lunes, 27 de febrero de 2017

Despelleje Oscar 2017



Paso de ellas, de las actrices. Me aburro con sus trajes así que hoy me voy a fijar más en ellos, con atención, interés y diseccionando hasta el último detalle.


Hace unos años publiqué un post en el que decía que no sabía si Ryan me gusta o no me gusta. Ahora soy más vieja y más lista o, quizás, lo que tengo es menos criterio pero lo que no me gusta de él queda aplastado por lo que me gusta de él. Ryan es un sí claramente. Sigo pensando que a la mañana siguiente, de una noche de pasión con él, me daría yuyu encontrármelo. Ryan siempre entrecierra los ojos como calibrando si podrá pegarte una puñalada y salir corriendo antes de que te des cuenta.

Cosas de Ryan ayer que sí. Para empezar va bien peinado porque hablemos de los hombres y su pelo. "Ah no, yo no me peino" te dicen como si no fuera EVIDENTE que van sin peinar. Ryan siempre va bien peinado, ayer por la noche no fue una excepción y lleva el maquillaje justo, para que no le veamos los poros, pero sin parecer una puerta. Ryan, además, siempre lleva los zapatos adecuados, otro tema difícil para los hombres.

Lo que es no, de ayer, son las chorreritas de la camisa y la pajarita de terciopelo. ¿Qué pasa con el terciopelo? ¿Por qué ha vuelto? Reconozco que le tengo una manía personal ligada a una noche en la que llevaba un traje de terciopelo y me rompieron el corazón pero eso no viene a cuento. El terciopelo da calor y da sensación como de ser todo muy gordo. No, no y no.

David Oyelowo lleva terciopelo también y un esmoquin de brocado blanco. Lo que viene siendo una cursilada. Cuando un tío lleva un esmoquin blanco la secuencia de pensamiento es "¡oh un esmoquin blanco con un tío dentro!" y luego "¡¿por qué se ha puesto eso!" y después "¿de qué color lleva los calzoncillos? ¿color carne? puaghhh" . El pensamiento ¡qué hombre más elegante! brilla por su ausencia.  Y aquí tenemos a este hombre para que quede claro el concepto. Y en primer plano para ilustrar, una vez más, la idea de que la originalidad la carga el diablo.

Jamie Dorman lleva una chaqueta crema. El crema es básicamente un color que se define solo cuando lo pones al lado de algo blanco. No es blanco, no es amarillo, es crema. Y es asqueroso. Además Jamie lo combina con un pantalón gris de uniforme que le da la apariencia de niño en las bodas de oro de sus abuelos en un crucero por las Bahamas.

Chris Evans parece un geyperman arreglaó. El azul es para tíos increíblemente guapos, increíblemente sexys y con mucha clase. Si te falta alguno de estos tres elementos, y al bueno de Chris le faltan los tres, vas hecho un muñeco. Además va demasiado peinado y lo peor es que está claro que se gusta. Hablemos de barbas. Ya lo he dicho más veces, entiendo que uno se deje barba porque es más cómodo pero, ¿qué sentido tiene llevar esa barba arreglada hasta el último milímetro y las cejas depiladas? Me apuesto las dos manos a que Chris duerme con redecilla en la barba todas las noches y lleva unas pinzas en el bolsillo. Y otra pajarita de terciopelo gordo.

Alex Greenwald no sé si está más preocupado por el evidente abandono de su fijador en la escultura capilar de su tupé o porque sus dedos no toquen la espalda de su acompañante. En cualquier caso esa sonrisa siniestra me da miedo.

Denzel y su traje cuatro tallas más grande. Además, está esponjando muchísimo y se le está poniendo cara de pan.

Jeremy Renner casi lo consigue pero con el chaleco se ha equivocado. ¿Por qué chaleco con esmoquin? ¿Pensaba que tendría frío? Con esas manitas así, como de homilía de predicador del medio oeste americano parece que teme coger frío con el relente de la noche. Si es eso, que se hubiera puesto una rebequita.  ¿Y la pelusilla facial? ¿Por qué? Dejarse ese rastro de pelitos en el labio y esa sombra de barbita en el mentón ha debido llevarle horas. ¿Qué tipo de hombre se pone a afeitarse y se hace eso? Exacto, el tipo de hombre que no es de fiar.

¿Qué puede salir mal si eres un tío grande como un castillo, con la cabeza cónica y calva y te pones un esmoquin azul eléctrico de terciopelo con ribetes en raso negro?  Aunque claro, pensándolo bien tampoco tiene mucho que perder. 

Michael Sannon es un tío al que siempre miro muy fijamente esperando que la cara se le acabe de encajar. Nunca sé si está a punto de quitarse una máscara o es que la que lleva no le encaja. Debe de ser la segunda opción porque en esta foto es evidente que está temiendo que si sonríe más se le suelte la máscara y veamos su verdadero rostro. Creo que lleva el clavel para disimular y si eso pasa, regar a su interlocutor y salir corriendo. Su pareja, además, lo sujeta como si fuera Monchito. Todo muy perturbador.

Aldis Hodge muy bien. El azul acero es un color favorecedor siempre y si tienes buena planta más. Lástima de quincallería que se ha empeñado en lucir y que es innecesaria completamente. Pulsera, reloj, tres sortijas y una cadena colgando de la solapa que no sé si es el escapulario de su hermandad de Semana Santa o una insignia de boyscout.

La peli de Mel es un tostón pero él está envejeciendo bien a señor mayor, algo que está convirtiéndose en una rareza en estos tiempos.

Hablemos del segundo plano de esta foto cuando consigáis despegar los ojos de la mujer en primer plano encantada de conocerse. Muy fan del señor de la izquierda con chaleco beige, la insignia en la solapa y las gafas de sol graduadas tamaño Jumbotron recién llegados de los ochenta. Y muy fan del tío de las rastas con el esmoquin blanco de solapa estrecha mirando con asquito la mano tendida del niño en plan "como me roces con esa mano mi chaqueta te mato".

