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miércoles, 6 de diciembre de 2023

Lecturas encadenadas. Noviembre

Paloma, la madre de mi amigo Juan, olvida todos los libros que lee. Tiene la casa forrada de estanterias, a veces con ejemplares comprados hasta tres veces. No es una cuestión de edad: le ha pasado siempre. Mis hermanos, más jóvenes que yo, tampoco recuerdan lo que han leído. Cuando les pregunto por alguna lectura me dicen: «recuérdame de qué iba». Hasta hace poco yo presumía de recordar todos los libros que he leído, pero en los últimos meses me he dado cuenta de que ya no es así. Se me olvidan las lecturas. No las que me han gustado mucho o las que leí hace veinte años, pero no consigo recordar la trama o la historia de novelas que, a lo mejor, leí hace cinco o seis años. ¿Por qué se me olvida lo que leo y no la frase, de la que todavía me avergüenzo, que dije en una reunión en octubre de 2016? No sé si es la edad, los efectos secundarios de la medicación que en su día tomé para la depresión o que acumulo tantísimas lecturas que mi cerebro tiene que hacer una selección y dejar espacio solo para lo que le parece memorable. Esto me asusta y me alegra a partes iguales. Me asusta que lo que leo no me deje huella y me alegra pensar que ahora mismo, por ejemplo, me puedo lanzar a releer todas las novelas de Patricia Highsmith, las de Amos Oz o Los gozos y las sombras,  que sé que en su día me deslumbraron. 


Volver la vista atrás, de Juan Gabriel Vásquez, se vino en mi maleta la última vez que estuve en casa de Tallón. En el fragor de la fiesta y mientras recorría sus estanterías a ver qué le robaba, me dijo: «¿Has leído éste? Llévatelo. Te va a encantar». No sabía si me lo decía para evitar un robo o porque en realidad lo pensaba, pero me lo traje y ya veré si se lo devuelvo. 


Me ha gustado muchísimo. A veces, cuando escribo estas frases tan sencillas y tan simples (que no es lo mismo) para dar mi opinión sobre un libro, pienso que debería sonar más sesuda, más profunda, más «inteligente»… pero esto no va de hacer crítica literaria de altura sino de dar mi opinión sobre lo que leo, así que lo repito: Volver la vista atrás me ha maravillado por lo que cuenta y cómo lo cuenta. 


Vásquez cuenta en esta ¿novela? la historia del director de cine Sergio Cabrera y su familia, especialmente la de su padre, Fausto Cabrera. El primer novio que tuve era muy cinéfilo, o se lo hacía, y por esa razón (y porque no teníamos a dónde ir a pasar las tardes aparte de mi coche y un parque) íbamos mucho al cine. La estrategia del caracol, la película de Cabrera más famosa, la vi con él y, al contrario de lo que me pasa con los libros, la recuerdo con detalle. Quizá fue porque me sorprendió muchísimo o porque fue una de las primeras películas que vi producidas en Latinoamérica.. 


La maestría de Vásquez es deslumbrante. Escribe como si no costara esfuerzo, como si el relato de esas vidas fuera sencillo de hilar, como si todo fluyera sin vueltas ni vericuetos. Si tuviera que ponerle una etiqueta a esta novela diría que Volver la vista atrás es una novela de aventuras: la infancia de Fausto, la Guerra Civil, Francia, Costa Rica, Venezuela, Colombia, China, París, de nuevo España. Familia, amor, traiciones, política, cine, televisión, odios, penas, injusticias, muerte, revolución… todo. Es una saga familiar llena de ideas y de amor por esas ideas, por unos ideales que se persiguen con ahínco y con pasión, que se pelean hasta donde hay que pelear por ellos, hasta el momento en que te das cuenta de que estaban equivocados o de que ya no te representan y te rindes. Hay más valor y más inteligencia en saber abandonar unos ideales que en perseguirlos hasta la muerte, creo yo. 

«Sergio se justificó: Si uno desprecia la política, acaba gobernado por lo que desprecia». 


«Volver la vista atrás es una obra de ficción, pero no hay en ella episodios imaginarios», dice Vásquez en la página 473. Me mareo solo de pensar en cómo afrontar la escritura de algo así, en cómo hacer de unas vidas reales una novela creíble, que funciona sin un pero, una historia que te atrapa y de la que no quieres salir. Quieres seguir con Sergio, acompañarle, ayudarle, espiar a toda la familia. Me parece tan impresionante que me dan ganas de llorar. 


