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domingo, 17 de diciembre de 2017

Se terminó la infancia. Catorce años

2,920 kg. 49 cm. 

Lo conseguimos. Se terminó la infancia y ya te hemos criado. Creo que hemos hecho un trabajo bastante bueno. Has engordado 48 kilos y has crecido 111 cm. Sé que es absurdo pero te miro y me encuentro poseída por cierto espíritu de tratante de ganado y me dan ganas de gritar «Mirad, mirad, que buen trabajo he hecho», «Mirad, mirad que ejemplar más precioso, el mejor de la feria de la comarca, del país y del mundo mundial»

Se terminó la infancia porque ya no puedo llevarte en brazos, ni quieres que te duche, ni me dejas peinarte. Se terminó la infancia porque vas sola por la calle, entras y sales, te cocinas, te haces la cama (mal) y sabes hacer una presentación en power point sobre la economía romana. Se terminó la infancia porque ya no montas ciudades de clics (Mamá, se llaman playmobil) en el pasillo ni quieres ir disfrazada de Buzz Light Year por la calle. Se terminó la infancia porque ¡oe, oe, oe! ya comes sola y te encanta la ensalada. Se terminó porque ya no me preocupa que no comas o que no duermas o que te des con las esquinas de las mesas o te abras la cabeza montando en el patinete del demonio. Se terminó la infancia porque ahora me preocupa que la vida de te de miedo, me da miedo tu miedo, sentirlo, verlo, mascarlo y no poder ayudarte porque te crees que no sé lo que es tener miedo. Se terminó la infancia porque eres un saquito de inseguridades, de dudas, de inquietudes y yo me tengo que quedar sentada mirándote y sin poder convencerte de que todo va a ir bien y que lo que no vaya bien no será tan grave y estaremos para ayudarte. Se terminó la infancia porque ahora soy yo la que heredo tus zapatos, tú usas mis jerseys  y ya eres más alta que yo. Se acabó la infancia porque ahora te gusta ver todo en versión original, te gusta que te cuente cosas de mi trabajo y tienes opiniones políticas y sobre la vida que no sé de donde has sacado. Se terminó la infancia porque ya hemos hecho la última visita al pediatra, a partir de ahora ya vas al médico de mayores. Se terminó la infancia porque es complicadísimo levantarte de la cama antes de las doce de la mañana y vas sola en metro.   Se terminó la infancia porque en tus ojazos azules lo que se ve ahora ya no es un lago inmenso calmo y tranquilo sino un océano azotado por lo que ya has vivido y tu miedo a lo que te queda por venir. 

50,800. 160 cm.

Se terminó la infancia porque hoy cumples catorce años. Feliz cumpleaños princesa de los ojos azules. 


miércoles, 13 de diciembre de 2017

Diccionario breve de adolescente - castellano


A continuación ofrecemos a los viajeros que se adentren en el reino del adolescentismo un breve glosario de términos para que puedan entender a sus adolescentes. 

Voy: hay más probabilidades de que caiga un meteorito y acabe con la vida en la Tierra que de que yo haga lo que sea que quieres que haga pero sigue intentándolo, mamá.

No sé: conozco los secretos de la vida, la composición de la materia oscura, todos los enigmas matemáticos de la historia, quién ganará el próximo Nobel de medicina y la cura del cáncer pero no te considero a mi altura para desarrollar una frase de más de dos palabras. 

Qué aburrimiento:  sinceramente lo que no quiero es hacer nada de lo que tú podrías proponerme porque sigues creyendo que tengo diez años y la verdad es que tampoco sé que es lo que me gustaría hacer, porque lo que me gustaría hacer creo que me daría miedo. 

Mamaaaaaa, por favor:  no me avergüences delante de mis amigos / mamá, vuélvete invisible. 

Maaaaaaama, por favor:  te suplico por lo que más quieras en tu vida que me dejes hacer lo que sea que quiero hacer porque aunque tú no lo entiendas es vital para mi existencia y si no me das permiso mi vida se convertirá en algo espantoso y terrible que tú no eres capaz de entender. 

Por favor, por favor, por favor:  recuerda cuando era monísima e ideal y me querías todo el tiempo y no, como ahora, a trompicones. Te prometo que si me concedes lo que sea que estoy pidiendo me convertiré de nuevo en ese ser legendario. 

¿Qué hay de comer?: Hoy me siento atrevido y voy a preguntar por si hay suerte, suena la flauta y contestas pizza. 

Vale:  espero que esta minúscula palabra que pronuncio sin mirarte sea suficiente para cortar este intento de conversación por tu parte. Ah, y no te estoy escuchando. 

Nada: mi mundo interior es insondable, no lo entenderías. 

Nada:  qué pereza me das. ¿No me podría haber tocado otra madre, a ser posible muda? 

¿Ya te has enfadado?: Que poca paciencia tienes, si todo era broma. 

Vale, vale: veo que estás a punto de combustionar o convertirte en una ciclogénesis explosiva así que mejor reculo y me retiro a mis cuarteles de invierno. 

Ay, qué pesada: ojalá fuera posible independizarme con una renta vitalicia o, mejor, seguir viviendo aquí pero que tú te convirtieras en un mayordomo inglés siempre atento a todas y cada una de mis más nimias necesidades y las satisficieras todas sin rechistar. 

No sé hacerlo:  no tengo el más mínimo interés ni la menor intención de aprender a hacer eso que para ti parece ser tan importante. Si espero lo suficiente lo harás tú así que no merece la pena. 

Pero, ¡qué más te da!: no perturbes mi paz interior con tus nimiedades. 

¿Por?: explícate. Y que sea rapidito. 

No lo encuentro / No sé dónde está = ven y busca. 

¿Qué?:  creo que has dicho algo pero sinceramente no te he escuchado. Repítelo veintitres veces más sin cabrearte. 

Sí, ya, claro: ¿no estarás hablando en serio, no? 

A ningún sitio: déjame languidecer en este sofá disfrutando de mi mundo interior y mi pulso periférico. 

Mamaaaaaaaaaaa: no queda papel higiénico en el baño, tráemelo. 

Mamaaaaaaa: la casa arde. 

Mamaaaaaaaa: eres superinjusta 

¿Cuándo vienes?:  Te echo de menos. 

¿Tanto vas a tardar?: Ven ya que lloro. 


Nota: Todas estas expresiones tienen el mismo significado si se utilizan con Papaaaa. 



miércoles, 8 de noviembre de 2017

Luchando contra el adolescentismo

En mi lucha contra el adolescentismo que está llegando a mi vida, estoy desarrollando una serie de mecanismos de defensa para conseguir llegar a la siguiente etapa de la vida, la adultez de mis hijas, sin haber muerto de una subida de tensión, un ataque al corazón y, a ser posible, con todo el pelo que tengo ahora mismo. He dicho mecanismos de defensa porque por ahora es a  lo que llego. Confieso que estoy desbordada por el adolescentismo de mis hijas y por ahora, todo lo que puedo hacer es defenderme para que no acaben conmigo. Confío en que llegue una etapa más ofensiva en la que las que tengan que defenderse sean ellas pero por ahora me conformo con replegarme a mis cuarteles para no volverme loca. 

El primer mecanismo que he aprendido es no acercarme a su armario. Ni mirarlo, aunque esté casi siempre con las puertas abiertas. Ni acercarme, ni tocarlo, ni asomarme. ¿Qué tienen ahí dentro? Pues para mí, como si hubiera un pasaje a Narnia.

El segundo mecanismo es asumir imperturbable que lo que no son capaces de encontrar, no existe. No, no es que no busquen bien. No, no es que no sepan mirar. No, no es que busquen como hombres esperando que lo que sea que están intentando encontrar salga a su encuentro. No. Si no encuentran algo, lástima, ese algo ha desaparecido. ¿Quizás está camino de Narnia a través del armario? Quizás pero, como ya he dicho, yo a Narnia, no voy. 

—Mamá, ¿dónde están mis pantalones blancos?
—Están en el cesto de la plancha. 
—No hace falta plancharlos.
—Me alegro. Eso que te ahorras.
—Pues no están. 
—Pues eso que te ahorras también. 

