martes, 5 de noviembre de 2019

Lecturas encadenadas. Octubre

Octubre ha sido un mes de lecturas tristes. A veces los libros se encadenan solos, se enganchan unos a otros y aunque al elegirlos de la estantería parezcan no tener nada que ver, al mirar atrás reconoces un hilo que los encadena, que los ata. En este mes los libros que he leído viajan atrás en el tiempo desde un presente dramático, miran hacia atrás intentando recuperar el momento en que todo se rompió. Miran hacia atrás con la esperanza, la que tenemos todos, de ver a nuestro yo del pasado levantando la cabeza de sus tareas y pensando «ey, he sentido algo, como una fuerza que me dice que aproveche este momento que en algún momento lamentaré no haberlo disfrutado».

Empecé el mes con El Colgajo de Philippe Lançon. De este libro, aunque ya nadie lo recuerde, se habló muchísimo en septiembre, se habló en todas partes y me lo recomendaron varios amigos así que cuando lo vi en una librería de San Sebastián lo compré deseando poder atacarlo cuando antes. Atacar es la palabra para enfrentarse a lo que cuenta Lançon porque hay que aguantar el horror, el dolor, el miedo y la obsesión. Es un libro que agota y del que quieres escapar igual que agota cuidar a alguien enfermo.  

El colgajo es un libro en espiral concéntrica o un espejo hecho añicos. Hay un punto central que es el atentado en la redacción de Charlie Hebdo a partir del cual todo se rompe y que se convierte en el eje, en el punto central de toda su vida. Esa ruptura que destroza todo lo anterior se convierte en lo único que importa. No hay nada más allá, nada importa porque todo ha dejado de tener sentido. La vida que Lançon creía segura se ha esfumado y lo único a lo que puede aferrarse es a su dolor, a su agujero, a las operaciones, al colgajo, a los hospitales, al personal sanitario que le atiende, a las rutinas de hospital, a su cirujana, a los policías que le acompañan durante meses para protegerle, a su fisioterapeuta, a su habitación de hospital. Todo lo demás le es indiferente porque todo lo que se encuentra fuera de su dolor es peligroso. Para algunas personas puede resultar aburrido y es verdad que creo que le falta algo de edición ( A Ordesa le pasaba lo mismo y no sé si es que el trabajo de editor no se hace bien o que los autores se niegan a eliminar todo lo que ha salido de su mano) y podían haber recortado algunas páginas pero a mí me ha gustado incluso con sus repeticiones. La obsesión concéntrica me resulta sincera porque alguien que sufre siempre se reconcentra en su dolor, se vuelve adicto a él, se convierte en una obsesión, en una droga y  no lo suelta. Para los demás que lo ven desde fuera puede resultar cansino, enfermizo e incomprensible pero yo entiendo su obsesión como una manera de hacer la enormidad de su tragedia algo manejable. Lançon le da vueltas y más vueltas tratando de entenderlo, de hacer comprensible lo incomprensible para así poder doblarlo, guardarlo y seguir adelante. 

«Uno no se libra del refugio en el que está, no hay forma de destruirlo. Yo no podía eliminar la violencia que me habían infligido, ni tampoco aquella que trataba de mitigar los efectos de la primera. Lo que sí podía hacer, en cambio, era aprender a convivir con ella, a domesticarla buscando, como decía Kafka, la mayor dulzura posible». 

Dice Lançon sobre la gente que le acompañaba «Los otros, por más cercanos que fueran, vivían en un mundo en el que la rueda gira un día tras otro, una cita tras otra. En el mundo en el que el atentado había sucedido sin suceder» y por eso recomiendo este libro, para reflexionar sobre como vivimos creyendo que las cosas que no nos afectan en realidad no han sucedido.  

Malaherba de Manuel Jabois llegó a mis manos sin tener que llegar tras una serie de encuentros desencuentros, quedadas, olvidos,  resacas. mensajes y finalmente una llamada. A Manuel Jabois ni le leía en la prensa, ni le escuchaba (ni escucho) en la radio ni le conocía más que de oídas. Un buen día de enero le conocí en un bar y resultó ser un tipo encantador pero yo seguí sin leerle y sin escucharle en la radio y aparte de algún artículo esporádico no conocía su escritura y no tenía ni idea de qué iba esta novela. 

