martes, 4 de junio de 2019

Contar Nueva York

No se puede escribir un post ordenado de Nueva York porque  Nueva York es una ciudad que te desborda, te sobrepasa, te hace dar vueltas, ponerte cabeza abajo y volar. ¿Cómo se cuenta una semana en Nueva York? ¿Cómo se pueden contar siete días en Nueva York y que se parezca en algo a lo que es estar allí? Perdiendo el hilo, supongo. Dejando que los recuerdos salgan solos, desordenados, sin orden ni concierto, como si se te cayera al suelo una caja de fotos impresas (eso tan antiguo) y las vieras todas a la vez pero ninguna completa. 

«¿Lo llevas todo? No te dejes nada. ¿Has cogido la mochila?» Escribir un diario de viaje es un compromiso que se adquiere, sobre todo con uno mismo, antes de empezar y que no es fácil de cumplir. Madrugas, pateas, miras, observas, escuchas, disfrutas y te agotas y cuando llegas al hotel lo único que quieres es dormir pero ¡ey! decidiste antes de salir de Madrid escribir un diario y hay que cumplirlo. No pasaría nada si lo dejaras, nadie lo echaría de menos pero te lo propusiste y tienes una estúpida voz interior que te dice ¿en serio lo vas a dejar? Y no lo dejas pero decides que vas a aprovechar los ratos muertos del día para escribir: esperas en restaurantes, descansos en parques, viajes en metro y así poder derrumbarte a dormir nada más llegar al hotel como hacen tus compañeros de viaje. Un viaje de Brooklyn a la calle 57 parece un momento ideal para escribir: traqueteo, nada que ver en los túneles, sacas el cuaderno y te pones a escribir. ¡Ya llegamos! Guardas todo y te bajas visualizando la cena y la cama. Son casi las diez de la noche. Cuando vas por el andén te das cuenta de que vas ligera, demasiado ligera, te falta algo. Como en las pelis, te palpas el cuerpo y respiras. El bolso de los pasaportes y la pasta y el móvil está contigo. Das dos pasos. ¡La mochila! En un segundo vuelves corriendo al tren, la puerta se cierra en tus narices y empiezas a golpear la ventanilla como una loca, My backpack! My backpack! Los pasajeros te miran aterrorizados y el tren sale zumbando. «He perdido la mochila». Y te echas a llorar. «No pasa nada, no había nada importante. Un momento ¿llevabas tú el wifi? Mierda» Subes por las escaleras pensando que has arruinado el viaje nada más empezar, vas con poca fe a hablar con el taquillero que parece tener el mismo interés en tu problema que en el crecimiento de los cactus en el desierto de Mojave pero que te dice que vale, que va a llamar a la policía y que si puedes esperar. Claro que puedes. 

El taquillero se pira y llega el relevo. Esperas. Esperáis. Al cabo de una hora el relevo sale de su zulo y pregunta ¿Cuánto tiempo lleváis esperando? Una hora, le contestas. Es un hombre negro, mayor, más de sesenta seguro, que ha llegado con su termo y su mochila. Te imaginas que le gusta este turno, porque es tranquilo y se dedica a leer o escuchar música, puede blues. Vuelve a la garita, llama por teléfono y sale a decirte que han encontrado tu mochila, que tienes que ir a buscarla a la última parada de la línea F, en la calle 179 con Jamaica Street. Y allí te vas, os vais , a las doce de la noche todo el trayecto hasta Queens. La taquillera de allí primero te dice que ni idea de tu mochila, que allí no hay nada pero luego al ver tu cara de gato atropellado al borde del llanto, hace una llamada al taquillero encantador amante del blues de la calle 57 y cuando cuelga te manda a un cubículo acristalado que hay en el andén. De perdidos al túnel de Queens. «Mamá, está tu mochila» gritan las niñas. Me hubiera casado con el hombre que me la dio. 



«Will marry for food» Este cártel lo llevaba un mendigo que dormía delante de la estación central. Le hiciste una foto porque te pareció elegante. Has visto muchos carteles así en Manhattan: «My Storie is not sadder than others but I need help» o «Does life have a purpose?» «Does health correlate with hapiness?» y no les has dado ni una moneda porque vas como la familia real, sin efectivo por el mundo. Las propinas las daba Juan y en los restaurantes hacías malabarismos para cargarlas en la tarjeta. 

Guia explicativa de las propinas en Nueva York y obligatoriedad de llevar tapones si se quiere dormir algo. Esto debería venir en todas las guías de viaje. Se te había olvidado el ruido que hay en la ciudad, no es el tráfico, ni las grúas, ni las obras, ni los anuncios en las calles, ni la gente, no. La ciudad emite un zumbido constante que no se apaga nunca, incluso en mitad de Central Park, parada en medio de un estrecho sendero en la parte más umbría del parque escuchas el zumbido. Si fueras una cursi dirías eso de «es la respiración de la ciudad que nunca duerme» pero no lo vas a decir. Es un zumbido agotador que solo se apaga cuando te pones los tapones para dormir. On/off. Cuando te despiertas, la primera todos los días, vas de puntillas a ver a tus hijas que duermen en una cama gigante. Entra una luz de mañana que contrasta con el cabecero de madera oscura y los detalles granates  y marrones de la manta y las sábanas. Les haces una foto cada mañana, parecen una foto de uno de esas cuentas de Instagram que se llaman "el renacimiento hoy" o algo así y que presentan escenas actuales que podrían haber sido pintadas en el siglo XVI. A esta la llamarías "El sueño adolescente". A ellas no les importa el ruido, se desploman a dormir y no oyen nada, no sienten nada, se desconectan por completo del mundo y creo que hasta de sus cuerpos que permanecen en posturas imposibles mientras subes las persianas para despertarlas y salir a las calles a caminar. Todos los días os hacéis la misma foto en la escalera del hotel, ¿para qué? Para nada, es otra de esas decisiones que se toman al comienzo de un viaje y que parece que si se dejan renuncias a algo. Estáis en el cuarto piso, el piso de la renovación. Al llegar al hotel entraste en pánico. Semanas buscando el mejor alojamiento que pudieras pagar, las opciones en Nueva York entre "no está muy limpio" y "si puedes vender un riñón y a tu primogénita quizá puedas pagar una noche sin desayuno" son muy escasas y te costó decidirte. Parecía bueno, parecía por lo menos decente, pero al llegar todo está en obras. El vestíbulo es como zona de guerra, no hay paredes, solo vigas de madera tapadas con papel y moqueta, always moqueta, la moqueta que no falte. Renuevan todo pero no, eh, la moqueta es reliquia. Subisteis en el ascensor preparados para lo peor, para una cueva, algo siniestro, espantoso y al abrirse la puerta en el rellano la primera sorpresa: limpio y pulcro. Por experiencia sabes que un pasillo limpio y con luz siempre es buena señal. 423. 23 es el número mágico para Clara, rezas para que lo siga siendo. Pasas la tarjeta, abres la puerta lo justo y ¡oh!  ¡los hados te han sido propicios! La habitación es estupenda, de hecho son dos habitaciones con un baño, salón y cocinilla. Todo nuevo y limpísimo. Das las gracias a booking y a haberte fiado de tu instinto. 