Barry Jenkins muy bien. Esmoquin bien, pajarita bien, nada de pelo facial y gafas estilosas. Y lleva reloj. Además tiene el mérito de intentar que la Hupert se ría algo que, como todo el mundo sabe, no ocurre desde 1980. Por cierto, el pendiente cremallera que lleva la Hupert me da muchísima grima.

Estos dos  niños muy bien. No sé muy bien quién los ha emparejado con la Hupert cuando es evidente que a ella le entusiasma la infancia.

Casey Affleck hecho un zarrapastroso absurdo. Me lo imagino completamente como un adolescente carpetero diciendo

 —¡Yo no me pongo traje!
—Te pones traje como que me llamo Madre Affleck.
—Qué no.
—Ya veremos qué no. La tontería del niño de las narices. Me tienes más harta.
—No pienso ponérmelo.
—No me calientes, no me calientes. Hasta el moño con tu  malditismo. Una buena torta y se te quitaba la tontería.  

Y así va. El traje se lo ha puesto pero está hecho un mamarracho. 

Justin Timberlake pues bueno. Ni fú ni fa. Podría ser peor y dudo mucho que pudiera ser mejor. No lleva reloj.

¿Qué le ha pasado a Halle Berry?  Estoy en shock. ¿Por qué lleva ese pelo? Y ¿por qué lo lleva teñido a juego con ese horroroso vestido? 

Bardem con el mismo encanto que un vendedor de la sección de caballero de Galerías Preciados.  ¿Desea el caballero alguna cosa más? ¿Calcetines, cinturones? Los tenemos en oferta. Lo veo. 

Un crowfounding para que la próxima especie de velociraptos que se descubra lleve por nombre  Priyanka Chopra. Pago por ver sus graciles movimientos caminando sobre esos andamios que lleva por zapatos.

Jeff Bridges Sí.  Bien el esmoquin, la barba, el pelo y él todo. Siempre dan ganas de irse con él a tomar copas sin temor a que se rompa, te mate, se vaya con otra o esté más depilado que tú. Y su mujer lo sabe, sabe que es una chica con suerte.  Aprovecho para decir que hay que ver Comanchería.

De Damien Chazelle solo salvo el reloj. Lo demás es es un despropósito. Esmoquin azul eléctrico siendo un enclenque poca cosa es horrible, la pajarita blanca, el pañuelito asomando, la barbita de mosqueperro. Cero atractivo.

Bien, ya es hora de aceptar que nunca vamos a hacer de Matt Damon un hombre de provecho. No da más de sí.

El momento justo en el que Riz Ahmed se ve en el reflejo de la cámara y es consciente de que se ha equivocado con el esmoquin color "azul traje de boda de madrina de pueblo".  Aquí el momento siguiente en el que piensa "¿Y si me abrazo al chino gafotas y sostengo un panda galáctico se notará menos?"

Sting y Trudie muy bien. Viejunos, arreglaos y estilosos. Sting se ha esculpido en plan empalizada de fuerte indio o campo de trigales a punto de cosechar pero está elegante con su chaqueta de cuello mao. El traje de ella me encanta.

Vigo, Vigo, Vigo. Siempre es sí, aunque confieso que está mejor en la película con un traje rojo loro que con este esmoquin. Bueno, en la peli, como mejor está es en bolas en un desnudo frontal espectacular.  Vigo saca lo más animal de mí.  Pero centrémonos, el que está a su lado es su hijo, Henry Mortensen destrozando la teoría darwiniana de la mejora de la especie y el refranero popular español "quien a los suyos parece, honra merece". El desastre evolutivo  es evidente pero no quiero dejar de resaltar por si alguien no se da cuenta de que Henry además del pelo, el traje, los botines, la sonrisa y la absurda pose, lleva las uñas pintadas de negro.

No sé si es Halle o el actor secundario Bob travestido.

Todo muy bien en Marhersala Alí. Le podría poner el pero del pañuelo de cuadros pero lo compensa porque lleva reloj.

Con los niveles de absurdez de Nicole ya no puedo. Que le den una escoba y salga volando. Bruja.

Dakota Johnson de Oscar, no de la Renta. De estatuilla.

Un señor en batín de tomar el jerez en la biblioteca.

Dev Patel con su madre moviendo la ternurita pero los pantalones le quedan cortos, los zapatos brillan tanto que parecen de charol malo y los calcetines blancos con lunares rojos, no. Se lo voy a perdonar todo porque la madre está tan contenta que no quiero darle disgustos.

Michael J Fox marcándose un Lalaland. Soy muy fan, y si dejara de teñirse el pelo lo sería más.

Yo es que a Gael no le encuentro el atractivo por ninguna parte. Aquí va como de poquita cosa y con botines. Mal.

Vince Vaugh con la chaqueta corta. Está a dos centímetros de llevar una "torerita".

Ay Andrew, ¿como te han dejado salir de casa sin echarte tapa granos? O eso, o te ha dado urticaria el cocktail. Pobriño. Le voy a dar el premio chupachups para compensarle y porque ese desarrollo cervical se merece un reconocimiento.

Hola Raphaela, susto o muerte.

Glen Powell y su pose de "ey nena, mira lo que tengo para ti". Mucha vergüenza ajena Glen,  la entrepierna arrugada y las manos fofas, eso es lo que tienes.

Un guaperas con terciopelo gordo. Lástima.

Qué mona con el peinado de plumón de polluelo de lechuza peregrina.

¡Ajá! El actor secundario Bob antes de montárselo con Halle.

Y con esto y un brindis al sol por la elegancia perdida, hasta el despelleje del año que viene.  

viernes, 24 de febrero de 2017

Decidí tener hijos

Decidí estudiar ciencias mixtas en COU porque no me gustaba el latín. Decidí desobedecer a mi padre y no hacer una carrera americana de negocios. Decidí estudiar historia. Decidí que tenía los pies feos y nunca llevaría sandalias. Decidí hacer una doble especialidad.  Decidí que tenía los brazos gordos y no llevaría tirantes. Decidí empeñarme en una relación absurda. Decidí cortarme el pelo cortísimo. Decidí no ser profesora. Decidí que tenía los pies bonitos. Decidí aceptar cualquier trabajo que me ofrecieran. Decidí llamar a aquel hombre. Decidí llevar tirantes. Decidí casarme con aquel hombre. Decidí irme a trabajar a cien kilómetros de mi casa. Decidí alquilar aquella casa. Decidí tener un hijo.  Decidí que no tendría más hijos. Decidí empezar a teñirme las canas. Decidí tener otro hijo. Decidí comprar una casa. Decidí abrir un blog. Decidí no tener más hijos. Decidí divorciarme. 

