lunes, 4 de septiembre de 2017

Una guerra de jóvenes


19 años. 17 años. 20 años. 22 años. 24 años. Camino entre las tumbas del cementerio británico con el corazón encogido. Recorro con la vista todas las lápidas que quedan a mi alcance intentando encontrar alguna ocupada por alguien mayor que yo. No encuentro ni una. De las ciento de ellas que reviso sólo hay una con un soldado que tuviera más de cuarenta años. Era capitán y tenía 41. Camino más deprisa, no tenía previsto más que echar un vistazo pero me quedo enganchada a las edades y recorro las hileras de lápidas buscando. Encuentro tres con 38 años. Todos los demás eran increíblemente jóvenes, muchos podían ser hijos míos. Escribo y pienso "eran" pero en realidad son increíblemente jóvenes. Yo era joven, ahora no lo soy. Cuando mueres con 19 años eres joven para siempre. 

Parada entre aquellas tumbas, bajo el sol normando me doy cuenta de que tras muchos años estudiando la II Guerra Mundial, tras miles de páginas leídas sobre el tema y horas interminables de documentales visionados,  no lo había pensando bien. Mejor dicho, no lo había sentido bien, ni siquiera lo había pensado. Ves las fotos del desembarco, los vídeos, lees las cartas de esos soldados horas antes de embarcar, horas antes de morir y piensas en ellos como señores, hombres qué sabían qué hacían, que tenían una vida que lamentablemente les había llevado a participar en una guerra. Viendo sus tumbas me di cuenta de que no fue así, no eran hombres con vidas vividas, eran hombres que tenían toda la vida por estrenar. Hombres cuyas vidas empezaba con una guerra y que terminó en esas playas, en muchos casos, nada más poner un pie en ellas. 18 años, 21, 23,  27.   

No he conseguido quitarme esa sensación en todo el viaje. He visto sus uniformes, los equipos con los que cargaban, los cigarrillos que fumaban, su jabón de afeitar, las raciones del rancho, el manual para entablar conversación en francés, los condones, las botas, los paracaídas, las fotografías sonriendo a cámara abrazados como compañeros,  las armas, los cascos, los amuletos, las chapas de identificación, las condecoraciones. He leído sus cartas, la mayoría de ellas a sus madres, a sus padres, a sus hermanos porque eran tan jóvenes que ni siquiera tenían novia. Se me saltaban las lágrimas frente a las vitrinas de los museos y leyendo sus historias, las de los que murieron y las de los que sobrevivieron. 

Una carta de un soldado aterrorizado escrita a lápiz en un papel con restos de humedad no te deja crearte una guerra de película y unas fechas en una lápida no te dejan imaginarte una guerra que te convenga, una guerra cómoda. Para eso sirven los museos y los objetos, por eso hay que ir a los lugares, porque la realidad te golpea en la cara y te obliga a salir del lugar confortable en el que los libros y las películas te han acomodado. 


jueves, 24 de agosto de 2017

Y vuelvo a tener doce años

Empujamos la puerta y entramos. Todo está igual que hace treinta años. El local ha conseguido resistir al tsunami de decoración de interiores que lo ha vuelto todo blanco y apto para una casa en La Provenza y gracias a ese aguante frente a la moda, ha dejado de ser un local como todos, y se ha convertido en algo auténtico. No pone coffe shop, ni gastrobar, ni cool coffe, el rótulo dice Gran Cafetería, porque hace treinta años las cafeterías molaban. Sillas de madera con brazos y tapicería de cuero oscuro, voluminosas mesas bajas.  Pesados e inamovibles taburetes redondos fijados al suelo, delimitando el espacio de cada solitario en la barra,  y grandes carteles con tipografías que estuvieron de moda en los 70 en las que se lee EMPUJAD y TIRAD. El imperativo, esa reliquia. 

Cruzamos la misma puerta, justo en la esquina, dejando atrás el calor inhumano de agosto. Nada más entrar vuelvo a tener doce años y camino rápidamente por el pasillo entre la barra y las mesas pegadas a la cristalera que da a la calle Sagasta. Los camareros, con camisa y chaleco, me miran curiosos desde la barra, ellos saben que al final hay un comedor, yo no lo sé, porque ahora mismo soy una niña y busco el fondo del local dónde me han dicho que hay un teléfono porque tengo que hacer una llamada. Tengo que hacer una cosa de mayores, una cosa que sólo ocurre en las películas y que hace que me tiemblen las piernas y que me sienta absurdamente mayor, como si hubiera crecido veinte centímetros. 

Llego a la esquina del local y miro al fondo, pero el teléfono ya no está. La cabina no ha resistido a la modernidad tecnológica. Nos sentamos y pedimos el desayuno: café con leche y tostada con mantequilla y mermelada.  Todo es "como antes", taza de loza blanca pesada y rotunda y la tostada es de verdad una rebanada gorda de dos dedos de grosor perfectamente pasada por la plancha. Huele a cafetería, huele como mis meriendas con mi abuela en la Cafetería Colón con siete años que me parecían el colmo de la sofisticación. 

Unto la tostada y miro a la plaza, a la fuente en el que se incrustó nuestro coche cuando una furgoneta se saltó el semáforo de Sagasta. Nos embistió por la derecha y nos metió en la fuente. Recuerdo vagamente el golpe, el choque de mi cabeza contra la ventanilla trasera izquierda y el «Papá, ¿qué ha pasado?» 

¿Estáis bien?
Sí pero tú tienes sangre en las manos. 
No es nada. 

Miro por el ventanal y me veo treinta años antes, saliendo del coche, cruzando la calle con mis hermanos de la mano mientras la gente nos miraba. «¿Estás bien, bonita?»  

