Es tarde por la tarde. Esa hora que en invierno marca el momento de meterse en casa, hacerse bolita y ya no salir a la calle, pero que en verano señala el momento en el que empiezo a reactivarme. No tengo claro si es junio o septiembre... creo que junio. Finales.
La cita, el encuentro mejor dicho, es en una playa. Hemos quedado en una explanada, en uno de sus extremos. Nunca he estado en esa playa, nunca he estado en California, pero ésta es una fantasía grande y ambiciosa. Una fantasía con ínfulas.
Por supuesto, y como siempre, llego tarde. ¿Cómo consigo llegar siempre tarde? No es a mala fe, sencillamente confío siempre en llegar a los sitios en 10 minutos independientemente de la distancia que me separe de ellos. Esta vez, sin embargo, llego tarde porque me he quedado dormida. Estaba agotada tras pasar la noche sin dormir de los nervios e histérica por la perspectiva de este plan; me tumbé a leer para desconectar y relajarme y se me fue la mano... he dormido más de dos horas y me he despertado con el tiempo justo para ducharme e intentar borrar las arrugas de la sábana sudada de mi cara. He tenido poco éxito pero como el plan es en una playa en pantalón corto, camiseta y chanclas tampoco importa mucho.
Lo de las chanclas no lo tenía claro, no conozco la playa y lo mismo hay mil rocas o yo que sé. He echado unas zapatillas al maletero por si acaso. Por si acaso también llevo un forro polar, una caja de vino, una cazadora vaquera, seis libros y una hucha con monedas de dos euros... pero eso es otra historia.
Me está esperando, es otro de esos hombres puntuales. Le reconozco aunque está de espaldas, apoyado en la barandilla de madera viejuna mirando el mar. Se gira al oír el coche. Fantaseo por un segundo con hacer un trompo pero me parece un alarde de macarrismo francamente innecesario. Aparco despacio, saco las llevas del contacto y al salir del coche las guardo en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Ni bolso, ni gafas, ni móvil. No tengo que llevar nada.
Levanto la mirada y sonrío con toda la cara, con mi mirada de "estoy histérica pero disimulo". Él también sonríe, sin nervios. Es uno de esos hombres que siempre parecen estar a gusto en el sitio dónde están.
Echamos a andar, se coloca a mi izquierda y aunque intento contenerme, no puedo. No podré centrarme en la conversación ni disfrutar del momento si camina a mi izquierda.
-¿Te importa que me ponga al otro lado? -le digo mientras le paso por detrás y me coloco a su izquierda.
Me mira con sorpresa.
- No, no me importa. ¿Es tu lado bueno?
- No, es una manía. Si camino a tu derecha no podré concentrarme.
Es una playa enorme, larga, ancha y, por lo que veo, poco frecuentada. Caminamos por la orilla, ya nos hemos mojados los pies y la ligera inclinación del suelo hacia el mar hace que él parezca más bajito de lo que es. A la vuelta la bajita seré yo.
Hablamos de la playa, me cuenta porqué le gusta, cómo la descubrió y cómo enseguida supo que en cuanto pudiera viviría en una casa desde la que viera el mar. Se da la vuelta y me señala a nuestra espalda una casa trepada en un acantilado.
- Vaya, un tipo con suerte.
Hace muchos, muchos años que descubrió la playa. Le miro de reojo mientras me cuenta la historia. No parece que tenga 51 años y a la vez da la sensación de haber vivido mil vidas.
Decido contarle que a pesar de lo famoso que es yo no sabía quién era hasta hace un par de años. Estaba en el curro, leyendo un documento que me estaba provocando ganas de matar cuando en la música que sonaba en mis cascos y que era el vídeo de You Tube de un cantante que me encanta... se coló su voz.
Me quedé petrificada. Aparté el documento y miré el video. Allí estaba, un tio bajito con una gorra calada hasta las cejas... y esa voz. Esa voz, su voz.
Escuché esa canción más de 20 veces ese día. Recuerdo girarme y preguntar a mis compañeros: ¿Por qué nadie me había hablado de este hombre nunca?
-¡Pero sí es superfamoso!
Se ríe cuando se lo cuento. No sé si por cortesía, nerviosismo o porque realmente ha sido gracioso. Da igual. Me embalo a contarle que su voz es balsámica para mí. Me calma, como a las fieras.