Todas estas decisiones las tomé pensando que eso era lo que quería, que estaba eligiendo lo mejor y, por supuesto, pude equivocarme en todas. ¿En todas? Pero si ahí has puesto tener hijos ¿Crees que te equivocaste? No lo sé. Tome la decisión de tener hijos con la misma inconsciencia y la misma falta de conocimiento con la que tomé todas las demás. No, no es verdad. La más inconsciente de todas mis decisiones vitales fue y será para siempre la de tener hijos. Mi decisión más inconsciente y la más trascendente.  

Decidí que quería tener hijos porque quería. ¿Qué es querer algo que solo te imaginas? ¿Querer algo de lo que no tienes ni la más remota idea de lo que va a significar en tu vida? Y no hablo de biberones, lactancias, bebés llorando ni las mil quinientas inquietudes logísticas que acarrea reproducirse.

Pero, ¿Cómo puedes decir eso? ¿Insinúas que tu vida no es mejor por tus hijas? No, no lo insinúo. No lo sé. Para empezar ¿mejor qué qué? No sé si la vida que tendría si no hubiera decidido tener hijos sería mejor, peor o igual. Sería otra. No me arrepiento de haberlas tenido, la mayor parte del tiempo las quiero infinito y sé que gracias a ellas he aprendido a mirar el mundo de otra manera, he aprendido sobre mi relación con los demás y me he descubierto para bien y para mal, pero no sé si mi vida sería mejor o peor sin ellas. No lo sé. 

Leo cosas sobre lo maravilloso que es tener hijos, sobre como tener hijos hace tu vida mejor, más completa, más todo. Y yo no lo sé, no lo siento así. 

Pensar que tu vida con tus hijos es mejor que la que tendrías sin ellos es inevitable porque es una de las pocas (si no la única) decisiones en tu vida que no tiene marcha atrás y que es para toda la vida. Puedes decidir estudiar otra carrera, vivir en otra casa, romper con tu pareja, volverte a casar, cambiar de trabajo, de casa, incluso de sexo, marcharte a otro país pero no puedes dejar de tener hijos. Aunque decidas pasar de ellos, ignorarlos o abandonarlos jamás dejarás de tener hijos. 

Quiero pensar que mi vida con mis hijas es mejor porque no hay marcha atrás, porque es una de mis decisiones vitales y porque por experiencia sé que reconocer que te has equivocado es duro, cuesta y jode mucho, pero es posible. ¿Qué pasa si una de ellas, o las dos, enferma de algo terrible que les causa un sufrimiento extremo del que no soy capaz de librarlas y tengo que observar como se apagan en medio de terribles dolores? ¿Qué pasa si una se convierte en una asesina?  

Estás exagerando y eso no va a pasar. 

No sé qué va a pasar pero esas cosas ¿no me harían pensar que estaría mejor si no hubiera decidido tenerlas? O pensándolo al revés ¿mi vida sería mejor si hubiera decidido tener tres hijos más? No lo sé. Cada vez que lo pienso, me desconcierta darme cuenta de que yo he tenido algo que ver en que esas dos personas estén en este mundo, estén vivas. Y lo que más me sorprende, de todo, es que son fruto de la decisión más inconsciente que he tomado en mi vida. 

Quiero tener hijos ahora porque me estoy haciendo mayor, pensé. Tenía 29 años.

Me gusta mi vida con mis hijas, unos días más y otros menos, no sé si sin ellas mi vida sería mejor o peor. 

Sería otra vida. 


martes, 21 de febrero de 2017

A los pies de las estrellas.

Las miro de vez en cuando durante toda la proyección.  María está a mi derecha, Clara a mi izquierda. Siempre nos sentamos así en el cine porque las dos quieren tener la oportunidad de comentar cualquier cosa conmigo, de no perderse ninguna posible explicación que yo pueda dar. Hoy, sin embargo, no preguntan nada.  Estaban reticentes y bastante despistadas cuando les comenté el plan. 

—Mamá, la que vamos a ver es la de que se mudan a Nueva York, ¿no?
—No, ¿cuál es esa?
—La de sama sama y el vestido rosa  y las escaleras y el teléfono. 
—No, esa es Descalzos por el parque. 
—Ah, entonces ni idea. 
—Pues yo les he dicho a mis compañeros que íbamos a ver Dirty Dancing, sabía que era algo de ing pero no me acordaba – es la aportación de María. 

Ahora, sin embargo, están abstraídas por completo en lo que está sucediendo en la pantalla. Miran extasiadas y con reverencia como Gene Kelly baila como si fuera fácil, como si el movimiento de sus pies fuera algo que hace sin pensar, sin ensayar, como si fueran solos. De repente me doy cuenta de que así es como hay que ver esta película, así es como se deberían ver todas las buenas películas, mirando hacia arriba. En los cines antiguos, en los grandes cines clásicos, en las salas en las que vi Blancanieves, y Regreso al Futuro e Irma  La Dulce la pantalla quedaba elevada sobre la sala y nuestra actitud física con la vista y la cabeza levantada expresaba la admiración y reverencia por el espectáculo. El agradecimiento por ser partícipes y destinatarios de ello. 