Sí, pero tengo que llamar por teléfono. 

Doy un sorbo al café y miro hacia la puerta por la que he entrado hace cinco minutos y me veo, me veo caminando con mis hermanos de la mano y preguntando muy seria por el teléfono. «Señor, ¿donde está el teléfono? Mi padre me ha dicho que tengo que llamar a mi madre a decirle que todos estamos  bien».

La cabina estaba al fondo, metí las monedas y llamé a casa. «Mamá, hemos tenido un accidente pero me ha dicho papá que te llame a decirte que estamos todos bien. No, él no puede ponerse porque está fuera, en el coche, con la policía». 

Me muero de nostalgia acordándome de aquello. Y, una vez más, como todas las veces que he pasado por delante de esta cafetería, sin entrar, durante estos treinta años, me asombra que mi madre no muriera de un infarto o asesinara a mi padre por haberme mandado a darle ese susto de muerte.  

¿En qué estás pensando?
¿Quieres que te cuente una historia que me pasó en esta cafetería hace treinta años?


martes, 22 de agosto de 2017

Cosas que he perdido, pierdo o puedo perder

Las ganas. La orientación. Un guante. La capacidad de saltar sin miedo a que me crujan las rodillas. La paciencia. El gusto por el whisky. La líbido. La salud. La paciencia, la paciencia, la paciencia. La ilusión por la Navidad. Las ganas de charlar contigo. La emoción de la novedad. La talla 36. El ánimo. El interés. La cabeza. Los papeles. La vista. Peso. La capacidad para asombrarme. El entusiasmo. Un calcetín. Otro calcetín de otro par. Las tapas de los tupers. La capacidad para dormir ocho horas seguidas. La alegría. El contacto. Una dirección. El DNI y la tarjeta de embarque justo antes de pasar el control. Y otra vez al embarcar. El miedo. La fe en el periodismo. El complejo de grandes tetas.  La idea idiota de que todo el mundo es bueno. La confianza. La arrogancia o parte de ella, no toda. Amistades. La empatía. El criterio. El sueño. La vergüenza. El apetito. La calma. La memoria. La vida. 

No es lo mismo perder algo que olvidar dónde se ha dejado. Se pierde un guante, un calcetín. Se olvida un paraguas. El olvido tiene solución, se recorre hacia atrás el camino trazado y se puede encontrar el punto exacto en el que los caminos se separaron. La pérdida es, en principio, irresoluble, solo una casualidad o un milagro la resuelven y por eso emociona, algunas veces, encontrar aquello que hemos perdido, aunque sea un calcetín o el DNI justo antes de coger un avión. Otras veces la pérdida es un triunfo, algo que ganas. 

Hoy he perdido la capacidad para escribir con sentido. 




sábado, 19 de agosto de 2017

Doce años

«Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quienes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás» (Paul Auster)

Aún no sabes quién es Paul Auster aunque tu casa está llena de sus libros. No sabes quién es pero sus portadas y sus palabras son parte de tu paisaje diario. Tampoco sabes lo que es sentirte extraña de ti misma ni te has parado a pensar quién eres. Si te preguntara, me mirarías con cara de superioridad y contestarías: «Soy Clara, sé perfectamente quién soy» porque hoy cumples doce años y a esa edad todo se sabe "ferpectamente" (no te gusta Asterix pero tenía que ponerlo). Crees que lo sabes todo, piensas que sabes todo lo que necesitas saber sobre lo que te interesa. Incluso crees tener clarísimo qué es lo que no quieres saber, lo que no te interesa, lo que no importa, lo que da igual. Y eso está bien porque a tu edad, en este momento de tu vida, lo suyo es que tengas esa seguridad, que todo a tu alrededor sea seguro, estable, casi aburrido, predecible, tan inmutable que parezca eterno. Por eso te gustan las rutinas y te encanta repetir siempre las mismas cosas cuando volvemos a lugares que, a tus doce años, ya se han convertido en parte de esa extraña que todavía no sabes qué eres. Este verano hemos vuelto a comer pipas Facundo viendo la puesta del sol en San Vicente porque "ese es el paseo que siempre hacemos" y hemos comido helados Regma "porque es lo que siempre hacemos aquí" y estás en Gibraltar "porque es lo que hago siempre en agosto". Crees que repites todas esas cosas porque te gustan y, en cierta manera, es así, pero las repites porque te centran, porque te hacen y te harán, en el futuro, ser quién llegues a ser. 

Aún no lo sabes pero eres una extraña para ti misma y lo serás siempre. Eso no es malo, no quiere decir que no te conozcas, quiere decir que tú te sentirás una persona determinada, te verás, pensarás, soñarás, escucharás e, incluso, olerás de una manera y descubrirás que los demás perciben en ti mil personas distintas. Unas te resultarán desagradables y te indignarás, otras te sorprenderán y otras te halagarán porque no podrás creer que te vean así, pensarás incluso «qué equivocados están, no soy tan buena». 

No sabrás quién eres y serás mil personas en una. Serás mujer, hermana, amiga, compañera de trabajo, amante, madre, abuela, tía, novia, pareja estable, pareja inestable, jefa, currita y un montón de cosas más pero para mí, siempre, serás mi hija pequeña. Y así te veo cada día.

En mi mirada vives y siempre vivirás y te verás como mi hija pequeña; ahora que crees saberlo todo y, también, cuando creas no saber nada y sientas más miedo del que eres capaz de imaginar, espero que puedas aferrarte a quién siempre serás en mi mirada y en mi vida. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja. 

Espero también que leas a Auster.