Como he dicho al principio es otra novela que mira hacia atrás, como el libro de Lançon, escudriñando todo lo que pasó antes de. Tambú, tiene diez años y mira la vida, a sus padres, a su colegio, sus amigos, a los otros niños con los que no se lleva demasiado bien intentando encontrarle el sentido. Quiere entender lo que ve, lo que siente, lo que se dice y sobre todo lo que no se dice pero que todo el mundo sabe. El mérito que tiene la novela y es un mérito descomunalmente grande es conseguir que el tono del narrador sea creíble. Es dificilisimo recrear la voz  y, sobre todo, la forma de pensar de un niño de diez años. Creemos que nos acordamos de cómo pensábamos cuando éramos niños pero no es verdad. Nos recordamos más listos, más sensibles, más enterados del mundo y eso hace difícil recrear de manera creíble a un niño de diez años. No hace falta saber, ni importa lo más mínimo, si las historias que cuenta Jabois le pasaron a él o se las contaron o las ha inventado. Da igual. Lo fundamental es que me he creído a Tambú y sus razonamientos desde el primer momento de la misma manera que me creí ( y volvería a creerme si releyera sus libros) a la Celia de Elena Fortún.  Entendiendo a Tambú recordé a Celia y su manera de ver el mundo. Como en Malaherba en los libros de Elena Fortún los adultos hacen cosas incomprensibles que lo niños tratan de entender porque necesitan un lugar seguro en el que estar, al que pertencer.  Pasar a ser adulto es descubrir que tus padres no saben lo que hacen y aprender a vivir sin seguridad.

«Ser padre consiste básicamente en mentir, desde el primer momento hasta el último se pasan la vida mintiendo».

Jabois ha conseguido con su libro que haya visto el mundo desde abajo, mirando hacia arriba como un niño de diez años, como cuando leía a Celia. Ha conseguido también que me ría porque la historia de Tambú está llena de risa, frescura e inocencia sin ser en ningún momento cursi. Evitar la cursilería es otro gran mérito del libro. Y además Malaherba huele  a sudor y a carteras y a mandarinas a la vuelta del recreo en las escenas del colegio y tiene aroma a niño dormido y tacto de esquijama con dibujos de esquiadores cuando estamos en el dormitorio de Elvis. 

«Querer a la gente es mirarla mucho hasta no saber si es guapa o fe, y que no te importe lo más mínimo». 

Leed Malaherba. Volved a tener diez años.  

En mayo, en la feria del Libro Antiguo compré Retahílas de Carmen Martín Gaite y le llegó el turno ahora intentando leer algo que fuera distinto a Jabois y Lançon. Y Retahílas "suena" distinto porque lo que cuenta lo veo como una peli española de los años 70 aunque de lo que trate sea sobre lo que nos sigue preocupando a todos: el desarraigo, la imposibilidad de conectar con tu familia, el miedo al amor, la inseguridad, el luto. La novela se organiza en largos monólogos (me pregunto si nunca se ha hecho obra de teatro)  de dos personajes, tía y sobrino,reunidos en una casona familiar en la que hace años que ninguno de los dos ponía los pies. A través de esos monólogos conocemos su historia y la de toda la familia. A ratos, sobre todo al principio y en las historias de la tía, se me hizo un poco pesado porque no conseguía conectar con ella como personaje y no sabía que quería contarme. Después fui entrando en la historia poco a poco y al final me quedé con ganas de más, con que la historia no terminara.  

Martín Gaite es una escritora inmensa, increíble de lo buena que es.   

«Se dice: «me empeñé en olvida a Fulano y lo conseguí», mentira, el olvido rige sus propios laberintos y nunca nos enseña el secreto de unas reglas que ni él mismo conoce, es dios autoritario y caprichoso y nunca lo sabremos de antemano si va a concedernos sus favores ni la ración de espera y de paciencia que aún nos destina para consumir; «conseguí olvidar», sí, a veces se dice, se apunta uno ese tanto incluso con cierta convicción, ¡qué jactancia adornarse con plumas de un dios tan arbitrario!, mientras él no aba puertas a nuestro cautiverio porque le de la gana y cuando se la de, no pasan de ser muecas los amagos de escape que exhibamos; descenderá el hastío cuando lo tenga a bien ese jefe supremo e invisible, y puede no querer, te lo digo Germán, no querer nunca; si no quiere es inútil» 

Y con esto y un trancazo monumental que me hace sospechar que lo mismo nada de lo que he escrito tiene sentido, hasta los encadenados de noviembre.  




viernes, 1 de noviembre de 2019

Mi padre. De primeras y últimas veces

«Papá cantó, fue la primera vez en mi vida que lo oí cantar. Ahora a veces me pregunto cuándo fueron las primeras cosas de todo. El primer recuerdo que tengo de mamá y de papá, por ejemplo, no lo tengo. Podría pensar: es que era muy pequeño. Pero crecí: fui niño después de bebé, y tuve capacidad para recordar la primera vez que les vi la cara y la retuve. Yo recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Elvis o a Claudia, ¿por qué no a mamá o a papá, o a Rebe? Quizá porque estuvieron siempre, y de los que estuvieron siempre no hay primera vez, solo una vez continua, o ese consuelo tenía yo».  (Malaherba, Manuel Jabois) 