Es importante recordar que cuando, por casualidad, encuentro lo que sea que ellas han dado por perdido, no cogerlo y decir "¿Veis como si estaba?". Ese algo, lo que sea, es invisible para mí. (Advierto que esto cuesta) 

El tercer mecanismo es reajustar expectativas combinándolo con una sabia y necesaria regresión a los primeros momentos de la maternidad, cuando descubrí que nada es cómo te han contado. Cada vez que vuelvo a casa, en vez de imaginar una entrada triunfal en la que mis hijas, según oigan el delicioso tintineo de mis llaves en la puerta, aparecerán por el pasillo dispuestas a saludarme y contarme su día, tengo que bajar esas expectativas a la realidad: el eco de mis pasos por el salón a oscuras mientras grito: ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Un poco después, según avanzo por el pasillo y veo luz salir de su cuarto, me tranquilizo porque sé que no estoy sola y, entonces, tengo que controlar el miedo desenfrenado pensando que quizás me las voy a encontrar desmayadas, muertas, despedazadas por lo que sea que ha salido de su armario. 

—¡Ah! Hola, mamá. 

Así me gusta, la efusividad supurando por todos sus poros. No me extraña que nadie de Narnia quiera devorarlas, seguro que no saben a nada.  

Mi cuarto mecanismo de defensa es que he desarrollado el superpoder de no ver qué llevan puesto. Para mí, mis hijas siempre llevan el traje nuevo del emperador. Hasta hace poco, era como el famoso listillo del cuento que le gritaba al rey "¡va desnudo!", pero he descubierto que es mucho mejor la opción contraria. 

—¿Qué tal voy?
—Perfecta. 
—No te gusta.
—Perfecta. Estupenda. 
—Pues no me voy a cambiar. 
—Me parece muy bien. 
—Valeee, me cambio.
—Como quieras.


La última herramienta defensiva es adoptar el silencio como manta protectora. Nada de pensar en el silencio como algo incómodo. Nada de obsesionarse con que el silencio es un problema de comunicación. Hay que olvidar todas esas cosas que has leído sobre la importancia de la conversación, de charlar con tus hijos, de compartir temas. Todo eso es importante pero si para conseguirlo tienes que sacar el sacacorchos del cajón de la cocina y embutírselo en la garganta, quizás no sea tan buena idea. Si las respuestas a todas tus preguntas son: sí, no, no sé, me da igual, no me acuerdo, es muchísimo mejor usar el sacacorchos para abrirte una botellita de vino y sentarte a esperar que les apetezca hablar contigo. 

Hay que disfrutar el silencio para leer, dormir o, simplemente, para concentrarte en no abrir el armario y ordenar Narnia al grito de ¡no vuelvo a compraros ropa hasta que no sepáis tener esto ordenado!


jueves, 14 de septiembre de 2017

El adolescente desaprendido


Tienes hijos, crecen, y hacen cosas que tú les vas enseñando. Van a aprendiendo a desarrollar ciertas habilidades, ciertas destrezas, adquieren lo que tú ilusamente crees que son espacios de independencia y de control y tú te confías. Crees que la crianza, la educación es siempre hacia delante y que tus hijos siempre aprenderán a hacer más cosas perfeccionando, con el tiempo, las que ya saben. 

Ja. Qué cabrona es la vida y que memo eres tú. Al llegar a la adolescencia, el proceso de aprendizaje que tú creías imparable se ralentiza hasta pararse. ¿Podría ser peor? Lo es. Ante tu atónita mirada y tu mandíbula desencajada descubres que tus adolescentes desaprenden. 

Cada semana, cada hora, cada minuto una nueva incapacidad se suma a la lista de "Cosas para las que un adolescente está mágica y súbitamente incapacitado". 

Cambiar el rollo de papel higiénico. El primer día piensas que ha sido despiste, el segundo que se les ha olvidado, el tercero decides que lo mejor es dejarles el rollo de repuesto en un cajón del baño para que así no tengan si quiera que retener el dato los diez segundos que se tarda en llegar a la cocina. El cuarto lo dejas encima de la taza. Y el quinto te das cuenta, por fin, de que son incapaces de cambiar el rollo. «Pero vamos a ver ¿es que habéis perdido los pulgares oponibles y no sois capaces de cambiar el rollo?» Te miran como si les hubieras pedido que ensamblaran un módulo espacial. Sospecho que asociado a esta incapacidad está la de colgar las toallas en su sitio, siendo su sitio cualquier otro que no sea el suelo. 

Comprender que para que algo esté ordenado hay que ordenarlo previamente y mantenerlo después. Los adolescentes vuelven a su más tierna infancia y vuelven a creer en Mary Poppins. Concretamente parecen pensar que tú eres Mary Poppins y que cuando se encuentran sus camisetas guardadas en los cajones tú lo has logrado chasqueando los dedos mientras ellos dormían. Cuando les das un baño de realidad, obligándoles a ordenar, de repente poner orden se convierte, para ellos, en una tarea más o menos a la altura de construir la Gran Pirámide sin haber conocido la rueda. Protestan tanto que temes encontrarte un piquete sindical en el pasillo. 

Encontrar algo a la primera. En mi caso, tengo dos hijas, que han desarrollado y perfeccionado la técnica del desencontrar hasta dibujar con ella una filigrana exquisita. Me he pasado su infancia diciéndoles "buscáis como un hombre", pero ahora mismo eso se queda muy muy corto. Vivo temiendo el día que no encuentren la nevera en la cocina, presiento que está cerca. 

Sentarse como una persona normal. Para empezar no se sientan doblando el cuerpo para posar el culo en el asiento. Se desploman. A veces, sólo se dejan caer pero lo normal es que se derrumben, desparramándose como pulpos por el sofá. Si es en una silla, o bien se hacen bola en el asiento como si el suelo fuera lava y los pies no pudieran tocarlo o, se escurren por la silla rozando con los nudillos de sus manos el suelo mientras apoyan la barbilla en la mesa. Otra cosa curiosa que desaprenden, con la edad, es que una silla es un asiento para una sola persona y un sofá es para varias. 

Calibrar cuánto van a comer. «¿Qué hay de comer? Tengo muchísima hambre, muchísima, me muero de hambre. ¿Cuánto falta? Ponme más, ese trozo, el más grande». Las miras orgullosa sintiéndote la madre naturaleza alimentando a sus polluelos y tras tres bocados dicen «puff, ya no puedo más». Tu orgullo de proveedora se esfuma y vuelves a sentirte cómo cuando tenían cuatro años y te crecía el pelo esperando a que terminaran de cenar. 

Pues ya sabes, de aquí no se levanta nadie hasta que te termines lo que hay en el plato. 
¿Cómo que ya sé? ¿Desde cuando es así? 

Y así pasamos los días, desaprendiendo. 


sábado, 19 de agosto de 2017

Doce años

«Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quienes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás» (Paul Auster)

Aún no sabes quién es Paul Auster aunque tu casa está llena de sus libros. No sabes quién es pero sus portadas y sus palabras son parte de tu paisaje diario. Tampoco sabes lo que es sentirte extraña de ti misma ni te has parado a pensar quién eres. Si te preguntara, me mirarías con cara de superioridad y contestarías: «Soy Clara, sé perfectamente quién soy» porque hoy cumples doce años y a esa edad todo se sabe "ferpectamente" (no te gusta Asterix pero tenía que ponerlo). Crees que lo sabes todo, piensas que sabes todo lo que necesitas saber sobre lo que te interesa. Incluso crees tener clarísimo qué es lo que no quieres saber, lo que no te interesa, lo que no importa, lo que da igual. Y eso está bien porque a tu edad, en este momento de tu vida, lo suyo es que tengas esa seguridad, que todo a tu alrededor sea seguro, estable, casi aburrido, predecible, tan inmutable que parezca eterno. Por eso te gustan las rutinas y te encanta repetir siempre las mismas cosas cuando volvemos a lugares que, a tus doce años, ya se han convertido en parte de esa extraña que todavía no sabes qué eres. Este verano hemos vuelto a comer pipas Facundo viendo la puesta del sol en San Vicente porque "ese es el paseo que siempre hacemos" y hemos comido helados Regma "porque es lo que siempre hacemos aquí" y estás en Gibraltar "porque es lo que hago siempre en agosto". Crees que repites todas esas cosas porque te gustan y, en cierta manera, es así, pero las repites porque te centran, porque te hacen y te harán, en el futuro, ser quién llegues a ser. 

