lunes, 16 de marzo de 2015

Ser cobarde o ser un miserable

Todos podemos tener, a lo largo de nuestra vida, uno o varios momentos de cobardía. Podemos no hacer, no decir, no decidir algo por puro miedo. Miedo a las consecuencias futuras que imaginamos, miedo a no ser capaces, miedo al dolor, miedo a lo desconocido al fin y al cabo. 

En esos momentos de cobardía todos sabemos que nos estamos dejando vencer por el miedo, el acojone y el pánico. Sabemos que somos unos mierdas y que ese miedo atroz es incapacitante, irracional: nos está paralizando. Lo sabemos, pero no podemos luchar contra él. Nos jode y vivimos esos momentos pensando que somos unos cobardes. 

Al desasosiego de sentir que la cobardía te posee y domina, se suma la certeza de que en algún momento del futuro el pensamiento "fui un cobarde y lo que tenía que haber..." nos golpeará con tal fuerza que nos tirará al suelo y nos dejará noqueados. Lo sabemos con certeza absoluta, pero nos sentimos incapaces, asumimos que estamos siendo cobardes, aprendemos a malvivir con esa cobardía arrinconada al fondo de nosotros mismos, intentando que se nos olvide. Pero no se nos olvida. Es lo primero que piensas por la mañana y lo último por la noche: soy un mierda.

Cuando eres cobarde luchas con tu miedo. Te sientas en la  esquina de la habitación en la que tu pánico te ha confinado y como un loco te balanceas adelante y atrás diciendo "puedo con ello, puedo con ello", "podré con ello" y, en cualquier momento, es posible que reúnas fuerzas, te levantes y embistas la puerta; que salgas al exterior de esa habitación con todas las consecuencias. 

Cuando eres cobarde asumes que no eres capaz, pero confías en que en algún momento reunirás el valor. 

Ser miserable es otra cosa. Para empezar es un estado vital sólo al alcance de los más rastreros, los más viles y los más ciegos. Se es o no se es miserable. 

Un miserable es incapaz de asumir su propia cobardía. En vez de luchar contra ella, le da forma y, ladrillito a ladrillito de excusas de mierda, se construye un palacio con su miedo. Pasea, orgulloso, por sus habitaciones mientras te lo enseña y te da un millón y medio de justificaciones para intentar que su miedo parezca algo noble, sacrificado, diferente al de los demás, al tuyo. Un miedo más miedo, un miedo mejor. 

Un miserable se cree un superhéroe. Se teje un manto con su miedo e intenta meterte dentro de él para que le comprendas, le tengas pena, valores su sufrimiento extremo que sin duda alguna está a años luz del tuyo. 

Tener momentos de cobardía es horrible, se pasa fatal y, lo que es peor, cuando por fin se supera te sientes imbécil ¿Cómo pude ser tan mierda? Ser cobarde es malo para uno mismo. 

Un cobarde te dejará ir y si quieres y tienes ganas puedes esperarle, puedes seguir tu camino mirando de vez en cuando para atrás sabiendo que cuando rompa la puerta de la habitación del pánico es posible que te alcance acelerando el paso, que será mucho más ligero por el peso que se habrá quitado de encima.  

Ser miserable es una actitud hacia fuera, es una onda expansiva que corrompe todo lo que tiene a su alrededor. El miserable intenta mantenerte dentro de su palacio admirando todas sus preciosas justificaciones. De un miserable hay que huir como de la peste; y jamás se le espera. 

Ser un miserable es un estado vital y nunca hay suficiente distancia entre él y tú. 



viernes, 13 de marzo de 2015

¿Blitz o Bluff?

¿Blitz o Bluff?

¿Susto o Muerte?

No me gustan las películas de David Trueba y no me gustan sus artículos. Él me cae bien y le encuentro bastante inteligente e ingenioso en las entrevistas, pero David Trueba es un espantoso escritor de novelas. 

¿Por qué Blitz es una novela atroz? ¿Por qué es tan horrible que ni tan siquiera consigue provocar hostilidad? Porque va un paso más allá. Blitz hace sentir vergüenza ajena. Estás leyendo y dices "No, no, no David por favor, esto no". 

Pero sí. Una y otra vez. Sin compasión.

¿Qué cuenta Blitz? 

Pues una historia contada un millón de veces: una ruptura sentimental. ¿Importa que sea un argumento muy trillado? No, claro que no. Lo que importa es que un tío como David Trueba la cuenta igual o peor que una adolescente carpetera con ínfulas de intensa. 

