lunes, 24 de junio de 2019

Veranear


Cuando mis hijas acaban el colegio mantengo la rutina  que tenían mis padres cuando era yo la que terminaba mis clases: dejamos Madrid y nos mudamos a Los Molinos. Yo no cierro la casa, ni limpio la plata antes de guardarla envuelta en ese papel tan fino que no sé como se llama, ni enrollo las alfombras, ni pongo barreños con agua para atrapar el polvo, pero la sensación de traslado es la misma. Dejamos Madrid, nos marchamos, empezamos a veranear.


Me gusta la palabra veraneo aunque no me guste nada el verano. Me gusta la palabra porque ya nadie la usa. Veraneo es Los Molinos, claro. Es escuchar los pájaros al despertarme y reconocer, por el sonido de los pasos en la escalera y la manera de abrir y cerrar la puerta de la cocina, quien se ha levantado antes. Veraneo es compartir baño entre siete, como los Cazalet, y organizar turnos de ducha por la mañana en intervalos de diez minutos para que ninguno lleguemos tarde a trabajar y todos podamos aprovechar algunos minutos en la cama. Veranear es luchar por un hueco en la estantería del baño para dejar tus cosas y que siempre haya gazpacho casero en la nevera y melocotones para desayunar. Veraneo es dormir veinte minutos menos y conducir cien kilómetros más para ir a trabajar y que al llegar a casa me compense. Veraneo es salir por las mañanas  con el jersey puesto rezando para que en el minuto que atravieso el jardín no salte el riego y me meta en el coche siendo miss camiseta mojada. Veraneo es esquivar gente que me habla en el desayuno y encontrarme tres hombres vestidos de ciclistas en la cocina cuando bajo en pijama y despeinada. Veraneo es escuchar por la noche, desde la cama, la animación de los fuegos de campamento en la falda de La Peñota y, en agosto, imaginar maneras de acabar con el hombre que ensaya con su dulzaina cada tarde cuando me estoy desperezando de la siesta. Veraneo son chanclas y darme cuenta de que, en mi armario, hay ropa de verano que lleva más tiempo conmigo que mis hijas. Es saber que no me dará tiempo a ponerme toda esa ropa porque al final siempre elijo los mismo vaqueros cortos y las mismas tres camisetas. En mi veraneo no hay fiestas, ni saraos ni compromisos sociales que impliquen arreglarse. Veraneo es que casi siempre te toque vaciar el lavaplatos y que casi nunca encuentres hueco en él para meter tu taza de desayuno. Veraneo es respetar las tazas favoritas de cada uno y los sitios fijos en la mesa para comer. Veraneo es desayunar descalza al aire libre y darle pan a los perros para que me dejen en paz. Es comer por la tarde y cenar casi al día siguiente. Veraneo son toneladas de patatas La Montaña y murciélagos en el porche. Es encontrarte pares de zapatos por toda la casa e intentar adivinar de quien son. 

Veraneo es bomba de humo a la hora de la siesta y carreras por ver quién coge el columpio para dormir hasta que te despierta un lametón de perro. Veraneo es la coreografía de diez personas conviviendo en una misma casa charlando, riendo, discutiendo, odiándose, comprendiéndose, haciendo bandos que cambian cada día o casi cada hora y que se echan de menos cuando unos o otros se marchan de vacaciones abriendo un hueco en el veraneo. 

A mí el verano no me gusta pero el veraneo no lo cambio por nada, ni siquiera por las vacaciones. Cuando me jubile solo veranearé.


martes, 18 de junio de 2019

Hacerse viejo

Les saludo cuando llego a mi butaca. «Buenas noches» y sonrío, ellos me devuelven la sonrisa y el saludo. Mientras me acomodo pienso que ser poco sociable y estar en contra de hacer pandilla no está reñido con ser educado y que yo siempre saludo a mi vecino de butaca en el cine, en el teatro, en un tren o en un avión. 

«Aging is not a normal condition for the aging person... Actually, it is quite definitely a sickness, indeed a form of sufferinf from which there is no hope of recovery. Aging is a incurable sickness, and because it is a form of suffering it is subjetc to the same phenomenal laws as any other acute hardship that afflicts us at some particular stage of live» (Jean Amèry) 

Me quito la chaqueta, me la vuelvo a poner porque en el teatro hace frío polar y al hacer estos gestos mi mirada se cruza con la de ella y me sonríe otra vez. No decimos nada porque, por educación, no se habla con extraños si no hay nada interesante que decir. Me pregunto porqué están sentados en la segunda fila. Me pregunto si ellos también estarán pensando qué hago yo en esa butaca. ¿Son los padres de alguien? Seguramente lo son y también son abuelos de alguien y puede que bisabuelos porque son muy mayores, muchísimo. Es curioso como mi escala para medir la edad de alguien va variando según mi madre va cumpliendo años. Definitivamente ellos son mayores que mi madre, mucho más, lo que les convierte en ancianos. Elegantes, interesantes y educados ancianos. 

Avanza el acto y los miro de reojo. ¿Qué o quién los ha llevado a salir de casa un sábado por la noche? Yo estoy aquí por obligación, si pudiera estaría en casa leyendo o cenando por ahí. ¿Por qué están aquí? Algo muy importante o alguien a quien quieren mucho tiene que ser la razón. Ellos se quieren mucho, tienen las manos entrelazadas. La mano derecha de él, blanca casi transparente, con la piel tirante sobre las falanges como si hubiera empezado a quedarse corta para cubrir todo el esqueleto, descansa entre las de ella que la sujetan con ternura, dándole calor.  No es un contacto casual ni obligado por la rutina, ni dado por sentado. Tampoco es, en tiempos de primeras citas, una primera cita. Es un gesto engendrado en años de relación. En muchos años. 