Ahora las salas son anfiteatro, nos sentamos y la pantalla está nuestros pies. Parece una tontería pero creo que no lo es, ahora no vamos como espectadores agradecidos, somos exigentes consumidores. Nos sentamos en alto, conscientes de nuestro poder, como los emperadores romanos en el circo. Reconozco la comodidad de nuestras salas, que han eliminado la posibilidad de que alguien más alto que tú o con una enorme cabeza  dificulte el disfrute de la película, pero Cantando bajo la lluvia hay que verla así, desde abajo, con reverencia, con admiración, porque Gene Kelly, Debbie Reynols y Donald O'Connor son dioses desaparecidos e inalcanzables, apariciones que despliegan su talento para nuestro exclusivo disfrute. 

La sala está llena a rebosar y una corriente eléctrica de emoción la recorre durante toda la proyección. No se oye ni un teléfono, ni un susurro, ni un movimiento. Aplaudimos después de cada número musical y yo siento cada una de esas ovaciones como una despedida. 

Cuando llega el final, con la imagen de Gene Kelly y Debbie Reynolds besándose, las vuelvo a mirar. Veo sus caras iluminadas por el resplandor amarillo de las letras The End que sé que están ahora proyectadas en la pantalla. 

The End, el final, pero, para mis hijas, espero que sea una noche que no olviden jamás. No solo lo espero, lo sé, lo he visto en sus caras esta noche. No olvidarán jamás la noche en que vimos Cantando bajo la lluvia en la sala de un cine a punto de cerrar y, al salir, bailamos por la calle a pesar de que nuestros zapatos no sonaban.     


viernes, 17 de febrero de 2017

Conciliar, o todos o ninguno

Buscamos conciliar en el diccionario, que para eso está, y descartamos la primera acepción, "asistir a un concilio". Nos vamos a la segunda y nos encontramos con esto. 

«1. tr. Poner de acuerdo a dos o más personas o cosas.
2. tr. Hacer compatibles dos o más cosas. Conciliar la vida laboral y la vida familiar.
3. tr. Granjear un ánimo o un sentimiento determinados»

«Hacer compatibles dos o más cosas. Conciliar la vida laboral y la vida familiar». 

En ninguna parte pone hijos, ni padres, ni madres ni nada de nada. Llevo días dándole vueltas a esto porque parece que la conciliación es un derecho en exclusiva para los que tienen (tenemos) hijos, como una especie de prerrogativa especial que hay que concedernos por habernos reproducido y no estoy de acuerdo. 

O la conciliación es para todos o no es. Todos tenemos derecho a un horario de trabajo que nos permita tener tiempo libre y disfrutar de nuestra vida de ocio. Me da igual que tu vida de ocio sea cuidar de tu hijo, tus gemelos, tus trillizos, tu tribu de los Brady o que consista en salir a correr, ver marathones de serie, ir a clases de pintura o tumbarte en el sofá a contar las grietas de la pintura del techo de tu salón. Lo que hagas con tu tiempo fuera del trabajo no te da más o menos derecho a unos horarios o a tener unas determinadas ventajas.  

Sé que esta posición llevará a algunas personas a comprar piedras y prepararse para apedrearme en cuanto diga Jehová pero es que es así. La conciliación debe ser para todos y eso supone ventajas pero también inconvenientes que hay que estar dispuesto a aceptar. Lo ideal sería que todos trabajáramos en horarios racionales, pongamos de 9 a 5, pero eso es imposible. Hay empresas, sectores, actividades que necesitan horarios más amplios. Eso supone que hay determinados trabajadores que entran terriblemente temprano a trabajar o salen terriblemente tarde o trabajan mientras todos dormimos. Son horarios especiales con complementos salariales especiales (o deberían tenerlos) pero ¿por qué determinada gente que grita mucho sobre la conciliación está en IKEA a las diez de la noche comprando cucharillas? ¿o le parece fenomenal ir de compras los domingos? ¿o ir de rebajas a las nueve de la noche? ¿Son las cucharillas una necesidad imperiosa un miércoles a las diez de la noche? ¿El trabajador del comercio no tiene derecho a salir de trabajar pongamos a las 20 horas para conciliar? ¿No puedes ir de compras un sábado? o ¿solo tiene ese derecho si tiene hijos? 

Conciliar debe ser para todos. Conciliar no consiste en que la gente que tiene hijos a la hora de elegir vacaciones diga "yo agosto", o el que tiene pareja diga "es que mi pareja solo puede en junio". Corrijo, puede decirlo, es más debe decirlo, pero no pretender que su vida familiar cuente como un positivo para elegir las vacaciones. Ya veo las piedras volando contra mi cabeza. 

A mí me gusta pasar las vacaciones con mis hijas, claro, pero no creo tener más derecho a tener vacaciones en agosto o en diciembre que mis compañeros sin hijos o sin pareja. Mi vida personal es una decisión mía que debo gestionar sin comprometer o, mejor dicho, sin contar con que otras personas modifiquen las suyas a mi conveniencia. Y esto me lleva al diccionario otra vez:

Conciliar: Poner de acuerdo a dos o más personas o cosas.

Esgrimir el hecho de tener hijos como un estandarte de yo tengo derecho a salir a una hora más temprana, a escoger vacaciones, al turno más ventajoso, a irme en Navidad o cualquier otra cosa no es tener el ánimo de llegar a un acuerdo. Es abusar, es absurdo, es injusto y, además, es contra producente porque predispone en contra. Y lo digo yo, que tengo hijas, a mí me predispone en contra. 

La conciliación debe ser para todos o no lo será y para conseguirla convendría que nos pusiéramos de acuerdo todos o por lo menos tuviéramos el ánimo y el propósito de intentarlo. En ese ánimo es primordial que muchos de los que tienen hijos dejen de pensar que es algo que sólo les atañe a ellos y que los horarios racionales de trabajo son una prerrogativa especial que ellos deben tener por encima de aquel que no tiene hijos y quiere salir pronto para ir a clase de esgrima. 




miércoles, 15 de febrero de 2017

Lenguaje a exterminar


Holi. 

