viernes, 19 de febrero de 2016

Hombres fantásticos (III)

Es tarde por la tarde. Esa hora que en invierno marca el momento de meterse en casa, hacerse bolita y ya no salir a la calle, pero que en verano señala el momento en el que empiezo a reactivarme. No tengo claro si es junio o septiembre... creo que junio. Finales. 

La cita, el encuentro mejor dicho, es en una playa. Hemos quedado en una explanada, en uno de sus extremos. Nunca he estado en esa playa, nunca he estado en California, pero ésta es una fantasía grande y ambiciosa. Una fantasía con ínfulas. 

Por supuesto, y como siempre, llego tarde. ¿Cómo consigo llegar siempre tarde? No es a mala fe, sencillamente confío siempre en llegar a los sitios en 10 minutos independientemente de la distancia que me separe de ellos. Esta vez, sin embargo, llego tarde porque me he quedado dormida. Estaba agotada tras pasar la noche sin dormir de los nervios e histérica por la perspectiva de este plan; me tumbé a leer para desconectar y relajarme y se me fue la mano... he dormido más de dos horas y me he despertado con el tiempo justo para ducharme e intentar borrar las arrugas de la sábana sudada de mi cara. He tenido poco éxito pero como el plan es en una playa en pantalón corto, camiseta y chanclas tampoco importa mucho. 

Lo de las chanclas no lo tenía claro, no conozco la playa y lo mismo hay mil rocas o yo que sé. He echado unas zapatillas al maletero por si acaso. Por si acaso también llevo un forro polar, una caja de vino, una cazadora vaquera, seis libros y una hucha con monedas de dos euros... pero eso es otra historia. 

Me está esperando, es otro de esos hombres puntuales. Le reconozco aunque está de espaldas, apoyado en la barandilla de madera viejuna mirando el mar. Se gira al oír el coche. Fantaseo por  un segundo con hacer un trompo pero me parece un alarde de macarrismo francamente innecesario. Aparco despacio, saco las llevas del contacto y al salir del coche las guardo en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Ni bolso, ni gafas, ni móvil. No tengo que llevar nada. 

Levanto la mirada y sonrío con toda la cara, con mi mirada de "estoy histérica pero disimulo". Él también sonríe, sin nervios. Es uno de esos hombres que siempre parecen estar a gusto en el sitio dónde están. 

Echamos a andar, se coloca a mi izquierda y aunque intento contenerme, no puedo. No podré centrarme en la conversación ni disfrutar del momento si camina a mi izquierda. 

-¿Te importa que me ponga al otro lado? -le digo mientras le paso por detrás y me coloco a su izquierda. 

Me mira con sorpresa. 

- No, no me importa. ¿Es tu lado bueno?
- No, es una manía. Si camino a tu derecha no podré concentrarme. 

Es una playa enorme, larga, ancha y, por lo que veo, poco frecuentada. Caminamos por la orilla, ya nos hemos mojados los pies y la ligera inclinación del suelo hacia el mar hace que él parezca más bajito de lo que es. A la vuelta la bajita seré yo. 

Hablamos de la playa, me cuenta porqué le gusta, cómo la descubrió y cómo enseguida supo que en cuanto pudiera viviría en una casa desde la que viera el mar. Se da la vuelta y me señala a nuestra espalda una casa trepada en un acantilado. 

- Vaya, un tipo con suerte. 

Hace muchos, muchos años que descubrió la playa. Le miro de reojo mientras me cuenta la historia. No parece que tenga 51 años y a la vez da la sensación de haber vivido mil vidas. 

Decido contarle que a pesar de lo famoso que es yo no sabía quién era hasta hace un par de años. Estaba en el curro, leyendo un documento que me estaba provocando ganas de matar cuando en la música que sonaba en mis cascos y que era el vídeo de You Tube de un cantante que me encanta... se coló su voz. 

Me quedé petrificada. Aparté el documento y miré el video. Allí estaba, un tio bajito con una gorra calada hasta las cejas... y esa voz. Esa voz, su voz.  

Escuché esa canción más de 20 veces ese día. Recuerdo girarme y preguntar a mis compañeros: ¿Por qué nadie me había hablado de este hombre nunca? 

-¡Pero sí es superfamoso!