Esta es nuestra primera vez juntos. Yo, como el protagonista de Jabois, no me acuerdo de cuándo vi a mis padres por primera vez. Nunca había pensado sobre esto, me sorprendió al leerlo el otro día y recordé que tenía guardadas estas fotos. Y he vuelto a mirarlas para descubrir a mi padre en el momento en que se convirtió en padre. Yo no recuerdo conocerle, verle por primera vez, pero supongo que él siempre recordaba este momento, el día en que me conoció y se dio cuenta del lío en el que se había metido. La corbata, la camisa amarillo pálido, la chaqueta de lana abrochada hasta arriba, la cama de barrotes, yo envuelta en toquillas y jersey tejidos a mano. 

Me gusta su sonrisa a cámara mientras yo, en brazos de mi madre, berreo a gritos.  Es la sonrisa que ponía siempre en todas las fotos. Sonrisa de pícaro, de «yo he venido aquí a disfrutar de la vida», de  «soy encantador». Pero me gusta aún más su mirada de angustia cuando creía que no le estaban mirando. La cara de «eso es mío y a ver qué hago yo ahora». Es una mirada en la que se mezcla el miedo, el agobio, la ternura y el vértigo por el futuro. 

«De los que estuvieron siempre no hay primera vez, solo una vez continua» escribe Jabois. Le doy vueltas y me doy cuenta de que es un pensamiento de hijo, no recuerdo la primera vez que vi a mi padre pero sí recuerdo la primera vez de mirar a mis hijas y sentirme como él en estas fotos. Creo que él, veinticuatro años después de esta foto, cuando murió, no pensaba en la última vez que me vería a mi o a mis hermanos o a mi madre o la luz del sol. Y en eso nos diferenciamos porque el hecho de que él se fuera tan pronto y tan de repente me hizo, y me hace cada día, ser terriblemente consciente de que puedo desaparecer mañana mismo, esta tarde, dentro de un rato. Y dejar de ver a mis hijas. 

Él supo que era  la primera vez que me veía. Yo no.
Él no supo que era la última vez que me veía. Yo sí lo sé. 

Jamás había pensado esto. Veintidós años después sigo descubriendo cosas.

*Mi madre, esa adorable jovencita de las fotos, cumple hoy 75 años.y estamos de celebración. El 1 de noviembre es un día rarísimo.


jueves, 31 de octubre de 2019

Si no te gusta el deporte no te sientas culpable, únete a mí.

A finales de mayo cerraron la piscina a la que voy a nadar e influida por todas esas campañas de muévete, haz ejercicio, no querrás morir de obstrucción arterial, decidí que tenía que hacer algo. Barajé varias posibilidades, entre ellas la de morir de obstrucción arterial pero feliz pero ,al final, me decanté por descargarme una aplicación de esas de hacer una tabla de ejercicios. 

Junio, julio, agosto y septiembre repitiendo la tabla del demonio intercalada con ejercicios solo de "abdominales avanzados" casi todos los días. En octubre tres días de piscina y el resto  la maldita tabla. Yo creo que en cinco meses de tortura casi diaria ya debería estar notando todas las bondades que supuestamente el ejercicio físico procura. Y NO LAS NOTO. Sí, tengo las piernas más duras, los abdominales más fuertes y no me cuelga nada de los brazos pero ¿me siento eufórica tras el ejercicio? ¿Pienso en mi tabla como un momento espiritual de comunión con mi cuerpo? ¿Deseo con todas mis fuerzas hacer mis ejercicios? No, no y no. 

Quiero que me toque la lotería para dejar de trabajar y me encantaría que hubiera alguna clase de sorteo o píldora o sortilegio mágico al que pudieras jugar y el premio fuera estar en forma sin tener que hacer deporte. «Pero te gusta  nadar». Sí, pero también me gusta mi trabajo y si me tocara la lotería ni siquiera llamaría a decir que no pienso volver. Si existiera ese premio de estar en forma sin mover un músculo no creo que volviera a ponerme un gorro de natación en mi vida. 

