lunes, 3 de abril de 2023

Lecturas encadenadas. Marzo

Marzo ha sido bastante desastroso en cuanto a lecturas. Tengo la desagradable sensación de llevar bastantes meses encadenando lecturas mediocres intercaladas con alguna maravilla (Invierno, de Rick Bass, me viene ahora mismo a la memoria) pero en general la decepción es la tónica general en mi lectura. A lo mejor estoy eligiendo mal, o no es el momento, o no estoy leyendo bien porque o bien estoy demasiado cansada para leer bien o tengo demasiada prisa. Esto último me preocupa. A veces, cuando me meto en la cama y me pongo a leer, me doy cuenta de que voy con prisa, como si estuviera en un concurso. Me obligo, entonces, a leer en voz alta para pararme, para dejar de correr y coger un ritmo de lectura con sentido, sin que parezca que alguien me persigue, que me azuza para llegar al final de la página.

Al lío.

Cuando A me dice «toma, lee este tebeo» no discuto, ni siquiera pregunto de qué va o por qué cree él que debo leerlo. En este tema (y en casi todos) me fio al 100% de él. En sus tebeos me sumerjo siempre sin preguntarme si el agua estará fría o si habrá algo en el fondo, si él cree que es para mí, casi siempre lo es. Hierba, de Keum Suk Gendry-Kim, es un tebeo de no ficción que cuenta la historia de Lee Ok-Sun, una anciana que la autora conoce en una residencia y la que somete a un interrogatorio/conversación para conocer su vida y contárnosla. Lee Ok-Sun es una mujer coreana utilizada por el ejército japonés como “mujer de consuelo”, que es un eufemismo para decir que formó parte del enorme grupo de mujeres coreanas convertidas en esclavas sexuales durante la Guerra del Pacífico*. Este hecho, ser prostituida a la fuerza durante años, ya sería lo bastante terrible como para destrozar la vida de Lee Ok-Sun pero es que se suma a una vida llena de penurias y tragedias que comienza en su más tierna infancia. Su familia sobrevive como puede, casi sin comer, y la única solución que tienen es vender a Lee Ok-Sun a un vecino, entregarla a cambio de dinero para mantener al resto de los hijos. Para convencerla de que se vaya con el vecino le dicen que si se va, que si no protesta, podrá ir a la escuela, que es su máximo anhelo. Se me rompía el corazón leyendo esas viñetas en las que la niña, con apenas 10 años, se marcha de su casa creyendo que va a cumplir su sueño. Todo lo que le ocurre a partir de entonces es espantoso, no hay respiro. La acumulación de horrores es tal que se podría pensar que el lector acabará desensibilizado, acostumbrado, pero no es así. Recorres las páginas casi sin respirar, al principio crees que en algún momento llegará la “rendición”, el final feliz, el respiro, pero no lo hay. De vez en cuando hay que apartar el tebeo y respirar, mirar fuera de sus páginas y darte cuenta de la suerte que tienes y de que hay vidas terribles.

Hierba es un tebeo tristísimo en el que el dibujo juega con el contraste permanente de la vida. Las viñetas con la historia son duras, angostas; los personajes casi feos, transmitiendo una sensación de estrechez, de estar encerrado, de no tener aire, ni luz, ni horizonte ni futuro. Por el contrario, en las páginas que comienzan y terminan capítulos no hay viñetas; el dibujo, los trazos se expanden con libertad hasta salirse de la página. Encontramos ahí el retrato de la naturaleza que, indiferente al sufrimiento y el dolor, sigue su ciclo. En esos dibujos sueltos, libres, expansivos, sentimos el aire en la cara, el sol sobre nosotros, escuchamos las ramas de los árboles mecerse y el susurro de las hojas con el viento, tocamos la hierba. No sé si Lee Ok-Sun tuvo esos respiros o son concesiones que la autora concede al lector y a sí misma para poder contar esta historia.

Sombras verdes, ballena blanca, de Ray Bradbury, lo compré en León en fin de año. Bradbury es una debilidad que tengo, como Richard Ford, Amos Oz, Steinbeck y algún otro autor que ahora mismo no soy capaz de recordar. (Escribo esto dopada de Couldina y en la cama, con un catarro monumental que me ha dejado como si fuera una heroína tísica del siglo XIX pero con pijama y sin camisón, y sin la tez de porcelana ni las manos finas). Las debilidades están muy bien pero lo que tiene, a veces, es que te obligan a poner a prueba tu amor incondicional por ellas y tienes que recurrir a ese amor para no abandonar la lectura.