Spoilers y comienza la vergüenza ajena. 

Para empezar el protagonista de este despropósito se llama Beto. Se me escapa que oscuro motivo ha llevado a  Trueba a escoger este nombre tan sumamente desacertado  que provoca desconexión con el personaje desde el primer momento (¿Quien cree que los nombres de los personajes no importan? ¿Anna Karenina sería igual si se llamara Mari Trini?)

El bueno de Beto es un arquitecto de 28 años que anda por Múnich con su novia. Le han seleccionado para presentar un proyecto de paisajismo en un concurso y en esas anda cuando recibe un mensaje por error en su móvil y se da cuenta de que su novia quiere dejarle. 

El mensaje es: "aún no le he dicho nada. Me cuesta tanto. uff.tq"

Recibe este mensaje, decide que su novia se lo ha mandado a propósito para que se más fácil dejarle y en cero coma tres segundos, el lector se entera de que Marta tuvo un novio cantante paraguayo con el que casualmente se ha reencontrado y sentido el amor verdadero. El pobre Beto siente que: 

"Los celos retrospectivos ahora me alcanzaban y me batán en la carrera del tiempo. El pasado de Marta regresaba para sacar de la pista de carreras a mi futuro de un codazo". 

Tras unas cuantas escenitas de culebrón sudamericano de amoríos, en una de las cuales Beto le propone a Marta que se acuesten juntos para que 
"Mi polla (pueda) decirle adios a tu coño y mis manos a tu culo". 
A pesar de que todo el mundo sabe que ésta es una frase mágica que hace que te entren ganas irrefrenables de acostarte con el que ya es tu ex o con cualquiera, inexplicablemente Marta se resiste y entonces Beto siente que

 "los edredones separados terminaron por ser una cama cortada a cuchillo". 
Marta, con buen criterio, y suponemos que aliviada de dejar a tamaño tarado, al día siguiente se levanta y se vuelve a Madrid. Beto ,que tiene la inteligencia emocional de un gremlin, decide quedarse en Múnich nadando en autocompasión y pena infinita y diciendo muchas majaderías. 
"Miré embelesado los tranvías al pasar, hasta que pensé que quizá también mirar sin más era ilegal". 
Beto llora muchísimo, con gran congoja (como lloraríamos todos si nos diéramos cuenta de que el tío que nos ha creado nos hace decir y pensar esas memeces) y en esas anda cuando se encuentra con Helga. 

Helga es una señora de unos 60 años, alemana y voluntaria en el congreso en el que Beto había presentado su proyecto. A Helga, obviamente, Beto le da como penica y se dedica a acompañarle, a darle de comer, de beber, intentar que no haga mucho el ridículo, arreglarle los papeles, le lleva al fútbol... lo único que le falta es cogerle de la mano para ayudarle a cruzar la calle y rebañarle la comida de la boca con la cuchara como si fuera un bebé. 

Ella le consuela mucho, con paciencia infinita y él piensa cosas de tanta enjundia como 
"Yo negaba con la cabeza,abatido, incapaz de encontrar el sistema bancario donde especular con todo el dolor desencadenado dentro de mí". 
Contra los deseos del lector y contra la más mínima credibilidad narrativa, Beto y Helga se emborrachan y se acuestan. Que Beto, un criajo inmaduro, idiota y absolutamente drogado por su autocompasión quiera acostarse con Helga podemos llegar a creérnoslo. Que Helga, que es una mujer con las cosas claras y lo suficientemente madura como no darle dos leches se acueste con semejante individuo se escapa a cualquier intento de comprensión. 

No he visto ni leído 50 sombras de Grey pero la descripción de Trueba de una escena de sexo me daban ganas de cerrar los ojos y decir: no, no, por favor no sigas por ahí, prefiero que me arranques las cutículas. 
"...cuando ella misma terminó por desprenderse del sujetador, en cuyo cierre mis dedos habían forcejeado con heroísmo paralímpico. Surgieron dos senos blancos y libres como fruta alcanzada del árbol". 
¿Heroísmo paralímpico? ¿Fruta del árbol? 

La escena se prolonga en exceso con descripciones completamente innecesarias como  
"Los pezones de Helga eran gruesos y la areola tiznada de un rosa intenso se hundía en su carne color de luna". 
Por supuesto, después de la noche de semipasión llena de confesiones completamente prescindibles y reflexiones sobre la vida en pareja de la misma profundidad que un plato de ducha, Beto se levanta por la mañana pensando "madre mía, me he chuscado a una vieja, que mal". Si ya tenía pocas simpatías por parte del lector, a partir de este momento el libro es una caída libre de empatía durante la cual en lo único que puedes pensar es en que Beto se ahogue en su propia saliva o lo atropelle un tranvía. 

