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Agata Wierzbicka |
¿Cuándo dejan de crecer los niños? Mis pre adolescentes, o proto adolescentes, o lo que sean que son esas mujeres que viven conmigo, han crecido tanto que nada de su ropa de verano del año pasado les sirve. O no les sirve como les gustaría.
—Yo lo veo bien.
—Mamáaaaaaa.
Y me miran levantando las cejas, sacando la cadera y suspirando en plan «puff, madre mía lo que tengo que enseñar todavía a esta madre que me ha tocado en suerte». Por supuesto yo contrataco con la mejor versión de madre insoportable y finjo que el estado de su armario comparable en asilvestramiento a una selva amazonica es algo que me quita la vida.
—Pero, ¿vosotros os creéis que os voy a comprar ropa teniendo como tenéis el armario?- contesto con las manos en jarras.
Sinceramente, a mí me da igual el armario. Si no lo veo, no lo padezco pero encuentro un malsano placer en, de vez en cuando, recrear escenas de mi niñez en las que mi madre, ahora sé que fingiendo también, se ponía hecha una furia con mi desorden. Muy digna, vacío el armario sacando todo lo que no les vale o no les queda como les gusta.
—Mamá, ¡no tenemos ropa! ¡está vacío!
—Yo lo veo bien, como un armario de Ikea.
—Los armarios de Ikea están ordenados porque están vacíos. ¡Necesitamos ir de compras!
—Ni de coña os llevo de compras. Tú te lo quieres comprar todo y tu hermana no se quiere comprar nada. Si vamos de compras tú me firmarás un papel que diga "Solo voy a comprar lo que necesito" y tu hermana uno que ponga "Prometo solemnemente que me pondré lo que me compre"
—No te vas a atrever a hacer eso.
—¿Qué no?
—Clara, no provoques a mamá, sabes que es capaz de eso y cosas peores.
Y lo soy, pero lo que me sobrepasa es ir de compras con ellas. Odio ir de compras en general, es aburrido, cansado, frustrante, agotador y una manera muy estúpida de perder tiempo y dinero. Ir con ellas me deja al borde del llanto o anhelando beberme una botella de vino hasta caer redonda.
Para empezar, es impresionante la regresión espacio temporal que sufren los adolescentes. Se cansan enseguida, tan rápido como un niño pequeño pero ahora no llevas carro para que descansen. Sales con ellas de compras y en la segunda tienda descubres que las has perdido de vista, empiezas a dar vueltas mascullando todo tipo de blasfemias y reproches hacia tu yo de hace 15 años, y descubres que están sentadas en un escalón entre faldas y monos.
—¿Qué hacéis aquí?
—Estamos cansadas.
—Pero si llevamos quince minutos.
—Es que tú no has ido al colegio ocho horas, vuelto a casa, hecho deberes...
—...
—Vale, vale, ya me callo, como te pones. No me mires así.
Siguiendo con esa linea de regresión al infantilismo más incipiente, tras el cansancio llega el hambre.
—Cómprame algo de comer.
—No.
—Me estoy mareando.
—No me lo creo.
—Te lo juro, me estoy mareando, necesito comer.
—Ahí hay una frutería, te compro plátanos o unas manzanas.
—Eso no me quita el mareo.
—Ajá. Cuando te caigas redonda del desmayo, te doy un plátano y vemos si es ese tipo de mareo o no.
—Cuando te pones sarcástica no te aguanto.
—¿Ves? Ya estás menos mareada.
¿Por qué no compro merienda? Porque no me da la gana. A las compras hemos venido a sufrir, y vamos a sufrir para terminar cuanto antes con la tortura.
Ya metidas en faena, he descubierto que lo mejor que puedo hacer es camuflarme, mimetizarme con el entorno e interferir lo mínimo en las compras de mis hijas. Si sugiero que algo puede quedarles bien, huyen despavoridas en dirección contraria o hacen gala de una ironía malvada que no sé de dónde han sacado.
—¿Eso? Pero eso para ti, ¿no? Para una señora mayor como tú.
Si me asomo ligeramente al probador en el que se han escondido como princesas de cuento huyendo del dragón descubro que mi presencia no es bien recibida y, por tanto, mi opinión es alegremente despreciada, ignorada.
—¡Mamá! Déjanos, que nosotras sabemos.
Si en mi retirada salgo del probador alegremente sin tener cuidado de no abrir la puerta más de 20 cm o dejando la cortina ligeramente entreabierta descubro que mis hijas tienen un sentido del pudor completamente ridículo.
—Mamá, ¡qué nos van a ver!
—¿Quién?
—La gente.
—¿Qué gente? Aquí no hay nadie, estáis en el último probador y todavía se están expandiendo mis pulmones del esfuerzo que he tenido que hacer para caber por la rendija de la puerta que me habéis dejado.
Mis dos especímenes de adolescente, además, tienen diferentes rutinas para las compras. Una es del tipo explorador exhaustivo, hay que recorrer todos los pasillos, mirar todos los percheros, acariciar todos los tejidos y, si la dejo, husmear todos los perfumes. Es, además, incansable a la hora de probarse y se comporta en el probador como si yo fuera su doncella de corte.
—Otra talla. Más grande. Más pequeña. De otro color. ¿Te acuerdas el perchero que había según entras a la derecha, justo al lado de los vestidos para ti, de señora vieja? Pues ahí había unas camisetas que ponía Girls, esas no, las que estaban al lado...y blablablabla.
La otra es más del tipo lechuza ojeadora. Pone un pié en el umbral de la tienda, otea y sentencia: no hay nada que me guste. Si tentándola con comprarle algo de comer echa un vistazo dentro de la tienda y consigo que mire algo, su actitud suele ser la de drama queen ofendida con unos toques de falso maltrato maternal.
—¿Has visto algo que te guste?
—Sí, unas camisetas pero no me las vas a comprar.
—¿Por qué?
—Porque no, porque no te van a gustar.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé, no te van a gustar.
—¿A ti te gustan?
—Sí
—¿Te las vas a poner?
—Sí, pero a ti no te van a gustar.
—Pero ¿por qué dices eso?
—Porque nunca te gusta nada de lo que me gusta a mí.
—Por favor, deja el drama. ¿Cuánto cuestan?
—Seis euros.
—Te compro diez.
—Dime que no has traído el papel para firmar o me muero de vergüenza.
Lo llevaba pero me dieron pena y no lo saqué.