Vamos a ver. ¿Qué lleva a alguien de más de dos años a decir "Holi"? En primer lugar es feo, es una palabra horrorosa. En segundo lugar transmite la sensación de que el que la pronuncia no tiene el valor suficiente como para decir una palabra contundente como Hola. Tercero, podríamos pensar que es por ahorrar, pero Holi y Hola tienen las mismas letras. Entiendo que si la palabra para saludarse en castellano fuera "Supercaligragilisticuespialidoso" alguien con ganas de ahorrar dijera "holi" pero no es el caso. Holi es chillón, innecesario y transmite una falsa sensación de alegría que me provoca inquietud. Siempre pienso "Dices holi pero en el fondo lo que de verdad quieres es asesinarme con una navaja suiza". Eso o no tienes riego cerebral. 

Dime Hola. Buenos días. ¿Qué tal? o gruñe, cualquier cosa antes que "Holi". 

Guapi

Guapi. Cada vez que alguien me saluda así o me manda un mail o un mensaje con esa palabra sufro un calambre. ¿Guapi? ¿Se supone que eso es cariñoso? ¿Es un premio de consolación? ¿No soy lo suficientemente guapa en tu raruna escala de valores como para llamarme guapa con todas las letras correctas? ¿No sabes pronunciar la a? ¿No tienes claro si soy hombre o mujer y has decidido que la i es neutra? 

Me da miedo que lo siguiente sea empezar a llamarme "Ani" 

Dime guapa o fea o bicho. Lo que sea antes que "guapi". 

Unboxing. 

Lo del unboxing en vez de dejarme perpleja me convierte en Hillary Swank en Million Dollar Baby (los títulos de las películas no se traducen). Oigo unboxing y veo a gente abriendo cajas de cartón en un estado de éxtasis cercano al paroxismo sexual y me dan ganas de calzarme unos guantes enormes de boxeo y empezar a golpearles la cabeza mientras les grito: ¡queréis no ser cursis! ¡se dice desempaquetar! y, por favor, ¿cómo de triste es tu vida para que te estés derritiendo de placer sacando cosas de una caja? Cómprate unas matriuskas y muere de un orgasmo. 

Desempaqueta, desembala, saca, abre, descubre, pero no "unboxes" nada que pareces idiota. 

Sujetador triple push up. 

Soporté el wonderbra. Era un nombre molón, como de wonder woman, aunque sujetador maravilloso hubiera sido bastante molón también. Ignoré el sujetador push up con displicencia básicamente porque no necesitaba que me empujaran las tetas a ningún sitio. Desconocía la existencia del doble push up pero por el triple push up no paso. ¿Triple push up? ¿Qué es eso? Es un eufemismo para no decir "Te voy a colocar las tetas de amígdalas o es un sujetador que empuja las tetas hacia el centro, hacia arriba y ¿hacia dónde más? ¿hacia fuera? ¿Es una lanzadera? ¿Es un sujetador que convierte tu pecho en una plataforma de lanzamiento de misiles tierra aire? ¿Con qué propósito? ¿Qué pasa cuando te lo desabrochas? ¿La caída de los dioses? Investigo y descubro que triple push up es un sujetador que aumenta tres tallas. Más dudas. ¿Por qué no llamarlo sujetador aumentador? 

No lo uses, las tetas que tengas están perfectas. 

Holi guapi, voy a hacer un unboxing y enseñarte mi sujetador triple push up que usaré para hacer jumping porque ya no me gusta el running. 

Se acerca el día en el que alguien me diga algo así y yo le de una somanta de palos. 


domingo, 12 de febrero de 2017

12 de febrero. 44 años


Llueve a mares. Jarrea  y me despierto escuchando la lluvia en el tejado de casa. Hace un día gris y ventoso. El suelo estará empapado, habrá charcos y la niebla está tan baja que no se ven las montañas que sé que están ahí.

Hoy cumplo cuarenta y cuatro años. Cuatro y cuatro son ocho y un ocho tumbado es infinito. Todo es par y me gustan los pares.

Es un día perfecto, es mi cumpleaños y llueve.




Cumpleaños 2017 (1) from Molinos on Vimeo.


101 fotografías para repasar mis cuarenta y tres años oyéndome vivir.



viernes, 10 de febrero de 2017

La gente normal no es noticia


Brujuleando por mi selección de webs descubro que el Metropolitan Museum de Nueva York ha hecho accesibles más de cuatrocientas mil piezas de sus fondos para consulta pública. Entro a curiosear y paso los siguientes diez minutos mirando increíbles vestidos de alta costura. Le mando el enlace a una amiga, que conocí gracias a twitter y a una serie de carambolas de la red. Acaba de dar un giro a su vida abandonando la arquitectura y embarcándose en dos años de estudios para aprender absolutamente todo sobre el mundo de la moda: historia, técnica, tejidos, patrones y mil misterios más de la ropa. Está feliz. Siempre nos reímos cuando le cuento que la imagino por las noches bordando calcetines mientras su chico toca el piano. 

Escribo un rato con pluma y tinta verde en un cuaderno. Suena Tristán e Isolda. No sé nada de Wagner pero estoy aprendiendo de música clásica con un podcast que me descargo y escucho en el coche. Tengo la ópera de fondo y pronto, me concentro tanto en lo que estoy escribiendo, que dejo de escucharla, está ahí, me acompaña pero no interrumpe el torrente de mis ideas. 

Suena el timbre. Las niñas llegan del colegio. Ponemos la mesa, hago el arroz y caliento el estofado mientras ellas ponen la mesa y me cuentan batallas de la mañana en el colegio. Comemos y les explico qué es la constitución. 

–Vas a llegar tarde, como siempre– me dicen las muy brujas. 

Miro en el móvil la dirección del fisio que me ha recomendado otro amigo que conocí cuando di la charla del empotrador. Una charla que me ofrecieron porque, hace 7 años, sentada en una sala de espera de un hospital, elucubré un post. Al amigo me lo encontré el martes en la presentación de un libro de otros dos amigos que curiosamente también conocí gracias a escribir, tuitear y charlar online. 

Llego a tiempo. Charlo con el fisioterapeuta mientras intenta hacer algo con el manojo de músculos en tensión que es mi cuello. Hablamos de mi trabajo, de mi cuello, de nadar, de conducir y descubro que disfruta de parte de mi trabajo porque es de un pueblo de Toledo. 