Decía Jean Améry que envejecer se experimenta de distintas maneras. Para empezar, cuando somos jóvenes vivimos en el espacio y en el tiempo pero, a medida que envejecemos, el espacio va desapareciendo y el tiempo ocupa su lugar. Dedicamos más y más tiempo a pensar en el tiempo, en su paso, en el que ha pasado y en el que nos queda (o creemos que nos queda) por consumir). Además, nos volvemos extraños a nosotros mismos. Nos miramos en el espejo y nos sorprende lo que vemos, vernos. Es un shock que experimentamos cada día, quizás el gesto de cogerse las manos les sirva para reconocerse. O no. No lo sé. Améry también habla de que al envejecer la naturaleza se convierte en algo ajeno: una montaña que ya no podemos subir, un río que no podemos cruzar a nado, una caminata que ya no podemos hacer. Quizás salir una noche de sábado sea  una batalla contra eso, contra el "ya no podemos". Quizá yo me planteo que me gustaría estar en casa porque creo que tengo toda una vida, si quisiera, para poder salir por la noche.  

Lo peor para Améry es el envejecimiento cultural. Poco a poco vamos sintiendo que el mundo que nos rodea no tiene nada que ver con nosotros. Las novedades en arte, en moda, en política, en la vida en general nos sorprenden, nos cabrean, nos asustan o nos hacen sentir incómodos. El mundo ya no es para nosotros. Me pregunto si estos señores, si esta pareja echa la vista atrás y piensa que esta ciudad de provincias en la que llevan toda la vida ya no es la suya o sí es la suya pero lo es en menor medida que aquella en la que se criaron o a la que llegaron para formar una familia. 

El acto no se termina nunca. Cae una hora, cae otra hora, a cada rato pienso que no puede quedar mucho, que en diez minutos estaremos fuera pero pasan esos diez minutos y otros diez y otros diez y no acaba. Me desespero. Les miro de reojo y ahí siguen, con las manos entrelazadas. Me doy cuenta de que yo siempre tengo prisa, siempre quiero terminar aquello en lo que estoy para pasar a otra cosa. Esa es otra de las características de envejecer, se acaba la prisa, las ganas de pasar a otra cosa, que crees que quizás será mejor, y te centras en lo que tienes ahora porque a lo mejor después ya no hay nada. 

Al día siguiente con los pies doloridos y muchísimo sueño pienso en ellos otra vez. Creo que no me despedí, que me pudo la prisa pero atisbé a ver como alguien se acercaba a abrazarles con cariño.  

«Hay tres categorías: señor mayor, anciano y viejo. Un señor mayor es una persona de edad, como soy yo. Un anciano es una persona mayor que ya tiene achaques y una vieja es una anciana que se aprovecha de serlo. Esa es mi clasificación» (Javier Cansado. Todopoderosos Disney)

Últimamente pienso en mí como una señora mayor, mis hijas me dicen que soy vieja pero no "viejorris", pero cada vez más pienso en que quiero llegar a ser anciana y tener aspecto de serlo. Llegar a viejo, que no es lo mismo que ser viejo, es un logro y quiero que, si lo consigo, se me note en el pelo blanco, en las arrugas, en la piel transparente, en la forma de hablar y en dejar de tener prisa. 


PS: He descubierto a Améry leyendo The situation and the story de Vivian Gornick un libro que analiza las distintas maneras de escribir no ficción, de escribir memorias. 


miércoles, 12 de junio de 2019

Recuerdos de mi propio adolescentismo

Ayer fui al colegio de mis hijas a dar una charla. Todo empezó por un malentendido: «Hola, soy la orientadora del colegio de tus hijas y me han dicho que eres escritora». Intenté corregir el error. Lo corregí. «Ah, no. No soy escritora. He escrito dos libros pero trabajo en otra cosa, en la televisión». Esta corrección, sin embargo, no funcionó: «Me interesa tu experiencia, ¿vendrías a dar una charla a los de tercero de la ESO?» Y dije que sí. Supongo que la culpa fue de la sorpresa, del jetlag o de mi ya legendaria capacidad para decir que sí a cosas de las que luego me voy a arrepentir. 

Lo que no contaba era con arrepentirme tan rápido. 

Mamá, no puedes dar esa charla. ¿Tanto nos odias? No nos des la paga del mes de junio pero, por favor, no lo hagas. Llama y di que no. Se coherente, años despotricando del colegio, años de no estar en ningún grupo de wasap y ¿lo vas a tirar por la borda? 
Ya me he comprometido. 
Da igual. ¿Te pagan?
No, claro que no. 
Llama y di que no vas o me tiro por la ventana. 


Me encantó poder cerrar esta escena dramática devolviéndoles una de sus frases, una que me saca de quicio: 

No seáis dramas.  

La charla fue bastante bien. O por lo menos no tal mal como mis hijas habían pronosticado la noche anterior: «Va a ser un desastre», «vas a hacer el ridículo», «se van a reír de ti porque los de tercero son lo peor». Sus consejos fueron de todo menos reconfortantes:  «no te hagas la graciosa», «termina rápido». También me dijeron que no comentara que era su madre pero por supuesto no les hice ni caso, de hecho fue lo primero que dije: «mis hijas están en este colegio». 

A un lado padres y madres, como yo, todos contando su experiencia laboral: abogados, fotógrafos, empresarios, ejecutivos, cantantes, profesores, encargados de residencias de tercera edad. Al otro adolescentes de quince años en pantalón corto y camiseta mirándonos con escaso interés y un nivel de educación variable entre mucho y escaso. En ningún caso fueron tan terribles como mis hijas habían pronosticado. Estaban aburridos, poco interesados, con cara de desear estar en cualquier otra parte pero, de vez en cuando, una frase, una explicación y en cada cambio de presentación atendían como esperando que les contáramos algo importante, algo que fuera real para ellos, algún secreto de la vida de adultos. 

«Para vivir veo pelis» les dije yo. 

Mientras seguía con mi discurso pensé en que cuando yo tenía su edad, con quince años, en mi colegio se empeñaron en que hiciéramos balonmano. Trajeron una profesora nueva que quiero pensar que hizo lo que pudo con nosotros: intentó explicarnos las bases del juego, las técnicas y engancharnos en ese deporte. Por supuesto, a mí me interesó cero, me desagradó profundamente y cuando con toda su buena intención nos pasó un cuestionario para dar nuestra opinión sobre la actividad. Fui desagradable, irrespetuosa y muy imbécil. Para llevar aún más allá mi idiotez le enseñé el cuestionario a mi madre como si fuera una cumbre de madurez ser tan sinceramente maleducada. Treinta años después volví a acordarme de aquella bronca, deseé que esos niños fueran mejores que yo. 