Aún no lo sabes pero eres una extraña para ti misma y lo serás siempre. Eso no es malo, no quiere decir que no te conozcas, quiere decir que tú te sentirás una persona determinada, te verás, pensarás, soñarás, escucharás e, incluso, olerás de una manera y descubrirás que los demás perciben en ti mil personas distintas. Unas te resultarán desagradables y te indignarás, otras te sorprenderán y otras te halagarán porque no podrás creer que te vean así, pensarás incluso «qué equivocados están, no soy tan buena». 

No sabrás quién eres y serás mil personas en una. Serás mujer, hermana, amiga, compañera de trabajo, amante, madre, abuela, tía, novia, pareja estable, pareja inestable, jefa, currita y un montón de cosas más pero para mí, siempre, serás mi hija pequeña. Y así te veo cada día.

En mi mirada vives y siempre vivirás y te verás como mi hija pequeña; ahora que crees saberlo todo y, también, cuando creas no saber nada y sientas más miedo del que eres capaz de imaginar, espero que puedas aferrarte a quién siempre serás en mi mirada y en mi vida. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja. 

Espero también que leas a Auster. 


jueves, 17 de agosto de 2017

El continuo discontinuo espacio tiempo adolescente.

Estoy en condiciones de afirmar que los adolescentes viven en una dimensión en la que el espacio y el tiempo, sobre todo el tiempo, son diferentes de los del resto de la humanidad. El tiempo en la adolescencia es como un chicle que se encoge y se estira según unos criterios que me resultan completamente indescifrables. 

Para empezar, un adolescente nunca mantiene una velocidad de actuación constante. Su velocidad de crucero sufre un curioso proceso de infantilización, una vuelta a la más tierna infancia y he descubierto que un bebe de dos años se mueve unas doscientas veces más rápido que un adolescente. Recuerdo con nostalgia cuando creía que se tardaba mucho en salir de casa con dos bebés, ahora me noto crecer el pelo mientras espero a que mis dos hijas estén listas. 

He comprobado también que el movimiento más lento jamás registrado nunca que es el que sigue a la palabra "Voy". 

María, ¿puedes, por favor, venir un momento?
Voy.
Clara ¿puedes venir a ver como me desnudo y me pinto el cuerpo entero con esmalte de uñas negro profundo?
Voy.
Hijas mías, ¿podéis venir un momento que creo que me he cortado una mano con el cuchillo jamonero?
Ya vamos. 

Un coral se mueve más rápido que ellas. 

Podríamos pensar que no conocen otro tipo de velocidad, que en su dimensión todo es lento y pausado, casi inmóvil, pero no es así. Con los estímulos adecuados son capaces de moverse a velocidades increíblemente rápidas, dejando al Correcaminos convertido en una tortuga.  

¿Qué tipo de estímulo desata su ultravelocidad? 

Cualquier pertubación en la fuerza... del wifi. Apago el wifi y antes de que me haya dado tiempo a parpadear las tengo a mi lado informándome del problema técnico. Creo ver humo en sus talones. 

La elección entre dos elementos. «Chicas, tengo dos toallas. ¿Cual queréis?»

Según sale la s de mi boca, ambas han gritado algo. Su velocidad de respuesta es inmediata, francamente impresionante. Por supuesto su elección siempre es la misma y esto desata otro problema que no es objeto de este post pero que dejaremos enunciado como «El deseo de poseer un objeto vendrá determinado siempre por la absoluta necesidad de impedir que el otro hermano posea el objeto que quiere». 

Si la elección no es entre dos objetos sino entre dos opciones vitales que les ofrezco para cualquier tipo de actividad, su velocidad de respuesta es igualmente inmediata pero, en este caso, jamás coinciden, desatándose otro problema que tampoco trataré hoy pero que dejaré enunciado como «Como sois incapaces de poneros de acuerdo al final elijo yo y seré como Rusia en el comité de seguridad de la ONU porque mi voto vale más».  

Chicas, ¿queréis comer en casa o en un restaurante?
Yo en casa.
Yo en un restaurante.
Chicas ¿Queréis playa o montaña?
Playa.
Montaña.
¿Preferís que me corte las venas o que os de en adopción?
Si los padres adoptivos son buenos por mí no hay problema.
Si no vas a pedirnos que limpiemos la sangre no tengo problema con que te cortes las venas. 

Un paso más allá de la ultravelocidad que pueden desarrollar está la ultravelocidad que son capaces de imaginar y que se aplica a fenómenos de la vida diaria que cualquier adulto sabe que llevan un tiempo considerable. 

La velocidad más rápida que son capaces de imaginar es aquella a la que creen que se lava la ropa. El proceso es más o menos el siguiente: sacan la ropa del armario, la usan un número indeterminado de ocasiones que va desde ninguna a mil y sólo cuando ellas en esa dimensión paralela deciden que está sucia según un criterio que aún no he conseguido comprender pero que enunciaré como «La ropa está sucia cuando considero que guardarla en el armario no compensa o simplemente he olvidado que la tengo» la echan a lavar. Nada más depositarla en el cubo de la ropa sucia (en su dimensión paralela he conseguido hacerles entender que toda prenda de ropa que ande por el suelo acaba en la basura y desaparece para siempre) les brota una urgente e imperiosa necesidad de tener esa prenda de nuevo disponible.

Mamá, ¿están mis vaqueros cortos limpios?
No.
¿Y ahora?
No.
¿Ya? 
No.
¿Cuanto queda?
La lavadora tarda hora y media, luego se tiene que secar y si los quieres planchados... pues cuando a mí me apetezca. 
Pero eso son por lo menos cuatro horas. ¡Tiene que haber métodos más rápidos!
Ajá. Estoy deseando que los inventes. 
Pues necesito más pantalones.
Ni de coña. 

En cuanto a las diferencias espaciales y circunstanciales, en el universo de mis hijas, por lo que he podido observar, las condiciones atmosféricas o de cualquier otro tipo son inmutables. Esto quiere decir que si en Madrid hace calor en julio, en cualquier otro lugar del planeta al que nos desplacemos hará calor. Si con un pantalón no necesitan cinturón, tampoco lo necesitarán con ningún otro pantalón que se pongan jamás en la vida. Mis intentos por sacarlas de este error de percepción no son bien recibidos nunca. Digamos que son recibidos con indiferencia o, en algunos casos, con risas de superioridad. Yo, por supuesto, me vengo.

Chicas, vamos al norte, coged jerseys. 
Bah, pasando, que eres una exagerada. 

Mamá, ¿has traído jerseys de sobra?
Ajá.
¿Me dejas uno?
Puede. 
¿Cuánto me va a costar?
Más de lo que crees. Para empezar un "mamá, tenías razón". 

Chicas, compraos un cinturón. 
Los cinturones son de viejas. 
¿De viejas? Qué estupidez.
Tú siempre llevas cinturón.
Ni se te ocurra seguir por ahí. 

Mamá, ¿no tendrías un cinturón para dejarme?
Sí cariño pero no quiero que parezcas vieja. De nada. Estás ideal sujetándote los pantalones con una mano, queda muy juvenil. 

Otro día hablaré de otro problema que dejo enunciado como «cuando tus hijas se toman siempre  tu sentido del humor como una ofensa personal imperdonable para, poco después, adoptarlo, adaptarlo y empezar a manejarlo con maestría». Otro día.   


lunes, 26 de junio de 2017

Nadie te conoce como tus padres

Francesco Bongiorni 
«Tus padres te conocen perfectamente» es una frase que, de niña, escuché cientos de veces y siempre me provocaba cierto desasosiego, casi malestar. Había muchas cosas que mis padres ignoraban de mí: ideas, sensaciones, sentimientos, pensamientos, incluso maldades o idioteces que había cometido, mentiras que les había contado. Sabía que mis padres no las conocían, muchas ni siquiera las sospechaban, pero cuando escuchaba esa afirmación, siempre tan rotunda, pensaba que, a lo mejor, sí que me conocían mejor de lo que yo pensaba.A lo mejor, ser padre te otorgaba un sexto sentido que te permitía no sólo conocer a tus hijos sino ocultar ese conocimiento, era un superpoder, listo para ser utilizado solo cuando hiciera verdadera falta.  

