domingo, 18 de marzo de 2018

Pasear para escapar

Jean Louis Corby
Salgo de casa, como siempre, más tarde de lo previsto. Esta vez he tardado en salir porque me he cambiado tres veces de camiseta, todas me parecían demasiado elegantes, demasiado buenas, demasiado especiales un día como hoy. Cuando, por fin, he dado con la más cutre he pensando que nunca seré elegante, ni sofisticada. Ayer por la noche vi una antigua película de Billy Wilder y Marlene Dietrich era puro magnetismo, pura elegancia, rezumaba clase en cada gesto. Nunca seré Marlene Dietrich pero tampoco pretendo serlo, ni tampoco ir elegante, voy a caminar hasta el cine. No quiero que nadie me vea ni me mire y si fantaseo con «imagina que alguien se fija en ti», sé que mi mejor baza jamás es la ropa que llevo, la manera cómo camino o cómo me peino. 

Cierro la puerta y bajo andando los cuatro pisos con las bolsas de la basura en la mano. Estoy orgullosa de haberme acordado de sacarlas y aún más de haber recordado coger la llave del cuarto de basuras. Salgo a la calle y me miro en el cristal de una sucursal bancaria. En un intento de ahuyentar esta tristeza, que me acompaña desde que me he despertado, me he puesto la chupa verde que compré en Normandía este verano. Es un verde de ocasiones alegres, de buenos momentos, quizás así consiga que la tristeza que me acompaña no me invada, que solo me asedie. Sé de dónde viene o creo saberlo. Es la primavera. Ayer llovió y casi nevó,  puede que vuelva a hacerlo esta semana pero yo sé que mi tiempo se ha terminado,  que el frío que venga, la lluvia que caiga... serán ya testimoniales, serán flecos. Esos días un poco fríos y nublados que quedan por venir serán como beberte una copa a las siete de la mañana justo antes de salir del garito... puedes engañarte creyendo que queda mucha noche pero la realidad es que ya es de día. Eso me pasa a mí, puedo intentar creerme que el invierno dura aún, que quedan días de abrigarme y llevar guantes... pero no, no es verdad. Estamos a diez días del cambio de hora y entonces la fiesta habrá terminado. 

Intento no pensar en la primavera, en lo mal que me sienta y contengo las ganas de volver a casa. ¿Por qué he salido? En realidad no quería salir, lo he hecho por... no sé porqué. Quizás me siente bien, quizás esa majadería de que te de el aire y moverte me funcione esta vez. Para animarme me compro una bolsa de alpiste de personas y una botella de agua. Ser adulto es esto, comerte una bolsa de guarradas mientras paseas por El Retiro sin que nadie te regañe ni te diga que no puedes hacerlo. Voy concentrada en mis pensamientos y apenas miro a nadie. Ayer por la tarde también paseé por aquí, pero había llovido y estaba casi desierto. Solo había turistas extranjeros consultando mapas imposibles intentando encontrar el estanque y el Palacio de Cristal. Hoy camino deprisa casi sin fijarme aunque detecto una mayor presencia de familias y de jóvenes parejas con hijos de edades parecidas paseando lentamente. Hay títeres en el paseo del estanque... y por un leve momento siento una punzada de nostalgia. Recuerdo cuando nosotros éramos una joven pareja y veníamos con las niñas a ver a los titiriteros. Camino más deprisa porque no quiero entristecerme más, no necesito nostalgia edulcorada. 

«Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa». Pienso en esto que escribí hace unos meses mientras salgo del Retiro por la Puerta de Alcalá. Más y más turistas. Como no me gusta Madrid, como me sienta tan mal, durante muchísimo tiempo no entendía qué veían los turistas en ella más allá de los museos. Sigo sin entenderlo pero ya no me sorprende. Sé que el problema es mío. Los veo en El Retiro, en la Puerta del Sol, en Cibeles, me los cruzo por Malasaña. No sé qué ven pero les envidio. Envidio su capacidad para disfrutar Madrid. Intento "pensar en guiri" como me enseñó mi amiga Rosa. «Cuando no te gusta Madrid lo que tienes que hacer es pensar que eres de Wyoming, creerte que eres de allí, de una granja en mitad de la nada y entonces llegas aquí y esto te alucina. Piensa en guiri». No me funciona porque no puedo distraerme pensando que soy de Wyoming o de las Landas, tengo que ocuparme solo de que no me aplaste la ciudad, de no volver corriendo a casa a esconderme. 

Intento abstraerme de la tristeza fijándome en la ciudad. En Mejía Lequerica veo el peor escaparate de peluquería que he visto jamás en mi vida, en Sagasta me cruzo con un chaval que va hablando por el móvil mientras da ridículo saltitos como si fuera Gene Kelly o se lo creyera, sé por su cara que habla con alguien que le gusta, con alguien nuevo en su vida y que está emocionado. Me cruzo con una sofisticada con pamela y pantalones de leopardo que camina oculta detrás de unas gafas de sol y veo unos jarrones espeluznantes en el escaparate de una tienda de antigüedades. Unos chavales en chanclas... si necesitaba más señales sobre el fin del invierno, aquí las tengo. 