«Mamá, imagina que tus padres hubieran ido a dar una charla a tu colegio. Te hubieras muerto de vergüenza». Creo que no. Creo que me hubiera hecho muchísima ilusión, sobre todo porque mis padres llevaban mi política de "evitar cualquier contacto con el colegio" a la categoría de obra maestra: ni reuniones, ni entrevistas con los profesores, ni interacciones con otros padres, ni mensajes. Nada. En la era anterior a los móviles, anterior incluso a las agendas escolares, mi padre, harto de tener que dar explicaciones en el colegio, me hizo un salvoconducto: «esta tarjeta vale para todo lo que diga mi hija Ana durante todo el curso». Me sentí orgullosísima de él aunque no tanto como la vez que descubrí que «el señor más guapo» que había visto en su vida una de mis compañeras era él.  

«Por encima de mi cadáver me dijo mi padre cuando decidí estudiar historia. Estudiad lo que os guste, aprended inglés y aprended a escribir como si tuvierais algo importante que decir» con esta frase acabé mi charla. 

¿En serio les has dicho eso? Ni se te ocurra volver el año que viene. 

Creo que no volveré,  demasiados recuerdos.  


lunes, 10 de junio de 2019

Los gañanes y el fútbol femenino

A mí no me gusta el fútbol, me aburre. No consigo entender su belleza ni su interés por mucho que lo intente y lo he intentado con fuerza porque mi hija mayor, María, lo ha amado desde que era muy pequeña. 

Diez años acompañándola en esta afición y sigue sin gustarme. Intento concentrarme en el partido cuando voy a ver alguno (los menos posibles, lo confieso) y pronto me encuentro mirando a otros espectadores, contando las ventanas de las casas que se ven al otro lado del campo,  atenta a la jugadora a la que se le caen los calcetines todo el tiempo o cronometrando el tic de otra  que se aprieta la  coleta cada treinta segundos, en lo que sea menos en el partido. 

Pero lo intento, leo todo lo que cae en mis manos sobre fútbol femenino y cuanto más leo y cuanto más conozco más me interesa la historia del fútbol femenino y más me encabrono.  
«Se trata de un experimento social. ¿Podrá la maquinaria propagandística del sistema hacernos creer que el fútbol masculino y femenino están al mismo nivel? Muy interesante».
Lo primero que he descubierto es que los hombres se sienten amenazados, ridículamente amenazados y que, además, hablan sin saber. Su argumento suele ser «el fútbol femenino es un invento del feminismo feminazi que lo único que quiere es hacernos creer que a las mujeres les interesa el fútbol». Lo que viene siendo no tener ni puta idea y ponerte a hablar por hablar porque el fútbol es tuyo y de tus amigotes y cómo osa alguien venir a hacer pis en tu rinconcito de testosterona. 

Te pones a leer y resulta que las mujeres llevan jugando al fútbol más de cien años, ¡Cien años! En 1894 Nettie Honeyball fundó el primer equipo de fútbol femenino y en 1895 se jugó el primer partido entre dos equipos de mujeres. ¡Vaya! Parece que las feministas de ahora tenemos muchas ganas de incordiar, las mismas que tenían las de hace ciento veinte años cuando se pusieron a jugar al fútbol al poco tiempo de que empezaran ellos a darle al balón. 

También entonces los energúmenos de la época se parecían mucho a los de ahora e iban a los partidos a insultar, a gritar e incluso a agredir a las mujeres. Los energúmenos de entonces mandaban más que los de ahora así que según iba creciendo la afición por el fútbol femenino más nerviosos se iban poniendo y así fue como en 1921 se prohibió a la mujeres jugar al fútbol en Gran Bretaña, en 1930 en Francia, en 1941 en Brasil y en 1950 en Alemania. Las excusas para prohibir el juego fueron cosas como que ponían en duda la sexualidad de la mujer o que podían comprometer su capacidad reproductiva. Es curioso como trabajar dieciséis horas al día encargándose de los hombres jamás se ha cuestionado como un posible problema para la capacidad reproductiva o simplemente para vivir sin deslomarse.  

Durante cien años ellos han vivido tranquilos gozando de sus partiditos, sus pachangas, sus fanatismos y todo iba sobre ruedas hasta que ¡alehop! tenemos fútbol femenino en los medios de comunicación y claro se han sentido heridos en su estúpido orgullo de macho. 
«El último mundial femenino no le interesaba a nadie, pero ahora la mejor jugadora del mundo no va a la selección porque no cobran como los hombres. Si la gente disfruta y quiere pagar por ver fútbol femenino me parece muy bien, pero nos lo están forzando de manera antinatural. No esta surgiendo un interés sino que se está promocionando algo para lo que no hay demanda».
El gañanaco que se cree que él ve lo que quiere en la tele porque él decide, por que él tiene capacidad de discernimiento suficiente para no verse influenciado por nada ni nadie. ¿Se ve más fútbol masculino en la televisión? Eso es porque él quiere, porque los hombres juegan mejor y no porque haya montado todo un negocio de venta de derechos entre televisiones, clubes y empresas que gestionan esos derechos. Podría explicarle que si esas empresas y esas televisiones quisieran él decidiría "libremente" ver petanca polaca en su televisión pero no serviría de nada porque el verdadero gañán del fútbol masculino jamás sale de su cuevita de confort en la que un hombre es mejor, vale más y cobra más porque sí, porque Dios lo quiso así. 
«Pues ya ves, hemos pasado de que las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres, a que el fútbol que hacen las mujeres por narices nos tiene que gustar lo mismo que el de los hombres».
Dejando de lado su claro posicionamiento en contra de que las mujeres tengamos los mismos derechos que los hombres me fascina su argumento de niño de tres años «pues a mí no me va a gustar el brócoli porque mi madre me diga que me tiene que gustar». A ver, chaval, el fútbol femenino no tiene que gustarte, ni siquiera tienes que verlo, ni conocer su existencia, lo único que tienes que hacer es dejar que exista y no dejar de respirar de indignación absurda. ¿No te gusta el fútbol femenino? Pues muy bien. A mí no me gustas tú (ni tampoco el fútbol femenino) y no voy a tu casa a decírtelo. Abstente de dejar ese comentario en cada crónica periodística sobre los partidos de la selección. 
«Yo juro que lo he intentado, pero ni en mis peores pesadillas me imaginé que jugaran al fútbol tan mal. ¿Y quieren ser profesionales, vivir de jugar al fútbol? Mi equipo de categoría regional de hace 20 años les ganábamos a estas chicas. Y jugando con cuidado, procurando no meterles el pie un poco fuerte ni chocar con ellas, para no hacerles daño».