Apunté este poema de Manuel Altolaguirre:


Hubiera preferido

ser huérfano en la muerte, 

que me faltas tú

allá, en lo misterioso, 

no aquí, en lo conocido. 


Hay que leer Volver la vista atrás. Ya. Hoy. Corre. 


Ahora que me siento a escribir me doy cuenta de que mi otra lectura del mes, Fragmentos, de Mara Mahía, es también una novela con un poso de realidad. ¿Cuánto? No lo sé. De Mara ya había leído Secretos y La dueña del Plaza, sus dos novelas anteriores que junto con Fragmentos conforman una trilogía que recorre, o no, partes de la vida y de los recuerdos de Mara.


Fragmentos recupera personajes de las novelas anteriores y está construída con parches, con trozos, con escenas y con muchos párrafos de 102 palabras porque este número obsesiona ¿a la narradora? ¿A Mara? Me pasé las primeras doscientas páginas intentando separar el grano de la paja, tratando de adivinar qué era verdad y qué era mentira, hasta que me di cuenta de que me estaba saboteando a mí misma y que ese detalle no era importante. Pensé entonces que cuando leí Secretos y La dueña del Plaza no conocía a Mara y no me importaba cuánto había de realidad y cuánto de ficción. Con Fragmentos lo que había cambiado es que ya conocía a Mara. Nos encontramos en persona en enero de 2022, cuando viajé a Berlín y la avisé. Me contestó: «Ana, me encantaría que nos viéramos pero no voy a engañarte: estoy pasando una época oscura y no puedo hacer planes». Le respondí que lo entendía perfectamente y que hiciera lo que le apeteciera. Le apeteció y encontró las fuerzas y nos abrazamos con ganas en una mañana de un domingo ventoso y gélido en una plaza berlinesa antes de irnos a comer a un vegetariano en el que no paramos de hablar. Por eso sé que a Mara, como a su protagonista, le apasiona nadar, pasear a su perro y que vivió en Nueva York... Lo demás da igual.


«Ya entendí que arrepentirse es una emoción pesarosa, sin más utilidad que hundirse un poco más».


Fragmentos suma historias de varias mujeres, porque las protagonistas de Mara siempre somos nosotras con nuestras complejidades, vericuetos y diferencias. Está ella o su alter ego, su madre, su abuela, Rosalinda (la dueña del Plaza), Juno, Marie y la tía Leonor. Lo que más me ha gustado, como en las anteriores, es el retrato de Nueva York en los noventa, cuando sé que Mara vivió allí. Esa mezcla de sorpresa, miedo y continuo descubrimiento que, poco a poco, se va transformando en rutina, en sentirte en casa y en descubrirte a ti mismo al mismo tiempo que las calles de la ciudad se van volviendo tu paisaje favorito, aquel que sientes más tuyo, más suyo en su caso. Llegar a un lugar, o a una edad, en el que descubres quién eres, qué quieres y a quién quieres querer. La parte que menos me ha gustado son las cartas de la tía Leonor: el género epistolar es complicado y es muy fácil deslizarse hacia lo obvio, hacia lo demasiado bonito para ser creíble. Ahora que lo pienso, puede que sea porque cuando escribimos cartas ordenamos nuestras vidas para hacerlas inteligibles al otro, al destinatario, y encajamos las piezas para que todo tenga sentido para un observador externo. No quiero decir que las cartas de Leonor no sean creíbles: la sensación que tuve fue la de haber atravesado una puerta y encontrarme en un mundo de fantasía expulsada con brusquedad de la parte más cruda, más real, del relato de Mara. 


Mi consejo es leer Fragmentos, pero antes ir a por Secretos y La dueña del Plaza y regocijarse en esta trilogía. 


No he leído nada más. Bueno sí, New Yorkers atrasados, ahora mismo estoy con el del 3 de octubre. Ahora que lo pienso ¿se me olvidarán los artículos que leo? ¿Me acordaré de estos dos libros dentro de seis meses? En cualquier caso, me alegro de llevar quince años escribiendo sobre lo que leo, quién sabe dónde estaría mi memoria si no hiciera estas lecturas encadenadas. 


domingo, 5 de noviembre de 2023

Lecturas encadenadas. Octubre

 

El mes de octubre comenzó con un fin de semana de cumpleaños en una casa en los Montes de Toledo. Fue un fin de semana luminoso, de inesperados pantalones cortos en octubre, de vino, risas, pies en la piscina y muchísima comida. Fue un fin de semana en el que en algunos ratos parecíamos Los amigos de Peter, en otra una partida de colonos británicos en la sabana africana con nuestras mesas de picnic y nuestras copas de cava y, en otros, una discoteca de los noventa con coreografías imposibles y bocatas de calamares para matar el hambre que la diversión da. 