Llego al cine, compro la entrada y me siento. El hilo invisible. No quiero que me guste, quiero detestarla sin razón, porque sí... pero descubro que me está encantando, que me está haciendo sentir muy incómoda pero es una película buenísima. Daniel day Lewis me recuerda a mi abuelo, no debe de tener más de sesenta pero parece mayor, huele a hombre viejo, a arrugas y piernas flacas envueltas en elegancia, a piel seca. En un momento de la película mientras me revuelvo en la butaca porque la claustrofobia de la película no me deja parar quieta dice algo como «siento una inquietud que no sé de dónde viene».

Eso me pasa a mí. 


miércoles, 14 de marzo de 2018

Todas las primeras veces

Malika Favre
Me he pintado las uñas de las manos de rojo oscuro. No puedo dejar de mirarlas. De tocarlas. Las rozo con la yema de los dedos y las percibo distintas, más suaves, brillantes, casi perfectas. Huelen diferente, bueno huelen sin más, hasta ahora no había percibido jamás su olor. De vez en cuando se me olvidan pero luego, de repente, mis manos aparecen para agarrar algo, sujetando el volante, abriendo la nevera, lavándome los dientes y me sobresalto. Me siento como si  hubiera alguien más conmigo, como si mi mano no fuera mía, como si le hubiera robado la mano, los dedos a otra mujer, a una más elegante, más sofisticada, más segura que yo. 

Está siendo una primera vez bastante catártica, como la primera vez que me corté el pelo muy corto,  la primera vez que me atreví a llevar algo con tirantes finos, la primera vez que me decidí a llevar sandalias de tiras y que se me vieran los pies o la primera vez que me pinté los labios. 

A todas estas primeras veces, y a muchas más que ahora no recuerdo, llegué siguiendo el mismo proceso: 

- Yo ni de coña haré eso, no me gusta, es horrible. 

- Puede que no sea tan horrible, a lo mejor si lo miro entrecerrando los ojos y dejando de lado todos mis estúpidos prejuicios es posible que le vea algo interesante o le coja el gusto.  

- Me gusta pero no es para mí. Tengo demasiadas tetas, o los brazos gordos o los pies feos o los dedos muy cortos o no soy lo suficientemente "lo que sea" para eso. 

- Ojalá me atreviera pero no. Igual que no puedo ir a la Luna ni ser Halle Berry tampoco puedo hacer eso.   

- Un soplo de aliento en mi nuca: «Venga, prueba» que conseguía que empezara a planteármelo. 

- El empuje: venga coño, atrévete. ¿Qué vas a perder? ¿Vas a ser así de floja? El que no arriesga no gana y, además, qué más te da lo que piense la gente. Prueba y si te gusta adelante. 

- El recular: pero qué necesidad tengo yo de esto. Si estoy bien así, no lo necesito, no es algo importante, da igual. 

- El autoengaño: no es que no me atreva es que ahora no me apetece. 

- El impulso: venga, ya, ahora, hoy. Me lo corto, me lo pongo, me las pinto. 

- El cervatillo descubriendo que puede caminar. La sorpresa al verme reflejada en cualquier sitio, o al ver mis manos, como ahora, en el volante, sujetando la pluma o tecleando este post. ¿Soy yo realmente? No me lo puedo creer. 

- Intento actuar normal siendo una cumbre de naturalidad intentando que  nadie se de cuenta de que he hecho algo que considero completamente rompedor.  

- No actúo normal. Me miro en los cristales, en el retrovisor, me miro los pies, las manos, en el reflejo de las gafas de la gente y me sobresalto.

- A pesar de mi comportamiento de agente secreto de pacotilla compruebo que nadie me presta la más mínima atención.  

- Elucubraciones filosóficas: descubro que ese mínimo gesto que he hecho por primera vez me hace sentirme distinta. ¿Estaré a la altura de esta nueva versión de mí misma? ¿Es una versión nueva o soy yo disfrazada? ¿Soy un cisne o el mismo perrito con distinto collar? 

- Me confío. Me relajo. Respiro. 

El ciclo de la primera vez termina cuando olvido por completo el proceso y, cuando menos me lo espero, alguien que sí me presta atención me dice: «Eh, llevas algo distinto. Me gusta. Te favorece». 

Quizás me acostumbre a las uñas de mujer fatal. 


viernes, 9 de marzo de 2018

Ayer: la emoción que transforma


—Cariño, siempre podrás decir que a tu primera manifestación ¡chispas! fuiste con tu madre y tu abuela-
—¿Qué es chispas? 

Volvimos a casa cruzando El Retiro de noche, bordeando el estanque,  El Palacio de Cristal vacio, solitario y precioso y pasando entre las mesas de los chiringuitos cerrados. Íbamos eufóricas.

«María, cariño estás con el mismo subidón que tenías cuando te recogía en el parque de bolas en los cumpleaños». Saltaba, corría, agitaba el paraguas y se reía con esa risa suya que le desborda y que no se puede fingir. Es una risa cantarina que le sale muy de dentro y que me cambia la vida. Y ayer le cambió la vida a ella, a mi hija María, a mi madre y a mí. 