Vuelvo a casa. Paso la tarde escribiendo a ratos, charlando con las niñas y llamando por teléfono para organizar mi fiesta de cumpleaños. Respondo a la correspondencia por mail que desde hace cinco años mantengo con un amigo que vive en Malasaña y otros dos amigos que viven en Londres, les cuento mi día y ellos a mí el suyo. Les recomiendo Tarde para la Ira y me animan a leer 2666 de Bolaño.

Preparo la cena mientras escucho la radio, cenamos y, al terminar, mi madre llama por teléfono. Charlamos sobre mi contractura, los planes para mi cumpleaños y las goteras en su casa. Las niñas se acuestan, leen en la cama. C está aprendiéndose de memoria una poesía de Angel González.

–Mamá ¿Qué significa transido?–Me grita desde la cama.
–No te oigo.–Sé que le revienta que haga eso.
–Si me oyes porque me estás contestando.
–Ven aquí y buscas lo que necesitas.
–Vale, ya está. Transido en la distancia es que le da mucha pena estar lejos o algo así. 

Es de noche, todo está en calma y decido sentarme a escribir lo que lleva rondándome por la cabeza todo el día desde que, por la mañana, leí el enésimo artículo demonizando la llamada vida online. Una sucesión de  testimonios de gente que ha decidido «dedicarse a la vida real», «porque sentían que estaban perdiéndose la vida de verdad, ésa que tiene lugar fuera de la pantalla», porque «internet me estaba esclavizando, era una relación parasitaria que afectaba a mi dinámica familiar».

Vivimos una época alucinante y contamos con una herramienta que ni en los mejores y más locos sueños de nuestra infancia podríamos haber imaginado. Tengo a mi alcance la colección de un museo a miles de kilómetros, puedo charlar con uno de mis mejores amigos mientras se recupera de una operación de espalda y hacerle su convalecencia más entretenida a pesar de que vivimos a 400 km, puedo enseñarle a mi hija M el pueblo de Alemania al que irá de intercambio, puedo conocer gente maravillosa, enriquecedora, divertida y con la que  mantengo conversaciones fascinantes y puedo terminar el día recibiendo el mensaje de buenos días que una de mis mejores amigas me manda, cada noche/mañana, desde Australia desde que emigró allí hace seis meses. 

Me siento a escribir el post que creo que muchos escribiríamos, el post que retrata a la mayoría de la gente que conozco. Personas que consideran que no es solo posible, sino completamente normal llevar una vida donde lo online y lo offline se solapen, se turnen, se entremezclen y se enriquezcan mutuamente. Una vida en la que no haya que estar "desconectado" para disfrutar de conversaciones con la gente que conoces. Una vida en la que entablas relaciones personales alucinantes e increíbles con gente que has conocido gracias a la red.  

Escribo un post sobre gente normal que sabe vivir una vida real y que, por tanto, nunca será noticia. 


martes, 7 de febrero de 2017

Cómo (nos) recordamos

Me manda mi hermano las fotos de una nevada en Los Molinos en el año 2009. Allí está la casa, el jardín, el pino, todo más o menos como ahora, pero cubierto por medio metro de nieve. Y están mis hijas, laz princezaz, con 3 y 5 años, corriendo por la nieve, haciendo el ángel, sacando la lengua para probar los copos. Van vestidas iguales, con pantalones de pana beige, unas botitas granates con velcro que les compré en Carrefour y unos abrigos del mismo color, abrochados hasta el cuello. Las bufandas, los gorros y los guantes que llevan son improvisados. Seguramente no esperábamos esa nevada ni contábamos con que salieran a jugar a la nieve. 

Entre las fotos hay un par de vídeos. Bailan alrededor del muñeco de nieve que han hecho con mi madre, su Abu. Cogidas de las manos, dan vueltas mientras cantan el corro de la patata. En otro vídeo, C se deja caer y mueve los brazos dibujando un ángel en la nieve, luego gritan porque quieren construir otro muñeco de nieve. "¿Por qué no hacemos su novia?" chillan emocionadas. 

La verdad es que no sé de cual de las dos es la voz que se escucha en el vídeo. No consigo identificarla y cuando se lo muestro a ellas, tampoco lo saben:

—Soy yo.
—No, soy yo. 

Me invade una oleada de ternura al verlas en la pantalla, tan pequeñas, tan nuevas, tan a estrenar, disfrutando de la nieve, alegres, felices, despreocupadas, manejables. 

—Ponlo otra vez. 

Volvemos a verlo y pienso que las reconozco en esas niñas pequeñas corriendo emocionadas por la nieve. Las recuerdo así y siento cierta nostalgia de aquellos días pero, al mismo tiempo, veo a esas niñas en el par de adolescentes que cena conmigo mientras charlamos de Trump, de los menús de la semana y tenemos la enésima bronca sobre porqué no soporto que las toallas del baño estén en el suelo.

Ellas, sin embargo, se ven y no se reconocen. Saben que son ellas pero se ven como si fueran otras, como si fuera imposible que esas niñas fueran ellas. Se descubren al verse. 

Quizás algún día, dentro de muchos años, cuando lean lo que he escrito sobre ellas aquí, vuelvan a descubrirse. Quizás.  

viernes, 3 de febrero de 2017

Lecturas encadenadas. Enero.


Vamos al grano directamente que tengo mucho que contar.

Empecé el año con Tonto de remate, de Richard Russo. Hace un millón de años, y con el que fue mi primer novio, fui al cine a ver Ni un pelo de tonto con un maravilloso Paul Newman interpretando a Sully, un viejo perdedor, divertido, cínico y entrañable que vivía en un pequeño pueblo americano junto con otra panda de personajes muy curiosos. En aquel entonces, yo no sabía que la película estaba basada en un libro de Richard Russo. Eso es algo que descubrí, muchos años después, cuando leí Empire Falls y reconocí el tono, los personajes y el ambiente. He leído mucho a Richard Russo y por eso tenía ganas de leer esta novela que acaba de publicar.