Se ríe cuando se lo cuento. No sé si por cortesía, nerviosismo o porque realmente ha sido gracioso. Da igual. Me embalo a contarle que su voz es balsámica para mí. Me calma, como a las fieras. 

Seguimos caminando mientras chapoteamos en las olas. Hablamos de libros. De David Foster Wallace y de Philip Roth, de Steinbeck y de Margaret Atwood. Así, llegamos al final de la playa, a ese momento raro en el que uno no sabe nunca cuando hay que darse la vuelta para desandar el paseo. ¿Querrá llegar hasta el final? ¿Un poco antes? ¿Se parará? ¿Dirá algo? 

Decido tomar la iniciativa y me paro. 

- ¿Volvemos? 
- No, todavía no. 

Empieza entonces a caminar por las rocas. No sé muy bien dónde pretende llegar pero le sigo, no me queda otra. Trepamos y trepamos, y mientras lo hacemos me dejo un dedo gordo contra una piedra... llegamos a un pino que hay en la pequeña loma que pone fin a la playa. Miro el mar, el paisaje, la playa por la que hemos venido y, por el rabillo del ojo, veo que él se acerca al árbol y sobre una montaña de rocas coloca una pequeña piedra que le había visto coger antes. 

-Es una manía. Cada vez que vengo hasta aquí subo una de las piedras de la orilla y la coloco en el montón. Me mola pensar que dentro de muchos años el pino ya no estará, el mar habrá arrasado esta pequeña colina y las piedras volverán a la orilla. 

No digo nada pero en mi imaginación calenturienta las piedras han empezado a hablar y ahora mismo están comentando: "Ya ves tú la gracia del maniático este, con lo bien que estábamos en la orilla". 

Volvemos a bajar y reemprendemos el camino en sentido contrario. Hablamos de cine, de películas que nos encantan y películas que odiamos, de placeres culpables, de pelis para llorar y yo hablo de Mary Poppins. 

-¿Mary Poppins? ¿No te da vergüenza?
-Por supuesto que no. Es una obra maestra. Es sabiduría suprema

A pesar de las señales de alarma ya voy lanzada, así que le confieso que Into the wild me parece un coñazo de película. Peor, me parece una oda al egoísmo místico con ínfulas salvadoras. 

-Pero no puedes enfadarte, porque la vi entera sin parpadear gracias a tu música. 

No se enfada. Caminamos en un silencio cómodo que no es tal silencio. Se oyen las olas, nuestros pies chapoteando en la orilla y a un par de gaviotas muy desagradables. (Cuánto daño ha hecho Disney, me descubro pensando en que las gaviotas deben estar cotilleando sobre nosotros: "Eh, tú, ¿has visto esos dos?"). 

El sol ha ido bajando y está a punto de tocar la línea del mar al fondo, en el horizonte. Le hablo entonces de Rayo Verde, la novela de Julio Verne que leí de niña y que me marcó tanto que 30 años después me sigue viniendo a la mente cada vez que veo una puesta de sol en el mar. 

Decidimos sentarnos a mirar el rayo verde. La arena está agradablemente fresca pero no fría. No despegamos la vista del horizonte y me cuenta que de niño no le gustaba leer y le daba miedo el agua. Le oigo pero no le escucho. Pienso en que su voz huele a leña, a fuego, a chimenea, a sitio seguro. 

-¿Hola?
-Perdona. 
-No me estabas escuchando. 
-Sí, pero poco. Te estaba sintiendo hablar. 
-Tienes respuesta para todo. 

Se pone el sol. Me fascina cómo siempre hay un momento en el que parece que es imposible que vaya a desaparecer y al momento siguiente ya no está. Se me ocurre que es como la muerte, no te crees que te vaya a pasar y al momento siguiente te cae encima sin dejarte respirar. 

Hablamos de música mientras se hace completamente de noche. De Bruce, por supuesto, y de Glen, y yo le cuento una historia absurda sobre Frank Zappa con la que me enredo y me hago un lío. 

-¿Sabes cantar? -me pregunta. 
-No. Y no voy a probar a enseñarte lo horriblemente mal que lo hago aunque me lo pidas de rodillas. 

Se ríe a carcajadas y me doy cuenta de que es uno de esos hombres que puede permitirse llevar el pelo largo y sostener un ukelele y resultar increíblemente sexy.. En un esfuerzo de contención totalmente sobrehumano, no se lo digo. 

