domingo, 12 de marzo de 2023

Lecturas encadenadas. Febrero

Viví durante 26 años en la calle Vicente Gaceo nº 17, una calle redonda sin ningún sentido cuyo primer número era el nuestro, el 17. ¿Dónde estaban los anteriores? No lo supe nunca y jamás conocí a nadie que lo supiera. Nuestra casa daba justo a una frontera. Era, salvando la distancias, como vivir mirando al muro de Berlín. Si me asomaba a nuestra terraza, a mano izquierda, justo al otro lado de unos edificios estaba el Paseo de la Castellana, con casas de viviendas militares hasta la Plaza de Castilla. Enfrente estaba la calle San Aquilino, que hacía las veces de Muro de Berlín porque a su izquierda desde nuestra casa se abría La Ventilla, un barrio de casas bajas que era casi un pueblo. Mi casa, que estaba en medio de esos dos mundos, tenía en los bajos del edificio una peluquería de barrio con el frente forrado de azulejos rosas y el ultramarinos de Ángel que atendía el susodicho y su mujer. Era un local estrechísimo, forrado de estanterías hasta el techo, al que sólo bajábamos a comprar cuando a mi madre le faltaba algo: no hacíamos compra grande allí porque mi madre era «moderna» y hacía la compra para todo el mes en un hipermercado. Al otro lado del portal, a la izquierda (Ángel estaba a la derecha), había un bar. No recuerdo cómo se llamaba, pero lo atendía un matrimonio y él se llamaba Aníbal. Era un bar que a nosotros, a mis hermanos y a mí, nos daba pánico. No sabíamos, por entonces, qué era el hampa y seguro que allí todos eran trabajadores encantadores, pero el aspecto del bar nos daba miedo y nunca queríamos bajar a comprarle tabaco a mi padre. Un poco más allá estaba el bar La Fuentona. Este local ya daba al Paseo de la Castellana y tenía otra luz, otra amplitud: a ese lado todo era menos siniestro. 

Hasta mis diez o doce años, delante de nuestra casa hacia el lado de la Ventilla había un descampado; un descampado con sus trapicheos, sus yonkis de los 80 y el consejo de no acercarnos jamás por allí o, mejor dicho, pasar rápido porque era inevitable pasar. Más allá del descampado se abrían las callejuelas de la Ventilla, que eran territorio desconocido. ¿Qué había allí? No lo sabíamos. Con quince o dieciséis años recuerdo empezar a recorrer sus callejuelas porque había una buena frutería, una mercería de barrio, una ferretería y, cuando por fin tuve coche, allí estaba el taller de Luis y mi primer colegio electoral. A mis 20 años la Ventilla había empezado a cambiar, las casas bajas iban desapareciendo, algunas para hacer edificios de pisos, y otras no desaparecieron pero fueron compradas por gente de pasta que vio la oportunidad de tener una casa con patio y dos plantas en el centro de Madrid por tres duros. Ahora que lo pienso, quizá la gentrificación de Madrid empezó por ahí. 


Si alguno ha llegado hasta aquí estará pensando: «¿pero esto no era Lecturas encadenadas?». Lo es, pero es que uno de los libros del mes de febrero, Los millones, de Santiago Lorenzo, transcurre en La Ventilla. El protagonista de la novela, Francisco, forma parte de los GRAPO y vive en el barrio, en una casa mísera y mugrienta. Toda su rutina transcurre en esas callejuelas, desayuna en un bar que yo he visualizado con el de Aníbal, trabaja en una nave cosiendo etiquetas y pasear por Bravo Murillo le parece casi como estar en la 5ª Avenida. La trama de la novela es intrascendente, divertida y muy entretenida. A mí me ha hecho, además, volver a tener 12 años y pasear por aquel barrio casi salvaje que veía desde mi ventana y en el que me daba miedo adentrarme. Me he reído, he sentido compasión por las desdichas del pobre Francisco y he viajado al Madrid de mi infancia. No he leído Los asquerosos, el título más famoso de Lorenzo, pero este lo recomiendo sin duda. Ya se lo he pasado a mi madre, que también lo ha disfrutado, y ahora lo leerán mis hermanos. 