Miyazaki en tu entrada al MoMA. Nunca habías estado y nada más poner un pie en la primera sala ya sabes que no te quieres ir, que el tiempo que paséis allí va a ser poco, insuficiente. Jugais a elegir el favorito de cada sala y ellos eligen La Noche estrellada de Van Gogh pero a ti te llaman la atención dos paisajes de Cezanne. Se parecen a los pinares de Cercedilla, a los bosques de las Dehesas, a Valsaín. El aduanero Rosseau y su fantasía selvática, Kandinsky y Picasso. Las señoritas de Avignon te descoloca, no es como te lo habías imaginado, ni siquiera es cómo la habías visto siempre.  La danza de Matisse, La habitación roja, los futuristas italianos. La ciudad se alza de Boccioni es el cuadro que eliges de esa sala para llevarte a casa, y en la siguiente un Mondrian y en la siguiente un Rothko inesperado con figuras danzantes y seres que recuerdan a Miró del que ves luego, en otra sala, unas series rojas y negras que pintó durante la guerra civil que te encantan. Ojalá tener una casa de paredes infinitas que pudieras llenar de cuadros con un chasquido de dedos y cambiarlos por otros con otro chasquido. Pollock. Impresionante. Otro pintor al que no le hace justicia ni la fotografía ni lo digital. En un cuadro de Pollock hay que meterse, ponerse delante, pasear la mirada y de repente (no, no hace chas) te encuentras viendo sus líneas moverse, ondularse tratando de atraparte. Piensas en criaturas diabólicas y también en como durante tu depresión pensabas que tus pensamientos eran enrevesados, entrecortados, inconexos como la pintura de Pollock. Y El mundo de Christine de Wyeth, casi te lo pierdes, colgado en una especie de pasillo que lleva a las escaleras mecánicas. Te quedas mirándolo, cada detalle de la hierba, las botas de Christine, los pájaros que vuelan al fondo recortados contra el cielo azul, las dos casas. Arrasas en la tienda del MoMA, nada caro, nada espectacular: lápices, un llavero, un par de marcapáginas, una funda de gafas de colores, un libro, objetos diarios que cuando escribas, leas,  cierres la puerta o te pongas las gafas te hagan recordar lo muchísimo que te ha gustado el museo, las ganas que tienes de volver a entrar casi antes de haber salido.  La euforia es mala, es peligrosa, te hace relajarte, arriesgarte, despreocuparte y rozar la irresponsabilidad. Sobre todo con el dinero, del MoMA pasáis a una tienda que tus hijas quieren ver, vas pensando en ser madre abnegada: pasear entre percheros, fingir que te gusta lo que eligen, escoger talla, repetir este proceso mil veces y cargar con todo de camino a los probadores. En ese camino algo verde llama tu atención: un impermeable. No necesitas un impermeable. Da igual. Te acercas y lo tocas. Es suave. Da igual, no te hace falta. O quizás sí, estrictamente hablando no tienes un impermeable. Además lo es de verdad, no es un chubasquero que es como la versión cutre del impermeable. Te alejas, vuelves. Lo miras, te mira. Te vas. «No debería. No eres para mí» Le susurras. Miras el precio. Es obscenamente caro incluso para un impermeable. «Mamá, pruébatelo, es muy tú» Nunca sabes como tomarte eso «es muy tú» ¿Qué quiere decir? ¿Es bueno? ¿Es malo? ¿Es una condena? ¿Es un halago? Sea lo que sea, funciona. Y a pesar de que no lo necesitas y es absurdamente caro, te lo pruebas y os enamoráis. Y te lo llevas y lo estrenas esa misma tarde montando en barco desde el Pier 43 hasta Brooklyn. Casi solos en el barco recorréis el Hudson viendo Manhattan y Nueva Jersey. Piensas en Bruce Springsteen cruzando ese mismo río con su guitarra sin funda (no tenía) para ir a su primera audición, a la audición que le hizo famoso. Tú no vas a ser famosa pero te da igual, estás en un barco, en el Hudson, con tus hijas y tu mejor amigo, viendo como las nubes van cubriendo los edificios y el viento te despeina. Y te haces una foto de ser feliz. Y entonces llegáis a la Estatua de la Libertad, que ya visteis el otro día desde un velero, pero esta vez es distinto. Esta vez  estáis más cerca y el capitán y guía, David... pone de banda sonora a Simon & Garfunkel cantando America. Te encantan Simon & Garfunkel, te recuerdan a tu padre y los viajes a Los Molinos en el 131. David cuenta que Paul y Art son de Nueva York, se conocieron en el instituto, en Queens. «Ja, mamá, en Queens, donde tuvimos que ir a por la mochila que perdiste. ¿La tienes ahora?» Desde el barco se ve también el Intrepid, el portaaviones de la II Guerra Mundial que visitasteis dos días antes. No sabes nada de aviones y además te parecen todos iguales pero te haces una foto delante de uno que era como el caza de Tom Cruise en Top Gun (este dato te lo da Juan porque tú no distingues un caza de una moto). Te haces la foto en honor a tu yo adolescente profundamente enamorado de Tom Cruise y apuntas Top Gun en tu lista de pelis para ver con las niñas aunque te planteas borrarla cuando Juan se la pone en el avión de vuelta y te susurra «Ana, es una oda al macho dominador» El portaaviones es enorme, tan grande que en él caben un montón de aviones, helicópteros, un transbordador espacial y un concorde que parece pequeñísimo. Las niñas no saben lo que es un concorde, ni saben qué es el Enterprise, ni siquiera saben qué es un portaaviones. Te preguntas si habéis hecho algo mal, si las habéis privado de un conocimiento necesario. Nunca preguntaron y no salió el tema de conversación: portaaviones. Te impresiona más que al visitar la zona cero, ver los estanques de las Torres Gemelas y recorrer el Museo del Memorial descubrir que no saben nada de aquel día. Para ti es un día crucial en tu vida, un día que parece estar ahí al lado, un día que pasó hace nada aunque cuando lo piensas fue casi en otra vida. Les contáis la historia y pasean viendo los restos de las torres, la escalera de los supervivientes, los uniformes de los bomberos, el coche de bomberos de la unidad 23 sobre el que se desplomó parte de una de las torres, las fotos de los muertos y finalmente en la parte más impresionante, la reconstrucción minuto a minuto de aquel día, el 11 de septiembre. Ellas no han visto nunca los aviones estrellándose, la gente saltando de las torres y no dicen nada, lo miran, lo ven, te miran. «¿Viste esto mientras pasaba? Sí. ¿Y qué pensaste? Me moría de miedo» En el memorial descubres que no solo son tus hijas las que lo ven por primera vez, ves a jóvenes de más de dieciocho años sorprendidos frente al video del primer avión chocando. Apuntas United 93 para ver con ellas. 

Casi os perdéis el Apartamento Campbell pero te empeñaste en ir porque pulsaste el botón verde de tu audioguia en la Estación Central y te enteraste de que existía. Es un sitio alucinante. Cuando se construyó la estación, pagada por los Vanderbilt, estos construyeron para un financiero amigos suyo, John Campbell, un apartamento en la misma estación, un apartamento a pie de calle. Campbell se montó una oficina con todos los lujos: paredes de caoba, una alfombra que costó 300.000 $ de la época, una chimenea gigantesca, lamparas increíbles y una barra de bar donde montaba fiestas casi cada noche. Más tarde el apartamento cayó en desuso, se montaron unas oficinas, una carcel, se abandonó hasta que hace unos años se reconstruyo y ahora se puede entrar aunque no tomes nada. Entráis y dan ganas de llevar esmoquin o un corte de pelo a lo garçon o fumar un puraco. Les explicas a tus hijas que los Vanderbilt eran ricos más allá de cualquier cosa que puedas imaginarte ahora mismo y que en Estados Unidos las estaciones, las bibliotecas, los museos los pagan los ricos, no el estado. Proporcionarles este conocimiento calma un poco la culpabilidad porque no supieran lo que era un portaaviones. Les vuelves a explicar lo mismo, la riqueza sin límites cuando visitáis el Rockfeller Center y hacéis que se fijen en todos los detalles: suelos, respiraderos, tipografías, relieves, dorados, puertas. «La riqueza obscena está en el detalle nimio».

Brooklyn y el Flatiron. Cumples sus dos sueños. María está eufórica cuando llegais frente al Flatiron, lo fotografía desde todos los puntos de vista. Sonríe, con esa sonrisa que le ilumina la cara y que ahora tienes que mirar con disimulo porque si te ve mirándola frunce el ceño: «¿Qué pasa?» Cruzando el puente de Brooklyn te apostarías un dedo de cada mano a que son las más felices, las más contentas. Os lleva casi una hora cruzarlo porque paran cada pocos metros a hacer fotos y a mirar hacia Manhattan, hacia Brooklyn, a los coches, al río, a los barcos, a mí. Al otro lado os espera una playita de rocas con un niño pequeño descontrolado tirando piedras sin control. Veis el anochecer y te sientes como en una peli de Woody Allen (apuntas Misterioso Asesinato en Manhattan en la lista de pelis). El niño amenaza con romperle la crisma a todos los fotógrafos que andan con sus trípodes intentando sacar una foto  y nosotros nos reímos porque estamos fuera de su alcance y porque, en el fondo, queremos que le de a alguien, que los padres salgan del lugar en el que están escondidos y que haya trifulca. 

Lo de la mochila te lo perdonan al cuarto día y te dejan ir a Strand. Antes de eso os tomáis un chocolate maravilloso en Max Brenner Chocolate Bar donde aprovechas para escribir otro rato. «No te dejes la mochila». En Strand te sientes como cuando tus padres te llevaban al Bazar Horta y lo querías todo pero solo te dejaban elegir una cosa. Eliges cuatro... Gornick, Karr, Ford y Gopnick. Por el camino coges seis más pero es el día del flechazo por el impermeable y aunque sabes que lo vuestro es amor verdadero no puedes gastarte más. «A lo mejor vuelvo antes de irnos» piensas justo antes de acordarte de que habéis volado con maleta de cabina y no va a caberte nada más. Se te olvida el último día o, mejor dicho, piensas que donde han cabido cinco libros y mil lápices cabe un vestido  veraniego con pájaros ¡y bolsillos! que venden en el mercadillo gigante de la Sexta Avenida. Eso sí, la camiseta de This is us con la leyenda Love me likes Jack loves Rebecca de la serie This is us...se queda en el NBC Store, la cercanía a la vida real te aleja de ese gasto. Ahora te arrepientes. 