Después de unos cuantos paseos por Múnich sin hacer nada interesante ni útil ni nada de nada, Beto coge un avión y vuelve a Madrid. Casualmente en el vuelo coincide con otro arquitecto al que ha pegado de leches en el congreso y que no debe tener memoria a corto plazo porque le ofrece trabajo en su estudio de Barcelona. Beto con esa consistencia de pensamiento, de criterio y de personalidad que le caracteriza acepta la oferta porque 
"Madrid versus Barcelona me resultó una discusión indiferente, un partido de la máxima rivalidad en un deporte que no me interesaba en absoluto". 
A estas alturas de la historia, al lector el libro le ha hecho bola y a David Trueba también. El lector sigue adelante porque la complejidad estilística del texto es similar a la de los Cuadernillos Rubio y por pura curiosidad malsana de ver cómo termina el absurdo Beto. 

Trueba supongo que continúa por orgullo personal y por el dinero del anticipo. Cada uno tiene sus motivos. 

Os ahorraré 40 páginas: no pasa nada. Beto trabaja con el tío al que pegó una zurra, se acuesta con tías por las que no siente nada, a pesar de ser arquitecto paisajista desarrolla una aplicación para móviles completamente inútil y en un momento de inspiración, coge un avión a Mallorca (será maravilloso, viajar hasta Mallorca). Gracias a una postal consigue saber dónde está Helga pasando las navidades y se presenta en su casa en Nochevieja. 

Acaban la noche mirando al mar. 
"Qué bonito es este sitio.- dije"
Así, sin anestesia, "qué bonito es este sitio". El lector no se explica como Helga, que parece inteligente, al abrir la puerta y encontrarse a Beto no finge un ataque de amnesia o se hace la sueca ¿Helga? ¿Qué Helga? Yo no conocer ninguna Helga, mi llamarme Mari Trini.

Casi olvido comentar que como la trama es tan tan compleja y tan rica en matices, la novela viene ilustrada para que el lector no se pierda.

¿Por qué David Trueba ha escrito este horror? ¿Por qué una editorial se lo ha publicado? Porque es David Trueba, obviamente. Si yo fuera con este manuscrito a cualquier editorial me lo tirarían a la cara, con razón. Y deberían darme una paliza. 

¿David Trueba no tiene amigos? ¿Sus amigos no le quieren? ¿Él está tan satisfecho de su escritura que las opiniones de sus amigos le dan igual? 

Terminado este suplicio lo único evidente es que Marta hizo bien en volver con el de la guitarrita y que el lector debería haber elegido muerte.


Someterme a este suplicio se ha debido a una absurda idea que tuve junto con Blanco Humano: elegir un libro y repartirnos las reseñas a favor y en contra. Podéis leer su elogio a Blitz aquí. 

miércoles, 11 de marzo de 2015

Post-it mentales


Tengo una librería nueva en mi cuarto de Los Molinos. Librería, no estantería como me señaló Pobrehermano Mayor al construirla "Me has pedido una librería".  La he pedido exclusivamente para colocar todos los libros que se me están acumulando. Acarreo de una casa para otra libros favoritos que quiero tener a mano y me gusta ver y mis cuadernos. Todos los cuadernos que he ido escribiendo, acumulo ya ocho. Me entra una especie de pánico escénico si no los tengo a mano porque me parece que voy a necesitarlos, como si fueran un medicamento que necesito para respirar. De hecho, los necesito para escribir. 

Ha empezado la primavera y como todos los años la odio. Dentro de casa hace frío y fuera me distraigo con el jardín. Quiero un cuarto grande, con una mesa grande y una gran ventana. Necesito una pared enorme para colocar todos los posters chulos que veo en la red y un corcho con los mil post-its con ideas que en mi imaginación cuelgan en las paredes de mi cráneo. Y un bloc de notas encima de la mesa. Y mi pluma con tinta verde. 

Las princesas están hechas unas campeonas de natación, lo están ganando todo y un estúpido orgullo deportivo me posee. M está agonizando de alergias e inflamación de bronquios pero le da igual, está completamente feliz a las puertas de su adolescencia y horrorizada porque en su clase unos y otras se gustan. No consigo que se peine. C necesita una guitarra nueva porque inexplicablemente ha heredado talento musical de alguna rama remota de nuestras familias y se le da de lujo. Es necesario abandonar la guitarra de los chinos que le regalamos pensando que su afán musical le duraría dos minutos y comprarle una decente. Es feliz si llevo vestido. 