Muchos años después me convertí en madre, y pasados los doce primeros años, me he dado cuenta de que "tus padres te conocen mejor que nadie" es otra de esas afirmaciones felices, como «el que trabaja la consigue» o «de todo se aprende», que todos aceptamos porque, en el fondo, no hacen daño a nadie, nos dan una falsa sensación de control y nos reconfortan a ratos. Como todas las cosas sin aristas, es mentira. 

¿Conozco a mis hijas perfectamente? No. Mis hijas son muchas más cosas además de mis hijas. Son hermanas, sobrinas, nietas, primas, amigas, compañeras y, algún día, tendrán aún más roles en sus propias vidas. Serán novias y exnovias, puede que sean madres y tías y espero que sean, por ejemplo, compañeras de trabajo, de viaje y de gimnasio de mucha otra gente. Serán vecinas, serán clientas, serán compradoras, pacientes, conductoras y, dentro de mucho, quizás abuelas. 

Sé cómo son mis hijas ahora mismo, conmigo. Sospecho, o creo saber, o imagino, que tengo una ligera idea de cómo se comportan cuando no están conmigo. Vivo con esa creencia confortable, cómoda y acogedora. Cada día, me envuelvo en la capa del superpoder que todos heredamos de nuestros padres y me dejo llevar. Pero un buen día, en una semana cualquiera, la pasada para ser más exactos, me doy cuenta de que no es verdad. 

María está en Alemania de intercambio. Y, de repente, es otra persona. No, es una persona que yo no había visto en ella, que no sabía ni que existía. Me llama por teléfono y hablamos durante 25 minutos sobre lo que ha hecho allí, sobre cómo se siente, el hambre que está pasando y lo duro que le está resultando madrugar tantísimo. No pregunto nada, sostengo el teléfono sorprendida y desbordada por el torrente de cháchara. No puedo creer que sea María, que mi hija, la monosilábica, esté elaborando todo ese discurso tranquilo, interesante, elocuente y lleno de humor y reflexión. Cuelgo y me doy cuenta de que no la conozco, no así, no sola, independiente y a cuatro mil kilómetros. Al día siguiente, la leo chatear con su primo de ocho años y se me salen los ojos de las órbitas: está cariñosa, protectora, amorosa. Leo los consejos que le da, las preguntas qué le hace, los chistes que le cuenta. Es como si no fuera mi hija, pero sí es ella, claro que es ella, es ella sin interactuar conmigo, ella sin mí, sin ser hija. 

Por la noche se enzarza en una videollamada con su hermana, las escucho desde el sofá; susurran, charlan y se ríen a carcajadas. Las dos. No sé de qué se ríen, no sé qué se están contando y no me importa. Está bien, están siendo ellas dos, hermanas, sin mí, sin ser hijas.

Sé que no las conozco perfectamente, sé que hay cosas que no sabré nunca, sé que algunas de las que descubra no sólo no me gustarán sino que me provocarán rechazo. Sé que hay cosas que no querré saber, que no quiero saber ahora mismo, que no tengo que saber.  

Pensar todo esto me ha tranquilizado bastante. No conozco a mis hijas, las conozco como hijas mías y en el ámbito reducido en el que, hasta ahora, hasta la adolescencia han vivido y que yo, más o menos, controlo. Fuera de ese ámbito y de su papel como hijas, mi ignorancia sobre ellas aumenta cuanto más se alejan de mí.  No conozco a mis hijas mejor que nadie porque eso es imposible, porque conmigo siempre serán hijas y ese papel es tan enorme que anula, en gran parte, los demás roles que ellas tienen y tendrán en sus vidas, roles igual de interesantes que ser hijas. También los tengo yo, soy muchísimas más cosas que una hija y mi madre no las conoce. 

Renuncio a la capa, no quiero el superpoder de conocer a mis hijas mejor que nadie. 

martes, 23 de mayo de 2017

Hoteles sin padres

El problema de los hoteles, los restaurantes, los parques, los bares, las terrazas, los aviones, los cines o los trenes, no son los niños, son sus padres. 

Todos, padres y no padres, comprendemos que un bebé de meses llore desconsoladamente y sus padres, a pesar de hacer todos los esfuerzos posibles, no consigan calmarlo. Todos lo comprendemos, podemos sufrirlo más o menos, tener más o menos paciencia pero todos distinguimos un bebé llorando desconsoladamente de una   criatura diabólica a la que se ha hecho creer que por el simple hecho de tener pocos años puede hacer lo que le de la gana. 

Los niños no se ponen de pié en los asientos del cine, no corren escaleras abajo de la sala en medio de la película, ni hablan a gritos porque sean niños. 

Los niños no gritan en un restaurante, tiran la comida y corren entre las mesas porque sean niños.

Los niños no van en bragas y calzoncillos por un parque porque sean niños. 

Los niños no saltan en las hamacas de la piscina del hotel, ni cogen la comida con las manos del buffet, ni  tiran las toallas al agua porque sean niños. 

Los niños no gritan ni ven la televisión al máximo de volumen en la habitación del hotel porque sean niños. 

Los niños no golpean a otros bañistas en la piscina, no pegan pelotazos o berrean hasta conseguir lo que quieren porque sean niños. 

Todas esas cosas increíblemente molestas y desagradables las hacen porque nadie les ha enseñado un mínimo de educación y las reglas de cortesía que han de seguirse en los espacios públicos que se comparten con otras personas. 

Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres consideran que "son niños" y que, por tanto, son seres de luz que no necesitan tener límites, ni normas, ni recibir una regañina cuando no se comportan como deben. Y sí, hay deberes en el comportamiento o viviríamos en la jungla. Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres no saben comportarse, no quieren resignarse a que hay determinadas cosas que no pueden hacerse con niños y ellos mismos son maleducados. 

Los niños son niños y hacen cosas de niños: se cansan antes, no saben manejar su frustración, lloran y pueden agarrarse pataletas infernales, pueden caerse, tropezar, salpicar y no parar quietos. Todo eso es normal y comprensible. La línea que separa un comportamiento de niño normal de un niño maleducado todos la tenemos muy clara. Otra cosa es que ninguno quiera aceptar que su hijo es un maleducado y que la culpa es suya. 

Educar a nuestros hijos es sin duda la tarea más ardua, más lenta, más frustrante y desesperante de nuestra vida. No suele dar recompensas inmediatas, no te hace el padre más popular de tu casa y te convierte en un loro de repetición. Es cansado, interminable e infinito pero imprescindible. Si te rindes, si decides que ya vendrá el Hada de la Suerte a educarlos cuando tengan catorce, asume que nadie quiera sentarse cerca de tus hijos a esperar que el milagro ocurra.  

¿Hoteles sin niños? 

Hoteles sin maleducados, pero mientras esto sea imposible y va camino de serlo, entiendo perfectamente que haya gente que quiera un hotel en el que no tenga  que soportar a padres maleducados malcriando futuros demonios.  


miércoles, 17 de mayo de 2017

Unas cuantas cosas sobre el rollo de ser padres


«La paternidad en sí misma no proporciona una sabiduría que merezca la pena impartir»  (El día de la independencia, de Richard Ford)

Ser padre no te hace mejor persona. Hay tantos ejemplos en la historia de la Humanidad que da vergüenza tener que decir esto.

Ser padre no te hace más humano. Te hace un humano con hijos. No eres más. Ni menos. 

Ser padre no significa que siempre sepas que es lo mejor para tus hijos. De hecho, puedes llegar a matarlos por creer erróneamente que determinado tipo de cosas son lo mejor. 

Ser padre no te convierte en profesional de la sanidad. Hay gente, muchísima de hecho, que sabe mejor que tú cómo cuidar de la salud de tu hijo. 

Ser padre no te convierte en especialista en educación. Hay otro montón de gente que sabe, mejor tú, cómo enseñar a tus hijos. 

Ser padre no debería volverte ciego. Deberías ser capaz de ver lo malo que tienen tus hijos, y sí, lo tienen. 

Ser padre no te hace especial. ¿Te sientes especial? Estupendo, eso es maravilloso pero eres tan especial como el que no tiene hijos. 

Que seas padre no obliga al resto de la sociedad a rendirte pleitesía porque estás perpetuando la especie o el sistema de pensiones. Tú no tuviste hijos para eso, no te tires el rollo benefactor de la sociedad. 