Nueva York desde abajo. Harlem desde un autobús. La estatua de la libertad desde un barco, desde un velero. El puente de Brooklyn desde abajo y a lo lejos. En medio de Central Park y por encima de la copa de sus árboles. La terraza del MET es una vista inesperada, Nueva York sobre el verde de sus árboles. Admiráis la vista mientras los locales pagan 15 dólares por una copa de vino al sol. NO has visto vino español en ningún restaurante y tampoco facilidades para celiacos ni alérgicos. Lo apuntas en tu lista de cosas buenas de España, en Nueva York ni siquiera MacDonalds tiene pan de celiacos. No lo entiendes ni María tampoco. 



Un día lloras. Te asalta un llanto calmo y absurdo en mitad de Central Park mientras una soprano canta Imagine en la columnata de la fuente. ¿Por qué lloras? De este paisaje te gusta que te recuerda a Robin Williams haciendo de actor desenfocado en Desmontando a Harry...esa peli te encanta, (la apuntas), ¿por qué lloras? No lo sabes. «¿Qué te pasa, mamá?» «Nada, no lo sé. Me he emocionado». El llanto desconcierta mucho a los adolescentes, es como si no supieran manejarlo, como si lo descubrieran ahora, ¿llanto? ¿agua por la cara? ¿qué hacemos con eso? ¿qué se supone que tenemos que decir? ¿qué hacer? Lo dejo correr hasta que termina. Vemos tortugas. Montamos en bici. Nueva York es plano, como Suiza. (Apunto releer Asterix) 

Te duelen los pies. Esto vale para todo el viaje. Te duelen caminando, parada de pie, torturándolos con el paso museo, tumbada en la cama pero aguantas porque a Nueva York has venido a sufrir y a aprovechar cada segundo como si fuera la última vez que vas a venir. Les prometes que dentro de cuatro volveréis, cuatro años es tiempo suficiente para ahorrar y para echar de menos Nueva York. 

Escribes un diario cada noche para que no se te olvide, para que no se os olvide y cuando lo coges para tratar de ordenar un post, descubres que no puedes, que un post sobre Nueva York tiene que provocar la misma sensación que te produce el MET, tiene que abrumar, parecer infinito, interminable y dejarte con ganas de que no acabe nunca para poder volver siempre. 


*En la visita a la Biblioteca descubres que tu hija María no sabía lo que era un portaviones pero sí sabía lo que eran los disturbios de Stonewall que dieron lugar a la lucha LGTBI en los años 70. Te sientes orgullosa de ella y de que te lo enseñe. 

**Más fotos aquí

viernes, 24 de mayo de 2019

Un post con notas a pie de página. Cutre homenaje a DFW

Me despierta el ladrido de un perro venenoso[1]. Abro los ojos y me doy cuenta de que, otra vez, la sábana bajera de esta cama es demasiado pequeña para este colchón. Se ha soltado de las esquinas y está enrollada a mi alrededor. Ya completamente despierta intento decidir si me gusta más imaginarme como una crisálida envuelta en su capullo o como un personaje de peli cutre durmiendo en un colchón sin sábana[2]. Dedico un buen rato a esa tontería antes de empezar a obsesionarme con el viaje de mañana y todo lo que tengo que preparar. En mi cabeza pienso en la ropa que me voy a llevar, en mi cabeza imagino que esta tarde seré capaz de, al llegar a casa, colocar todo ordenado encima de la cama y así saber qué me falta y qué me sobra[3]. Por un momento fantaseo incluso con que este viaje sea, por fin, el viaje en el que llevo justo lo que necesito sin que me sobre nada. Que me falte algo me preocupa menos, es Nueva York,  si no puedo comprarlo allí es que no existe. 

Nueva York. La primera vez que fui, en 1995, invitada por mi tío no tenía novio[4]. Era diciembre, hacia un frío de pelotas, yo llevaba leotardos debajo de los pantalones y volamos en helicóptero alrededor de las Torres Gemelas. La segunda vez, en 2002,  fui con El Ingeniero[5], las Torres Gemelas eran un enorme agujero negro y nos llovió tanto que tuvimos que comprar un paraguas en una tienda cutre en el metro. Cuando estábamos allí, entró un hombre negro enorme y muy indignado gritando: "This is bullshit material!"mientras golpeaba el mostrador con un paraguas roto. El que nos vendieron a nosotros no era bullshit material porque todavía lo tenemos en casa. También quedan en casa algunas gorras de distintos departamentos de bomberos que el Ingeniero consiguió haciendo pandilla con ellos cada vez que bajaba a fumar a la calle[6].  

Ahora vuelvo allí.  Ya no tengo a ese tío y  ya no viajo con el Ingeniero. Mientras ruedo en mi colchón sin sábana pienso en que si alguien me lo hubiera dicho hace 17 años «volverás con tus hijas y con Juan» no lo hubiera creído. Pienso que Juan es lo único que permanece desde aquel primer viaje, ya llevábamos años siendo amigos en aquella época[7]. Hace un par de años les prometí a las niñas que en 2023 las llevaría a Nueva York mientras les enseñaba una hucha en la que les dije que íbamos a ahorrar todas las monedas de dos euros que pudiéramos para el viaje. En 2023 yo cumpliré cincuenta, María veinte y Clara dieciocho. Será un año redondo. O no. No lo sé, porque hacer planes para el año 2023 es como hacerlos para el 2233, pura fantasía. Por eso nos vamos ahora. Nos vamos mañana. Y estoy nerviosa[8]

El perro venenoso sigue ladrando.

Mañana hay dos presentaciones de libros en Madrid a las que me hubiera gustado ir pero no podrá ser[9] porque estaré volando. Tengo que levantarme. A lo mejor hoy consigo no comer hidratos en el desayuno.

 Mejor lo intento a la vuelta[10].  


[1] Cuando El Ingeniero era pequeño y pasaba los veranos en el pueblo de su padre en el Jaén profundo, sus primos mayores cuando les perseguía un perro pequeño ladrando, le decían: «corre, corre, que es un perro venenoso». Me pareció tal hallazgo que desde que me lo contó hace veinte años lo adoptamos como denominación de esos perros. Además tiene sentido. Esos ladridos agudos y ridículos que provocan mucho malestar auditivo solo pueden provenir de alguien venenoso o que se cree venenoso. «Mira como ladro, hazme caso porque si te muerdo te mato con mi saliva tóxica» 
[2] El colchón de mi cama en ese cuarto es casi nuevo y yo llevo un pijama precioso de color azul marino con pequeñas piñas plateadas así que la imagen de la borracha guarra no pega mucho pero es que las crisálidas me dan una grima mortal. Y las mariposas con los pelitos esos en las alas, también. Algún día tendré que escribir sobre la falsa belleza de las mariposas. Nos las venden como alegres criaturas que vuelan felices y contentas y, en realidad, si te acercas son cucarachas de carnaval.  
[3]  Como diría Pantomina: «en su cabeza suena espectacular». 
[4] Después, recuerdo que sí tenía novio, mi primer novio pero probablemente "nos estábamos tomando un descanso" que es lo que hicimos, sobre todo él, durante toda nuestra absurda relación.  
[5]  En realidad íbamos a ir de viaje de fin de novios en octubre de 2001 pero tras el 11S no nos pareció la mejor idea.  
[6] En octubre de 2002 se hizo en Nueva York una convenición de bomberos de todo Estados Unidos para homenajear a los caídos el 11S. Durante horas en la televisión solo se veía a alguien leer los nombres de todos los bomberos caídos "Firefighter Robinson". "Firefighter Smith". Era una cadencia terrible pero que nos poníamos de fondo para intentar combatir el jetlag y dormir algo. El Ingeniero, sin embargo, donde más a gusto durmió fue durante las más de tres horas del musical Chicago sentado en cuarta fila.  
[7] Mi primer recuerdo con Juan es en una calle de Los Molinos, yo andando y él con su bicicleta a mi lado contándome no sé qué. Ese es mi primer recuerdo con él pero tiene que haber momentos anteriores que he olvidado porque sé que charlábamos sin timidez, sin vergüenza. Creo que teníamos nueve años.
[8] Voy a escribir un diario del viaje. Quiero que les quede a las niñas de recuerdo aunque ahora me digan: «Ay mamá, que pesada eres» sé que en algún momento del futuro que no existe lo agradecerán.  Y, además, a lo mejor me sirve de inspiración para algún post. 
[9] Mi cabeza entra en bucle con Jabois. No con el hombre sino con el apellido. Jabois, Llavois, Levis, Llavero, Llevar, Jabón, Jabonoso. Jabonoso es una palabra que suena antiguo, suena a cuarto de baño de azulejo rosa, al olor de tu abuela, a nostalgia. Pobre Jabois en mi cabeza ha terminado de la mano de la reina madre. Compraré su libro en la feria si me queda dinero al volver del viaje. 
[10] ¿Y si escribo un post con todo este barullo mental y le pongo notas al pie? Podría llamarlo Homenaje a DFW pero sería demasiado presuntuoso, casi una falta de respeto. La gente no lo sabe pero poner los títulos es una tortura. Keep it simple: Un post con notas al pie.  

