- Mamá, ¿por qué tú, la influencer de esta, casa no hace fotos del cielo cuando está bonito? *
Hoy el cielo está precioso, son casi las nueve de la noche y se pone el sol por detrás de la falda de La Peñota, dejando en sombra el valle y la montaña. Los verdes se vuelven más oscuros y el amarillo del cambroño florecido (del que en Los Molinos, este año, se han sacado de la manga una fiesta) se va apagando poco a poco.
Justo debajo de mi ventana, que mira al suroeste, está el tejado del porche. Un porche que no siempre estuvo ahí, lo construimos (uso del plural mayestático) después de morir mi padre. Mi madre y mi hermano hicieron una cosa totalmente fuera de mi alcance que fue medir, calcular y pedir las maderas y todo lo demás y construirlo. En mi favor diré que yo me ocupo de pintarlo un verano de cada dos, trepada a una escalera, mientras escucho podcasts. Los porches son bonitos cuando estás en ellos, cuando los miras de frente y de lado pero no desde arriba. El techo de este porche solo me gusta cuando se cubre de nieve porque hace que, desde mi ventana, haya un continuo blanco desde mi alfeizar hasta el jardín. Acabo de recordar que antes de que hubiera porche, mi ventana era accesible trepando por la reja de la ventana que había debajo (ahora es una puerta) y por ahí subía mi primer novio de madrugada a jurarme amor eterno. Me hacía ilusión pero siempre temí que le pasara como al hijo de Rommy Scheneider (referencia para los de más cuarenta). Más allá de este tejado alcanzo a ver una franja de césped por la que, por las mañanas, veo pasear a Turbón buscando un sitio para plantar su pino. Sí, somos ese tipo de gente que no ha conseguido educar a sus perros para que haga sus necesidades en una esquina del jardín pero a cambio son perros que no dan la turra, no pueden ser más cariñosos y no te acosan cuando estás comiendo. Cuando estoy en esta casa teletrabajando y veo a Turbón buscando su momento, hago algo horrible pero que me divierte mucho, golpeo el cristal o le llamo si hace tiempo de tener la ventana abierta y le destrozo el momento mágico de: por fin. Imaginad sentaros en vuestro váter, aposentaros y cuando estáis a punto de gozarlo alguien llama a la puerta. Para Turbón yo soy ese alguien aunque como está mayor, y no sabe de donde viene la voz, puede que crea que soy el Dios de los perros.
El jardín está ahora mismo en su mejor momento, apoteosis de verde y de flores. La palabra follaje tiene ahora todo el sentido. A la izquierda vislumbra la punta de las ramas del pino gigante que está en la otra parte del jardín. Normalmente no lo miro, casi no lo veo pero si me fijo me asombra lo enorme que se ha hecho y me aterra la posibilidad de que algún día se parta, se caiga encima de la casa o se muera. Por alguna razón irrazonable creo que el fin de ese pino significará algo terrible para mi familia. En todo su esplendor veo el castaño. Está gigante y ha brotado a lo bestia, con esa energía como adolescente que hace a los humanos en esa edad un poquito insoportables porque ocupan, suenan y están demasiado. Así está el castaño ahora, en plan: mirad como molo. Es impresionante como ha crecido. No sé cuando lo plantamos (otro plural mayestático). Con todos los árboles del jardín me pasa lo mismo. Me parece que todos los plantamos "hace poco" pero luego calculo y hace poco son quince años o doce o siete. Cinco mil cuatrocientos días, , cuatro mil trecientos ochenta o dos mil quinientos cincuenta y cinco. Cuando plantas un árbol siempre te parece que tardarán tanto en crecer que no lo verás, que pasarán mil cosas antes de que ese pequeño palo con cuatro hojas te de sombra, de fruto o te permita colgar un columpio. Luego, de repente, ese árbol sobrepasa el porche de tu ventana y ya no te deja ver la montaña ni el pueblo, una vista a la que estabas tan acostumbrada que ni siquiera sabes cuándo dejaste de verla. Eso sí, ahora si me desnudo frente a la ventana, nadie puede verme... y creo que es mejor para todos.
A continuación del castaño veo la casa del vecino. Una casa fea. El misterio de porqué la gente se hace las casas feas nunca se resolverá, es uno de los grandes dramas de la humanidad junto cómo consigue alguien vivir en una casa con todas las persianas bajadas todo el tiempo, todos los días. Durante un tiempo pensé que tenían algo que ocultar, ahora después de treinta años de semi convivencia con ellos creo que el mundo no les gusta. Esos esquivos vecinos se esconden del mundo porque todos les caemos mal y creen que les amenazamos.Justo por encima de su antena pasa un cable que marca una perfecta horizontal en el paisaje. En ese cable, por las mañanas, se posan una pareja de palomas (o una cada mañana, no tengo capacidad para distinguir una paloma de otra) que se acercan, se alejan, aletean y se marchan. Por encima del cable veo los abetos de otro vecino, y los tejados apenas vislumbrados de más casas de las que conozco los nombres y a las familias que las habitan. Más allá la mirada se desliza sobre árboles y vegetación hasta la cumbre de la montaña. Eso compensa la casa fea.
Desde mi ventana veo también cuatro pinos que no sé cuando se plantaron porque estaban en esta casa antes de que nosotros nos mudáramos aquí hace casi cuarenta años. No paran de crecer pero no son tan tupidos como para taparme la vista. Tengo el dormitorio más pequeño de la casa pero desde la cama veo cumbre de La Peñota, una cosa por la otra. Debajo de los pinos veo, en este momento de orgía primaveral, las flores de un arbusto que, por lo visto, se llama flor del paraíso. Un nombre muy cursi pero con todo el sentido porque esas flores son casi intangibles. Las miras, te acercas, aprecias sus pequeños pétalos blancos apretados en forma de bola pero en cuanto las tocas o intentas cortarlas para ponerlas en un jarrón se desmoronan. ¿No son la perfecta metáfora de un paraíso? A la derecha veo un arce que parece el hermano pequeño del castaño, crece y crece como diciendo "al final te pillaré y seremos los dos iguales, y me tendrás que dejar salir con tu pandilla" y ahora ya tengo edad para saber que será así. Ese arce, este año, ha crecido lo suficiente como para taparme una de las farolas horribles del jardín. Porqué mi padre eligió esas farolas tan feas es un misterio. ¿Se lo dije en su momento o hace treinta años me gustaban? No lo sé pero son un drama. Más allá de la intuida farola está el bosquecillo de álamos con ramas colgantes debajo de las cuales, en verano, si te tumbas a echarte la siesta te sientes como en una película indie. Cerrando la vista por ese lado veo el muro de ladrillo blanco de la casa cubierto por la enredadera que da la vuelta a la casa y que, cuando yo sea viejita de verdad, espero haya cubierto todas las fachadas dándole un aspecto de casa de cuento.
Ya se ha ido el sol, queda un poco de claridad que se irá poco a poco perdiendo mientras las montañas se oscurecen perdiendo los colores, pasando primero por el azul noche hasta llegar el negro en el que solo veré las luces de las casas, el tren pasando por la montaña y la casa del vecino.
No hago fotos del cielo porque no se puede contar todo esto en una foto.
*El continúo tono irónico de mi hija conmigo lo dejo para otro post.