Por supuesto. Tú y tus colegas jugáis mejor al fútbol, claro que sí. Y sois Premios Nobel. Y califa en lugar del califa porque tenéis cojones y ya está. Y por eso estás en el sofá, rascándote los huevos y mandando foto tetas por wasap mientras esas chicas a las que insultas juegan un campeonato del mundo.  
«Ha sido un tostón soporífero. Y porque son chicas. Si fueran chicos, les caía la del pulpo en los diarios deportivos» 
Y aquí volvemos a lo mismo. Si las mujeres hacemos algo supuestamente de hombres tenemos que hacerlo perfecto porque si no es así ¿para qué osamos perturbar la paz de los hombres inmiscuyéndonos en cositas que solo son suyas? Si queremos ser jefas pues tenemos que ser las mejores, si queremos ser políticas tenemos que ser fabulosas, si queremos ser jugadoras de fútbol todos los partidos tienen que ser memorables porque todos sabemos que ellos, en todo lo que hacen, alcanzan la perfección absoluta.  

En Nueva York está empapelada con cartelones gigantescos de la selección americana de fútbol femenino. Nike patrocina a la selección y tiene toda la primera planta de su tienda en la Quinta Avenida dedicada al mundial. Nike no es una ONG, va a donde está la pasta y me temo, gañanes españoles de medio pelo, que la pasta va a estar en el fútbol femenino. 

Lo siento por vosotros que vais a sentiros amenazadísimos diciendo memeces como que el dinero de los hombres se lo están dando a las chicas... como si en algún momento de vuestra existencia hubierais estado cerca de disfrutar, si quiera mínimamente, del dineral que ganan esos hombres a los que idolatráis. 

A mí no me gusta el fútbol pero vosotros sois patéticos.  

PS: todos los entrecomillados están sacados de los comentarios a la crónica del primer partido de la selección en el mundial  de los partidos en El País. 


viernes, 7 de junio de 2019

Lecturas encadenadas. Mayo


Mayo de 2019 pasará la historia como el mes de Nueva York y de los Cazalet y por eso pretendo, y espero conseguirlo, que este post sea corto porque de los Cazalet ya lo dije todo en los encadenados de abril. (id a leerlo)

Dejé a los Cazalet al borde de la II Guerra Mundial en su casa familiar, Home Place, y durante el mes de mayo me he leído los tres siguientes: Tiempo de espera y  Confusión  que transcurren durante la II Guerra Mundial y el cuarto volumen, Un tiempo nuevo  que los deja en el año 1947. ¿Qué puedo decir que no haya dicho ya? Hay que leer Las crónicas de los Cazalet porque es una de esas lecturas que te atrapan y te llevan: una novela río. Ayer estuve en Los editores en la presentación de la nueva novela de Phil Camino y surgió esa expresión: novela río y también novela de sillón de orejas. Eso son los Cazalet, novelas para zambullirte y desconectarte de todo. Los personajes se convierten en familia. Cada uno de ellos, y son muchos, tiene una personalidad, una manera de pensar, de enfrentarse a la vida, a las relaciones pero no quiero contar más, no quiero destriparlos. Leedlas.

Además hay maravilloso sentido del humor inglés:
«La pobre tía Rach ha pasado una mañana espantosa cortándole las uñas de los pies a las tías abuelas. La oí decir que parecían garras de aves marinas prehistóricas, de retorcidas y duras que estaban. Por lo visto es una de las primeras cosas que dejas de poder hacer cuando te vuelves viejísima porque no llegas. Avisé a Polly al respecto, porque en ese caso más vale que no viva en su casa completamente sola. Dijo que entonces qué hacían los ermitaños, teniendo en cuenta que casi siempre era viejos y por fuerza tenía que estar solos. Me imagino que acabarán con garras como las de los loros».  (Tiempo de espera. Crónicas de los Cazalet (2)

Intercalados con los Cazalet he leído ensayos y no ficción.

Tras el éxito de Claus y Lucas quería leer algo más de Agota Kristof y cuando Elena Rius (a quien debéis seguir si queréis tener buenas recomendaciones de libros) me recomendó La analfabeta (traducción de Juri Peradejordi) lo compré sin dudarlo. La analfabeta es una especie de autobiografía de la autora a partir de artículos escritos cuando, con más de cincuenta años,  se convirtió en una autora famosa en Suiza. En los breves capítulos relacionados con su niñez en Hungría es inevitable establecer similitudes y comparaciones con Claus y Lucas.
«Leo. Es como una enfermedad. leo todo lo que caen en mis manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa. Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar».
Los capítulos posteriores se centran en la vida en el exilio, lo durísimo que es marcharte de tu país, perder tu identidad, tus referentes, tu idioma, volverte una analfabeta. En el capítulo titulado El desierto dice esto:
«Como explicarle, sin ofenderle, y con las pocas palabras que sé de francés, que su bello país no es más que un desierto para nosotros, los refugiados, un desierto que hemos atravesado para llegar a lo que se llama integración, asimilación. En ese momento, todavía no sé que algunos no lo lograrán».
Su retrato de la emigración, del exilio es desolador. Ella y sus hijos llegan a Suiza, consigue un trabajo, nadie quiere echarla pero ella es terriblemente infeliz, se siente en el desierto. Lo narra con amargura y con casi desesperación como diciendo: es imposible que vosotros, los que estáis aquí, entendáis que para nosotros esto es el horror, que no queremos dar las gracias, que no podemos ser felices porque nos hemos convertido en extraños, en extranjeros, en analfabetos.
«Hablo francés desde hace más de treinta años, lo escribo desde hace veinte años, pero aún no lo conozco. Lo hablo con incorrecciones y no puedo escribirlo sin ayudarme de diccionarios que consulto con frecuencia. Esa es la razón por la que digo que la lengua francesa, ella también, es una lengua enemiga. Pero hay otra razón, y es la más grave: esta lengua está matando a mi lengua materna».