miércoles, 22 de mayo de 2019

Tener siete años y alguien a quien preguntar


Mi padre tenía un 131 blanco cuando las Torres Kio no existían y yo tenía siete años. Cada mañana en ese coche, con tapicería de cuadritos negros y blancos, nos llevaba al colegio. Mi hermana y yo íbamos en el asiento del copiloto y mi hermano se sentaba detrás. Era nuestro rato con él, una vez que nos dejaba en la puerta del colegio ya no le veíamos más. Cuando volvía a casa, la mayor parte de las noches, estábamos acostados y las que estábamos despiertos le dábamos un beso y a la cama. En el coche, sin embargo, hablábamos con él y él con nosotros. De esto hace tanto tiempo que el Paseo de la Castellana ni siquiera tenía el trazado que tiene ahora y el ramal que cogíamos nosotros pasaba justo por dónde está ahora la de Bankia. Ahí siempre había atasco. Dependiendo de cuántos coches hubiera mi padre decía «chicos, hoy vamos bien» o «chicos, llegamos tarde». Quizás ahí empezó mi natural tendencia a llegar tarde porque la mayor parte de los días y fruto de un sentido de la responsabilidad exacerbado inventaba excusas para contarle a mi profesora cuando llegaba a clase después de la oración de la mañana. Mi padre se reía de mis agobios. 

Hablábamos y escuchábamos Los Porretas que nos hacía muchísima gracia aunque pensándolo ahora seguro que no era para niños o quizás nos reíamos por las carcajadas de mi padre. A veces escuchábamos las noticias y uno de esos días de las noticias, según girábamos para bordear el  monumento a Calvo Sotelo que había en el centro de la plaza donde ahora está el falo dorado de Calatrava, le pregunté: «Papá, cuándo se decide hacer una carretera, ¿Lo decide el Rey, que se lo dice a Adolfo Suárez y él se lo dice a otro que luego te lo pide a ti que eres ingeniero?»

No sé qué me contestó. No recuerdo si se rió o me dio alguna explicación pero ayer me acordé de ese día y de la sensación de tener a alguien a quién preguntar lo que no sabes. Ayer al llegar a casa, aparqué detrás de un coche que tenía un cartel en el parabrisas trasero en el que ponía: «Compro casa en este barrio» y pensé ¿Quién pone estos carteles? ¿Alguien, alguna vez, habrá conseguido comprar una casa así? Y como ya no tengo los siete años de aquella mañana en Plaza de Castilla, me deslicé a pensar: seguro que es una trampa, blanqueo de dinero o una táctica de Securitas Direct. 

¿Quién compra casas así? ¿Quién vende poniendo carteles de "me venden" en la ventanilla de su coche? ¿Quién decide comprar pintura y escribir con enormes letras "Se alquila" en el escaparate de su local comercial? ¿Alguien, alguna vez, decidió su voto por las banderolas de las farolas? 

Hacerse mayor es no tener a nadie a quien preguntar estas cosas sin que se rían de ti. 


jueves, 16 de mayo de 2019

Ser padre de adolescentes

La semana pasada tenía que escribir una lista de deseos para mis deberes de inglés. Escribí que me gustaría que mis hijas me creyeran cuando les digo que sé exactamente cómo se sienten. 

Recuerdo perfectamente a mi yo adolescente. No se me ha olvidado porque creo que de alguna manera sigue en mi, cada vez más pequeño, cada vez más arrinconado pero sigue teniendo su hueco en mi y en cómo soy. No me sorprende que mis hijas sean egoístas porque yo lo era.No me extrañaría que fantasearan con una vida en la que yo no estuviera porque recuerdo esas fantasías. (Yo fantaseaba con que ocurría algún tipo de desastre que aniquilaba a todos mis conocidos exceptuando a la familia del chico que me gustaba que no tenía más remedio que adoptarme lo que llevaría sin duda a una vida de amor feliz con ese chico. Así de gilipollas era). No me sorprende que no les importe nada más que ellas mismas porque a mí también me pasaba. En la adolescencia tomas conciencia de que eres alguien, una persona diferente de tus padres, de tus hermanos y de tus amigos y esa diferencia acojona y duele. Pocas cosas son peores que ese primer reconocimiento. Cuando te reconoces de adolescente no te gustas o te gustas poco o te gustas a ratos. No sabes gustarte y ni siquiera sabes cómo quieres ser: ¿diferente en todo? ¿parecido a tus amigos? ¿un equilibrio imposible entre ambas cosas? Ser adolescente es agotador mentalmente (físicamente se compensa con 14 horas de sueño y una languidez de la que ya hablé).  Pasarse el día haciendo equilibrismos emocionales desestabiliza a cualquiera y los padres somos las víctimas más cercanas. Nosotros tenemos la culpa de que estén así, de que se les haya acabado el chollo de la infancia inconsciente y segura y también somos el obstáculo (así lo creen) para hacer lo que de verdad quieren hacer, les impedimos disfrutar de "su vida". Somos al mismo tiempo culpables de todo lo que les ocurre o deja de ocurrir y receptores de todo ese egoísmo, inestabilidad, inseguridad y miedo. Porque ser adolescente da miedo, asusta que te cagas. De golpe y porrazo se te ha acabado el presente eterno en el que vives de niño, dejas de contar el tiempo en "ya", "ahora" y "hoy" y empiezas por un lado a darte cuenta de lo que ya pasó y no volverás a tener y, por otro, a hacer planes para "mañana", "el fin de semana", "las vacaciones" o "cuando sea mayor e independiente".  Un adolescente quiere ser mayor pero con red, por eso echa de menos su niñez aunque no lo quiera reconocer, aunque cuando tú le dices:«eras tan mona de pequeña, venías y te tumbabas sobre mí y me dabas besos» ponga los ojos en blanco y diga: «ay, mamá que pesada eres». No quiere volver a ser niño pero quiere que estés ahí para todo. El papel del progenitor de adolescente es muy muy muy desagradecido, sigues siendo responsable de todo, tienes que ocuparte de toda la logística e infraestructura pero a cambio no recibes nada, con suerte un reproche y con muchísima suerte un agradecimiento lacónico del que te cuelgas con la esperanza de que sea el inicio de la vuelta a la vida de esa niña cariñosa y risueña. 

Ser padre de adolescentes es pasarte el día descolocado, desubicado y corriendo mentalmente de un lado a otro de las emociones. Pasas mucho tiempo echando de menos lo monísimos que eran antes, lo fácil que era todo cuando para ellos eras lo más importante, la máxima autoridad, la fuente absoluta de felicidad y tranquilidad. Pasas horas anhelando encontrar el equilibrio con tus hijos tal y como son ahora, si lo conseguiste cuando apenas dormías, ¿como no lo vas a conseguir ahora que pasas las mañanas de sábado esperando a que se levanten? ¿Por qué te cuesta ahora que llevas años practicando para conocerlos? Otro buen rato lo dedicas a pensar que algo estás haciendo mal o peor, que algo hiciste mal cuando eran más pequeños para que ahora se hayan convertido en seres que no entiendes, que no te hablan, que a ratos crees que ni siquiera te quieren. Y la mayor parte del tiempo la pasas equivocándote. 

Y ser padre de adolescente es acordarte de como eras tú, recordar lo idiota que eras, las tonterías que hacías, lo mal que trataste a tus padres, las estupideces que decías, la increíble y absurda creencia que te hacía pensar que tú lo sabías todo y tus padres no tenían ni idea. 