A las puertas de cumplir medio millón de km, mi querido Ibiza me dejó tirada. Llamé a la grua y apareció un técnico tan grande que me asusté. Un tío enorme que a duras penas cabía en el asiento y que pensé que iba a arrancar la palanca de cambios de cuajo al intentar sacar la quinta que se había quedado encajada. Si fuera de las que creen en los símbolos y esas cosas, podría pensar que la muerte de mi Ibiza es el fin de una época, el último hilo que me unía a mi vida de antes. Como no creo en esas cosas, lo único que pienso es que me fastidia no haber llegado a los 500.000 km y en que me tengo que comprar un coche nuevo. Uno con mucho maletero para viajar con las princesas y muchos trastos sin tener que jugar al tetris. 

Leo, pienso y escribo. Menos de lo que me gustaría porque me distraigo con nada. ¿Alguna vez tuve mucha concentración? No lo sé. He escrito, con muy muy poca fe, un trabajo para mi curso online porque el tema no me gustaba nada. Contra todo pronóstico he recibido una crítica muy entusiasta por parte de la profesora. Otras veces soy yo la que estoy entusiasmada y a ella parece no gustarle mucho. No sé si es un problema de mi entusiasmo, del suyo o de que dos entusiasmos se repelen como los imanes. 

Ion, el nuevo chapuzas de Molimadre está cambiando la encimera de la cocina. Bajo a desayunar en pijama y como un gremlin, me pongo el café y las tostadas y me escondo en el salón. Encimera. Es una palabra espantosa y con una connotación sexual muy absurda. Bajeras son las sábanas y encimeras en las cocinas para polvos pasionales e incómodos. Termino el café. 

Miro el correo. 

Abro el libro. 
"Según se mire, Ana era la mujer que yo más necesitaba o la que menos me convenía en aquel momento..."

lunes, 9 de marzo de 2015

Un garito y un hombre

Caminamos por el centro de Madrid. Hacía años que no paseaba por esta zona a estas horas. Calles adoquinadas y peatonales llenas de gente que buscan otro bar para tomar una copa o hacen cola para entrar en alguno de los locales que se multiplican en las dos aceras. Relaciones públicas que te asaltan para invitarte a copas con ofertas para emborracharte. Estamos mayores para eso. 

- Moli, aquí. 

Una puerta pequeña, muy pequeña, tanto que no la había visto al pasar por delante y tengo que volver sobre mis pasos. 

Entramos y lo único que veo es rojo. Rojo puticlub. La puerta se abre casi encima de una barra detrás de la cual se iluminan sobre el fondo rojo un montón de botellas de alcohol. La luz parece venir de dentro de las botellas, como si en ellas, además del líquido correspondiente, hubiera un genio con ganas de salir. 

Pero no. El genio está detrás de la minúscula barra. Un hombre enorme, gordo pero proporcionado. Vestido con vaqueros y una camisola blanca sobre la que lleva un chaleco ridículamente pequeño que parece naranja con incrustaciones brillantes. Lo más llamativo es sin embargo su cara, subrayada por una larga barba blanca, frondosa y desflecada, con los ojos escondidos detrás de  unas gafitas pequeñas y redondas. Tapando lo que supongo será una calva con pelos largos que le caen por la espalda lleva un gorrito indio del mismo color y estilo que el chaleco. Mientras nos pone las copas no puedo dejar de mirarle. Tiene que ser consciente de las miradas que atrae pero no se inmuta. 

Nada más entrar a la izquierda, hay un estrecho pasillo entre la barra y la pared. Sobre mi cabeza, un perchero en el que todos dejan sus abrigos. Yo no quiero quitarme mi chupa de cuero negro, no quiero dejarla ahí. Para empezar las perchas están demasiado altas y no sé si alcanzaré y además, a pesar de que soy poco caprichosa para la ropa, me encanta esa cazadora y no quiero que me la roben. Tengo alma de ratero, lo sé. Siempre pienso en lo fácil que es mangar cosas y por eso voy siempre aferrada a las mías y mirando a mi alrededor como si fuera a ser víctima de un secuestro en un barrio peligroso de México D.F. 

El genio de la barra es el amo y señor del garito. No parece haber más camareros ni siquiera en los pasillos que se intuyen al fondo, por detrás de las botellas luminosas. Pone las copas, recoge vasos, gestiona la caja y pone la música. 