En 1953 Bradbury desembarcó en Irlanda (resulta que el creador de los más increíbles viajes espaciales tenía miedo a volar) para pasar allí una temporada escribiendo, con John Huston, el guión que adaptaba Moby Dick, de Henry Melville. Inciso.- Yo no he leído Moby Dick porque me da muchísima pereza, pero mi relación con la película es estrecha debido a que durante tres veranos (1988,1989 y 1990) pasé largas temporadas en Youghal, un pequeño pueblo de la costa este de Irlanda en el que ¡sorpresa! se rodó la famosa película. Que Youghal fuera, además de eso, el lugar donde conseguí mis primeros éxitos en el mundo del ligue, convierte a ese pequeño pueblo en un sitio importante en el mundo o, al menos, en mi vida. .- Fin del inciso.

Bradbury se instala en un hotel en el centro de Dublín donde pasa las horas escribiendo y adaptando para, por las noches, ir a cenar a la casa que Huston ha alquilado junto con su mujer a las afueras de la ciudad. Bradbury trabajó muchísimo, sufrió con el guión y Huston era un tirano con él y con quien se le pusiera delante, especialmente con su mujer. Hay algunos pasajes del libro que retratan las cosas que le decía su mujer y dan ganas de pegarle. Los días que no cenaba con los Huston pasaba las horas en un pub con los parroquianos del lugar, bebiendo y escuchando historias interminables, anécdotas y chascarrillos. Todo esto, sobre el papel, parece estupendo para un libro de no ficción, una crónica de esos siete meses de purgatorio, pero a mí me ha parecido bastante aburrido y repetitivo. La parte que más me ha interesado ha sido la relación con Huston y los problemas con la película. La historia del pub y las peculiaridades de los irlandeses me ha aburrido bastante. Puede que haya sido porque las historias de borrachos, sean irlandeses, de Benidorm o de Avilés, son todas iguales: todos se creen especiales en sus bares y en sus relaciones y son todas iguales: soporíferas. También puede ser que el asombro que a Bradbury le causó Irlanda por sus diferencias con California, de donde él venía, no existen en el lector contemporáneo. A lo mejor simplemente tenía demasiadas expectativas.

«Me quedé mirando las calles de piedra gris y las nubes gris piedra, mirando a la gente helada que pasaba de largo y exhalaba grises penachos fúnebres por sus glaciales bocas. En días como estos, pensé, todas las cosas que no hiciste se ponen al corriente contigo, desatan tus cordones, te irritan la barba. Que Dios ayude al hombre que no haya pagado las deudas ese día».

De Bradbury, repito por enésima vez, leed Crónicas marcianas.

Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, lo compré en el Thyssen el día que fuimos a la exposición de Freud. Me hizo ilusión encontrarlo porque llevaba en mi lista desde que Isabel Calderón lo recomendó varias veces y porque descubrí que estaba editado por Navona, que me encanta. Al abrirlo, para empezar, me enteré de que Hardwick había escrito una biografía de Melville y me pareció una buena carambola cósmica.

Chasco total. Me he aburrido muchísimo y lo he terminado porque son apenas doscientas páginas. Nada me ha interesado, he deslizado la vista por los párrafos intentando encontrar algo en lo que engancharme, algo a lo que agarrarme para no perder por completo el interés, pero no ha habido manera. Se supone que Noches insomnes es una novela en la que la protagonista (¿la propia autora?) repasa retazos, recuerdos y personajes de su vida. Ninguno de esos recuerdos resulta interesante para el lector pero es que tengo la sensación de que tampoco lo es para la autora. He recorrido los párrafos, las páginas, los recuerdos esperando encontrar algo, un destello, que me congraciara con el libro porque de verdad quería que me gustara. Nada.

«A principios de junio hizo calor. Me fui de viaje y, naturalmente, de repente todo era nuevo. Cuando viajas, lo primero que descubres es que no existes».

A pesar de la decepción he doblado varias esquinas porque Hardwick era brillante.

«El anfitrión y la anfitriona eran de una inteligencia excepcional y, por tanto, se mostraron sucesivamente ansiosos, aburridos y complacidos». Perfecta descripción, yo conozco gente así.