-Se acabó el paseo. ¿Tienes hambre?
-Sí. 
-¿Pizza y cerveza?
-Pizza y vino. 
-Hecho. 

No contaba con este plan pero es lo que tienen las fantasías, que crecen solas. 

martes, 16 de febrero de 2016

Mi nueva adicción, los podcasts

El sábado fue el día de la radio. Recordé mi post de hace una eternidad en el que comentaba que a mí la radio no me gusta. Lo releí, me reí y confirmé lo que pensaba hace seis años: la radio no me gusta. No es que me parezca un horror ni un espanto, pero no le tengo veneración. Podría vivir sin radio y no me pasaría nada. 

Que no me guste no quiere decir que no la escuche. Tampoco me gusta poner la lavadora, echar gasolina o sacar la basura y son cosas que hago a diario. Lo de la radio es igual. Enciendo la radio cuando llego a la cocina para desayunar. Cuando llego, porque, sólo la pongo mientras estoy calentando el café y haciendo la tostada; cuando está todo preparado, la apago y desayuno en silencio, leyendo. 

Vuelvo a encenderla cuando me meto en el coche. Si voy bien de tiempo llego justo a escuchar las noticias sobre Madrid que me interesan entre cero y nada. Después viene la cuña y el saludo del opinador mañanero que menos me chirría y que más tolero. Su saludo viene empaquetado entre cuñas sobre brindar con Rioja, pastillas para la pesadez de estómago y alarmas de seguros. Hace un par de meses le puse un tuit diciendo que las cuñas no dejaban ver el anuncio y al día siguiente casi me estampo por la M50 cuando le escuché decir "Y ahora unos consejos publicitarios especialmente dedicados a una oyente que se llama Molinos y que sé que está muy atenta". 

Aguanto unos 15 o 20 minutos antes de notarme hervir la sangre. Voy calentándome yo sola, indignándome con los tertulianos de chichinabo. No entiendo que el opinador mañanero tenga a ciertos personajes sentados a su mesa sin que se le agrie el café con leche que se debe meter en vena desde las seis de la mañana... pero supongo que por eso le pagan. Yo no podría, ni siquiera los aguanto más de 10 minutos. 

Ese ha sido todo mi consumo radiofónico hasta hace 4 meses. Lo confieso, me he enganchado a dos podcasts. Confieso también que empecé con poca fe, tenía nula confianza en ser capaz de engancharme a un programa de radio y seguir el hilo durante la hora de ida y la hora de vuelta que conduzco a y desde los libros de colores. Pensé que me pondría nerviosa, que me parecerían un coñazo, que perdería el hilo y lo tendría de fondo como quien oye llover... pero no. 

La primera de mis adicciones se llama La cultureta. Es exactamente lo que se intuye por el título. Una reunión de listos, de gafapastas hablando de cosas de cultura, de culto casi, de las que nunca hay tiempo para hablar en programas generalistas. El mismo opinador mañanero conduce este programa; por cierto es Alsina. Tiene cuatro acompañantes que por alguna extraña razón, supongo que monetaria, al cabo de unos meses son captados por la Ser y desaparecen del mapa. De la alineación original solo queda uno, Ruben Amón, un tipo que me mola y con el casi siempre estoy de acuerdo o por lo menos en desacuerdo interesante. El resto de la banda lo componen ahora mismo Rosa Belmonte, un tal JF que no sé quien es pero que sabe bastante de música, Rafael Torres, que ha sido el último en llegar y todavía habla como con vergüencita y el director de cine Rodrigo Cortés, que sabe muchísimo de cine y, además, le encanta oírse. Sabe mucho pero creo que necesitaría un programa para él solo. 

El podcast va de series, de pelis, de libros míticos y libros nuevos, de curiosidades de la historia que vengan a cuento, de música... Todos ellos tienen el tono justo de "parece que estoy improvisando" pero en realidad la noche anterior estuvieron brujuleando, buscando información.  

Es entretenido, se aprende y se descubre un montón de cosas que ver y que leer... y otro montón que sé que no tengo que tocar ni con un palo. Esta semana he descubierto a Norman Corwin, pionero de la radio y autor de este maravilloso pasaje escrito para un programa de radio y que denunciaba los bombardeos de Gernika por la aviación alemana.