El canon de Pachebel. No damos crédito. 22 minutos de melodía repetida ilustrada con un vídeo en la pantalla que corona una de las paredes de una  orquesta sinfónica tocando la pieza. Mientras la conversación deriva a imaginar el momento en que Pachebel salió corriendo de su despacho gritando "Mari, no te lo vas a creer he encontrado una melodía fabulosa, es corta y no sé muy bien como seguir pero es la bomba". Y su mujer para quitárselo de encima le dijo "pues que la toquen de uno en uno y así dura más", me dedico a mirar al grupo que estaba antes que nosotros y que nos impide acomodarnos bien. 

Pegado a nosotros, tan pegado que por un momento pienso que es amigo de alguien y yo no me he enterado hay un hombre gordo. Gordo sin proporción. Inmenso. Fofo. Lleva una camisa de color claro, abrochada hasta el cuello y metida en unos pantalones subidos hasta más arriba de la cintura. Es completamente calvo y tiene la cabeza perfectamente esférica. Los ojos pequeños, hundidos en unos mofletes sonrosados y alternativamente nos mira y nos da la espalda. Es un especie de cruce entre Sloth de los Goonies y Fraga en Palomares. 

Mientras el Canon de Pachebel da paso a David Bowie en sus mejores momentos de maquillaje, peluquería y trajes picudos, nos movemos al fondo del pasillo. Todas las paredes del garito están forradas de posters, recortes de noticias y fotografías de cantantes, grupos musicales y algún que otro actor de los años 60 y 70. Justo encima de mi cabeza hay un recorte "Jimmy Hendrix tocará en Palma de Mallorca". 

Me apuesto una mano a que allí estuvo el hombre de la barba deshilachada y el chaleco naranja antes de tener esa barba y necesitar gafas. 

Después de David Bowie y mientras hablamos de sustancias alucinógenas, suena Octopus Garden de los Beatles. Me dedico, entonces, a contemplar al grupo que está justo a nuestro lado. Son extranjeros,  parecen ingleses. Ellas son rubias y una de ellas lleva vaqueros de tiro bajo, se le ve un mínimo tatuaje al final de la espalda, justo al final. En uno de los hombres no me fijo, pero el otro me tiene fascinada. No es un hombre, no sé si alguna vez llegará a serlo o a tener pinta de ello. Es un chico joven y parece recién aterrizado de uno de los vídeos que se proyectan en la pantalla. Podría ser miembro de los Monty Phyton o un huésped de Fawlty Towers. Lleva un imposible jersey amarillo anaranjando y el pelo rubio apelmazado con raya al lado. El flequillo estratégicamente cruzando y aplastado sobre la frente. Completa su pinta con unas gafotas de concha que se posan encima de ese flequillo. Antiguo es la palabra que le define. Hipnótico en su rareza. 

Más allá ha entrado una pareja. Él no me llama la atención más que cuando hace alarde de saberse la letra de alguna de las canciones que suenan. Ella lleva el pelo corto y una margarita blanca de tela colocada encima del flequillo. No sujeta nada, simplemente la tiene posada sobre el pelo. ¿Por qué? ¿Cómo consigue él concentrarse en lo que ella le está diciendo y no centrarse en la margarita? Yo no sería capaz. 

Doy tragos a mi copa. En la pantalla un increíble Tom Jones baila con Janis Joplin.  Un tema con un ritmo brutal que hace que se muevan los pies y tenga ganas de bailar. Muchísimas ganas. 


De repente y sin venir a cuento, en medio de la conversación sobre viajes alucinógenos, visiones y pensamientos cósmicos, me visualizo en la barra con un hombre que conocí hace años. Nunca pasó nada entre nosotros, nunca hemos tomado una copa ni compartido una comida. Casi ni nos hemos tocado. Me viene a la mente y nos visualizo en la barra, tomando una copa, sentados en esos taburetes con el hombre del gorrito mirándonos. Sé exactamente cómo me sonreiría y como me hablaría, como se iría relajando según fuera bebiendo. Le conozco y no bailaría jamás pero me miraría sonriendo mientras yo bailara. La sensación es tan fuerte que puedo sentirle mirándome. 

- Nos vamos ya. Son las mil. 


En el taxi atravesando Madrid para volver a casa, llevo la sensación de la sonrisa de ese hombre pegada a la piel. 

Me  miro los zapatos. Me gustan mis zapatos. Ni siquiera sé que hora es y además me da igual. Apuesto a que ese hombre está durmiendo.