«Divorcios y separaciones: así es como te prestan atención. Todo el mundo examina su estado y algunos dicen: “que raro, eran mucho más felices que nosotros”». Aquí hemos estado todos alguna vez.

«No se puede echar de menos durante mucho tiempo a quien no deja nada a su paso».

Noches insomnes fue un exitazo cuando se publicó. Dándole vueltas a ese éxito y a mi decepción con él creo que quizá fue rompedor en su momento y de ahí que se hablara mucho de él. Ahora ya no lo es y resulta anodino, pero no hay que despistar a Hardwick. A mí me encantó conocerla en este artículo en el que un joven escritor contaba cómo la conoció y su amistad con ella.


Ten cuidado de las cosas de la tierra

Haz algo, corta leña, labra la tierra,

planta nopales, planta magueyes

tendrás que beber, que comer, que vestir.

Con eso estarás en pie, serás verdadero

con eso andarás.

Con eso se hablará de ti, se te alabará,

Con eso te darás a conocer.

Huehuetlatolli

Esto lo leí en una pared del Museo de Arqueología de Ciudad de México y me gustó.

Ha sido un mal mes de lecturas. Veremos qué pasa en abril

*Hace años leí El holocausto asiático, de Laurence Rees, y me di cuenta entonces de que, con nuestro eurocentrismo, no tenemos ni idea de lo que ocurre en el otro lado del mundo. Los horrores que cometieron los japoneses durante la II Guerra Mundial contra los chinos son espeluznantes.

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lunes, 27 de marzo de 2023

Noches insomnes y días de sueño


Dormir como un perro, el superpoder que tienen mis hijas para tumbarse en cualquier momento y decir «voy a dormir» y conseguirlo durante doce o catorce horas seguidas. Dormir con alguien que te da calor, dormir con alguien y sentir frío. Descubrir la almohada perfecta después de muchas citas con almohadas que prometían mucho y al final no daban nada. Acostumbrarte a la almohada ergonómica*. Dormir con mi almohada ergonómica: tengo tres, una por cada cama en la que descanso de vez en cuando. Dormir con pijama. Dormir en una cama de hotel con esas sábanas a estrenar en las que, cuando me deslizo en su interior, siempre pienso: «no entiendo a la gente que no plancha las sábanas». Si por mí fuera estrenaría sábanas cada día. No dormir, acurrucarme, frotar los pies uno contra otro y tratar de respirar para calmarme y que la cabeza deje de dar vueltas. Acunarme a mí misma como cuando era pequeña y lo hacía tan fuerte que la cama daba contra la pared y acabé dejando una marca en la pintura. Los pies fríos, tan fríos que me obligan a levantarme a ponerme calcetines. Otros días, buscar el fresco moviendo las piernas como si fueran a escapar de mi cuerpo para salir a respirar debajo del edredón o la sábana. Dormir en un avión o intentarlo. Drogarme para conseguirlo (gracias,
Stilnox)  y aún así despertarme siempre con la sensación de que ha sido un sueño clandestino, robado, un sueño fingido que ni de lejos se parece a la verdadera sensación de dormir, sino que es más bien apagarse, irse a off. El sueño en un avión sirve para distraerse de la incomodidad, del ruido, del tedio, del absurdo, pero nunca descansa. Creo que en business sí que consigues un sueño parecido al de las sábanas a estrenar del hotel pero es algo que, por ahora, no he podido comprobar. Dormir alerta a los ruidos, a lo que pueda venir, a lo que no llega. Dormir y despertarme sobresaltada porque escucho el ascensor. Dormir con alguien por primera vez y, aunque ya hayas tenido muchas primeras veces, volver a pensar que eso es justo lo que necesitabas. Volver a descubrir que como mejor se duerme es solo y que admitirlo no significa no querer al otro. De hecho, reconocerlo es una prueba de amor: «contigo duermo peor pero no me importa». Dormir la siesta a conciencia o al tropezar con ella. Despertar de la siesta sin saber quién eres ni dónde estás y por qué tienes que seguir viviendo en vez de continuar en ese lugar mágico en el que nada importaba. La siesta de invierno con manta y noche a la que despertar. La siesta de verano con calor, moscas y sed.  