Entiendo que haya gente a que le guste hacer deporte, también hay gente a la que le encanta su trabajo y gente que no sueña con jubilarse pero yo no estoy en ninguno de esos grupos. Odio el deporte, me resulta desagradable, cansado y, sobre todo, creo que está mal planteado. Si se trata de enganchar a la gente a hacerlo, la premisa no debería de ser «ten paciencia que con el tiempo te gustará» que en mi caso se ha demostrado una premisa completamente falsa. La premisa debería ser que según empezaras con el deporte, el primer día, te diera un subidón como un chute de droga que hiciera que te engancharas sin remedio a ello, que te convirtiera en una yonki de tu tabla de ejercicios o del gimnasio. Pero no funciona así ni de coña. Cuando dejé de correr, cuando recuperé la cordura y en medio del Retiro me paré y dije «¿Qué estoy haciendo con mi vida?» supe que jamás volvería a correr y así ha sido. Esto de la tabla de ejercicios y la natación no voy a dejarlo porque en el fondo no me quiero morir por obstrucción arterial pero tiro la toalla, voy a dejar de perseguir el santo grial y la zanahoria de "sigue que al final te gustará» No me va a gustar nunca, jamás. El deporte para mí es como el aceite de ricino de las novelas infantiles de mi infancia, un castigo, una tortura, una obligación.

Vengo, como Loreta, a reivindicar que el deporte puede no gustarte y que no pasa nada. Basta ya de elevar el deporte a los altares. Acabemos ya con la hagiografía deportiva. Hasta que no inventen un sorteo en el que te toque vida sana sin moverte hay que seguir haciendo deporte por obligación pero no tiene que gustarnos. Hacer deporte no te hace mejor persona ni te conecta con el planeta más que leer, cocinar o pasear escuchando podcasts. 

Si no te gusta el deporte no te sientas culpable, únete a mí. 


viernes, 25 de octubre de 2019

Tardes de domingo

Vincent Mahé
El domingo por la noche pensé que quería escribir sobre las tardes de domingo de otoño, cuando se hace de noche y estoy en casa escribiendo, haciendo mis deberes de inglés y cocinando. Cuando en mi casa huele a plancha y ducha. Quería escribir sobre como toda la semana intento organizarme para tener la tarde de los domingos libre de escritura, de deberes y de cocinillas y nunca lo consigo. Quería escribir sobre las tardes de domingo que nunca son como a mí me gustarían pero que aún así me gustan más que las tardes de sábado, por ejemplo. Las tardes de sábado son siempre sorpresa, hay cosas que hacer, sitios a los que ir, películas que ver, sobremesas a las que sobrevivir, siestas de las que es imposible recuperarse hasta el día siguiente o viajes que disfrutar. Las tardes de domingo son casa, a mí me gusta que sean casa y quería escribir sobre eso, sobre la sensación de seguridad que me dan, de calma, de paz pero no me dio tiempo. Tenía sueño, estaba cansada, quería leer. Empecé la semana echando de menos el domingo y  quería escribir sobre eso pero me ha atropellado la semana: he saltado de un día a otro, corriendo entre Madrid y Toledo, entre mi cocina y mil reuniones, entre mi casa y grabaciones, en coche, en metro, andando. Escribí sobre mi odio al recuérdamelo después de asomarme al cuarto de mis hijas por enésima vez a preguntarles con ese tono de voz dulce y aterrador que uso de vez en cuando por qué no se les había ocurrido poner el lavaplatos cuando lo habían llenado hasta arriba: «No no los has recordado» . Escribí sobre eso cuando lo que quería era hablar de mi casa a media luz, un domingo por la tarde, oliendo a caldo y sin rumor de tráfico. Pero no me dio tiempo porque últimamente me encuentro, por primera vez en mi vida, diciendo eso tan adulto de «no tengo tiempo para nada». No me había pasado nunca, esta sensación de ir corriendo siempre, de querer hacer cosas y llegar al final del día y tenerlas que poner mentalmente en la cuenta del día siguiente. Me meto en la cama, leo un buen rato, apago la luz y pienso en esas cosas y me duermo pensando que lo que echo de menos es la calma. Y recuerdo a mi amigo Fran, que no lee este blog (como el 90% de mis amigos) y que una vez, cuando éramos universitarios, me dijo que él para ponerse a estudiar necesitaba saber que tenía por delante por lo menos cuatro o cinco horas disponibles, que contar con ese tiempo le garantizaba que sacaría dos horas como mucho de estudio efectivo y que lo demás eran minutos y horas necesarias para calentar. Me pareció una idea brillante (que él probablemente no recuerde) y que refleja muy bien lo que me pasa. Llevo días queriendo  escribir sobre lo que me gustan las tardes de domingo, porque son un refugio seguro en el que siempre espero encontrar esas cuatro o cinco horas de calor y tranquilidad. Y escribo ahora sobre ello, tarde y mal, porque estoy llena de nostalgia anticipada por la tarde de domingo que esta semana no será porque me toca trabajar. 

Las tardes de domingo me amansan y por eso viviría eternamente en ellas, en un limbo de calma que no acabara nunca.