Sesenta años hay entre mi madre y mi hija, yo soy el paso intermedio entre ellas, el hilo que las une. Ayer fuimos las tres a Atocha, caminando y nos sumergimos en una marea de gente de todas las edades; miles y miles de personas: chicas jóvenes, niñas, niños, bebés, familias, señoras mayores, señoras tan mayores como mi madre y más, hombres, parejas... era increíble.  No se podía caminar, ni dar un paso. Tardamos tres horas en llegar a Cibeles. Aquello fue una fiesta para mi hija y para mi madre, iban leyendo todas las pancartas y decidiendo con cuales estaban de acuerdo y con cuales no y si coincidían en sus preferencias. Mi madre le explicó a María lo que fue la II República y María nos enseñó a hacer un boomerang para instagram con un paraguas en el que se podía leer «Juntas 8M. Paramos». Ni María ni mi madre trabajan. Yo sí pero no hice huelga. Hoy he escuchado en la radio a unos cuantos rancios que el día de ayer no fue un éxito porque no se paró el país ni se van a cambiar las leyes y las cuotas blablabla. Gente sin alma. 

No se paró el país ni falta que hizo.  No estuvimos allí contra nadie sino por algo, por nosotras. No se parecía a nada que pudieras leer en un periódico, escuchar en una radio o ver en la televisión. La emoción transmitida nunca es como la emoción vivida y por eso no transforma. ni se puede entender por completo. Se mira con escepticismo, como si fuera fingida, impostada, forzada.  La sonrisa eufórica de María cuando la dejé en casa, la cara de agotamiento feliz de mi madre esta mañana, mi insomnio brutal de esta noche son cosas que solo podían salir de un momento como el de ayer. La emoción que vivimos nos cambió la vida a mí, a mi madre y a mi hija. Y a otros miles de personas que estaban allí con nosotras. 

Para el que se niegue a verlo, se empeñe en ningunearlo o en cubrirlo de cualquier tipo de capa ideológica, solo tengo una respuesta: tú te lo pierdes y ojalá yo supiera contarlo mejor. 

¡Chispas!  

miércoles, 7 de marzo de 2018

La teoría del sábado que ya nunca escribiré

—Niñas, no pienso dejaros comer en pijama.
—Y ¿desnudas?
—No digáis tonterías.
—Mamá, ¿alguna vez has comido desnuda?
—No queréis saberlo. 

Tenía pensado escribir sobre cómo, el pasado sábado, esta conversación me obligó a levantarme del sofá, dejar el libro que estaba leyendo, preparar la comida en pijama y justo después de meter las patatas con bechamel a gratinar en el horno encaminarme a vestirme para comer. Tenía pensado escribir sobre como justo en ese momento,  el momento en el que abría la mampara de la ducha pensé que era sábado y que qué demonios podía pasar sin ducharme. Tenía pensado escribir sobre cómo decidí repetir los calcetines del día anterior y ponerme debajo del jersey una camiseta negra de propaganda de un servicio de alojamiento hosting (ni siquiera sé si se dice así) porque total, era sábado. 

Tenía pensando escribir sobre cómo al terminar de comer y recoger la cocina, le dije a las niñas, «no podemos sentarnos en el sofá porque si nos sentamos quedaremos atrapadas en el vórtice absorbente de la tv movie alemana de sobremesa y no seremos capaces de llegar al cine». Tenía pensando escribir sobre cómo en ese momento empecé a elucubrar una teoría sobre el sábado, sobre ese día que discurre y se me escurre. 

Tenía pensando escribir sobre las tiendas vacías a las cuatro de la tarde, sobre el amarillo que brilla en los escaparates porque por lo visto estará de moda en los próximos meses, sobre las taquilleras de cine que me dicen « ¿Eres María? ¿te importa esperar 5 minutos que acabo de salir a fumarme un cigarrito?» y sobre cómo no me importó nada esperar a pesar de no ser María.  

Tenía pensando escribir sobre cómo me gusta ser capaz de estirar los sábados para que me cundan al máximo no llenándolos de cosas sino intentando conseguir que el tiempo pase más despacio. Tenía pensando escribir sobre cómo al despertarme pronto, como buena señora mayor que soy, estiré el brazo, cogi el libro, me arrebujé en las sábanas y me quedé leyendohasta terminarlo. Quería escribir sobre disfrutar de la cama. Tenía pensado escribir sobre los desayunos de los sábados en los que "se vale" repetir de todo: de zumo, de café, de tostadas... y de café otra vez para seguir en pijama todo el tiempo posible... justo hasta que te das cuenta de que has dado una orden contradictoria a tus hijas y vas a tener que vestirte. 

Tenía pensado escribir sobre lo poco que pensamos en el sábado cuando estamos en él, sobre disfrutarlo y regodearnos en él,  pero hoy he tenido una reunión de tres horas que me ha robado las ganas de vivir. 

Tenía pensando escribir una teoría sobre el sábado que ya nunca escribiré porque me la ha robado un miércoles.