A pesar de lo que mucha gente cree, ser padre tampoco te hace más tonto. 

Lo que sí te hace ser padre es sentir más amor del que jamás habías pensado y más miedo del que crees que podrás aguantar. 

Todo lo demás son paparruchas.


lunes, 8 de mayo de 2017

Compras adolescentes

Agata Wierzbicka
¿Cuándo dejan de crecer los niños? Mis pre adolescentes, o proto adolescentes, o lo que sean que son esas mujeres que viven conmigo, han crecido tanto que nada de su ropa de verano del año pasado les sirve. O no les sirve como les gustaría. 

—Yo lo veo bien. 
—Mamáaaaaaa. 

Y me miran levantando las cejas, sacando la cadera y suspirando en plan «puff, madre mía lo que tengo que enseñar todavía a esta madre que me ha tocado en suerte». Por supuesto yo contrataco con la mejor versión de madre insoportable y finjo que el estado de su armario comparable en asilvestramiento a una selva amazonica es algo que me quita la vida. 

—Pero, ¿vosotros os creéis que os voy a comprar ropa teniendo como tenéis el armario?- contesto con las manos en jarras.  

Sinceramente, a mí me da igual el armario. Si no lo veo, no lo padezco pero encuentro un malsano placer en, de vez en cuando, recrear escenas de mi niñez en las que mi madre, ahora sé que fingiendo también, se ponía hecha una furia con mi desorden. Muy digna, vacío el armario sacando todo lo que no les vale o no les queda como les gusta. 

—Mamá, ¡no tenemos ropa! ¡está vacío! 
—Yo lo veo bien, como un armario de Ikea. 
—Los armarios de Ikea están ordenados porque están vacíos. ¡Necesitamos ir de compras!
—Ni de coña os llevo de compras. Tú te lo quieres comprar todo y tu hermana no se quiere comprar nada. Si vamos de compras tú me firmarás un papel que diga "Solo voy a comprar lo que necesito" y tu hermana uno que ponga "Prometo solemnemente que me pondré lo que me compre"
—No te vas a atrever a hacer eso.
—¿Qué no?
—Clara, no provoques a mamá, sabes que es capaz de eso y cosas peores. 

Y lo soy, pero lo que me sobrepasa es ir de compras con ellas. Odio ir de compras en general, es aburrido, cansado, frustrante, agotador y una manera muy estúpida de perder tiempo y dinero. Ir con ellas me deja al borde del llanto o anhelando beberme una botella de vino hasta caer redonda. 

Para empezar, es impresionante la regresión espacio temporal que sufren los adolescentes. Se cansan  enseguida, tan rápido como un niño pequeño pero ahora no llevas carro para que descansen. Sales con ellas de compras y en la segunda tienda descubres que las has perdido de vista, empiezas a dar vueltas mascullando todo tipo de blasfemias y reproches hacia tu yo de hace 15 años, y descubres que están sentadas en un  escalón entre faldas y monos. 

—¿Qué hacéis aquí?
—Estamos cansadas. 
—Pero si llevamos quince minutos. 
—Es que tú no has ido al colegio ocho horas, vuelto a casa, hecho deberes... 
—...
—Vale, vale, ya me callo, como te pones. No me mires así. 

Siguiendo con esa linea de regresión al infantilismo más incipiente, tras el cansancio llega el hambre. 

—Cómprame algo de comer.
—No. 
—Me estoy mareando.
—No me lo creo.
—Te lo juro, me estoy mareando, necesito comer. 
—Ahí hay una frutería, te compro plátanos o unas manzanas.
—Eso no me quita el mareo. 
—Ajá. Cuando te caigas redonda del desmayo, te doy un plátano y vemos si es ese tipo de mareo o no. 
—Cuando te pones sarcástica no te aguanto.
—¿Ves? Ya estás menos mareada. 

¿Por qué no compro merienda? Porque no me da la gana. A las compras hemos venido a sufrir, y vamos a sufrir para terminar cuanto antes con la tortura. 

Ya metidas en faena, he descubierto que lo mejor que puedo hacer es camuflarme, mimetizarme con el entorno e interferir lo mínimo en las compras de mis hijas. Si sugiero que algo puede quedarles bien, huyen despavoridas en dirección contraria o hacen gala de una ironía malvada que no sé de dónde han sacado. 

—¿Eso? Pero eso para ti, ¿no? Para una señora mayor como tú. 

Si me asomo ligeramente al probador en el que se han escondido como princesas de cuento huyendo del dragón descubro que mi presencia no es bien recibida y, por tanto, mi opinión es alegremente despreciada, ignorada. 

—¡Mamá! Déjanos, que nosotras sabemos. 

Si en mi retirada salgo del probador alegremente sin tener cuidado de no abrir la puerta más de 20 cm o dejando la cortina ligeramente entreabierta descubro que mis hijas tienen un sentido del pudor completamente ridículo.

—Mamá, ¡qué nos van a ver!
—¿Quién?
—La gente.
—¿Qué gente? Aquí no hay nadie, estáis en el último probador y todavía se están expandiendo mis pulmones del esfuerzo que he tenido que hacer para caber por la rendija de la puerta que me habéis dejado. 

Mis dos especímenes de adolescente, además, tienen diferentes rutinas para las compras. Una es del tipo explorador exhaustivo, hay que recorrer todos los pasillos, mirar todos los percheros, acariciar todos los tejidos y, si la dejo, husmear todos los perfumes. Es, además, incansable a la hora de probarse y se comporta en el probador como si yo fuera su doncella de corte.

—Otra talla. Más grande. Más pequeña. De otro color. ¿Te acuerdas el perchero que había según entras a la derecha, justo al lado de los vestidos para ti, de señora vieja? Pues ahí había unas camisetas que ponía Girls, esas no, las que estaban al lado...y blablablabla. 

La otra es más del tipo lechuza ojeadora. Pone un pié en el umbral de la tienda, otea y sentencia: no hay nada que me guste. Si tentándola con comprarle algo de comer echa un vistazo dentro de la tienda y consigo que mire algo, su actitud suele ser la de drama queen ofendida con unos toques de falso maltrato maternal. 

—¿Has visto algo que te guste?
—Sí, unas camisetas pero no me las vas a comprar. 
—¿Por qué? 
—Porque no, porque no te van a gustar.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé, no te van a gustar. 
—¿A ti te gustan? 
—Sí
—¿Te las vas a poner?
—Sí, pero a ti no te van a gustar.
—Pero ¿por qué dices eso?
—Porque nunca te gusta nada de lo que me gusta a mí.
—Por favor, deja el drama. ¿Cuánto cuestan?
—Seis euros.
—Te compro diez.
—Dime que no has traído el papel para firmar o me muero de vergüenza. 

Lo llevaba pero me dieron pena y no lo saqué.