A la terraza de esa casa, inmensa y con vistas a los tejados del pueblo y al campo, asociaré para siempre la lectura de La luz difícil, de Tomás González. Me levantaba pronto y subía a la terraza a leer mientras disfrutaba de mi desayuno. Más pronto de lo que a mí me hubiera gustado los demás habitantes de la casa iban apareciendo, con lo que la lectura se hacía imposible; pero el hecho de estar desayunando con un libro entre las manos provocó miradas de curiosidad y preguntas. «¿Qué lees?» «¿De qué va?» «¿Qué tal está?» No me gusta nunca contar de qué va un libro porque me parece siempre una responsabilidad inmensa. En esas dos o tres frases te juegas el que la otra persona decida leerlo o, por lo menos, apuntárselo en el chat de whatsapp que tiene consigo mismo o que diga: «bah, a mí ese tema no me interesa». Si pienso en cualquiera de mis libros favoritos e intento responder a la pregunta «¿de qué va?» la respuesta que podría dar es tan pobre que creo que ni yo misma me animaría a leerlos. «Va de dos amigos que eran muy amigos y se enfadaron por una cuestión y se reencuentran cuando ya son ancianos». «Pues trata de un pueblo de California donde viven una serie de personajes desarrapados cada uno con sus peculiaridades, y en realidad no pasa nada». «Va de dos matrimonios neoyorkinos y cómo crecen según se van haciendo mayores con sus glorias y sus mierdas». «Va del último habitante de un pueblo pequeño del Pirineo aragonés». Yo nunca pregunto de qué va un libro, ni siquiera leo la contraportada. Llego a ellos por recomendaciones o preguntando a la persona a la que veo leyéndolo «¿por qué estás leyendo ese libro?» 


Dicho esto, La luz difícil llegó a mis manos porque me lo enviaron desde la editorial Sexto Piso. Contra lo que alguien pudiera creer a mí no me mandan muchos libros, casi ninguno de hecho, porque siempre advierto a las editoriales que si no me gusta lo diré. Entiendo que es un riesgo que no quieran correr y, además, yo prefiero comprarme lo que me apetece sin tener compromisos lectores. No sabía nada de Tomás González ni de su libro y lo primero que descubrí es que es una reedición: se publicó por primera vez en 2011. 


Me gustó muchísimo. Es un libro tristísimo, casi al nivel del que «va del último habitante de un pueblo pequeño del Pirineo aragonés». Los dos temas principales son el amor y la muerte pero, sobre todo, el amor: a una pareja, a los amigos, a los hijos; pero, sobre todo, al hecho de estar vivo. Tiene una intimidad casi táctil. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que cuando lo estás leyendo estás en la casa en la que transcurren unas horas agónicas que marcan la vida del protagonista, David. Hueles la comida que preparan, el jabón que usan para lavarse las manos, los cojines y las mantas del sofá donde se reúnen a charlar, los olores de una casa que los que viven en ella no detectan. Sientes el tacto de los muebles que han acumulado capas de vida familiar y ves cambiar la luz que entra por las ventanas que dan a un pequeño cementerio en Manhattan. La acción transcurre en dos lugares alejados entre sí: el presente del protagonista, David, que es un anciano viviendo en Colombia en una casa en el campo y en donde también sientes el verde de la vegetación, el eco de su vida solitaria, los sonidos de la lluvia tropical... y Nueva York, a donde nos lleva con lo que está escribiendo para recordar o, mejor dicho, para no olvidar. La luz difícil se lee con todos los sentidos alerta, esperando un momento que sabe que va a llegar pero que no sabes cuándo será. Sientes la misma anticipación agónica de los personajes. Quieres que pase cuanto antes para dejar de sufrir la espera y al mismo tiempo quieres que la espera no termine nunca. 


No quiero contar nada más sobre lo que ocurre porque creo que es un libro al que hay que entrar como se entra a casa de unos amigos queridos: abrir la puerta y encontrarte con ellos. Me ha gustado muchísimo pero cuando he vuelto a él a ver cuantas esquinas había doblado, he descubierto que ninguna y me ha parecido bien. No es un libro con frases relumbrantes que resuman en tres líneas una verdad vital. Su mayor logro, el mayor acierto de González es que leyendo La luz difícil se tiene la sensación de estar conociendo una vida que se está viviendo, paladeando, encajando y disfrutando y sufriendo a partes iguales, pero con la consciencia de lo increíble que es estar vivo. 