Ser padre de adolescente es volver a ser adolescente desde el otro lado del espejo.   



lunes, 13 de mayo de 2019

Hartísima de paternalismo

¿Sabes el camino? Cuidado, radar. Yo es que estoy muy ocupado. Mira, te voy a explicar esto porque creo que no lo entiendes. Muy interesante pero yo creo que lo que yo estoy diciendo es mejor. No te lo tomes a mal pero yo. No, esa no es la mejor ruta, yo sí se. ¿Pero cómo vas a conducir tú mejor que yo? Cuidado. Frena. Viene uno. ¿No estás yendo muy deprisa? ¿Seguro que sabes hacer eso? Ese no es el tema de la conversación, lo que estamos hablando es lo que yo digo. Mira, bonita, estoy seguro de que estás ahí por lo que vales pero yo. Me sorprende que aguantes tanto tiempo conduciendo. ¿Has comprobado qué es correcto? ¿Llevas los papeles? ¿Estás segura? Te voy a explicar en una lista las cosas que yo... y tú no. Deja que si quieres ya lo hago yo, que no digo que no seas capaz pero yo lo hago mejor. Yo llevo trabajando toda la vida. Yo es que llego a casa reventado. Yo es que no tengo tiempo. Tú no sabes el trabajo que tengo yo. ¿Puedes encargarte tú? Yo es estoy ocupadísimo. ¡Ah! ¿La jefa eres tú? Ah ¿es usted la titular? Ah, el pelo blanco. Yo no tengo nada en contra pero creo que a las mujeres no les queda bien. ¿No te cogiste una reducción de jornada cuando nacieron tus hijas? A mí es que me encantaría estar en casa con mis hijas pero claro yo tengo que trabajar. ¿No lo quiere consultar con su marido? Yo tengo demasiadas cosas en la cabeza como para acordarme de los cumpleaños, gestiones, compromisos. A ver, no me estás entendiendo. ¿Puedes mandarme un correo recordándomelo? ¿Estás ocupada? Bueno, no importa, lo mío son dos minutos y es más importante que cualquier otra cosa ahora mismo. No entiendo porque te pones así, no te cuesta nada mandármelo otra vez. ¿Y tu novio que opina de que hagas eso? ¿Estás en esos días? Ya veo que hoy no es el momento. Si quieres, (como yo lo sé todo y tú no tienes ni idea), te hago una lista de... Qué más quisiera yo que tener todo el tiempo que tienes tú para leer. Ya sé que me vas a llamar machista pero yo...¡Ah! ¿Conoces este libro, a este autor, este vino, este restaurante, a este grupo, a esta persona? Mira, si no te gusta es porque no lo entiendes. Tranquila. 

Mira, bonita, princesa, guapa, cabrona, zorra, malfollada, insatisfecha, feminazi, pringada, vieja. ¿Cómo me has dicho que te llamas? Tranquilizate. 

Estoy hasta los cojones del paternalismo pasivo agresivo a mi alrededor. Hasta los cojones que no tengo del paternalismo que surge siempre de que la mayoría de los tíos (no son todos ni mucho menos) partan siempre de la idea de que ellos saben más, conocen más, están más ocupados y su vida en general vale más que la mía. Estoy hasta los cojones de que me miren siempre desde arriba como punto de partida. 

Hartísima de paternalismo. Coño, ya.     


jueves, 9 de mayo de 2019

Me gustaría...

Me gustaría ser como Cenicienta y en las cenas de trabajo poder salir corriendo a las once y media para estar en la cama a las doce con mis tacones y mi falda convertidos en mi pijama. Me gustaría, alguna vez y para variar, acordarme de bajar la basura cuando digo «cuando baje a la calle, me llevo la basura» y no acordarme cuando estoy doblando la esquina de mi calle. Me gustaría que mi móvil me importara tanto como para tener los iconos ordenados. Me gustaría que, cuando muestro entusiasmo por algo o alguien, los demás no me miraran como si estuviera loca o no supieran que estoy diciendo. Y que me hicieran caso, claro. Me gustaría saber qué cortocircuito neuronal lleva a casi todos los hombres de mi curro a intentar encalomarme sus marrones laborales acompañados de la frase «Yo es que tengo muchísimo trabajo». No sé si me encabrona más que crean que yo no tengo nada que hacer o que, de verdad, crean que lo van a conseguir. Aunque puede que lo más me hostilice sea el hecho de que sé que la mayoría de ellos no hacen ni el huevo. Me gustaría que mi profesora de inglés no tuviera que recordarme nunca más que detrás de make va infinitivo y que la gente no se tomara las frases de cierre de un correo electrónico de manera literal o tendré que dejar de poner «Un abrazo». Me gustaría poder enviar un correo al gobierno de Estados Unidos y explicarles de manera didáctica y sencilla que ningún malvado del planeta va a ser tan estúpido como para responder que sí a la ristra de preguntas tontas que te hacen para sacarte el ESTA. Me gustaría decirles, de manera pausada y calmada, que todo ese trámite es una memez que no sirve para nada. Me gustaría acordarme de porqué en la adolescencia cuando tu madre te pide un beso, tú prefieres donarle un riñón antes que dar una muestra pública de cariño. Me gustaría que mi hija estuviera leyendo Mujercitas y no After. Y me gustaría no preferir eso en honor a mi yo adolescente que, a su edad, leyó la saga entera de Flores en el ático arrobada de emoción. Me gustaría tener una obra de arte en mi casa, un cuadro colorista y luminoso con una historia complicada detrás. Me gustaría tener pasta, tiempo y valor para solicitar una estancia en algún retiro de escritores en Estados Unidos y empezar allí, obligada por la presión de hacerlo bien, a escribir algo nuevo. Me gustaría que todo mi entorno escuchara el podcast Cold para poder comentarlo con alguien y dejar de ir en mi coche pensando «no me lo puedo creer» según avanzo en la historia. De hecho, me gustaría no pensar que me estoy obsesionado con ella. Me gustaría también que uno de mis podcasts de cabecera, el más antiguo de todos los que sigo, no se hubiera convertido en una tertulia de mal gusto, plagada de gente encantada de conocerse que pontifica sobre todo investidos por la autoridad divina que les da ser ellos mismos. Me gustaría que el último programa no me hubiera dado tanta vergüenza ajena como para pulsar «dejar de suscribirse». Me gustaría que no me diera tanta pereza ir al ginecólogo, hablar por teléfono y archivar correos electrónicos. Me gustaría saber cuántas manzanas más tengo que traer al curro para picar a mediodía para que empiecen a gustarme y dejen de parecerme un castigo. Me gustaría que comer roquefort fuera sano y redujera el colesterol. Y ya puestos que eliminara las arrugas y diera luminosidad a la piel. Me gustaría conocer a Guillaume Canet. Y ser capaz de decirle que es el típico tío que hace que me trague una peli horrible solo por el placer de contemplarle. Ahora que lo pienso me gustaría que Guillaume Canet fuera la obra de arte de mi casa. Aunque la historia complicada detrás me convirtiera en Kathy Bates.  


lunes, 6 de mayo de 2019

Mayordomos en extinción

 La vida en la sabana es durísima, unas especies crecen y se reproducen salvajemente y otras, soportando condiciones de vida terribles, tienden a la extinción.   Leo en un artículo que tenemos en el mundo, ahora mismo, sobrepoblación de ultrarricos y andamos escasísimos de mayordomos. 

Este terrible desequilibrio vital para la raza humana, el cambio climático y la viabilidad del desarrollo del planeta me empuja, por supuesto, a devorar el artículo que es una cumbre de despropósitos. 

Para empezar con el drama, no hay manera de saber cuántos mayordomos hay en el planeta. El periodista afirma que "En Suiza hay entre 1000 y 1200 mayordomos" pero que en el resto del planeta “creemos que hay algo más de un millón, aunque esto es realmente difícil de verificar. También porque hay muchos que, sospechamos, no cuentan con la formación necesaria”. No sé si habla de mayordomos o de una rara especie de ave tropical. Eso sí en Suiza como siempre lo tienen todo controlado. Y me encanta la sospecha de que hay gente por ahí, con frac y cara de circunstancias fingiendo ser Jeeves. 

La cuestión es que tenemos 42 millones de ricos y solo un millón de mayordomos, por lo que se me ocurre organizar unos Juegos del Hambre o un Battle Royal de ricos para conseguir mayordomo. Esta solución nos conviene a todos, acabaríamos con la superpoblación de ricos y podríamos saber quién anda fingiendo ser mayordomo porque les cortaríamos la cabeza al descubrir que no saben usar la pala de pescado o lustrar una botas de montar de un chino rico. 

¿Y cómo se cotiza nuestra raza autóctona de mayordomo? Pues, según un especialista en mayordomos, fenomenal porque  "El español es leal, afectuoso y tiene ese reconocimiento”. Por si esto fuera poco, los mayordomos españoles “vienen con una instrucción previa en centros extranjeros, muy al estilo de Downton Abbey. Nosotros la pulimos y la adaptamos a las necesidades reales de hoy”. Estoy perpleja. En primer lugar no sabía ni que teníamos raza autóctona de mayordomos, en segundo lugar me llena de orgullo patrio que estén tan bien considerados aunque lo de leal y afectuoso me suena como lo que se dice del mastín del pirineo y tercero ¿Qué hay que pulir de alguien que viene de Downton Abbey? ¿Estamos tontos? No hay nada mejor que Dowton Abbey. Espero que adaptarlos a las necesidades reales no sea hacerlos escuchar trap , sacarse selfies en instagram y cocinar recetas veganas. Eso ni es un mayordomo ni es nada, por muy leal que sea. Eso es un influencer de medio pelo. 