Tristeza de la tierra. La otra historia de Bufallo Bill de Eric Vuillard (Traducción de Regina López Muñoz) fue mi siguiente ensayo. A principios de año leí El orden del día y no acabó de convencerme así que aconsejada por Guillermo Altares decidí darle una nueva oportunidad a Vuillard con este libro que me regalaron mis hijas por mi cumpleaños. Tampoco me ha convencido. La historia que cuenta Tristeza de la tierra es interesante igual que lo era la de El orden del día pero el estilo de Vuillard me saca totalmente de la historia, del ritmo y de la narración. Me saca y en ocasiones me encabrona. Leo, me voy atascando y digo en voz alta: Eric, coño, deja de lucirte, deja de intentar impresionar con tus frasecitas en plan "Eh, chavales, mirad lo que sé hacer".

Todos sabemos quién es Búfalo Bill pero ninguno sabemos quién fue Búfalo Bill. En su época fue tal fenómeno de masas que ha llegado hasta nuestros días, recorrió el mundo entero con su espectáculo del salvaje oeste y creo el anecdotario y la imagen que todos tenemos al pensar en "indios y vaqueros". Según Vuillard hasta inventó el grito sioux que todos hemos hecho de niños poniéndonos la mano delante de la boca.
«Y eso que él (Búfalo Bill) no es de los que no dejaron huella, pero tanta lastra el exceso como el defecto, y y, si la arqueología es la ciencia de los vestigios, aún no existen investigaciones sobre aquello que hemos visto demasiado»

Búfalo Bill montó una ciudad desde cero, una ciudad que bautizó Cody (como su verdadero apellido) en un lugar inhóspito y absurdo que en su día tuvo miles de habitantes y en la que invirtió millones de dólares y que aún existe.  Tuvo muchas amantes para al final, arruinado y vencido, volver con su mujer con la que estuvo casado cuarenta y cinco años. Se enamoró de una joven inglesa y gastó una fortuna para montarle una obra de teatro, falsificó la historia de la masacre de Wounded Knee y compró y vendió a una niña india superviviente de esa masacre. Inventó el merchandising y murió arruinado y olvidado.

Todas estas historias son interesantes, increíblemente interesantes, pero Vuillard las cuenta a medias, las enseña, hace un cucú-tras tras y las deja ahí, colgadas de una frase, a medio camino. Me saca de quicio su estilo. Esto no quiere decir que no recomiende el libro, es un buen libro y me ha gustado más que El orden del día, quizá porque lo que contaba en aquel ya lo conocía y esto me ha resultado nuevo y sorprendente, pero Vuillard no es para mí. No pasa nada, no me puede gustar todo.

El último ensayo del mes fue Cuatro príncipes: Enrique VIII, Francisco I, Carlos V, Solimán el Magnífico y las obsesiones que forjaron la Europa Moderna de John Julius Norwich (Traducción de  Joan Eloi Roca). Es un libro muy entretenido sobre el comienzo de la Edad Moderna en Europa. Su autor, un historiador inglés de más noventa años, cuenta las historietas (porque las cuenta como si fueran cotilleos de patio) con un vista de vista muy inglés, muy centrado en Enrique VIII. No sé cuánto de riguroso es en los detalles, sospecho que bastante en la parte inglesa y bastante poco en la parte española y sobre todo otomana pero es un buen libro para conocer la historia del siglo XVI. Sin más.

Y para cerrar el mes otra cita de los Cazalet.

«No tengo ninguna intención de tener hijos pero, si por casualidad los tengo, me haré varios propósitos. Nada de comentarios de abuela del tipo ya veremos, depende o cada cosa a su debido tiempo. Nada de temas de conversación prohibidos. Y los animaré a que vivan aventuras».

Me parecen unos propósitos fantabulosos. El primero no lo he cumplido porque el ya veremos salva muchas situaciones pero los otros dos los sigo siempre.

Y con esto y el propósito de decir ya veremos solo como último recurso, hasta los encadenados de junio.




martes, 4 de junio de 2019

Contar Nueva York

No se puede escribir un post ordenado de Nueva York porque  Nueva York es una ciudad que te desborda, te sobrepasa, te hace dar vueltas, ponerte cabeza abajo y volar. ¿Cómo se cuenta una semana en Nueva York? ¿Cómo se pueden contar siete días en Nueva York y que se parezca en algo a lo que es estar allí? Perdiendo el hilo, supongo. Dejando que los recuerdos salgan solos, desordenados, sin orden ni concierto, como si se te cayera al suelo una caja de fotos impresas (eso tan antiguo) y las vieras todas a la vez pero ninguna completa. 

«¿Lo llevas todo? No te dejes nada. ¿Has cogido la mochila?» Escribir un diario de viaje es un compromiso que se adquiere, sobre todo con uno mismo, antes de empezar y que no es fácil de cumplir. Madrugas, pateas, miras, observas, escuchas, disfrutas y te agotas y cuando llegas al hotel lo único que quieres es dormir pero ¡ey! decidiste antes de salir de Madrid escribir un diario y hay que cumplirlo. No pasaría nada si lo dejaras, nadie lo echaría de menos pero te lo propusiste y tienes una estúpida voz interior que te dice ¿en serio lo vas a dejar? Y no lo dejas pero decides que vas a aprovechar los ratos muertos del día para escribir: esperas en restaurantes, descansos en parques, viajes en metro y así poder derrumbarte a dormir nada más llegar al hotel como hacen tus compañeros de viaje. Un viaje de Brooklyn a la calle 57 parece un momento ideal para escribir: traqueteo, nada que ver en los túneles, sacas el cuaderno y te pones a escribir. ¡Ya llegamos! Guardas todo y te bajas visualizando la cena y la cama. Son casi las diez de la noche. Cuando vas por el andén te das cuenta de que vas ligera, demasiado ligera, te falta algo. Como en las pelis, te palpas el cuerpo y respiras. El bolso de los pasaportes y la pasta y el móvil está contigo. Das dos pasos. ¡La mochila! En un segundo vuelves corriendo al tren, la puerta se cierra en tus narices y empiezas a golpear la ventanilla como una loca, My backpack! My backpack! Los pasajeros te miran aterrorizados y el tren sale zumbando. «He perdido la mochila». Y te echas a llorar. «No pasa nada, no había nada importante. Un momento ¿llevabas tú el wifi? Mierda» Subes por las escaleras pensando que has arruinado el viaje nada más empezar, vas con poca fe a hablar con el taquillero que parece tener el mismo interés en tu problema que en el crecimiento de los cactus en el desierto de Mojave pero que te dice que vale, que va a llamar a la policía y que si puedes esperar. Claro que puedes. 

