domingo, 11 de junio de 2023

Breve. Abrir ventanas, sacudir sábanas, un tiempo nuevo.

“I grew up in a house full of things, mum. Right, I grew up with you in a home where there are things everywhere in this house. Old things, everything has a story, that's what I value. My fear is that I wake up with all those beautiful stories around me and I don't have one of my own”. (Jason Reynolds en su podcast My mother made me).


Mayo y junio son, para mí, los peores meses del año: llega la primavera, los días son eternos, en Madrid suele hacer un calor insoportable y estoy tan cansada que solo quiero llorar mientras me enfrento a la ciudad. Esto es algo que me pasa desde siempre. De niña, en mayo empezaba a soñar con marcharnos y atosigaba a mi madre con preguntas: ¿Cuándo nos vamos a Los Molinos? ¿Nos vamos ya? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? Mi madre siempre decía que todavía no podíamos irnos, que había cosas que hacer: la renta, guardar la plata, recoger las alfombras y otra serie de tareas que a mí me parecían una tortura, obstáculos que había que sortear para conseguir salir de la ciudad y que no entendía que no acometíeramos en dos días para después poder salir huyendo. Cuando crecí, me fui de casa, la renta podía hacerse dando a “aceptar” y no tenía plata que guardar ni alfombras que limpiar, me acorralaba a mí misma: ¿Cuándo podemos irnos a Los Molinos? ¿Cuándo, cuándo, cuándo? Había que esperar a que las niñas terminaran el colegio, el campamento, cualquier otra cosa así. Más tortura. 


Este año ya llevo una semana aquí para pasar lo que un antiguo jefe llamaba mi “veraneo franquista” y para mí es sencillamente la vida que quiero llevar. Cada año las sensaciones son las mismas. Desembarco aquí con poca ropa (la de verano está toda en esta casa) pero con mil bolsas llenas de libros, cuadernos, zapatillas, más libros, mis plumas, el ordenador, todo lo que creo que voy a necesitar, todo lo que me vaya a hacer sentir bien. No quiero tener que pisar Madrid más que para ir a trabajar. Llego con todos mis trastos y me instalo. Siempre me imagino como en las películas de ricos cuando se trasladan a una casa de verano o las de americanos que llegan a la Provenza o la Toscana, abriendo ventanas, ventilando camas, admirando el paisaje. 


Para mí ni la casa ni el paisaje son nuevos: los conozco como la palma de mi mano. Pero cuando llego para instalarme, en esta época, quiero correr por toda ella, mirando en todos los cuartos, sorprendiéndome de que todo siga igual,  de que todo esté en su sitio, de que nada haya cambiado. Preparar el porche, colocar los muebles, los toldos, sacar los cojines, las butacas del jardín, las lámparas, preparar la mesa de la zona de la cocina para poder hacer todas las comidas fuera… todo ese ritual marca mi llegada a un tiempo nuevo, a una rutina diferente a la que llevo en Madrid, a una época mejor, a un tiempo nuevo, a meses por delante para estrenar, para llenar de calma. Desde que soy adulta nunca es así: el tiempo infinito ya no existe, siempre lo ves con un principio y un final; pero a pesar de ello recupero por unas horas lo que sentía de niña, cuando llegábamos y ante nosotros se extendía la eternidad de los meses de verano cuyo inicio se marcaba con la compra de los dos pares de zapatillas camping para pasar los interminables días de verano montando en bici por los caminos de tierra del pueblo. 


Mis veranos de infancia empezaban con el desayuno siempre a las 10 de la mañana. Mi madre tocaba una campana desde el pie de la escalera y nos obligaba a levantarnos. Después se abría el infinito de las horas antes de comer que había que llenar con amigos, paseos, piscina y aburrimiento. Tras la comida, siempre en el jardín, la pelea por el turno de recogida de mesa y cocina y luego la siesta eterna que no acababa nunca, que deseábamos que terminara cuanto antes para poder volver a los paseos, las bicis, las piscinas. De niños, muy niños, después nos cambiaban de ropa para que no fuéramos todo el día hechos unos pintas; luego ya eso se pasó y el traje de baño y una camiseta mugrienta era el uniforme día tras día. Si mi madre se descuidaba era siempre el mismo bañador y la misma camiseta. 