Soñar todo el día con el momento de acostarte, leer diez minutos, apagar la luz y desconectar del mundo con la vaga pero constante ilusión de que a la mañana siguiente estarás recargado, como la batería de tu móvil, y todo será mejor. Descubrir cada noche que tu tiempo de carga para llegar ligeramente a ese ideal no son siete ni ocho horas, que tendrían que ser dos o tres semanas. 

Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, me espera en la mesilla.Creo que los libros encuentran la manera de encajarse en tu vida, en la mía por lo menos, relacionándose con tu cotidianidad. Cuando no es así, cuando no es su momento se produce un desencuentro que a veces te separa de ellos para siempre o te hace esperar a reencontrarte en el futuro, como me pasó a mi con El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. 


Noches insomnes y días de sueño en los que me pondría a llorar como un bebé es lo que estoy viviendo.Llevo una semana dando tumbos por el mundo soñando con dormir, solidarizándome con todos los bebés que lloran de sueño. Sufriendo un jetlag que sé que va a matarme esta semana, Dedico muchísimo tiempo al día en pensar en dormir, es en lo único en lo que puedo pensar. 


Estoy monotemática y muy cansada. 



* Lo de la almohada ergonómica me lleva a los anuncios de teletienda de finales de los noventa y principios de los dosmil. Esos anuncios en los que, igual que te vendían el «anillo zarina» y la mesita plegable que iba a hacer tu vida mejor, podías conseguir un aparato que iba a curarte la miopía. Una vez conocí a alguien que trabajaba en esas teletiendas y me contó que era increíble la poca cantidad de personas que devolvía los productos a pesar de que jamás eran como aparecían en los anuncios. Todo el negocio se basaba en lo que nos cuesta reconocer que nos hemos equivocado y la pereza de ir a correos.


*La escultura es de Aman Khanna




jueves, 23 de marzo de 2023

Breve. Relojes en Ciudad de México


En mi reloj de pulsera (dios mío, esta expresión me ha hecho pensar en 1950 y en llevar guantes de cabritilla) son las cuatro menos cinco de la mañana. En el reloj de mi ordenador son casi las nueve de la noche. Intento mantenerme despierta mientras contestando mails de gente que ahora mismo está durmiendo y que me contestará cuando yo, ojalá, esté soñando con vacaciones o con la jubilación. Si hoy es miércoles (¿o ya es jueves?), esto es Ciudad de México y llevo aquí casi veinticuatro horas. Hace cuarenta y ocho estaba en París. 


Hace justo veinticinco años que viene a Ciudad de México por primera vez. Mi padre había muerto cinco meses antes y uno de sus mejores amigos, que vivía aquí y no había podido estar ni en el entierro ni en el funeral, no se muy bien cómo (todavía no me lo explico) convenció a mi madre para que, en aquel momento en que debía de estar enloquecida de dolor y de duelo, nos metiéramos los cinco en un avión y viniéramos a pasar la Semana Santa. Estábamos los cinco en nuestro año del pensamiento mágico, en ese limbo de vida  por la que transitas cuando sufres una pérdida cercana e inesperada que te deja en un estado de irrealidad. Te sorprende seguir vivo. Respiras, trabajas, estudias, te duchas, te vistes, sales, hablas, eres funcional pero te sientes transparente, ligero. Mejor dicho: te parece que estás interpretando un papel, que en algún momento podrás dejar de fingir y volver a la vida real, a esa en la que no te faltaba nada y todo era fácil y no dolía ninguna ausencia. Ayer cuando me recogieron en el aeropuerto era noche cerrada y viniendo al hotel casi no podía ver nada de la ciudad, pero me sorprendió la nitidez de mis recuerdos de aquel viaje. Nos podía ver llegando al aeropuerto, esperando las maletas, resignándonos al hecho de que la maleta de mi hermana se había perdido (apareció cuando estábamos de vuelta en Madrid), paseando por el Zócalo, yendo a un mercadillo tradicional, asustándonos por el tráfico, saliendo por la noche con otro amigo que teníamos aquí y con el que acabamos tomando tequila con unos mariachis que llevaban pistola… y otras muchas pinceladas así, como flashes. ¿Qué recuerdo del resto de aquel año? Borracheras y un cuaderno de tapas negras lleno de letra diminuta en el que escribía por las noches con desesperación. Aquel cuaderno es el germen de todo lo que he escrito después. Lo guardo pero nunca lo he releído. No creo que lo haga nunca. 