El taquillero se pira y llega el relevo. Esperas. Esperáis. Al cabo de una hora el relevo sale de su zulo y pregunta ¿Cuánto tiempo lleváis esperando? Una hora, le contestas. Es un hombre negro, mayor, más de sesenta seguro, que ha llegado con su termo y su mochila. Te imaginas que le gusta este turno, porque es tranquilo y se dedica a leer o escuchar música, puede blues. Vuelve a la garita, llama por teléfono y sale a decirte que han encontrado tu mochila, que tienes que ir a buscarla a la última parada de la línea F, en la calle 179 con Jamaica Street. Y allí te vas, os vais , a las doce de la noche todo el trayecto hasta Queens. La taquillera de allí primero te dice que ni idea de tu mochila, que allí no hay nada pero luego al ver tu cara de gato atropellado al borde del llanto, hace una llamada al taquillero encantador amante del blues de la calle 57 y cuando cuelga te manda a un cubículo acristalado que hay en el andén. De perdidos al túnel de Queens. «Mamá, está tu mochila» gritan las niñas. Me hubiera casado con el hombre que me la dio. 



«Will marry for food» Este cártel lo llevaba un mendigo que dormía delante de la estación central. Le hiciste una foto porque te pareció elegante. Has visto muchos carteles así en Manhattan: «My Storie is not sadder than others but I need help» o «Does life have a purpose?» «Does health correlate with hapiness?» y no les has dado ni una moneda porque vas como la familia real, sin efectivo por el mundo. Las propinas las daba Juan y en los restaurantes hacías malabarismos para cargarlas en la tarjeta. 

Guia explicativa de las propinas en Nueva York y obligatoriedad de llevar tapones si se quiere dormir algo. Esto debería venir en todas las guías de viaje. Se te había olvidado el ruido que hay en la ciudad, no es el tráfico, ni las grúas, ni las obras, ni los anuncios en las calles, ni la gente, no. La ciudad emite un zumbido constante que no se apaga nunca, incluso en mitad de Central Park, parada en medio de un estrecho sendero en la parte más umbría del parque escuchas el zumbido. Si fueras una cursi dirías eso de «es la respiración de la ciudad que nunca duerme» pero no lo vas a decir. Es un zumbido agotador que solo se apaga cuando te pones los tapones para dormir. On/off. Cuando te despiertas, la primera todos los días, vas de puntillas a ver a tus hijas que duermen en una cama gigante. Entra una luz de mañana que contrasta con el cabecero de madera oscura y los detalles granates  y marrones de la manta y las sábanas. Les haces una foto cada mañana, parecen una foto de uno de esas cuentas de Instagram que se llaman "el renacimiento hoy" o algo así y que presentan escenas actuales que podrían haber sido pintadas en el siglo XVI. A esta la llamarías "El sueño adolescente". A ellas no les importa el ruido, se desploman a dormir y no oyen nada, no sienten nada, se desconectan por completo del mundo y creo que hasta de sus cuerpos que permanecen en posturas imposibles mientras subes las persianas para despertarlas y salir a las calles a caminar. Todos los días os hacéis la misma foto en la escalera del hotel, ¿para qué? Para nada, es otra de esas decisiones que se toman al comienzo de un viaje y que parece que si se dejan renuncias a algo. Estáis en el cuarto piso, el piso de la renovación. Al llegar al hotel entraste en pánico. Semanas buscando el mejor alojamiento que pudieras pagar, las opciones en Nueva York entre "no está muy limpio" y "si puedes vender un riñón y a tu primogénita quizá puedas pagar una noche sin desayuno" son muy escasas y te costó decidirte. Parecía bueno, parecía por lo menos decente, pero al llegar todo está en obras. El vestíbulo es como zona de guerra, no hay paredes, solo vigas de madera tapadas con papel y moqueta, always moqueta, la moqueta que no falte. Renuevan todo pero no, eh, la moqueta es reliquia. Subisteis en el ascensor preparados para lo peor, para una cueva, algo siniestro, espantoso y al abrirse la puerta en el rellano la primera sorpresa: limpio y pulcro. Por experiencia sabes que un pasillo limpio y con luz siempre es buena señal. 423. 23 es el número mágico para Clara, rezas para que lo siga siendo. Pasas la tarjeta, abres la puerta lo justo y ¡oh!  ¡los hados te han sido propicios! La habitación es estupenda, de hecho son dos habitaciones con un baño, salón y cocinilla. Todo nuevo y limpísimo. Das las gracias a booking y a haberte fiado de tu instinto. 