"Supongamos que es por la mañana, ya saben cómo son las mañanas, han visto ustedes miles de ellas. Se levantan desde el este, enormes como el Universo y se mantienen de pie en el cielo hasta el mediodía. Han visto ustedes todo tipo de mañanas. Algunas vienen con la cara sucia, como si hubieran pasado la noche en un arroyo entre dos estrellas. Algunas son desafiantes y blanden grandes vientos. Algunas, al amanecer, son como un hilillo de sangre dónde la noche se reúne con la fatalidad. Algunas son todo inocencia, sorprendidas de ser la misma mañana en un planeta tan pequeño."


La segunda adicción es de troncharse. No porque sea de humor sino por lo que estoy aprendiendo. Un buen día, hace tres meses o así, se me ocurrió preguntar: "Alguien puede darme una lista de spotify sobre música clásica para completos incultos musicales". 

"Música y significado" fue la respuesta de mi gran amigo Dani. Ese es el nombre de un podcast de Radio Nacional absolutamente maravilloso sobre música clásica. 

El conductor, locutor, erudito de la música que conduce esta nueva adicción se llama Luis Ángel de Benito y mi relación con él, con su voz y su programa atraviesa ahora la fase que en un ligue se definiría como "me río tanto con él a pesar de lo raro que es". 

Luis Ángel sabe muchísimo y lo cuenta muy bien. Lo mismo te desbroza una sinfonía de Mahler que te hace un programa sobre Música y cine o sobre Música que cura heridas. Gracias a él y a su programa he descubierto que Schuman me aburre y me he vuelto superfan de Sibelius, compositor que hasta hace un mes no sabía ni que existía. 

La música que pone Luis Ángel es siempre interesante, pero no lo es menos todo lo que él cuenta, el contexto histórico, personal y sentimental del compositor en cuestión. Opiniones y teorías de expertos y, luego, lo mejor: sus propios chascarrillos. Todo aderezado con las coletillas que repite siempre y que si bien al principio me chirriaban un poco, ahora, en mi fase de descubrimiento, me hacen sonreír. 

Luis Ángel siempre dice "amigas y amigos", cuando dice el nombre de un compositor o un erudito repite siempre el nombre y dice "tal y como suena", "Bloom...escrito BlOOM con dos Oes". Y, a veces, se enreda él solo y yo me troncho sola en el coche:
"Aquí uno opina que la película está genial, que Charlton Heston está genial, es un tío además guapísimo. Todo funciona estupendo. Además, bueno, yo soy hetero, que lo digo con esa perspectiva. Soy bastante hetero, así que bueno pues... Bueno, bastante hetero, soy normal de hetero pero quiero decirles que no lo digo con otro ánimo". 

Fuera de bromas, he aprendido muchísimo de música clásica y estoy aprendiendo a distinguir lo que me gusta de lo que me deja indiferente.  

Estos dos programas de radio, La cultureta de Alsina y su banda y Música y significado del genial Luis Ángel de Benito han conseguido lo que ninguna radio había conseguido hasta ahora; que esté deseando que llegue el momento de sentarme a escucharlos, que espere con emoción el sábado para descargarlos sabiendo que el lunes será un poco menos horrible pudiendo meterme en vena dos dosis más. 

Os los recomiendo muchísimo. 



viernes, 12 de febrero de 2016

12 de febrero.- 43 años

Hoy, 12 de febrero, cumplo 43 años y celebro que, en el Día de Darwin, he evolucionado a chica con suerte. 

Algo de suerte y de azar hay en la vida de todos, en la mía desde luego, y soy muy fan de escudriñar los encadenamientos de circunstancias que en un determinado momento me llevaron a conocer a alguien, a leer determinado libro o tomar aquella decisión. 

Hay suerte en mi vida o circunstancias que no controlo pero cuando digo que soy una chica con suerte no me refiero a nada de lo externo que me ocurre, o tengo o disfruto. 

Ahora mismo, el día que cumplo 43 años me siento una chica con suerte. Esa es la expresión correcta, ME SIENTO UNA CHICA CON SUERTE porque soy intensamente consciente de todo lo que (me) pasa. Siento cada día y cada cosa. 