Hoy he ordenado mi mesa de trabajo aquí. Hemos hecho mudanza de cuartos y he podido montarme una mesa para mi ordenador, mis cuadernos y mis plumas. He cortado flores y las he puesto en tres pequeños jarrones en una esquina de la mesa. He colocado los libros que quiero leer y he sacado a los perros a dar un pequeño paseo. Peleo por esas rutinas, esas historias que cuelgan de los hábitos que mi madre nos creó cuando éramos pequeños y que intento transmitir a mis hijas. No lo consigo. Ellas adoran Madrid. Para ellas es la ciudad más maravillosa del mundo y ni el calor ni el asfalto ni la gente las empujan a salir de allí. 


Cada verano llego con esa ilusión: rescatar la rutina de mis veranos de infancia y adolescencia, recuperar todas esas sensaciones que no son ni nuevas ni emocionantes ni  especiales; son solo lo que necesito: tranquilidad, arraigo y soporte. Son casa. Cada año llego con la vaga ilusión, casi con el autoengaño, de creer que todos los compromisos, tropiezos, lastres que arrastro en Madrid han quedado atrás, en la autopista, justo a la salida de la ciudad, abandonados en un arcén. Abro la ventana de mi cuarto, veo el jardín, las montañas, escucho el silencio y creo que me he librado, que estoy liberada, que esta vez sí el verano será tranquilo, largo y, con suerte, aburrido; con cientos de horas para llenar con pereza y desgana, desde la tensión baja, los pies descalzos y el helado a deshoras. 


“My fear is that I wake up with all those beautiful stories around me and I don't have one of my own”. Mi miedo es que estas sensaciones de verano, de veraneo, de tiempo a estrenar, blanco, brillante y perezoso se pierdan. Me agobia pensar que no lo he hecho bien, que no he sido capaz de transmitirlo, pero cada año lo intento de nuevo. Quizá ocurra como con las verduras o el orden y, a fuerza de darles el coñazo, acaben descubriendo el lujo de este tiempo por delante, la seguridad de tener un lugar en el que todo sigue igual, en el que todo es seguro, confortable, conocido. Un sitio, un hogar lleno de objetos que cuentan una historia, la tuya y la de los que estuvieron antes, la tuya antes de que fueras el que eres ahora. 


Pienso todo mientras ordeno mis libros, coloco las flores en los jarrones, cargo las plumas y escucho los pájaros y el silencio del jardín. Abro el armario y saco mis birkenstock. Ahora mis veranos no empiezan comprando unas camping, pero las sensaciones son las mismas que entonces.

Hasta tengo el mismo número.


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5 comentarios:

Papacangrejo dijo...

Esos días de verano en el pueblo son los mejores recuerdos, los mejores veranos. Hoy solo son eso, ya no los disfruto hace muchos años.

Anónimo dijo...

No sé lo que son unas birkenstock, lo busco y ya.

Cada año por estas fechas echo de menos tener un lugar donde escapar del calor, donde sentir el tiempo eterno de la infancia y el olor de aquellos días. Así que puedo entender tus sensaciones, disfrútalo. Seguro que lo haces.

Feliz hueco. Y escribe y cuéntanos.

Marga

Maria Jesus Reyes dijo...

No tengo lugar de veraneo. Los veranos siempre han sido calurosos en casa de mis padres, en un pueblo pegado a Sevilla. Imagina la caló!!! He leído esta belleza de texto y me has llevado a tu hogar. He olido el fresco que entra por las ventanas, he oído el crujir de las sábanas cuando se sacuden, he sentido el placer de cargar las plumas ( que son mi vicio también),…. Gracias Ana por el ratito en Los Molinos.

Anónimo dijo...

yo tb saco mis birkenstock compradas en Alemania hace siglos donde me dijeron, usted no tiene pie de alemana! calzado favorito absolutamente.

Anónimo dijo...

Lo siento mucho.
No habrá paz para los malvados.
y nosotros somos los jueces.
Ya no es como antes.
La mentira ya no se puede disfrazar.
Con mis mejores deseos.
ya soy vieja para esto.