Miyazaki en tu entrada al MoMA. Nunca habías estado y nada más poner un pie en la primera sala ya sabes que no te quieres ir, que el tiempo que paséis allí va a ser poco, insuficiente. Jugais a elegir el favorito de cada sala y ellos eligen La Noche estrellada de Van Gogh pero a ti te llaman la atención dos paisajes de Cezanne. Se parecen a los pinares de Cercedilla, a los bosques de las Dehesas, a Valsaín. El aduanero Rosseau y su fantasía selvática, Kandinsky y Picasso. Las señoritas de Avignon te descoloca, no es como te lo habías imaginado, ni siquiera es cómo la habías visto siempre.  La danza de Matisse, La habitación roja, los futuristas italianos. La ciudad se alza de Boccioni es el cuadro que eliges de esa sala para llevarte a casa, y en la siguiente un Mondrian y en la siguiente un Rothko inesperado con figuras danzantes y seres que recuerdan a Miró del que ves luego, en otra sala, unas series rojas y negras que pintó durante la guerra civil que te encantan. Ojalá tener una casa de paredes infinitas que pudieras llenar de cuadros con un chasquido de dedos y cambiarlos por otros con otro chasquido. Pollock. Impresionante. Otro pintor al que no le hace justicia ni la fotografía ni lo digital. En un cuadro de Pollock hay que meterse, ponerse delante, pasear la mirada y de repente (no, no hace chas) te encuentras viendo sus líneas moverse, ondularse tratando de atraparte. Piensas en criaturas diabólicas y también en como durante tu depresión pensabas que tus pensamientos eran enrevesados, entrecortados, inconexos como la pintura de Pollock. Y El mundo de Christine de Wyeth, casi te lo pierdes, colgado en una especie de pasillo que lleva a las escaleras mecánicas. Te quedas mirándolo, cada detalle de la hierba, las botas de Christine, los pájaros que vuelan al fondo recortados contra el cielo azul, las dos casas. Arrasas en la tienda del MoMA, nada caro, nada espectacular: lápices, un llavero, un par de marcapáginas, una funda de gafas de colores, un libro, objetos diarios que cuando escribas, leas,  cierres la puerta o te pongas las gafas te hagan recordar lo muchísimo que te ha gustado el museo, las ganas que tienes de volver a entrar casi antes de haber salido.  La euforia es mala, es peligrosa, te hace relajarte, arriesgarte, despreocuparte y rozar la irresponsabilidad. Sobre todo con el dinero, del MoMA pasáis a una tienda que tus hijas quieren ver, vas pensando en ser madre abnegada: pasear entre percheros, fingir que te gusta lo que eligen, escoger talla, repetir este proceso mil veces y cargar con todo de camino a los probadores. En ese camino algo verde llama tu atención: un impermeable. No necesitas un impermeable. Da igual. Te acercas y lo tocas. Es suave. Da igual, no te hace falta. O quizás sí, estrictamente hablando no tienes un impermeable. Además lo es de verdad, no es un chubasquero que es como la versión cutre del impermeable. Te alejas, vuelves. Lo miras, te mira. Te vas. «No debería. No eres para mí» Le susurras. Miras el precio. Es obscenamente caro incluso para un impermeable. «Mamá, pruébatelo, es muy tú» Nunca sabes como tomarte eso «es muy tú» ¿Qué quiere decir? ¿Es bueno? ¿Es malo? ¿Es una condena? ¿Es un halago? Sea lo que sea, funciona. Y a pesar de que no lo necesitas y es absurdamente caro, te lo pruebas y os enamoráis. Y te lo llevas y lo estrenas esa misma tarde montando en barco desde el Pier 43 hasta Brooklyn. Casi solos en el barco recorréis el Hudson viendo Manhattan y Nueva Jersey. Piensas en Bruce Springsteen cruzando ese mismo río con su guitarra sin funda (no tenía) para ir a su primera audición, a la audición que le hizo famoso. Tú no vas a ser famosa pero te da igual, estás en un barco, en el Hudson, con tus hijas y tu mejor amigo, viendo como las nubes van cubriendo los edificios y el viento te despeina. Y te haces una foto de ser feliz. Y entonces llegáis a la Estatua de la Libertad, que ya visteis el otro día desde un velero, pero esta vez es distinto. Esta vez  estáis más cerca y el capitán y guía, David... pone de banda sonora a Simon & Garfunkel cantando America. Te encantan Simon & Garfunkel, te recuerdan a tu padre y los viajes a Los Molinos en el 131. David cuenta que Paul y Art son de Nueva York, se conocieron en el instituto, en Queens. «Ja, mamá, en Queens, donde tuvimos que ir a por la mochila que perdiste. ¿La tienes ahora?» Desde el barco se ve también el Intrepid, el portaaviones de la II Guerra Mundial que visitasteis dos días antes. No sabes nada de aviones y además te parecen todos iguales pero te haces una foto delante de uno que era como el caza de Tom Cruise en Top Gun (este dato te lo da Juan porque tú no distingues un caza de una moto). Te haces la foto en honor a tu yo adolescente profundamente enamorado de Tom Cruise y apuntas Top Gun en tu lista de pelis para ver con las niñas aunque te planteas borrarla cuando Juan se la pone en el avión de vuelta y te susurra «Ana, es una oda al macho dominador» El portaaviones es enorme, tan grande que en él caben un montón de aviones, helicópteros, un transbordador espacial y un concorde que parece pequeñísimo. Las niñas no saben lo que es un concorde, ni saben qué es el Enterprise, ni siquiera saben qué es un portaaviones. Te preguntas si habéis hecho algo mal, si las habéis privado de un conocimiento necesario. Nunca preguntaron y no salió el tema de conversación: portaaviones. Te impresiona más que al visitar la zona cero, ver los estanques de las Torres Gemelas y recorrer el Museo del Memorial descubrir que no saben nada de aquel día. Para ti es un día crucial en tu vida, un día que parece estar ahí al lado, un día que pasó hace nada aunque cuando lo piensas fue casi en otra vida. Les contáis la historia y pasean viendo los restos de las torres, la escalera de los supervivientes, los uniformes de los bomberos, el coche de bomberos de la unidad 23 sobre el que se desplomó parte de una de las torres, las fotos de los muertos y finalmente en la parte más impresionante, la reconstrucción minuto a minuto de aquel día, el 11 de septiembre. Ellas no han visto nunca los aviones estrellándose, la gente saltando de las torres y no dicen nada, lo miran, lo ven, te miran. «¿Viste esto mientras pasaba? Sí. ¿Y qué pensaste? Me moría de miedo» En el memorial descubres que no solo son tus hijas las que lo ven por primera vez, ves a jóvenes de más de dieciocho años sorprendidos frente al video del primer avión chocando. Apuntas United 93 para ver con ellas. 