Sé si estoy contenta, triste, eufórica, disgustada, herida, cabreada, hostilizada, indignada conmigo misma por ser imbécil o satisfecha por algo que he conseguido y que sólo yo sé. Me siento débil, agotada. O fuerte y con ganas de comerme el mundo. Me entusiasmo y lo sé. Me cabreo y lloro. Duermo agotada y me despierto en medio de la noche con la cabeza en ebullición o abro los ojos en la mañana sin creer que haya dormido del tirón. No hago nada que no me apetezca si puedo evitarlo. No tengo más compromiso personal que conmigo misma y la persona que soy ahora mismo. 

Me siento una chica con suerte, con la suerte de sentirme así y ser consciente de ello y lo estoy disfrutando muchísimo. 


100 fotografías para recordar mi año 42.

Gracias a todos. 

miércoles, 10 de febrero de 2016

Quiero que sean ellas

Bolt Poetry. Tobbe Malm
Cuando tienes un hijo te entra pánico, porque te das cuenta de que no tienes ni idea. Ni de lo que hay que hacer, ni de qué piensa, quiere o le pasa hijo.

Dudas y piensas ¿soy peor que mis padres, que parecían saberlo todo? ¿Peor que otra gente, que parece controlar? ¿Acaso todos fingen? ¿Es una mentira compartida por todos: "cuando seas padre finge que controlas"? ¿Todos están en el ajo menos yo? 

Después, poco a poco, te vas confiando, como un niño. Como todos en todas las facetas de la vida, aprendes rutinas, interpretas gestos, frases, pautas y comportamientos de tus hijos; y te crees que los conoces. Que levante la mano el que no ha dicho o pensado alguna vez: "Yo conozco a mis hijos". 

La realidad es que sigues sin tener ni idea, pero te crees que sí. No pasa nada, es así como funciona. Estás tan confiado que te pones a hacer proyecciones de futuro. Algunos, confiados e irresponsables como yo, dejan esas proyecciones por escrito... y 5 años después las repasas y te tronchas. 

Tus hijos son un misterio, tienen ideas, vidas, pensamientos, preocupaciones, inquietudes, preguntas, virtudes y defectos que eres incapaz de anticipar y que cuando aparecen te sorprenden. 

Ahora mismo, M tiene 12 años y C 10 y medio. Repasando lo que escribí hace 5 años me doy cuenta de que son personas distintas de lo que imaginé. Distintas entre sí y distintas de mí. No tengo ni idea de qué van a hacer con su vida, qué van a querer, lo que les va a ocurrir ni cómo lo van a sobrellevar. Y me parece bien, me parece perfecto. Es como debe ser. 

De todo lo que escribí no he acertado en casi nada. Curiosamente, sólo en lo que depende de mí, lo que prueba que me conozco bastante bien. 

"Serán insoportables. Exactamente como era yo".

Lo son a ratos. Curiosamente, no se sincronizan. Durante un rato, unas horas o unos días, hay una a la que no soporto y, por tanto, fantaseo con que la otra sea mi heredera universal, pero luego los papeles se cambian y es la otra la que está para verla sólo de lejos. Soy consciente de que, también a ratos, la que está insoportable soy yo. Me hace gracia el "era yo" de mi frase de hace cinco años: sigo siéndolo a ratos. 

"M se pasará toda la adolescencia torturada por su madre (o sea yo), que no sabe bien cómo tratar a su primogénita. Creerá que la quiero menos que a C".

Tal cual. La torturo muchísimo. En mi descargo diré que trato de no hacerlo y que cuando no consigo evitarlo me tiro de los pelos. 

"Sacará buenas notas porque es extremadamente responsable y será buena estudiante. No habrá que perseguirla para que estudie y, probablemente, haya que decirle que sacar un 7 es perfectamente aceptable".

Me troncho. M es una estudiante resignada. Hay que perseguirla y sobre todo hay que conseguir encontrar que lo que estudia le haga "clic" en la cabeza y le encuentre el gusto. Si no consigue ese clic el estudio es para ella una tortura absoluta; y para nosotros también. 

"Querrá ser policía". Si algo tiene M, y esto no es adivinación porque es un hecho, es que tiene las ideas clarísimas y una obstinación a prueba de bombas. En mis días malos lo llamo cabezonería. Cuando tenía 7 años y decía lo de ser policía la gente comentaba "qué mona". Cuando lo dice ahora la gente comenta "¡pero qué dices!". Le da igual, es lo que quiere. 

