Un regalo no pesa lo mismo si lo haces o si lo recibes. Tampoco pesa lo mismo en el momento en que se entrega o se recibe que en el momento en que se piensa o diez años después de recibirlo. No pesa igual si la otra persona ya no está que si sigue en tu vida. Un regalo, cualquiera, pesa por pensamiento, obra y omisión, como los pecados.
A mí me gusta regalar y nunca lo hago al tuntún. No es una obligación jamás. Si no me apetece regalar a alguien no lo hago. Entiendo que no todo el mundo piensa o actúa así pero para mí, regalar sin ganas es perverso, es como llenar un cuento infantil de referencias sadomaso. Por supuesto, hay personas a las que me apetece mucho más regalar y en este caso el presente pesa más. Cualquier regalo a mis hijas lleva meses de pensamiento, de elucubrar ideas y maneras y lleva semanas de ejecución. Son regalos pesados tanto por la intención como por la esperanza depositadas en ellos: son regalos que quiero que les gusten y que quiero que recuerden. No soy tan inocente como para creer que María recordará su pijama de spiderman o su coche teledirigido cuanto tenga treinta años pero sé que durante sus siete, ocho, nueve, diez, once años...esos regalos fueron una presencia importante y con eso es suficiente. Por experiencia sé que no hay regalo que pese más que el mal regalo, el hecho sin pensar en la otra persona, realizado desde el utilitarismo o "esto es lo que toca". Esos regalos pesan tanto que no se olvidan nunca. Treinta años después todavía recuerdo el disgusto que me llevé cuando mi madre, por mi dieciocho cumpleaños, me regaló una bolsa de viaje de piel. ¿Era bonita? Sí. ¿La he usado mucho? Sí. ¿Era el regalo adecuado? No. ¿Era un regalo que decía esto es lo que quiero regalarte yo independientemente de lo que quieras tú? Sí. Eso pesa muchísimo.
Lo que pese un regalo, en cualquier caso, no depende de su valor ni del tiempo que se haya dedicado a buscarlo. El peso de un regalo es intangible e inmensurable. Por eso el collar de macarrones del día de la madre de hace quince años pesa lo mismo que la pluma que me regalaron el año pasado. Por esa condición extraña cuesta más dar los libros que te regalaron aunque no te haya gustado que los libros que te gustaron pero que tu misma te compraste. Las manitas de mis hijas impresas en escayola pesan más que el David de Miguel Ángel. Una piedra de una playa, un marca páginas roñoso, una camisa antigua, tu anillo de boda, todos esos regalos pesan casi lo mismo, pesan una vida.
Hay otros regalos que, sin embargo, parecían pesar una tonelada cuando te los regalaron. Parecía que iban a durar para siempre, que iban a ser necesarios todos los días de tu vida, venían cargados de intención y puede que de amor. Su peso, sin embargo, se convirtió en una losa cuando tu vida cambió y cuando, por fin, has conseguido librarte de ellos, cuando llega el día en el que te deshaces de ellos (es un momento que llega cuando tiene que llegar, que cuando llega parece que siempre estuvo ahí pero que sabes que nunca estuvo ahí hasta ese momento) te sientes como si te hubieras quitado una losa de encima.
Hay otros regalos con tanto peso que aún perdidos, marchitados, tirados a la basura porque solo eran una sombra de lo que fueron o porque ya estaban en un estado incompatible con la salubridad, dejan hueco, sombra. Los recuerdas para siempre, no importa el tiempo que haya pasado: mi primera bicicleta roja, un forro polar azul marino con capucha y forro de rayas marineras que mi hija Clara perdió en el colegio, mi primer ejemplar de Cannery Row... ya no están, desaparecieron, pero queda su sombra y creo que quedará para siempre.
Hoy mandaré el paquete a Clara. Será caro pero no pesado. Pesan más las cartas que le envío cada semana y sé que pesarán más dentro de diez años y dejarán sombra si alguna vez las pierde.