedes relajarte. ¿Cómo salgo? ¿Cuál es mi salida? Mi experimentado consejo es no seguir jamás las señales pintadas en el suelo. Mirada al frente, orejas de perro perdiguero en celo y sigue tu instinto... las señales están hechas para engañarte, para mandarte al fondo, para hacerte dar vueltas y que se te pasen los 10 minutos de gracia que tienes para huir hacia la luz. Para que te atrapen las sirenas, el minotauro y los bandoleros y desvalijarte. 

Ya está ahí, lo ves, la luz al final del túnel, de la rampa, solo queda una última trampa. Conseguir meter el ticket desde el coche. Ni muy lejos, ni muy cerca, ni muy fuerte, ni muy flojo, ni boca arriba, ni boca abajo, ni con el código hacia ti, ni con el código hacia allí... tira los dados y que Dios reparta suerte. 

La barrera se levanta, el coche parece calarse por la pendiente. Pisa fuerte, acelera... y no mires atrás. 

El grial es tuyo. 

lunes, 23 de mayo de 2016

En mi habitación

Cuatro pasos (pequeños) de largo por 3 pasos (pequeños) de ancho. 74 baldosas. Las medidas de mi madriguera. Una espejo que, por alguna razón que no consigo recordar, está colgado demasiado alto para mí. Una cama de 1,35. Una mesa de cristal delante de la ventana por la que veo La Peñota, el puerto de Los Leones y un abeto que cuando se plantó nos dijeron que era de "crecimiento lento" y, ahora, 20 años después, se ha hecho enorme. Una silla de director roja. Una estantería hecha de palés de madera; y otras sobre la ventana. Una mesilla restaurada donde guardo las cosas que me importan mucho y también las cosas que no quiero ver. ¿Por qué guardo cosas si no quiero verlas? Supongo que porque es parte del proceso: primero las atesoras, luego las miras, luego duelen y hay que esconderlas, y después, cuando se vuelven inofensivas, se tiran. Me quedan cosas por tirar ahí dentro. 

No he tenido siempre este refugio. Recuerdo los primeros días, con 18 años, ordenando mis cosas, colocando, organizando y disfrutando de tener mi propio espacio, que no tenía que compartir con nadie. De aquella época recuerdo querer hacerlo "bonito" o algo así. Recuerdo noches llorando sin parar, días de no poder levantarme de la cama de resaca, tardes estudiando y alguna noche loca. No lo sentía especial ni diferente al resto de la casa, era un sitio para estar a solas pero nada más. 

"Creo que una persona impregna un sitio" leí en la expo de los Wyeth. Ahora, con 43 años, creo que por fin he impregnado este cuarto, cueva, madriguera o rincón con lo que soy. La persona que soy, que he llegado a ser, está en todas y cada una de las cosas que hay en este cuarto y yo soy más esa persona cuando estoy aquí.

En los primeros tiempos era una adolescente con un cuarto... después, mi vida ha ido pasando por aquí. Lo he compartido unos años con El Ingeniero y lo que fui estando con él también está en estas paredes, mi maternidad desbordada también ha impregnado mis cosas a la vez que me impregnaba a mí. 

Ahora ya no soy adolescente, ni lo comparto (ni creo que vuelva a compartirlo nunca) y la maternidad ha encontrado su sitio en estas paredes en las fotografías que cuelgan en la pared encima de mi cama.

La cama está pegada a la pared porque solo estoy yo, porque ya no la comparto ni creo que vuelva a compartirla. Una cama grande pegada a una pared es un lugar seguro, la esquina en la que confluyen las dos paredes y la cama es el refugio perfecto. (Por el contrario, una cama en isla en medio de una habitación siempre es sexo... por lo menos en mi imaginario particular).

Mi cama, mi mesa, mi silla, mis cuadernos de lecturas, mis fotografías, mis cuadros. Cada cosa que significa algo de verdad para mí encuentra un hueco en este cuarto. 

Me gusta el sonido de lluvia en el tejado inclinado, identifico los pájaros que escucho por la ventana, reconozco el tacto del suelo cuando lo piso descalza, conozco cada ruido de la puerta de los armarios y sé cómo cerrar la ventana para que cuando llueve del norte no entre mucha agua. Me gusta mirar los libros desde la cama y las fotografías de la pared. Y no hay mejor momento que despertar por la mañana temprano, abrir la ventana y volver a meterme en la cama a ver amanecer. 

Me gusta mi madriguera porque, como dice Andrew Wyeth, en ella no tengo que ser consciente, ni estar alerta, ni pensar; solo ser.