miércoles, 29 de marzo de 2017

Nuestros hijos y nosotros

Leo Las pequeñas virtudes un ensayo de Natalia Ginzburg sobre la relación que deberíamos tener con nuestros hijos. Lo termino y vuelvo a empezar. Lo termino y copio todas las esquinas dobladas en mi cuaderno. Pienso en mi relación con mis hijas y en mi relación con mi padres. Lo pienso en imágenes como hago siempre con las cosas que me importan. 
«La relación que existe entre nosotros y nuestros hijos debe ser un intercambio vivo de pensamientos y sentimientos, y, sin embargo, debe comprender también profundas zonas de silencio; debe ser una relación íntima y, sin embargo, no mezclarse violentamente con su intimidad; debe ser un justo equilibrio entre silencio y palabras».
Creo que los padres deberíamos acompañar a los hijos (siempre me da ansiedad poner el posesivo porque no son mías, no son de mi propiedad, ni me pertenecen) hasta una edad. Durante sus primeros años, tus hijos caminan pegados a ti, literal y metafóricamente. Son como pequeños koalas agarrados a tu pierna, a tus brazos, a tu espalda. Trepan por tu cuerpo, por tu vida, ocupan tu cabeza, tus fuerzas, tu tiempo. Cada segundo de tu día, incluso cuando duermes,  los ves o sabes donde están, qué hacen, qué ven, qué oyen, qué dicen, qué comen, qué beben, qué escuchan, qué piensan, qué aprenden, qué leen, con quién van, todo. Y ellos no saben estar sin ti, tú eres indispensable en sus vidas porque quieren decirte dónde están, qué hacen, qué ven, qué oyen, qué dicen, qué comen, qué beben, qué escuchan, qué piensan, qué aprenden, qué les duele, qué leen, quienes son sus amigos. Todo lo que son es contigo. 
«Nosotros debemos ser importantes para nuestros hijos, pero no demasiado. Debemos gustarles un poco, pero no demasiado, para que no se les ocurra querer llegar a ser idénticos a nosotros, copiar el trabajo que hacemos, buscar nuestra imagen en los compañeros que eligen para toda la vida. Debemos tener con ellos una relación de amistad, pero no debemos ser demasiado amigos de ellos, para que no les resulte difícil tener verdaderos amigos, a quien puedan contar cosas de las que con nosotros no hablar. Es preciso que su búsqueda de la amistad, su vida amorosa, su vida religiosa, su búsqueda de una vocación estén rodeadas de silencio y de sombra, que se desarrollen al margen de nosotros. Pero en nuestras relaciones con ellos, todo eso debe estar contenido a grandes rasgos, tanto la vida religiosa, como la vida de la inteligencia, la vida afectiva, el juicio sobre los seres humanos. Debemos ser para ellos un simple punto de partida, ofrecerles el trampolín desde el cuál darán el salto». 
Pienso en ese tiempo de "koalismo" mutuo como en la época en la que trenzamos una goma elástica entre nosotros y nuestros hijos. Van pasando los años y los hijos van avanzando y tirando de esa goma elástica, al principio solo la estiran un poco, luego un poco más, avanzan unos metros cada año, hasta que, llega un momento en el que, la goma ya es tan grande que se ha convertido en una cama elástica y  nuestros hijos saltan sobre esa ella subiendo cada vez más alto y cada vez más lejos. Ya no ves qué hacen, qué comen, qué dicen, de qué se ríen, qué les hace sufrir o llorar o reír. No sabes con quién están a cada minuto, ni qué piensan, ni qué comen, ni qué leen. Por no saber, no sabes ni qué piensan sobre ti, sobre tu vida, sobre lo que les dices. 

Nosotros queremos saberlo. Queremos porque tenemos miedo, tenemos miedo de lo que pueda pasarles, de lo que puedan sufrir, de lo que hagan, de lo que no hagan, de lo que digan, no digan, tenemos miedo de cómo pueden ser. Creemos que los conocemos pero en el fondo sabemos que no los conocemos tanto como nos gustaría. Y yo creo que eso está bien, nuestros hijos tienen que tener, como dice Ginzburg, un espacio sin nosotros, con cosas que no nos cuenten, que no nos digan, incluso con cosas que no nos gusten. ¿Por qué? Porque no son nuestros, porque no somos nosotros, porque si nos paramos a pensarlo nosotros también somos y fuimos en parte desconocidos para nuestros padres. 

A veces caen de esos saltos que están dando. Y entonces los padres somos la red segura, y cuando caen vemos con quien han estado y con quien han sufrido o reído o lo que sea.... Pero volverán a saltar, porque quedarte en la cama elástica te impide avanzar, no se puede andar en una cama elástica, te tropiezas y te sientes torpe. En una cama elástica si caminas estás a salvo pero no vas a ninguna parte, no avanzas. De una cama elástica sólo se sale saltando y ellos quieren saltar y ver mundo. Y vuelven a saltar. Y los saltos cada vez son más lejos y más altos y cada vez vemos menos. Pero eso no es malo, no es malo si la goma que tejiste al principio resulta sólida y la red que tu tiendes para ellos está ahí para ayudarles cuando lo necesitan. Si les enseñaste a saltar y a saber caer. Hay que dejarles, incluso, que se tiren. 
«Y debemos estar allí para ayudarlos, si es que necesitan ayuda; nuestros hijos deben saber que no nos pertenecen, pero que nosotros sí les pertenecemos, siempre disponibles, presentes en el cuarto de al lado, dispuesto a responder como sepamos a toda posible pregunta, a toda petición». 
Mucho después, llegará un momento, muy muy adelante en la vida, en que si tenemos suerte de estar vivos nosotros y nuestros hijos, dejarán de saltar porque ya lo han visto todo, y porque, quizás, les llegue el momento de tejer su propia goma elástica. Es entonces cuando volveremos a saber casi todo de ellos porque nos lo contarán. Y no solo eso, será entonces cuando ellos querrán conocernos a nosotros. 

Así lo veo yo. 

miércoles, 15 de marzo de 2017

Receta de bizcocho de adolescente (sin gluten)


Interior. Rojo con suelo negro. Luz de atardecer entrando por el ventanal, luz de uno de esos días, raros, en los que no hay deberes, ni actividades ni compromisos. 


Ingredientes: 

120 minutos de tiempo.

El tiempo se hace eterno cuando tienes trece años. El tiempo presente es justo donde no quieres estar. Tu adolescente no se lo reconoce a si mismo, quizás no lo piensa, pero echa de menos el tiempo en el que tenía siete años y todo era fácil o aquel tiempo en el que tenía justo dos manos de años, diez, y la vida discurría divertida y sin complicaciones. Eso no lo piensa, pero lo siente así. Sueña con tener quince o dieciséis y abandonar la edad en la que no es ni niño ni adulto. Preferiría tener dieciocho si no estuviera tan lejos, si no quedara tantísimo, toda una vida. Quiere el tiempo que llegará, el tiempo en el que será. Con trece no sabe qué es, cree que sabe lo que quiere ser. 

El tiempo con un adolescente se te escapa entre los dedos porque no quieren pasarlo contigo, o si quieren pero no lo saben. Es como volver a tener un niño de tres años que enseguida se distrae y se escapa. Hay que atraparlo entre los hilos para que descubra que ese tiempo contigo no lo está perdiendo, no es un favor que te está haciendo, ni una obligación.  

100 gramos de nesquick.
100 gramos de firmeza. 

Fundamental para evitar la distracción, la dispersión, la pereza, el pasotismo, el escaqueo. Vamos a hacer un bizcocho. Puff. Venga. Es que... Venga que te va a gustar. 


75 gramos de azúcar. 
75 gramos de organización. 

El caos es poderoso en la adolescencia. Todos parecen aprendices de mago, compañeros de Harry Potter, y los objetos desaparecen entre sus manos, delante de sus ojos. Misteriosamente, seres capaces de manejar tecnología con habilidad casi robótica, se declaran incapaces de encontrar el bote del azúcar, una cuchara de palo o se proclaman imposibilitados totalmente para imaginar dónde se guarda la mantequilla. Es importante exigir la localización de todo lo necesario antes de acometer cualquier tarea. No lo encuentro. Búscalo. No está. Buscas como un hombre, está ahí. Odio que me digas eso. Lo sé, pero cada vez que te digo eso, lo encuentras. Lo sé y por eso lo odio más. 

100 gramos de harina (65 gramos de harina de arroz y 35 de maizena)
100 gramos de la vida de tu adolescente (65 gramos proporcionada por ti y 35 de cosecha propia)

Tu adolescente tiene ya la base para lo que será. Una parte se la has dado tú y lo que ha vivido contigo y otra venía de serie o se la ha ido construyendo poco a poco.  Las proporciones cambiarán con el tiempo, cada día que pase la base proporcionada por ti será menor y la propia será cada vez mayor. No hay que aterrorizarse, el sustrato más básico, el inicial viene de ti. Otra cosa es que sea endeble, pero ya es tarde para arreglarlo. Apuntala si puedes. 

2 huevos. 
Media docena de temas de conversación. 

El bizcocho es una excusa. Sirve como anclaje de la tarde, para centrar. Lo importante es lo que se habla mientras se pesa, se remueve, se mezcla y se prepara. Da igual lo que sea, lo que tu adolescente quiera. Quizás no quiera, y comience contestando con monosílabos. Si, vale. Me da igual. Hay que insistir, dejarle solo, hablará y entonces solo hay que seguir las miguitas que va tirando, ir recogiéndolas y devolviéndolas, como en una partida ping pong. Pobre de ti si se te escapa una bola, si confundes un nombre, si pierdes el hilo, si se te olvida una referencia. ¿Ves como no me haces caso? Si es que no te interesa lo que te cuento. 