En Tonto de remate volvemos a aquel pueblo, Bath, y durante unos días seguimos la vida de dos de sus habitantes; el ya conocido Sully y el jefe de policía Doug Rymer. Ellos son los ejes sobre los que Russo construye la historia entretejida de un montón de personajes entrañables que se conocen, y se odian y se quieren a ratos. Está Sully que cuando ya está de vuelta de todo se da cuenta de que quizás no está preparado para morir, está Doug avergonzado por sus inseguridades, está la ayudante de policía lista, un par de malos, un par de tontos buenos, algún tonto necio y los inevitables camareros que actúan como los coros en las tragedias griegas dando la réplica a los protagonistas.

Russo es un novelista capaz y solvente. Su lenguaje no es sorprendente ni encuentras grandes hallazgos pero construye personajes sólidos y reales que se te quedan dentro y a los que coges cariño y no olvidas. Es una novela entrañable que se lee con agrado, entretenida y que mejora según avanza como si Russo fuera cogiendo ritmo poco a poco.

Si la novela llega a hacerse película, cosa harto probable porque es muy adaptable, y dado que Paul Newman ya no está, creo que Harrison Ford o Jeff Bridges molarían como Sully.
«Y a Raymer, mientras la esperaba, le dio por pensar que esperar a una mujer que había olvidado algo era uno de los placeres más infravalorados de la vida.Cuántas veces, a punto de ir a cualquier lugar con Becka, ella había tenido que volver atrás porque se había dejado algo encima de la mesa de la cocina. Un hábito molesto, sí, pero qué maravilloso era cuando la veía reaparecer, qué dulce saber que no se había ido para siempre. Hasta el día en que sí se fue». 
Pedí a los Reyes Magos La casa, de Paco Roca  porque un amigo me lo recomendó y porque me habían gustado mucho Los surcos del azar y El invierno del dibujante.  Me ha gustado muchísimo. Creo que todos, o muchos, tenemos una casa en la que nos criamos, una casa asociada a nuestra infancia: la nuestra, la de nuestros abuelos, la de familiar en un pueblo al que íbamos en verano. Son casas que eran invisibles cuando las vivíamos, que nos daban igual, incluso puede que, en algún momento, las odiáramos y, más adelante,  las olvidáramos durante una temporada. Sin embargo, son casas que están llenas de recuerdos, que se van cargando de significado con el tiempo o quizás, siempre lo tuvieron pero hay que tener una determinada edad para verlo, para saber leerlo.  Esas casas suelen estar impregnadas de las manos de alguien, de su forma de ser, de estar, de cuidar, de pensar, de vivir y lo que nos duele, lo que nos mata de nostalgia, llegado el momento,  es perder esa caja que es la casa en la que atesoramos su recuerdo. Ese alguien era el capitán del barco que luchó por mantenerlo a flote y que hacia que pareciera fácil. Cuando desaparece, la tripulación se da cuenta, valora su labor e intenta seguir con ello pero ya no es lo mismo y nunca lo será.

Todos tenemos una casa así y Paco Roca lo cuenta magistralmente a partir de pequeños gestos, sin grandes palabras ni grandilocuencias, solo con amor, dolor, nostalgia y ese pelín de culpa que todos sentimos por no haber sabido apreciar, a tiempo y lo suficiente, a esa persona, capitán de barco, por haberla dada por hecha. Nos mata el no haber sabido expresar todo eso a tiempo, darnos cuenta cuando es demasiado tarde. A una determinada edad, además, esta situación abre otra pregunta ¿Me pasará a mí lo mismo?

El libro de la madera, una vida en los bosques de Lars Mytting  es exactamente lo que sugiere el título, un noruego hablando de madera, de bosques, de árboles, de motosierras, de hachas, de máquinas astilladoras, de métodos de apilado, de métodos de apilado, de estufas, de las maneras  de encender un fuego perfecto. .

Lars Mytting me ha recordado un poco, salvando las distancias, a Bill Bryson. Contra todo pronóstico consigue hacer de un tema, a primera vista, completamente insulso, una lectura amena, entretenida, interesante y con la que se aprende un montón de cosas. Algunas útiles si tienes chimenea y otras completamente absurdas pero resultonas. Por ejemplo he aprendido que el árbol más antiguo del mundo es un abeto de nueve mil quinientos cincuenta años. En realidad sólo la raíz tiene esa edad, el árbol tiene seis siglos y está en Suecia. También he aprendido que la leña de abeto se llama "leña de cocina" y la de abedul "leña de salón".

Es universalmente conocida mi debilidad para los noruegos. Hasta hoy los admiraba por su cuerpo, su porte con jersey de cuello vuelto, sus manos y el clima de su país, ahora también por la mística con la que hablan de su motosierra.
«La médula del corte de leña es la motosierra. Apenas hay una herramienta capaz de semejantes proezas por litro de combustible. Siempre y cuando la cadena esté bien afilada, la motosierra hará todo lo que le pidas. Elegir la motosierra es algo que define al leñador».
Lo mejor del mes ha sido Niveles de vida de Julian Barnes. Es un libro muy breve, 143 páginas, que se lee en un suspiro y al terminar se vuelve a empezar. Está dividido en tres pares, las dos primeras de ellas relacionas con globos aerostáticos y la última es un relato del duelo, del luto, muy en la línea de El año del pensamiento mágico de Didion.  El primer capítulo está dedicado a la figura de Felix Nadar, el primer hombre que juntó el volar y la fotografía. Su historia es fabulosa pero lo que más me ha gustado es la descripción que de él hace Barnes en siete palabras: «Nadie le acusó nunca de ser sensato». De este capítulo también aprendí la expresión  "oírse vivir" que fue lo que dijo el primer hombre que subió en un globo de hidrógeno, «Me oía vivir, por así decirlo». Me parece una expresión maravillosa, remite a ser consciente de lo que te pasa intensamente, a sorprenderte por estar vivo y por todo lo que te rodea. Oírte vivir.