Los mayordomos no tienen paro. ¿Por qué? Porque los ultrarricos demandan muchos esclavos. “Se suele exigir una disponibilidad total, los siete días de la semana durante los 365 días del año. A partir de ahí ya se negocian días y fechas libres con el cliente, pero de entrada se requiere una disponibilidad total”. Por lo visto no hay suficientes mayordomos leales y afectuosos dispuestos a no tener vida para cuidar a unos inútiles integrales por muy bien que les paguen. (El sueldo está en unos 85.000 € anuales, aunque a mí ese dinero por convertirte en esclavo de alguien no me parece tanto, la verdad). Eso sí hay que valorar primero que tienes "oportunidad de conocer mundo, ya que es raro que una familia de ultrarricos se quede siempre en el mismo lugar" (supongo que por miedo a los depredadores de ultrarricos). Y, en segundo lugar, que esa pasta es "neta libre de impuestos y sin ningún gasto, ya que el mayordomo duerme en la casa del cliente y viaja con él. Es un trabajo que permite ahorrar”. Viajas y ahorras para cuando te mueras en la plantación de algodón, en la casa del ultrarrico. 

Entre la raza de mayordomos, los ejemplares más cotizados son los que todavía están fuertes para aguantar el ritmo de los ultrarricos "los que tienen entre 35 y 45 años, con una edad que ya da muestra de algo de experiencia, pero todavía jóvenes para poder recorrer el mundo". Esto me fascina porque lo lees y piensas que el mayordomo va a tener que recorrer el mundo en diligencia y cargando con la vajilla de porcelana del ultrarrico. Ahora que lo pienso, lo mismo es así porque yo de este mundo no sé nada. Lo mismo el ultrarrico va en jet privado y el mayordomo viaja en Ryanair en tarifa de perrete en la bodega.  

"Si tú le dices a un recién graduado en Turismo o Protocolo que si quiere ser mayordomo, lo primero que dirá es que no, porque es una profesión con connotaciones de servilismo. Es una profesión muy desprestigiada de puertas hacia fuera". Cómo son los graduados en protocolo, ¿desde cuando trabajar todos los días sin descanso ha sido servil? Si es que la gente ve fantasmas dónde no los hay. 

“Tener un mayordomo no es un lujo o un capricho. Es una necesidad que tienen los ultrarricos, que no pueden perder el tiempo en ver si su habitación está reservada, en saber qué ropa llevar a un evento o en asegurarse de que el avión no sale con retraso" 

Pensándolo bien, necesitamos que se extingan los mayordomos para ver si así los ultrarricos se tropiezan con sus propios cordones, se mueren de hambre por no saber abrir la nevera o se escaldan en la ducha por no saber graduar la temperatura del agua y nos libramos de esta plaga. 

La evolución de las especies era esto. 


jueves, 2 de mayo de 2019

Lecturas encadenadas. Abril

John Cuneo
Abril ha volado. Volví de Valencia de mi charla TEDx, me mudé con mis brujas y aquí estoy empezando Mayo de solterismo. Un parpadeo y se me escapó abril. En cuanto a las lecturas he descubierto que tengo un patrón. Empiezo el mes con algún libro nuevo y cuando compruebo que para el día quince o así sigo con él, siempre pienso «este mes solo me va a dar tiempo a leer un par de libros, estoy ocupadísima» y de repente se acaba el mes y tengo cinco para lecturas para encadenar. 

Al lío. 

Empecé el mes con un ensayo. Estoy tratando de intercalar ensayo y ficción, no por nada especial ni a rajatabla pero para compensar una lectura con otra. Lo primero que leí este mes fue Amsterdam: historia de la ciudad más liberal del mundo de Russell Shorto con traducción de María Victoria Rodil.  Este libro lo apunté en mi lista de recomendaciones porque escuché a Guillermo Altares hablar de él en la radio. (Las recomendaciones de Altares siempre son buenas, aprovecho para recomendaros una película a la que llegué por él y que está en Amazon y se llama Un pequeño favor) . El libro me lo trajeron los Reyes el año pasado, 2018, y ahí estaba esperando si turno. 

Russell Shorto es americano pero vivió en Amsterdam durante siete años con su mujer y sus hijos y escribió este libro mientras se estaba divorciando. Shorto nos cuenta la historia de Amsterdam desde que se formó como un pequeño núcleo urbano habitado por individuos que decidieron vivir en un lugar inhabitable. Para ello tuvieron que colaborar para construir los diques, desecar los campos, drenar los suelos, concentrar el agua y canalizarla. Fue una unión de esfuerzos individuales para lograr un bien colectivo. Para Shorto este origen de colaboración de individuos  es el que define el espíritu de la ciudad: individualismo en busca de un bien común. Además el hecho de que, al contrario que en el resto de Europa, esas tierras desecadas fueran de los que las trabajaban y no de la iglesia o la nobleza,  es también algo que diferencia la ciudad. 

Shorto recorre toda la historia de la ciudad desde ese momento, pasando por su época como estado dependiente de la Corona de España, las guerras de religión, el comienzo de la dominación comercial de la ruta de las Indias Orientales, la creación de la bolsa de valores con la venta de acciones de la Compañía de las Indias Orientales. En esa primera venta, siete amas de casa de la ciudad se hicieron accionistas. También la corrupción inmobiliaria con cargos municipales haciendo trapicheos surgió allí en el siglos XVII. Leyendo a Shorto he descubierto a Maria van Ooosterwijk una pintora de la época de Rembrandt que ni me sonaba y he leído aspectos de la vida de Rembrandt que tienen que ver con la ciudad, como la de la sirvienta que entró en su casa a trabajar cuando su mujer acababa de dar a luz a su primera hija, o las transacciones comerciales que llevó a cabo para comprar su casa. También he conocido a Aleta Jacobs, la primera mujer de los Países Bajos que recibió un título universitario, una de las primeras médicas del mundo y una pionera de la anticoncepción. 

Shorto cuenta todas estas cosas de manera detallada y amena con un punto de humor. Rastrea archivos y habla con especialistas y, a la vez, nos cuenta la historia de Friede Menco, una mujer judía superviviente de Auschwitz y vecina de Anna Frank, a la que visita cada mañana después de recorrer la ciudad en bici y dejar a su hijo en la guardería. Con el testimonio de Menco reconstruye los últimos años de la ciudad y  le dice esta frase con la que cierra el libro: 
«Tú sabes lo que siempre te digo desde que fue lo de Auschwitz. La vida es absurda. No tiene sentido. Pero tiene belleza y portento y debemos disfrutar de eso».
Y me quedo también con esta frase de Ayaan Hirsi Ali, ex-política holandesa que tuvo que huir del país por las amenazas del islam radical. 
«El mundo occidental se salvó porque logró separar la fe de la razón  y la única manera de hacerle frente al extremismo en el Islam es renovar el mensaje de la Ilustración, recordarlos a los estadounidenses y a los europeos que la sociedad moderna no fue algo que cayó de los cielos. Hay una larga historia de luchas que dieron nacimiento a esta sociedad tan compleja. Y la religión, incluido el cristianismo, la mayoría de las veces obstaculizó el proceso».
Amsterdam: historia de la ciudad más liberal del mundo es un entretenídisimo ensayo que se lee con agrado e interés y que puede, incluso, servir de guía de viajes para visitar la ciudad.  Lo recomiendo mucho. 

El azul es un color cálido de Julie Maroh, es un tebeo que Juan me regaló por mi cumple por recomendación de mi consejero de cómics. Se lo dí a leer a María antes de leerlo yo y cuando la vi, cogerlo, mirarlo y dedicar la siguiente hora a leerlo sin distraerse con nada más pensé que ya daba igual lo que me pareciera a mí, había merecido la pena. Sé que la película La vida de Adele está basada en esta historia, pero no la he visto. ¿Qué cuenta este tebeo? Una historia de amor entre dos adolescentes, dos chicas. Una está todavía en el instituto y la otra es universitaria y, se supone, más experimentada. La adolescente se plantea todas las dudas del mundo, las sufre, no comprende qué le ocurre, se niega a aceptarlo y cuando por fin lo hace se lanza a ello de cabeza. Todos hemos pasado por ese torbellino emocional del amor verdadero, el amor lo puede todo y no poder despegarte de la otra persona ni medio segundo.  Para mí la primera parte de la historia, las dudas, la inquietud, la inseguridad está muchísimo más conseguida que la segunda en la que al concretarse la historia ocurren una serie de cosas que me sacan totalmente de la historia.  El dibujo es precioso con una elección de colores que resulta perfecta para el tono de la narración. 

Hay lecturas que te mantienen en tensión, son como estar sentada en un taburete con los pies colgando y los brazos apoyados en la barra con el libro entre los codos. Hay otros libros que son una tumbona al sol en la que adormilarte con el libro apoyado en el pecho o cayendo al suelo. Hay otros que son casi como leer de pie, incómodo, deseando terminar, dejarlos y hay otros, que son como una gran sillón mullido en el que dejarte caer y arrebujarte entre sus cojines hasta dejar tu silueta marcada en ellos. De este último tipo es Los años ligeros. Crónicas de los Cazalet de Elizabeth Jane Howard y traducción de Celia Montolío. 