75 gramos de mantequilla. 
75 gramos de concentración. 

¿Recuerdas cuando no podías quitar el ojo de tu hijo cuando empezó a gatear, a caminar, a tirarse por el tobogán, a montar en bici sin ruedines, a nadar? Pues has vuelto a esa sensación. No te despistes, no te desconcentres, no le quites los ojos de encima ni un minuto, no dejes de escucharle. No se va a caer, ni a abrir la cabeza contra una esquina ni a meter los dedos en un enchufe, pero si te "vas"... tu adolescente se escapará. Recuerda, no sabe qué quiere estar contigo. Y no va a saberlo hasta dentro de muchos años, cuando recuerde esta tarde.  

75 gramos de nata. 
75 gramos de confianza. 

Desconecta de todo los peligros, terrores y preocupaciones que te asaltan al mirar a tu adolescente. No le atosigues, ni le acojones, ni le aturdas. Va a salir bien. Déjale creer que saldrá bien. Déjate creer que saldrá bien. 

1 sobre doble de gasificantes.
1 sobres doble de sentido del humor. 

Pínchale con ternura. Recuerdale una anécdota de su infancia cuando hizo una travesura, o fue ingenioso o dijo una tontería que se quedó grabada para siempre en el lenguaje familiar. Deja que te cuente un chiste y ríete con él, no con el chiste que probablemente ya conozcas, sino con su risa, con sus carcajadas de broma recién descubierta, con su satisfacción por saberse gracioso. Cuéntale tú uno, cuanto más tonto mejor. ¿Cómo se llama el novio de Nadia Comaneci? ¿Quién es esa? Eso da igual. Nadie Loconoci. Mamaaá, es malísimo. Y lo es, pero tan malo que lloráis de risa. 

Mezcla todos los ingredientes. Calienta. Espera. Confía. Deja que suba, que se abra. Que se enfríe. Desmolda. Saborea. 


Con el tiempo, del bizcocho de adolescente saldrá una lasagna o una paella o una sopa de adulto responsable y capaz con el que compartir y al que disfrutar.  


viernes, 24 de febrero de 2017

Decidí tener hijos

Decidí estudiar ciencias mixtas en COU porque no me gustaba el latín. Decidí desobedecer a mi padre y no hacer una carrera americana de negocios. Decidí estudiar historia. Decidí que tenía los pies feos y nunca llevaría sandalias. Decidí hacer una doble especialidad.  Decidí que tenía los brazos gordos y no llevaría tirantes. Decidí empeñarme en una relación absurda. Decidí cortarme el pelo cortísimo. Decidí no ser profesora. Decidí que tenía los pies bonitos. Decidí aceptar cualquier trabajo que me ofrecieran. Decidí llamar a aquel hombre. Decidí llevar tirantes. Decidí casarme con aquel hombre. Decidí irme a trabajar a cien kilómetros de mi casa. Decidí alquilar aquella casa. Decidí tener un hijo.  Decidí que no tendría más hijos. Decidí empezar a teñirme las canas. Decidí tener otro hijo. Decidí comprar una casa. Decidí abrir un blog. Decidí no tener más hijos. Decidí divorciarme. 

Todas estas decisiones las tomé pensando que eso era lo que quería, que estaba eligiendo lo mejor y, por supuesto, pude equivocarme en todas. ¿En todas? Pero si ahí has puesto tener hijos ¿Crees que te equivocaste? No lo sé. Tome la decisión de tener hijos con la misma inconsciencia y la misma falta de conocimiento con la que tomé todas las demás. No, no es verdad. La más inconsciente de todas mis decisiones vitales fue y será para siempre la de tener hijos. Mi decisión más inconsciente y la más trascendente.  

Decidí que quería tener hijos porque quería. ¿Qué es querer algo que solo te imaginas? ¿Querer algo de lo que no tienes ni la más remota idea de lo que va a significar en tu vida? Y no hablo de biberones, lactancias, bebés llorando ni las mil quinientas inquietudes logísticas que acarrea reproducirse.

Pero, ¿Cómo puedes decir eso? ¿Insinúas que tu vida no es mejor por tus hijas? No, no lo insinúo. No lo sé. Para empezar ¿mejor qué qué? No sé si la vida que tendría si no hubiera decidido tener hijos sería mejor, peor o igual. Sería otra. No me arrepiento de haberlas tenido, la mayor parte del tiempo las quiero infinito y sé que gracias a ellas he aprendido a mirar el mundo de otra manera, he aprendido sobre mi relación con los demás y me he descubierto para bien y para mal, pero no sé si mi vida sería mejor o peor sin ellas. No lo sé. 

Leo cosas sobre lo maravilloso que es tener hijos, sobre como tener hijos hace tu vida mejor, más completa, más todo. Y yo no lo sé, no lo siento así. 

Pensar que tu vida con tus hijos es mejor que la que tendrías sin ellos es inevitable porque es una de las pocas (si no la única) decisiones en tu vida que no tiene marcha atrás y que es para toda la vida. Puedes decidir estudiar otra carrera, vivir en otra casa, romper con tu pareja, volverte a casar, cambiar de trabajo, de casa, incluso de sexo, marcharte a otro país pero no puedes dejar de tener hijos. Aunque decidas pasar de ellos, ignorarlos o abandonarlos jamás dejarás de tener hijos. 

Quiero pensar que mi vida con mis hijas es mejor porque no hay marcha atrás, porque es una de mis decisiones vitales y porque por experiencia sé que reconocer que te has equivocado es duro, cuesta y jode mucho, pero es posible. ¿Qué pasa si una de ellas, o las dos, enferma de algo terrible que les causa un sufrimiento extremo del que no soy capaz de librarlas y tengo que observar como se apagan en medio de terribles dolores? ¿Qué pasa si una se convierte en una asesina?  

Estás exagerando y eso no va a pasar. 

No sé qué va a pasar pero esas cosas ¿no me harían pensar que estaría mejor si no hubiera decidido tenerlas? O pensándolo al revés ¿mi vida sería mejor si hubiera decidido tener tres hijos más? No lo sé. Cada vez que lo pienso, me desconcierta darme cuenta de que yo he tenido algo que ver en que esas dos personas estén en este mundo, estén vivas. Y lo que más me sorprende, de todo, es que son fruto de la decisión más inconsciente que he tomado en mi vida. 

Quiero tener hijos ahora porque me estoy haciendo mayor, pensé. Tenía 29 años.

Me gusta mi vida con mis hijas, unos días más y otros menos, no sé si sin ellas mi vida sería mejor o peor. 

Sería otra vida. 


martes, 21 de febrero de 2017

A los pies de las estrellas.

Las miro de vez en cuando durante toda la proyección.  María está a mi derecha, Clara a mi izquierda. Siempre nos sentamos así en el cine porque las dos quieren tener la oportunidad de comentar cualquier cosa conmigo, de no perderse ninguna posible explicación que yo pueda dar. Hoy, sin embargo, no preguntan nada.  Estaban reticentes y bastante despistadas cuando les comenté el plan. 

—Mamá, la que vamos a ver es la de que se mudan a Nueva York, ¿no?
—No, ¿cuál es esa?
—La de sama sama y el vestido rosa  y las escaleras y el teléfono. 
—No, esa es Descalzos por el parque. 
—Ah, entonces ni idea. 
—Pues yo les he dicho a mis compañeros que íbamos a ver Dirty Dancing, sabía que era algo de ing pero no me acordaba – es la aportación de María. 

Ahora, sin embargo, están abstraídas por completo en lo que está sucediendo en la pantalla. Miran extasiadas y con reverencia como Gene Kelly baila como si fuera fácil, como si el movimiento de sus pies fuera algo que hace sin pensar, sin ensayar, como si fueran solos. De repente me doy cuenta de que así es como hay que ver esta película, así es como se deberían ver todas las buenas películas, mirando hacia arriba. En los cines antiguos, en los grandes cines clásicos, en las salas en las que vi Blancanieves, y Regreso al Futuro e Irma  La Dulce la pantalla quedaba elevada sobre la sala y nuestra actitud física con la vista y la cabeza levantada expresaba la admiración y reverencia por el espectáculo. El agradecimiento por ser partícipes y destinatarios de ello. 