"Como será guapa, alta, flaca, rubia y con los ojos azules no sufrirá por su aspecto e irá siempre en vaqueros. Nada de bolso, nada de pintarse, y el pelo en coleta".

M ha llevado lo de no sufrir por su aspecto a un nivel superior. Un nivel superior de absoluta indiferencia que me ataca los nervios. Se supone que con 12 años debería estar preocupadísima por su aspecto y su ropa. Bien, pues no consigo ni siquiera que se compre ropa. Desde la puerta de la tienda, cualquier tienda, se asoma y dice "no hay nada que me guste". No sé si tiene superpoderes o lo hace para sacarme de quicio. 

"El pelo en coleta". Otra proyección optimista que hice hace 5 años... que debió ser la última vez que me dejó que la peinara. 

"Discutirá con nosotros cuando le digamos que no a algo y su frase será ‘Es injusto’”.

Esto sí lo hace. No es injusto pero le quedan 20 años para comprenderlo. A veces llora, pero no nos lo creemos.  

"Pasará de los tíos y cuando por fin se enganche con uno, éste le romperá el corazón. El ingeniero querrá matarle".

- Pero a ti ¿quién te gusta?
- Ninguno. 

Mira que me extraña -dice El Ingeniero sonriendo feliz. 

*****

"C. se pasará toda su adolescencia torturando a su padre. Sabe que babea por ella y que le perdonará cualquier cosa en cuanto le ponga ojitos y le dé 3 besos". 

Tal cual. El Ingeniero es el conejo de la chistera de C. Ella consigue absolutamente todo lo que se propone con él. Son tan parecidos que cualquiera pensaría que se repelerían, pero no. Se complementan perfectamente. 

"No se planteará que sus padres la quieran o no... Ella es porque yo lo valgo y todo es maravilloso y el mundo seguirá sin perturbarla para nada". 

C tiene una autoestima a prueba de bombas pero es extremadamente sensible, no sólo a lo que le afecta a ella directamente. El otro día, me preguntó por el cambio climático y acabó llorando de angustia. 

"Habrá superado su adicción al rosa pero será una esclava de la moda y pretenderá renovar su vestuario cada temporada. Dejará de molarle heredar toda la ropa de M. 

No es una esclava de la moda pero le gusta la ropa. Le gusta y tiene criterio. Mientras M cabecea desesperada desde la puerta de la tienda ("vámonos a casa, vámonos a casa, estoy cansada"), C recorre las estanterías como un perro perdiguero, con las orejas de punta y la mirada afilada buscando exactamente lo que quiere. Sabe qué ropa quiere, sabe cómo ponérsela y se desespera hasta el infinito con mi ropa. 

Quiere ser veterinaria y dice que tendrá gato. 

"Llevará el pelo largo y será un motivo constante de preocupación".

No le preocupa su pelo, le preocupa el mío. "Mamá por favor, no ves que no puedes ser guapa con el pelo corto?".

"Tendrá varios novios. El Ingeniero querrá matarlos a todos también".

- ¿Sabéis que C le gusta a tres chicos de su curso?
- Pues no, no lo sabía. C, ¿a ti te gusta alguno? -pregunté.
- Pocos me parecen -sentencia El Ingeniero. 

Hace mucho tiempo, y a propósito otra cosa, mi hermana me dijo una frase muy inteligente, como casi todas las suyas: 

"El problema de las relaciones es que cuando hablamos con otra persona anticipamos una respuesta, esperamos que la otra persona diga algo, y cuando no lo hace nos cuesta encajarlo. No pensamos en que eso es justo lo que el otro quiere decir, pensamos en lo que nos gustaría que dijera, que hubiera dicho". 

Todos los días en los que discuto con mis hijas, o que hacen, dicen, piensan o actúan de alguna manera que no espero, recuerdo esa frase. 

M y C son personas distintas. Entre sí y con respecto a mí. Son diferentes de cómo las había imaginado, diferentes a lo que creo de ellas. Distintas a como me gustaría que fueran. Tienen reacciones, ideas y opiniones que no comparto y que, además, soy incapaz de anticipar. Estoy aprendiendo a disfrutar de ese desconocimiento, a valorar ese descubrimiento aunque sea muy diferente de lo que yo había imaginado e imagino cada día. Apreciarlo aunque no me guste. 

Quiero que sean ellas.