Los Cazalet son una familia inglesa de clase alta, pero sin ser nobles, que viven a finales de los años 30 sus años ligeros como estaba haciendo toda Europa. Viven en Londres y pasan los veranos, todos juntos, en una casona del campo. Esta primera entrega de sus crónicas cuenta la historia de dos veranos, el de 1937 y el de 1938 cuando es evidente que lo que está ocurriendo en el continente con las anexiones e invasiones de los alemanes llevarán a Europa a otra guerra. La ceguera voluntaria de los Cazalet se combina con sus temores, los preparativos para una nueva guerra discurren a la vez que las excursiones a la playa, los romances, las rupturas, los problemas para confeccionar menús y la adolescencia de los nietos. 

En Los años ligeros aparecen un montón de personajes: abuelos, hijos, nietos, personal de servicio, amantes, parejas, familiares lejanos. Todos con su peso y su protagonismo. Vives en la casa, hueles el césped, ves los sandwichs de pepino y el salmón frío con mayonesa, tocas su ropa, hueles la playa y lo que es más importante entiendes las relaciones entre ellos porque tú has estado ahí. El lector no ha tenido cocinera ni chófer pero seguro que tiene hermanos y las relaciones entre los hermanos siempre se parecen, cuando somos niños y cuando evolucionan cuando nos hacemos mayores. 

Elizabeth Jane Howard, la autora, escribe con esa ligereza que parece sencilla pero que conlleva un andamiaje estructural muy complejo y un perfecto control de la narración para que todo avance pero sin resultar lineal. Va saltando de escena en escena, de personaje en personaje, construyendo un bloque, un barco que avanza por la historia sin que nada se desmorone ni se descontrole. 

Los años ligeros es un NOVELÓN, un calificativo que muchos usan de manera despectiva pero que, para mí, significa una lectura en la que acomodarte, hacer tu hueco, taparte y regodearte sin que te importe nada más. Es uno de esos libros que hacen que a lo largo del día, mientras estás cumpliendo tus obligaciones, pienses «ojalá estuviera en casa leyendo» 

Corred a leer este primer tomo. 
«Era una de esas personas afortunadas que, sorprendentemente, disfrutan haciendo lo correcto» 
Fin de poema de Juan Tallón, me esperaba en mi estantería desde el mes de febrero. No es mucho tiempo, lo sé, pero suficiente para que le llegara el turno. No es una novela o quizás sí, depende, a lo mejor, puede, ¿por qué no? Es un libro sobre las últimas horas de cuatro poetas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater. De los tres primeros había oído hablar, de Pavese incluso había leído sobre sus últimas horas en las obras de Natalia Ginzburg pero de Ferrater no sabía nada. Además de poetas comparten desesperación, soledad, miedo, depresión y angustia. Tres de ellos además comparte alcoholismo. Capítulo a capítulo recorremos sus últimas horas, los últimos encuentros, las decisiones, las personas que quizás vieron, las últimas palabras que dijeron, lo último que, a lo mejor, pensaron. 

De todos los libros que he leído de Tallón con este me ha pasado una cosa curiosísima y es que al principio, al comenzar a leer el primer capítulo sobre Pavese le oía en mi cabeza, con su voz fina y su acento gallego. Fue algo bastante perturbador que se fue acallando poco a poco. Es, además, un libro en el que no aparece él, (o parece no aparecer porque nunca se sabe), cuenta la vida de otros a los que no conoció pero que existieron y aunque no caben sus propias historias si da cabida a algo que hace siempre muy bien. Tallón siembra siempre sus textos de pequeñas historias que pertenecen a otros  dando siempre la impresión de que la vida es una tela de araña que no se acaba nunca y solo nosotros decidimos hasta donde queremos llegar explorándola. 

Como siempre con Juan he doblado muchísimas esquinas. Me quedo con esta de Cesare Pavese y sus mañanas porque me identifico mucho: 
«A Cesare le gusta el silencio de las mañanas, incluso los sonidos que rodean el silencio, como el de las canciones o el café al inundar la taza, o el de la taza al posarse en la mesa, o el de la cuerda al correr el tendedero, o el de la garganta al abrir paso al café o el de la pinza de la ropa al caer a la calle».
Y esto en un capítulo de Pizarnik que define bien la desesperación, el rendirse. 
«Ella no precisa más años: Avanza hacia el fin. Tiene vistas ya a la ruina. Ese estado mezcla de ausencia y desesperación total la empuja a tomar la tiza y escribir su último verso sobre la pizarra: No quiero ir nada más que hasta el fondo». 

El día 26 se celebraba en Madrid La noche de los libros y me fui a celebrarlo a la Librería Los Editores asistiendo a una charla de Pablo Remón, Fran Reyes y Francesco Carril sobre teatro. Remón es el autor de dos obras que vi el año pasado y que me encantaron: El tratamiento y Los Mariachis. La tertulia fue estupenda y además allí me encontré con Belén Bermejo que me recomendó Rialto, 11 de Belen Rubiano. 

«Yo tenía una librería en Sevilla» es la primera frase de Rubiano. Obviamente es un homenaje a Dinesen y su granja en África y obviamente acabó como ella, sin su librería. Rubiano nos cuenta la historia de cómo se hizo librera, consiguió tener su propia librería y la perdió. Es un libro lleno de ilusión y también de amargura con una presencia aplastante de malas experiencias: jetas, pesados, aprovechados, locos, ladrones parecen ser el día a día de su librería apenas compensado por unos cuantos clientes interesantes, generosos y con los que acaba haciendo amistad. Es un libro "riquiño" como dirían los gallegos o "cute" como dicen los ingleses, un libro mono que se lee con un poso de tristeza porque la librería va a cerrar, sabes que no será negocio, que no aguantará la competencia, que cada vez se venderá menos y que Belén no hubiera escrito este libro si la librería hubiera sido un éxito. Habría escrito otro. 
«Qué sonido tan triste hace una librería cuando se muere» 
Y con esto y empezando la segunda entrega de Las Crónicas de los Cazalet hasta los encadenados de mayo. 




lunes, 29 de abril de 2019

Disfrutad la calle, os espero en casa

Sempé. 1957 
Ayer salí a la calle para ir a votar. Fue una incursión en plan comando: salir, votar, comprar leche, volver a casa, alivio. No me gusta salir de casa, me cuesta un mundo salir a la calle. Me esfuerzo para encontrar un motivo por el que dejar mi casa, mi sofá, mi cocina, mi cama, mis libros, mi mesa y las vistas desde mi ventana. Cuando salgo (casi) siempre es por obligación y no hablo solo de ir a trabajar, a la compra, a la tintorería o a llevar y traer a las niñas de sus movidas; quedar me da pereza, ningún plan me parece mejor que mi casa. Sé que esto le pasa a mucha gente y creo que es algo que va con la edad como las canas, dormir menos o aprender a ajustar el resto de comida al tamaño del taper. En esto, como en tantas otras cosas, no soy especial. 

Las que me parecen especiales son todas las personas a las que parece que su casa se les cae encima, aquellas que te dicen «yo tengo que salir a la calle todos los días, sino salgo me parece que he desperdiciado el día». Para mí es como si hablaran dialecto mandarín del centro de China. ¿Perder el día? ¿Desperdiciarlo estando en tu casa?  Tengo amigos así y los observo con fascinación e inquietud. Salen de casa a las doce de la mañana y a las diez de la noche siguen en la calle, yendo y viniendo de un plan a otro. «Vente, no seas seta». Y yo los adoro y sé que si hiciera el esfuerzo seguro que lo pasaría bien pero sinceramente, prefiero no hacerlo. 


Ayer, en mi barrio, había multitudes por la calle: gente yendo a votar, abarrotando las terrazas, en el parque, paseando. Los miraba como a alienígenas, ¿por qué no están en casa con sus vaqueros más viejos vagueando? ¿Qué ven en la calle que yo no veo? ¿Qué atractivo encuentran que a mí me es negado? Esta sensación se multiplica por un millón un sábado a las cinco de la tarde. ¿Qué hace que alguien prefiera estar en la calle a esa hora en vez de estar mecido en su sofá disfrutando el silencio, la peli terrible de mediodía o roncando?  

Ayer, desde mi sofá, mientras veía la tarde caer y a la gente pasear arriba y abajo, pensé que seguro que la tara es mía y que con mi querencia al hogar me estoy perdiendo cosas. Los que tomáis las calles y las disfrutáis, para mí sois unos héroes. Me admira esa fuerza de voluntad, me asombra esa fortaleza, ese empuje para pasarse el día en la calle, yendo y viniendo y disfrutándolo. Tiene que haber algo ahí fuera que merezca la pena, el esfuerzo, seguro que sí pero para mí, no hay nada como estar en casa.  No hay nada como la sensación de estar a salvo, sin duplicidades, sin tener que ser nada más que yo, sin fingimientos, sin ropa limpia, sin planes, sin prisas. Descalza. 