El segundo capítulo está dedicado a  Fred Burnaby y su historia de amor con los globos y con Sarah Bernhardt.
«Vivimos a ras de suelo, en lo llano, y sin embargo, aspiramos a elevarnos. Terrestres, a veces ascendemos tan alto como los dioses. Algunos se elevan por medio del arte, otros con la religión, la mayoría, con el amor. Pero al elevarnos también podemos caer en picado. Hay pocos aterrizajes suaves». 
La tercera parte, La pérdida de profundidad, es un viaje introspectivo, una autopsia del duelo, del luto, del dolor, de la incredulidad, de la ausencia, del día a día con esa nueva realidad inabarcable que aplasta. No sé muy bien qué llevó a Barnes a unir su historia con la de Felix Nadar y Fred Burnaby. Sospecho que solo el deseo de contar la vida de ambos y que le sirvieran de muletas sobre las que apoyarse para caminar como un enfermo del alma que es, sentirse acompañado, encontrar paralelismos,  unos antecedentes a su dolor y así dotarlo de sentido.

Son unas páginas cargadas de amor, de dolor y de tristeza.
«Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. A veces es como aquel primer intento de acoplar un globo de hidrógeno a otro de aire caliente: ¿prefieres estrellarte y arder o arder y estrellarte? Pero a veces funciona y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible».
Barnes se hurga en la herida para descifrar su dolor, para comprenderlo y hacerlo manejable. Reivindica la pena y la tristeza, el luto y la ausencia como un periodo que hay que pasar, hay que sufrir, hay que cruzarlo. No se puede ignorar ni suavizar falsamente. Se opone también a los eufemismos como "se ha marchado" o "nos ha dejado". Ha muerto.
«Sabía ya que sólo las viejas palabras servían: muerte, congoja, tristeza, pesar, sufrimiento. Nada moderadamente evasivo o medicinal. La aflicción es un estado humano, no médico, y aunque haya píldoras que nos ayuden a olvidarla - y todo lo demás -, no hay pastillas que la curen. Los afligidos no están deprimidos, sino solo debidamente, adecuada, matemáticamente tristes».
Y habla también de algo que todo el que ha sufrido la muerte de un ser querido y cercano reconoce, la sensación que se tiene una vez que transcurre el primer año.
«Y por tanto es como si ella se alejara de mí por segunda vez: primero la pierdo en el presente, después la pierdo en el pasado». 
 Me ha encantado. Se quedará en mi mesilla con los otros libros que me gusta sentir.

Y con esto y un bizcocho hasta los encadenados de febrero.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Un millón dentro de diez años

Si te dieran a elegir ¿Qué elegirías? ¿Cien mil euros ahora mismo o un millón dentro de diez años? 

Esta es la premisa con la que comenzaba la obra de teatro que el viernes pasado fui a ver con mi hermana. Al acabar la función y mientras nos poníamos los abrigos para salir al frío de la noche en la calle Alcalá, le pregunté que elegiría.

Hombre, es que no hay ni que pensarlo, un millón dentro de diez años. 

Me sorprendió tanto su respuesta que me quedé mirándola. 

—Tú no?
—No, claro que no. Yo cogería lo cien mil euros ahora mismo. 
—Pero cien mil euros no te solucionan toda la vida y un millón dentro de diez años, sí. 
—Ya, pero es que para mí "dentro de diez años" es la nada. Es como decirme que te daré un millón de euros cuando las ranas críen pelo. 

Entiendo su elección pero lo que me sorprendió fue su contundencia en la respuesta, exactamente igual de contundente que la mía. Las dos tenemos más o menos la misma vida, compartimos la experiencia de la muerte temprana de mi padre, tenemos trabajos, hipotecas, hijos, familia. ¿Por qué ella tiene clarísima su opción y yo la mía? 

En los últimos cinco días le he planteado la pregunta a todo el que se ha cruzado conmigo: a mis amigos por wasap, a mis compañeros de trabajo en el comedor, a mis hijas, a algunos de mis lectores. Sorprendentemente, al menos para mí, mucha gente ve clarísimo que lo inteligente sería esperar al millón de euros dentro de diez años. 

No lo entiendo. No me cabe en la cabeza. Entiendo que mi hija de trece años quiera esperar diez años, al final y al cabo, ahora mismo no podría gestionar los cien mil euros y obviamente la perspectiva de contar con la vida asegurada con veintitrés años es para ella la mejor opción. Además, por ley de vida, aunque podría morir mañana o pasado o dentro de cinco años, sus posibilidades de vivir diez años son bastante altas. 

Pero la mayoría de la gente a la que he preguntado está en una horquilla de edad entre los treinta y los cincuenta y muchos de ellos consideran que esperar diez años es un periodo de tiempo perfectamente asumible. 

—Pero Moli, ¿por qué no esperarías diez años?
—Pues porque, para mí, "dentro de diez años" no existe. 
—Pero ahora con cien mil euros no podrías dejar de trabajar.
—Ya lo sé. Los metería en el banco, seguiría con mi hipoteca y mi vida y tendría ese dinero para pequeños caprichos y de colchón. 
—Pero ¡es un millón!
—Pero es que me puedo morir mañana o pasado o dentro de tres años. 
—A ver, ¿qué cantidad tendrían que darte para esperar diez años? 
—Ninguna. No esperaría diez años por ninguna cantidad de dinero. 

Sigo dándole vueltas. No lo entiendo. Buceo en mi interior. Quiero saber de dónde sacan, todos los que eligen esperar diez años, la confianza, incluso algunos una certeza impactante, en que seguirán vivos dentro de diez años. ¿Por qué yo no la tengo? ¿Por qué diez años me parece un tiempo imposible? ¿Un tiempo que no existe? Pienso, entonces, cuánto tiempo esperaría un millón de euros y considero un año como un periodo de espera asumible. Sé que las posibilidades de palmarla en un año son muchas pero, si muero en esos 12 meses, no habré desperdiciado mucho tiempo esperando algo que no va a ocurrir. 

¿Por qué me resulta tan poco realista pensar en mí dentro de diez años? ¿por qué otros lo ven tan claro? Eso es lo que me estremece y no el millón de euros.