Casi os perdéis el Apartamento Campbell pero te empeñaste en ir porque pulsaste el botón verde de tu audioguia en la Estación Central y te enteraste de que existía. Es un sitio alucinante. Cuando se construyó la estación, pagada por los Vanderbilt, estos construyeron para un financiero amigos suyo, John Campbell, un apartamento en la misma estación, un apartamento a pie de calle. Campbell se montó una oficina con todos los lujos: paredes de caoba, una alfombra que costó 300.000 $ de la época, una chimenea gigantesca, lamparas increíbles y una barra de bar donde montaba fiestas casi cada noche. Más tarde el apartamento cayó en desuso, se montaron unas oficinas, una carcel, se abandonó hasta que hace unos años se reconstruyo y ahora se puede entrar aunque no tomes nada. Entráis y dan ganas de llevar esmoquin o un corte de pelo a lo garçon o fumar un puraco. Les explicas a tus hijas que los Vanderbilt eran ricos más allá de cualquier cosa que puedas imaginarte ahora mismo y que en Estados Unidos las estaciones, las bibliotecas, los museos los pagan los ricos, no el estado. Proporcionarles este conocimiento calma un poco la culpabilidad porque no supieran lo que era un portaaviones. Les vuelves a explicar lo mismo, la riqueza sin límites cuando visitáis el Rockfeller Center y hacéis que se fijen en todos los detalles: suelos, respiraderos, tipografías, relieves, dorados, puertas. «La riqueza obscena está en el detalle nimio».

Brooklyn y el Flatiron. Cumples sus dos sueños. María está eufórica cuando llegais frente al Flatiron, lo fotografía desde todos los puntos de vista. Sonríe, con esa sonrisa que le ilumina la cara y que ahora tienes que mirar con disimulo porque si te ve mirándola frunce el ceño: «¿Qué pasa?» Cruzando el puente de Brooklyn te apostarías un dedo de cada mano a que son las más felices, las más contentas. Os lleva casi una hora cruzarlo porque paran cada pocos metros a hacer fotos y a mirar hacia Manhattan, hacia Brooklyn, a los coches, al río, a los barcos, a mí. Al otro lado os espera una playita de rocas con un niño pequeño descontrolado tirando piedras sin control. Veis el anochecer y te sientes como en una peli de Woody Allen (apuntas Misterioso Asesinato en Manhattan en la lista de pelis). El niño amenaza con romperle la crisma a todos los fotógrafos que andan con sus trípodes intentando sacar una foto  y nosotros nos reímos porque estamos fuera de su alcance y porque, en el fondo, queremos que le de a alguien, que los padres salgan del lugar en el que están escondidos y que haya trifulca. 

Lo de la mochila te lo perdonan al cuarto día y te dejan ir a Strand. Antes de eso os tomáis un chocolate maravilloso en Max Brenner Chocolate Bar donde aprovechas para escribir otro rato. «No te dejes la mochila». En Strand te sientes como cuando tus padres te llevaban al Bazar Horta y lo querías todo pero solo te dejaban elegir una cosa. Eliges cuatro... Gornick, Karr, Ford y Gopnick. Por el camino coges seis más pero es el día del flechazo por el impermeable y aunque sabes que lo vuestro es amor verdadero no puedes gastarte más. «A lo mejor vuelvo antes de irnos» piensas justo antes de acordarte de que habéis volado con maleta de cabina y no va a caberte nada más. Se te olvida el último día o, mejor dicho, piensas que donde han cabido cinco libros y mil lápices cabe un vestido  veraniego con pájaros ¡y bolsillos! que venden en el mercadillo gigante de la Sexta Avenida. Eso sí, la camiseta de This is us con la leyenda Love me likes Jack loves Rebecca de la serie This is us...se queda en el NBC Store, la cercanía a la vida real te aleja de ese gasto. Ahora te arrepientes. 

Nueva York desde abajo. Harlem desde un autobús. La estatua de la libertad desde un barco, desde un velero. El puente de Brooklyn desde abajo y a lo lejos. En medio de Central Park y por encima de la copa de sus árboles. La terraza del MET es una vista inesperada, Nueva York sobre el verde de sus árboles. Admiráis la vista mientras los locales pagan 15 dólares por una copa de vino al sol. NO has visto vino español en ningún restaurante y tampoco facilidades para celiacos ni alérgicos. Lo apuntas en tu lista de cosas buenas de España, en Nueva York ni siquiera MacDonalds tiene pan de celiacos. No lo entiendes ni María tampoco. 



Un día lloras. Te asalta un llanto calmo y absurdo en mitad de Central Park mientras una soprano canta Imagine en la columnata de la fuente. ¿Por qué lloras? De este paisaje te gusta que te recuerda a Robin Williams haciendo de actor desenfocado en Desmontando a Harry...esa peli te encanta, (la apuntas), ¿por qué lloras? No lo sabes. «¿Qué te pasa, mamá?» «Nada, no lo sé. Me he emocionado». El llanto desconcierta mucho a los adolescentes, es como si no supieran manejarlo, como si lo descubrieran ahora, ¿llanto? ¿agua por la cara? ¿qué hacemos con eso? ¿qué se supone que tenemos que decir? ¿qué hacer? Lo dejo correr hasta que termina. Vemos tortugas. Montamos en bici. Nueva York es plano, como Suiza. (Apunto releer Asterix) 

Te duelen los pies. Esto vale para todo el viaje. Te duelen caminando, parada de pie, torturándolos con el paso museo, tumbada en la cama pero aguantas porque a Nueva York has venido a sufrir y a aprovechar cada segundo como si fuera la última vez que vas a venir. Les prometes que dentro de cuatro volveréis, cuatro años es tiempo suficiente para ahorrar y para echar de menos Nueva York. 

Escribes un diario cada noche para que no se te olvide, para que no se os olvide y cuando lo coges para tratar de ordenar un post, descubres que no puedes, que un post sobre Nueva York tiene que provocar la misma sensación que te produce el MET, tiene que abrumar, parecer infinito, interminable y dejarte con ganas de que no acabe nunca para poder volver siempre. 


*En la visita a la Biblioteca descubres que tu hija María no sabía lo que era un portaviones pero sí sabía lo que eran los disturbios de Stonewall que dieron lugar a la lucha LGTBI en los años 70. Te sientes orgullosa de ella y de que te lo enseñe. 

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