Disfrutad la calle, os espero en casa. 


jueves, 25 de abril de 2019

Ignórame, supéralo

No vengas. No vuelvas. Olvida el camino, borra la ruta, elimina el historial. Toma otra dirección, haz un cambio de sentido. No me leas. No me mires. No me veas, no me escuches. Castígame con el látigo de tu indiferencia, sé descortés y (más) maleducado. Ignórame. Pasa de mí, de mis cuitas, de mis problemas, de mis preocupaciones. No pierdas tu tiempo calificándolas de tonterías, aprovecha para hacer algo útil como cortarte las uñas o mirar al infinito disfrutando de tu inmensa sabiduría. Hazme el vacío, prívame de tu compañía, de tu conocimiento, de tu saber estar, de tu profundo conocimiento de la psique humana, sobre todo de la mía. Mantenme en la oscuridad, en la ignorancia. Haz de mí una paria, una inculta. No me enseñes, no me corrijas, ríndete a la evidencia de que soy idiota, de que te caigo mal.  Ignórame. Aléjate de mis fallos que tanto te crispan, libérate de mis incongruencias que tanto te incomodan. Surfea mi egocentrismo que tanto te indigna y salta por encima de mi yo constante y de las cosas que (me) pasan. Ignórame y libérate.  

Si alguna vez aparezco en tu twitter, bloquéame. 
Si alguna vez me lees en un periódico, arranca la página, cierra el navegador. Escribe una indignada carta al director.  
Si me escuchas en la radio, apágala. 

Pero mientras tanto empecemos por liberarte del vicio de venir aquí, a mi casa, a leerme, a crisparte. Supéralo. Sal al mundo. Disfruta. Superarás el mono.  

Dame por perdida, hazme el vacío y, sobre todo, déjame en paz. 

Podré superarlo, querido anónimo. 

Posdata: Sé que tendrás impulsos incontrolables de comentar aquí. Querrás escribir algo mordaz y supuestamente ingenioso como «ñiñiñi» pero voy a ayudarte y capar los comentarios. Todo por tu síndrome de abstinencia y porque el blog es mío y hago en él lo que quiero.     



martes, 23 de abril de 2019

Un escaparate en Asturias

Huele a lilas en el coche de vuelta. A lila. Solo robé una de la casa del médico de la colonia Solvay, la única que alcanzaba sin subirme a la valla. Ya tengo una edad para saltar vallas en pueblos que no conozco, en Los Molinos la hubiera saltado armada con unas tijeras de podar pero en esa colonia tan belga, tan ordenada, tan inesperada no me pareció adecuado. Asturias huele a verde y a eucalipto aunque no llueva y suena a viento aunque no sople. En la playa, tumbada en una manta de cuadros rojos, con vaqueros y camiseta me siento increíblemente cercana a los Cazalet, la familia protagonista de la novela que estoy leyendo. A veces hay que leer novelas en las que lo que pasa es la vida sin preguntarse por vivir, novelas en las que las preocupaciones son lo que van a comer, el vestido que van a llevar y ser increíblemente educados. Nada como una buena novela inglesa para relajarte en una playa. Y nada como una multitudinaria familia vasca para arruinarte ese placer colocándose a tres metros de ti cuando hay toda una playa para disfrutar. No sé si son vagos o mi campo magnético les atrae. Los miro enfurecida intentando que a través de mi gesto displicente y mi bufido comprendan que no son bien recibidos pero, por supuesto, me ignoran. Dejo el libro y los observo. Son como los Cazalet. Los abuelos van de la mano y eso me enternece, me los imagino entrañables y cariñosos. Ella protesta porque tiene frío y él responde a todos sus nietos, que son legión,  con un «pues claro que sí, cariño». Tienen cuatro hijos, todos cortados por el mismo patrón y ya talluditos, ninguno va a volver a cumplir cuarenta y cinco. Las nueras son más dispares y todos están reunidos alrededor de una cantidad de bolsas increíble: comida, agua, ropa para cambiarse. Ni un libro. Los nietos salen corriendo a jugar al fútbol, los abuelos están plantados en la arena sin saber qué hacer, alguien se ha dejado sus sillas en el coche y aunque todos los hijos se ofrecen para ir a buscarlas la madre dice «no, hijos no, tengo frío para sentarme». Al final el grupo se dispersa, las nueras se van a caminar por la orilla, los abuelos por el paseo de madera a recorrer la ría y los hijos se quedan alrededor de las bolsas mirando a lo lejos el partido de fútbol de los nietos. «Mamá no está bien. No se entera de nada o hace que no se entera. Desde lo de Pablo apenas me dirige la palabra, no me habla». ¿Quién es Pablo? A veces, me gustaría que las conversaciones de los demás vinieran audiodescritas, como en las películas. O mejor, con notas al pie, *Pablo es un hermano díscolo que decidió hacer carrera como actor porno y su madre no se lo ha perdonado. 

Recorro lugares en los que estuve hace casi seis años, con otra vida y otras personas. No siento nostalgia ni tristeza. Me alegro de volver y de saber que todo salió bien. En Lastres encuentro el mejor escaparate del mundo, con vistas al mar a través de una ventana invadida de hiedra, se asoma una antigua tienda de antigüedades, la misma tienda lo es. Aparcados en su puerta hay un barco azul y un todoterreno, con una toalla colgando del retrovisor izquierdo. En el escaparate hay un mal paisaje que podría ser el Capitan en Yosemite pero que probablemente sea un picacho asturiano que no soy capaz de reconocer. Hay un busto femenino de mármol de esos que se usan como modelo en las clases de pintura parece tímida, desubicada, harta de sus compañeros de ventana. Las obras escogidas de Oscar Wilde se apoyan en una lata antigua de pimentón puro de Juan Antonio Sánchez Laorden de Santomera, Murcia que hacen pareja con la mítica lata de ColaCao. Oscar Wilde, pimentón y Colacao. Ojalá ser dadaista para escribir un poema con esto.  Hay un retrato en blanco y negro de una dama de perfil que también necesitaría una nota a pie de página o, al menos, un subtítulo. Más libros y un ejemplar de Armamento Portatil Español 1704-1830 de Bernardo Barceló Rubí.  En las rodillas de una armadura se apoya un papel en el que se puede leer "para avisos llamar aquí". Fantaseo con la idea de que el teléfono sea de la armadura y puedas llamar a ese teléfono si necesitas un caballero andante o un fantasma para asustar a alguien. Justo por encima del yelmo un cartel de Securitas Direct. Sonrío. La esquina derecha parece un bodegón sobre la futilidad de la vida: un cuadro de flores, más libros, una lámpara vieja, una salsera. .  No resisto la tentación y pego mi cara a la cristalera: dentro hay una cueva de tesoros increíbles. Ojalá la armadura me abriera la puerta y pudiera pasarme la tarde escudriñando la vida de todos esos objetos. Sería un local fantástico para una librería. 

Hace muchos años conocí a Julián, cuando ni él era Julián ni yo era Ana, cuando éramos nicks anónimos.  Él estaba mal, yo estaba regular, los dos nos quejábamos amargamente del tiempo en la meseta, del sol, del calor, de la ausencia de lluvias, de nubes, del secarral, del amarillo que todo lo invade y que te seca la vida. He ido a Asturias a conocerle en persona   , a alojarme en su hotel, a comer la mejor fabada del mundo y a comprobar, una vez más, que internet no me ha traído nada más que cosas buenas y que Julián sigue siendo gruñón pero es un gruñón feliz. 

martes, 16 de abril de 2019

¿Cómo alguien como tú va a tener una depresión?

La mujer que me cuenta que su hermana tampoco puede tener una depresión. Los tres jovencitos, tan jóvenes que casi parecen protagonizar Los Goonies ,que se acercan a preguntarme cómo me curé, la chica que me cuenta la historia de su familia, de su madre, y de cómo ella no puede ayudarla más, no sabe qué hacer. La madre que me dice que ella tampoco podía querer a sus hijos pero que nunca se atrevió a decirlo. El hombre que llora mientras me cuenta  que él se separó de su mujer porque no podía más, porque era él o hundirse con la depresión de ella. Llora lágrimas calmas que le empañan las gafas y que se seca con un pañuelo de tela porque es uno de esos hombres que aún lleva pañuelo.  Lloro con él y trato de consolarlo mientras le dedico Los días iguales que él ha comprado para ella.  La chica que me dice que mañana mismo irá al médico porque no puede más mientras su novio detrás de ella me mira con alivio. 

Lo mejor de las charlas, lo mejor de hablar de mi depresión son las personas que vienen a contarme sus historias. Ojalá pudiera hacer más por todas ellas.  

Mi charla en el Tedx Ciudad Vella de Valencia.