Empecé el mes con La mujer helada, de Annie Ernaux, que compré en la nueva librería de Cercedilla en enero. De Ernaux ya había leído La vergüenza y Una mujer, que me gustaron muchísimo. La mujer helada me ha hecho un poco de bola porque me he aburrido, sobre todo en la primera parte. ¿Por qué? Pues porque Ernaux escribe siempre el mismo libro. Esto no es, para nada, algo reprochable; pero, a veces, cuando tus lectores son muy fieles, puede llegar a provocar un poquito de hastío. En La mujer helada Ernaux recorre su infancia, adolescencia y juventud hasta poco después del nacimiento de su segundo hijo. La primera parte, la infancia y adolescencia, estaba mucho mejor contada en La vergüenza, donde, como escribí cuando lo leí, «retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza, vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien; pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento que te llega por comparación; empezamos a fijarnos en lo que hay más allá de nuestro entorno y, como siempre, la hierba es más verde al otro lado de la valla. ¿Quién no recuerda haber ido a casa de amigos suyos del colegio y pensar que en esa casa todo era más bonito, se comía mejor y eran más felices? Es un sentimiento estúpido pero inevitable. Arnaux lo reconstruye maravillosamente bien partiendo de un hecho que para ella marcó la llegada de la vergüenza a su vida, un momento con el que comienza el libro: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde”». 


De La mujer helada me ha interesado la parte que desconocía de su vida, cuando se marcha a estudiar a la universidad, sale de su casa y acaba casándose jovencísima con su primer novio para quedar atrapada en una relación de pareja en la que la igualdad desaparece si es que había existido alguna vez. Como siempre pasa con Ernaux te jode verte reflejada en lo que cuenta. En mi caso en la sensación de claustrofobia tras casarse, cuando te conviertes en algo que nunca has querido ser pero en lo que te acomodas porque, si no, no puedes sobrevivir. Los años en lo que todo es batalla, llegar al trabajo, los hijos, la pareja, tratando de seguir siendo tú hasta que dices: ya, hasta aquí. 


¿Recomiendo La mujer helada? Pues para empezar con Ernaux la verdad es que no. Hay que leer a esta escritora pero, si queréis un consejo, empezad por La vergüenza


El tercer libro del mes fue El mar, de John Banville, que compré en un puesto del Rastro. ¿Por qué? Pues sinceramente no lo sé. Banville es un autor que siempre ronda mi cabeza porque leo sus entrevistas, sé que con un pseudónimo escribe novela negra y es irlandés. Estaba a punto de escribir que hasta ahora no había leído nada él pero ¡tachán! he hecho una búsqueda en mi blog y he descubierto que he leído Imágenes de Praga, El intocable y Antigua Luz. Esto dice poquísimo de mi memoria (una de las consecuencias de la depresión es la pérdida de memoria) pero mucho del valor de mis posts de Lecturas encadenadas. Leyéndome sé que esos tres títulos me gustaron mucho, así que estupendo porque puedo releerlos sabiendo que encontraré algo que me gustó. 


El mar ganó el Premio Man Booker y es una novela compleja, una novela de duelo, y no es para todo el mundo. El protagonista, Max, que ha perdido a su mujer, Anna, tras una enfermedad que la ha matado en un año, vuelve al pueblo donde pasaba los veranos de su infancia. Es el lugar en el que conoció a los Grace.  La Sra. Grace levantó su primera pulsión sexual antes de que se enamorara de la hija de la familia, Claire. ¿Tiene algo que ver el pueblo con Anna y por eso se marcha allí? No. La novela cuenta dos historias: la infancia de Max y el duelo que sufre a pesar de que, por lo que nos cuenta, su matrimonio no fue especialmente feliz ni idílico. En cualquier caso, la muerte le sume en un desasosiego (eso nos pasa a todos) que requiere refugio, escape o quizá castigo volviendo al lugar en el que fue feliz. 


«Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quien pudiera ser él. Haber sido él»


No tengo muy claro por qué me ha gustado, creo que no es redonda y, en mi opinión, se pierde a veces, cuando podría centrarse en los temas principales con más concreción. Me resultó curioso cómo esa lectura se alineó con mis escuchas de podcasts sobre la memoria y mis propias dudas sobre mis recuerdos, porque Max también tiene esos pensamientos pero, en el fondo, ¿qué más da si tus recuerdos son fieles a la realidad que viviste o no, si son los que tienes? 


He doblado muchísimas esquinas y he copiado muchos párrafos para no olvidar que lo he leído. 


Me he identificado con esto: 


«En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos. No acepto diletancia. Los diletantes son aficionados, mientras que nosotros, la clase o género del que hablo no somos nada si no somos profesionales. [...] No somos gandules, no somos holgazanes. De hecho, somos frenéticamente enérgicos, a espasmos, pero estamos libres, fatalmente libres, de lo que podría llamarse la maldición de la perpetuación. Acabamos las cosas, mientras que para el creador de verdad, como el poeta Valéry, creo que fue él, la obra nunca se acaba, sino que se abandona».


Pues ya está. Con esto queda hecho el resumen de mis lecturas de febrero. Hasta los encadenados de marzo. Y si queréis que estas entradas os lleguen al correo podéis suscribiros aquí.


1 comentarios:

el chico de la consuelo dijo...

Los asquerosos es una novela tabarras que te mueres de tabarras
Bssss