«A single sentence can trigger more memories of the day than what it says. Journals are like time machines, and I´d never have found it if it were on a floppy disc or  CD and I´d never have read it if it were in the cloud. What seems bland when you write it down "Dreary weather my feet froze, I got a flat a mile away adn walked home will seem epic in thirty years» Grant Petersen

«Ana, le he pedido a los Reyes un ticket para ir a París contigo». Mi sobrino es un demonio pero cuando quiere, como todos los demonios, es lo más adorable que te puedes encontrar. Es un truhán pelirrojo capaz de engatusar a cualquiera y claro, los Reyes le trajeron un ticket a París conmigo, sus primas y su madre (mi hermana). ¿Y qué tal París? Pues muy bien. Me he pasado años diciendo: «París es bonito pero a mí no me acaba de convencer» y llega París y me ha dicho: «A ver, listilla, ¿qué tonterías dices?» y claro, me he enamorado. No he visitado nada que no hubiera visto antes en mis muchas visitas anteriores, había protestas, mucha basura y trillones de turistas. ¿Qué ha pasado esta vez? Quizá ha sido por la compañía o por el asombro y el disfrute de mis hijas y mi sobrino al encontrarse la ciudad. A lo mejor ha sido la edad, la sensación, que ya comenté el verano pasado en el viaje a Washington, de «ya nunca más». Nunca más podré volver a París con mis hijas por primera vez, quizá no pueda volver nunca más con ellas porque sus vidas irán por otro lado, porque no conseguiremos cuadrar agendas o por cualquier otro motivo que ahora no soy capaz de imaginar. Caminando por la calles parisinas hablando de «La Nueve» o de Luis XVI o  sobre por qué preferiríamos vivir en el Barrio Latino a Montmartre, pensaba en la improbabilidad estadística que ese viaje, ese momento, era. He caminado más despacio que ellos, solo para poder verlos, para quedarme con su imagen. Ayer pensaba si ellas, si mi sobrino, se acordarán de esos días. Por si acaso, y como siempre en los últimos años, he escrito un diario de viaje para tenerlo ahí. Si hace cinco, diez o veinticinco años me hubieran dicho que iba a tener una hija cuyo máximo deseo en su primer viaje a París iba a ser visitar la tumba de Rousseau no me lo hubiera creído. Es más: me hubiera apostado una mano (o tres dedos, para no exagerar) a que eso era imposible. Otra cosa que he aprendido con la edad es a no apostar manos para nada. Ahora mismo mi respuesta más habitual a «no te vas a creer» es siempre: «me creo cualquier cosa». Hace unos años hubiera sido: «ni de coña». 

Hablando de manos y dedos cortados: En el avión ayer vi Almas en pena en Inisherin. No me gustó, me pareció incomprensible y no me creí nada. Dos amigos dejan de ser amigos porque uno de ellos decide que el otro le aburre. Hasta aquí todo bien, que levante la mano quien no tenga un amigo que le aburre o, si es muy valiente, que le aburrió en su día y decidió dejar de hablar con él. Todos hemos pasado por eso. Lo que no tiene ni pies ni cabeza es que el amigo que quiere dejar la amistad, ante la insistencia del otro para que le explique qué ha pasado, le diga: eres aburrido y como me vuelvas a hablar me corto los dedos de la mano. La idea es, ya de por sí, cuando menos risible; pero cuando, además, el tipo que con lo único que disfruta en la vida es tocando el violín es que ya no tiene ni pies ni cabeza. Entre eso y que es una película que transcurre en Irlanda y en la que solo llueve en dos escenas, no hay manera de creerse nada. Por cierto: con la visita guiada en París me enteré de que en la capital gala solo tienen 60 o 70 días al año de cielo azul. ¡Qué envidia me dan! 


Hoy he desayunado en el hotel un café infecto, un bol de fruta con yogur en el que he echado dos tipos de fruta que no he sido capaz de identificar y una tostada de pan de molde que picaba.  He comido sopa de tortilla y pollo con mole verde. Aquí hay pocas mujeres que se hayan dejado el pelo blanco. Las jacarandas ya están en flor y durante casi tres horas he perdido el móvil. 