Ahora las salas son anfiteatro, nos sentamos y la pantalla está nuestros pies. Parece una tontería pero creo que no lo es, ahora no vamos como espectadores agradecidos, somos exigentes consumidores. Nos sentamos en alto, conscientes de nuestro poder, como los emperadores romanos en el circo. Reconozco la comodidad de nuestras salas, que han eliminado la posibilidad de que alguien más alto que tú o con una enorme cabeza  dificulte el disfrute de la película, pero Cantando bajo la lluvia hay que verla así, desde abajo, con reverencia, con admiración, porque Gene Kelly, Debbie Reynols y Donald O'Connor son dioses desaparecidos e inalcanzables, apariciones que despliegan su talento para nuestro exclusivo disfrute. 

La sala está llena a rebosar y una corriente eléctrica de emoción la recorre durante toda la proyección. No se oye ni un teléfono, ni un susurro, ni un movimiento. Aplaudimos después de cada número musical y yo siento cada una de esas ovaciones como una despedida. 

Cuando llega el final, con la imagen de Gene Kelly y Debbie Reynolds besándose, las vuelvo a mirar. Veo sus caras iluminadas por el resplandor amarillo de las letras The End que sé que están ahora proyectadas en la pantalla. 

The End, el final, pero, para mis hijas, espero que sea una noche que no olviden jamás. No solo lo espero, lo sé, lo he visto en sus caras esta noche. No olvidarán jamás la noche en que vimos Cantando bajo la lluvia en la sala de un cine a punto de cerrar y, al salir, bailamos por la calle a pesar de que nuestros zapatos no sonaban.     


martes, 7 de febrero de 2017

Cómo (nos) recordamos

Me manda mi hermano las fotos de una nevada en Los Molinos en el año 2009. Allí está la casa, el jardín, el pino, todo más o menos como ahora, pero cubierto por medio metro de nieve. Y están mis hijas, laz princezaz, con 3 y 5 años, corriendo por la nieve, haciendo el ángel, sacando la lengua para probar los copos. Van vestidas iguales, con pantalones de pana beige, unas botitas granates con velcro que les compré en Carrefour y unos abrigos del mismo color, abrochados hasta el cuello. Las bufandas, los gorros y los guantes que llevan son improvisados. Seguramente no esperábamos esa nevada ni contábamos con que salieran a jugar a la nieve. 

Entre las fotos hay un par de vídeos. Bailan alrededor del muñeco de nieve que han hecho con mi madre, su Abu. Cogidas de las manos, dan vueltas mientras cantan el corro de la patata. En otro vídeo, C se deja caer y mueve los brazos dibujando un ángel en la nieve, luego gritan porque quieren construir otro muñeco de nieve. "¿Por qué no hacemos su novia?" chillan emocionadas. 

La verdad es que no sé de cual de las dos es la voz que se escucha en el vídeo. No consigo identificarla y cuando se lo muestro a ellas, tampoco lo saben:

—Soy yo.
—No, soy yo. 

Me invade una oleada de ternura al verlas en la pantalla, tan pequeñas, tan nuevas, tan a estrenar, disfrutando de la nieve, alegres, felices, despreocupadas, manejables. 

—Ponlo otra vez. 

Volvemos a verlo y pienso que las reconozco en esas niñas pequeñas corriendo emocionadas por la nieve. Las recuerdo así y siento cierta nostalgia de aquellos días pero, al mismo tiempo, veo a esas niñas en el par de adolescentes que cena conmigo mientras charlamos de Trump, de los menús de la semana y tenemos la enésima bronca sobre porqué no soporto que las toallas del baño estén en el suelo.

Ellas, sin embargo, se ven y no se reconocen. Saben que son ellas pero se ven como si fueran otras, como si fuera imposible que esas niñas fueran ellas. Se descubren al verse. 

Quizás algún día, dentro de muchos años, cuando lean lo que he escrito sobre ellas aquí, vuelvan a descubrirse. Quizás.  

miércoles, 11 de enero de 2017

Breve y desesperado manual de adolescencia

Llega un momento en el que dudas si todo lo que has  tratado de enseñar a tus hijos durante un montón de años se ha esfumado por completo. De repente, te das cuenta de que en tu comunicación con tus hijos, te pasas la mayor parte del tiempo teniendo problemas de cobertura, hay interferencias en la línea y ruidos extraños que parecen impedir cualquier tipo de comunicación fluida. 

A fuerza de escuchar, observar, interpretar y anotar he conseguido una, por ahora, una breve guía de interpretación de frases, actitudes y miradas. 

Ya voy, ya voy. 

Con toda probabilidad bolas del desierto y el séptimo de caballería aparecerán por tu pasillo, antes de que tus hijos adolescentes encaminen sus pasos a tu encuentro. 

Si, en un ejercicio de paciencia suprema, decides quedarte quieto esperando a que vengan porque quieres creer que en algún momento se darán cuenta de que les estás esperando, buena suerte. La parte buena es que serás consciente de cómo te crece el pelo y las uñas.  

Un momento

Significa no pienso prestar atención a lo que me has pedido hasta que no hagas una imitación perfecta de la niña del exorcista y parezcas poseída. Es entonces y ni un segundo antes cuando te prestaré atención y te miraré en plan: pero ¿estás loca? 

A veces va seguido de un "tranquilízate" o un "cómo te pones". Descubres que estas dos expresiones en boca de tus hijos consiguen que entres en combustión.   

-¿Qué?

Este interrogante suele venir acompañado de un leve giro de cabeza con o sin subida de cejas y con o sin aleteo de pestañas que te deja vislumbrar esos ojos que conoces tan bien, los ojos de tu hija. Esa mirada puede distraerte del verdadero significado de esa palabra y qué es "Sé que has estado contándome algo y crees que te he escuchado pero no es así, no tengo ni idea de qué estabas diciendo". 

Solo me lo has dicho una vez.

Esta frase se activa cuando has pedido/preguntado algo una media de seis veces pero solo la última de ellas ha conseguido alcanzar su tímpano, activar el nervio auditivo y conseguir que su cerebro responda por que ha encontrado una ventana de disponibilidad para atender gracias a un leve despiste de sus hormonas. Por supuesto, les parece que escuchar una sola vez cualquier cosa no significa para nada que haya que reaccionar, para eso necesitas encontrar otra ventana de disponibilidad cerebral. 

Ya. Sí, claro.

Estás tres palabras las pronuncia la sabiduría suprema que tu hijo adolescente cree haber alcanzado por arte de magia y son la expresión de su opinión sobre lo que tú sabes. Resumiendo, "Ya, sí, claro" significa: "No tienes ni idea de lo que estás hablando".  

No.

Respuesta refleja a cualquier pregunta, sugerencia o petición. 

Es injusto.

Respuesta refleja a cualquier negativa adulta a toda pregunta, sugerencia o petición por su parte.  

Se han documentado casos de adolescentes que han sido capaces de sobrevivir a meses de conversación utilizando sólo "No" y "Es injusto". Algunos han batido incluso records de legendarios espías. 


Consejos:

Recuerda cómo eras con esa edad. Tu hijo es tan  irritante como lo eras  tú con esa edad. 

El No es poderoso. Es agotador y generador de tensiones en un primer momento pero hay que mantenerlo. No te rindas.

Busca paciencia en cualquier cajón, armario o bolsillo de unos pantalones que no te pones desde hace años. Compra paciencia en Amazon, en las rebajas y cuando se te agote recurre a la de tu pareja y tómate un descanso. 

Habla, habla y habla con ellos... aunque creas que no te escuchan, que no sirve. 

Mira fijamente fotos de cuando tenían 7 años. Desde ahí te miran sin dientes, despeinados y sonriendo sin perdonarte la vida y recuerda que ese niño sigue viviendo contigo pero está entregado a surfear su tobogán de hormonas y quiere hacerlo solo. Debes quedarte al lado, como cuando se tiraba en el tobogán, dejar que se lance y tener la mano al lado para cuando se caiga de bruces, porque se empeñará en tirarse de cabeza. 

Procura no decir: te lo dije.  

Grita mientras conduces para liberar tensión. 

Y en los buenos momentos, que los hay, disfruta todo lo que puedas, hazlos durar como sea. Con un poco de suerte y paciencia cada vez serán más numerosos... pero tomatelo con calma.

Ya, sí, claro.