Seguimos caminando mientras chapoteamos en las olas. Hablamos de libros. De David Foster Wallace y de Philip Roth, de Steinbeck y de Margaret Atwood. Así, llegamos al final de la playa, a ese momento raro en el que uno no sabe nunca cuando hay que darse la vuelta para desandar el paseo. ¿Querrá llegar hasta el final? ¿Un poco antes? ¿Se parará? ¿Dirá algo?
Decido tomar la iniciativa y me paro.
- ¿Volvemos?
- No, todavía no.
Empieza entonces a caminar por las rocas. No sé muy bien dónde pretende llegar pero le sigo, no me queda otra. Trepamos y trepamos, y mientras lo hacemos me dejo un dedo gordo contra una piedra... llegamos a un pino que hay en la pequeña loma que pone fin a la playa. Miro el mar, el paisaje, la playa por la que hemos venido y, por el rabillo del ojo, veo que él se acerca al árbol y sobre una montaña de rocas coloca una pequeña piedra que le había visto coger antes.
-Es una manía. Cada vez que vengo hasta aquí subo una de las piedras de la orilla y la coloco en el montón. Me mola pensar que dentro de muchos años el pino ya no estará, el mar habrá arrasado esta pequeña colina y las piedras volverán a la orilla.
No digo nada pero en mi imaginación calenturienta las piedras han empezado a hablar y ahora mismo están comentando: "Ya ves tú la gracia del maniático este, con lo bien que estábamos en la orilla".
Volvemos a bajar y reemprendemos el camino en sentido contrario. Hablamos de cine, de películas que nos encantan y películas que odiamos, de placeres culpables, de pelis para llorar y yo hablo de Mary Poppins.
-¿Mary Poppins? ¿No te da vergüenza?
-Por supuesto que no. Es una obra maestra. Es sabiduría suprema.
A pesar de las señales de alarma ya voy lanzada, así que le confieso que Into the wild me parece un coñazo de película. Peor, me parece una oda al egoísmo místico con ínfulas salvadoras.
-Pero no puedes enfadarte, porque la vi entera sin parpadear gracias a tu música.
No se enfada. Caminamos en un silencio cómodo que no es tal silencio. Se oyen las olas, nuestros pies chapoteando en la orilla y a un par de gaviotas muy desagradables. (Cuánto daño ha hecho Disney, me descubro pensando en que las gaviotas deben estar cotilleando sobre nosotros: "Eh, tú, ¿has visto esos dos?").
El sol ha ido bajando y está a punto de tocar la línea del mar al fondo, en el horizonte. Le hablo entonces de Rayo Verde, la novela de Julio Verne que leí de niña y que me marcó tanto que 30 años después me sigue viniendo a la mente cada vez que veo una puesta de sol en el mar.
Decidimos sentarnos a mirar el rayo verde. La arena está agradablemente fresca pero no fría. No despegamos la vista del horizonte y me cuenta que de niño no le gustaba leer y le daba miedo el agua. Le oigo pero no le escucho. Pienso en que su voz huele a leña, a fuego, a chimenea, a sitio seguro.
-¿Hola?
-Perdona.
-No me estabas escuchando.
-Sí, pero poco. Te estaba sintiendo hablar.
-Tienes respuesta para todo.
Se pone el sol. Me fascina cómo siempre hay un momento en el que parece que es imposible que vaya a desaparecer y al momento siguiente ya no está. Se me ocurre que es como la muerte, no te crees que te vaya a pasar y al momento siguiente te cae encima sin dejarte respirar.
Hablamos de música mientras se hace completamente de noche. De Bruce, por supuesto, y de Glen, y yo le cuento una historia absurda sobre Frank Zappa con la que me enredo y me hago un lío.
-¿Sabes cantar? -me pregunta.
-No. Y no voy a probar a enseñarte lo horriblemente mal que lo hago aunque me lo pidas de rodillas.
Se ríe a carcajadas y me doy cuenta de que es uno de esos hombres que puede permitirse llevar el pelo largo y sostener un ukelele y resultar increíblemente sexy.. En un esfuerzo de contención totalmente sobrehumano, no se lo digo.
-Se acabó el paseo. ¿Tienes hambre?
-Sí.
-¿Pizza y cerveza?
-Pizza y vino.
-Hecho.
No contaba con este plan pero es lo que tienen las fantasías, que crecen solas.