Leo en una de las tropecientas newsletters que recibo que lo primero que hay que hacer para escribir una es tener un plan y un calendario fijado. He dejado de leer ahí. 

El reloj que me regaló mi padre cuando terminé la carrera y que llevo en la muñeca derecha suena cuando tecleo y golpea el mármol de la mesa de mi habitación. Marca las cinco de la mañana en Madrid. Son las diez de la noche en Ciudad de México, ya me puedo ir a dormir.

miércoles, 15 de marzo de 2023

Breve. De museos, pintores y perros

«Tenías razón, no sé como decirte esto pero te mereces estar con alguien que no sea un tonto como yo. XXX»
— Pues mira esa dedicatoria y en ese libro. Sea quien sea ella está mejor sin ese pazguato.
— Y te cuento que ayer vendí en 5 minutos un libro de recetas para perros. 5 €.
— ¿Recetas para perros? La gente es idiota. El otro día una policía local me contó que su marido estaba con una zoonosis.
— ¿Una qué?
— Una enfermedad de esas que coges de los animales. ¿Por qué? Porque la gente es imbécil y ahora resulta que a los animales hay que tratarlos como a personas. Yo qué sé: sentarlos a la mesa, que chupen tu plato… y claro, te pones malo.
Me hubiera quedado allí, haciendo como que ojeaba libros mientras escuchaba a los dos libreros de la Cuesta de Moyano compartir cotilleos y chascarrillos. Me marché y, lo que es más impresionante, recorrí todos los puestos sin comprar nada. Todo un logro, aunque claro, antes en el Thyssen había comprado Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, y en una tiendecita un par de pendientes. ¡Qué difícil es ahorrar!
En el desayuno del jueves terminé de leer el The New Yorker del 16 de enero. Al final de cada revista viene la crítica de arte, la de teatro y la de cine. La de arte antes la leía siempre porque Peter Schjeldahl, su mítico crítico, me encantaba; pero murió hace unos meses a los 80 años. En 2019 le diagnosticaron un cáncer de pulmón y le dieron un año de vida pero aguantó casi cuatro. Cuando se enteró de su enfermedad escribió The Art of Dying, un ensayo maravilloso sobre su vida y sobre cómo había llegado a escribir en The New Yorker. Una de esas vidas que yo creo que ya no ocurren.
«Twenty-some years ago, I got a Guggenheim grant to write a memoir. I ended up using most of the money to buy a garden tractor. I failed for a number of reasons.
I don’t feel interesting».
Me disperso. El otro día en el desayuno no leí la crítica de arte pero sí la de teatro porque hablaban de una obra basada en Mi vecino Totoro. Doblé una esquina con esta frase:
«Totoro message is "naps"; his message is "rain is wonderful"; his message is "cry a little"; his message is "fly"»
Maravilla.
En 1995 viajé a Nueva York por primera vez. Me llevó mi tío Ramón y nunca podré agradecérselo bastante. Aparte de todo lo obvio y de cosas que ya no se pueden hacer como volar en helicóptero entre las Torres Gemelas, recuerdo con especial cariño la visita a la Frick Collection en la Quinta Avenida. Por aquel entonces no sabía quién era Frick ni apenas nada de cómo los grandes magnates americanos de finales del siglo XIX se enamoraron del arte español y lo expoliaron para decorar sus mansiones. Años después leí Buscadores de belleza, un libro que siempre recomiendo para conocer la historia de estos coleccionistas, y en él conocí a Frick y se me quedó grabada en la memoria la trágica muerte de su hija Martha, que murió a los cinco años a causa de la infección provocada por un alfiler que se había tragado cuatro años antes. En 2002 volví a Nueva York y arrastré al Ingeniero a la Frick Collection. El paseo por el palacete de ricos admirando la impresionante colección de arte de los millonarios es una experiencia que recomiendo a todo el que viaje allí. Todo este preámbulo viene a cuento porque el Museo del Prado acaba de inaugurar una exposición (es sólo una sala) con nueve obras de la Frick Collection que exhiben emparejadas con otras obras del propio museo.

El sábado por la mañana, entre hordas de gente que van al Prado como el que va a tomarse el aperitivo y con un retumbar de voces insoportable, intenté concentrarme en los cuadros. Los que más me gustaron fueron el retrato de Felipe IV vestido de campaña, de Velázquez, y los retratos de Goya. Lo de vestido de campaña me encanta: el rey lleva una capa/casaca de un color rojizo con ornamentos plateados que deja cristalino que Felipe IV estaba tan cerca de la campaña como podría estarlo yo. Tiene la pinta de tu amigo que siempre dice «¿Arreglarme? Que va, me he puesto lo primero que he pillado». El retrato es impresionante y solo él merece la visita a la cámara de eco que es la sala del museo. De Goya me quedo con el retrato del Duque de Osuna, un tipo bonachón al que se nota que Goya tenía simpatía. Es tan rara la sensación de estar ante un retrato que Goya pintó sonriendo que me quedé un buen rato contemplándolo. Goya es un pintor al que reconozco el genio y la maestría pero no me gusta. Sus cuadros siempre me son antipáticos, hostiles; por eso este retrato, con un original tono azulado, me sorprendió tanto. Fue como descubrir que tu amigo el más cascarrabias de todos tiene un punto débil de ternura y cariño.

«Mira cómo molo, soy Murillo, ¿qué quieres que te pinte?». A mis cincuenta años descubro que Bartolomé Esteban Murillo no se parecía en nada a la imagen que yo tenía de él. Supongo que, basándome en sus beatíficas vírgenes y sus traviesos niños callejeros, me lo había imaginado como un amable señor, sonriente, complaciente, casi como un precursor de Papá Noel, una especie de Papá Pitufo del Barroco. Mi sorpresa al encontrarlo en el autorretrato de la Frick fue total: Murillo Rock Star. Posa apoyando el brazo derecho en un óvalo de piedra, melena larga, cejas perfectamente delineadas y mirada de «Soy Murillo, ¿qué pasa? ¿Qué quieres que te pinte?»

Paseando por el Prado, intentando huir de los gritos y las conversaciones de bar, llegamos a salas más vacías y allí me encuentro
Un chiquillo sentado, de Víctor Manzano. Me quedo un rato mirando su rostro. No sé si ese niño sabía leer, si es solo pose, si es un modelo o es imaginario, pero lo que el pintor ha clavado es la expresión de: «¿qué quieres? ¿no ves que estoy leyendo?». Me reconozco en esa mirada de hastío e impaciencia que quiere decir «termina ya que quiero seguir».
Al día siguiente fui al Thyssen, a la exposición de Lucien Freud. Mismas conversaciones en el mismo tono con el que se habla en una terraza con vistas a la Gran Vía. Me desespero. Fantaseo con el propio Freud paseando por la sala, como un gigante, exigiendo silencio reverencial jalonado solo de murmullos. No sé cuánto medía el bueno de Lucien pero es inevitable imaginártelo alto, muy alto. Puede ser que esta idea venga del punto de vista que usa en la mayoría de sus retratos, que es un punto de vista muy alto. En una de las paredes de la sala hay una cita que dice: «Habitación libre fue la última pintura en la que estaba sentado. Cuando me puse de pie, ya no volví a sentarme nunca más». En realidad en esa pintura él ya mira desde arriba, tanto como pintor como como personaje de la propia obra. En mi opinión de lega, creo que Freud estaba cómodo mirando desde arriba a todo el mundo. Sus retratos son siempre desde arriba, desde muy arriba aplastando a sus retratados tanto si eran amantes, amigos, hijos, magnates, poderosos de cualquier campo, oteando desde su atalaya de poder. Me gusta más Freud que Goya (perdón) pero los dos me caen fatal y me alegro de no haber coincidido con ellos en el espacio y el tiempo. Saliendo de la exposición me acuerdo de Murillo, y pienso que el británico va más a un “cómo molo: soy Freud, dime cómo quieres que te pinte y ya veré si me apetece hacerlo, si te concedo el honor”.

Vuelvo a casa caminando. En la puerta de una pastelería hay gente haciendo cola para comprar pan. En la puerta un perro pequeño, blanco, feísimo, con la misma cara de antipático que Freud pero al que yo miro desde arriba, llama mi atención. ¿Qué es eso que lleva en el cuello? ¡Un collar de perlas falsas! Busco a Paris Hilton pero no, el perro se sube al bolso pijo de un venerable señor con una barra de pan bajo el brazo. Quizás esta es la pinta que tiene alguien que compra un libro de recetas para perros.


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