Salid ahora mismo a comprarlo o sacarlo de la biblioteca. 


Ahora viene la parte difícil. ¿Cómo le dices a alguien que te cae fenomenal, que te parece adorable y brillante, que su nueva novela te ha parecido espantosa? ¿No se lo dices? ¿Mientes? Llevo un mes pensándolo pero es que yo no sirvo para mentir (en esto) y además creo que mi opinión va a ser una gotita de agua en un mar de halagos, cumplidos y loas de gente que ha encontrado la novela maravillosa. Quién sabe, a lo mejor soy yo la equivocada. Lo mejor es hacerlo por carta. 


«Querido Manuel, 


Sabes que te aprecio. Nos conocemos por amigos comunes y todas las veces que hemos coincidido ha sido un placer charlar contigo, intercambiar algunas risas y una vez te libré de presentar un libro horrible. Podría decirte, como hacen los cursis y los cobardes, que esto me duele más a mí que a ti, pero no es verdad. Sinceramente creo que a ti tampoco te va a doler porque estás teniendo un éxito impresionante del que me alegro sobremanera y no creo que mi opinión sincera vaya a perturbarlo. Espero, además, que agradezcas mi sinceridad o que, por lo menos, la próxima vez que nos veamos no me escupas. 


Mirafiori no me ha gustado nada. Nada de nada. Me he enfadado muchísimo mientras la leía porque quería que me gustara, quería poner en Instagram que me había chiflado y recomendarla para que la gente corriera a comprarla, pero no ha habido manera. No me he creído nada, ni a él, ni a ella. Miento: el capítulo en el que él, loco de celos, entra en una espiral de espionaje en redes digna de Jason Bourne sí me lo creí. ¿Por qué? Porque todos hemos estado ahí, todos hemos hecho eso. Tú eres más joven, pero yo incluso hice algo así en un mundo pre redes sociales. Ese agujero negro de obsesión es uno de los lugares más terribles al que nos lleva el final de una relación y uno de los más vergonzosos. Que lo hayas dejado escrito en Mirafiori sabiendo que todo el mundo, o mucha gente, va a pensar que es algo en cierta manera autobiográfico es un mérito que te reconozco. ¿El resto? Para mí es terrible. No quiero ahondar en lo que menos me ha gustado (la escena en la catedral de Santiago, en fin) porque creo sinceramente que eres un tío con muchísimo talento.  A lo mejor alguien me acusa de tener favoritismos, de no recrearme en esta crítica como me recreé en otras. Y tendrán razón, no me recreo porque te aprecio y porque esto es mi newsletter y despellejo lo que quiero. Enhorabuena por tu éxito, me alegro muchísimo.  Siempre asociaré tu libro al aeropuerto de Barajas, sé que no es una asociación preciosa pero tiene su encanto.»


Con El violín de Lev, una aventura italiana, de Helena Atlee, terminé octubre. De esta historiadora inglesa leí hace unos años El país donde florece el limonero, un libro de viajes e historia por Italia para comprender el cultivo de cítricos, sus orígenes y su importancia histórica, social, económica y artística. En El violín de Lev Atlee nos lleva de nuevo al país transalpino pero esta vez vamos siguiendo la pista de un viejo violín. ¿Será un violín de los conocidos como «viejos italianos», fabricado en Cremona por Amati, Stradivari o Guarini del Gesú? Por supuesto yo no sabía absolutamente nada de violines, creo que ni siquiera soy capaz de distinguir un violín de un viola, y no había pensado que pudieras enamorarte del sonido de un violín, que no sonaran todos más o menos iguales (Ya he hablado alguna vez de mi completa ausencia de oído musical). Del libro de Atlee sales conociendo muchísimo de la historia de los violines, te lleva a los talleres, a los bosques en los que se talan los pinos con los que se fabrican, a conocer a los luthiers que los crean, los reparan y los miman; a los comerciantes que, en su día, los hicieron famosos fuera de Italia; a los expertos y hasta a los dendrocronólogos que los datan. Es una historia apasionante en la que al final te da igual si el violín de Lev es uno de esos viejos italianos o no, es la excusa para sumergirte con Atlee en un mundo desconocido lleno de pequeños detalles. ¿Lo recomiendo? Por supuesto que sí, es una delicia de viaje. Eso sí, creo que me gustó más el limonero.  


Han llegado las noches tempranas, a ver si consigo aprovecharlas para encerrarme en casa, no ver a nadie y leer muchísimo.  A ver si hay suerte. 


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domingo, 8 de octubre de 2023

Lecturas encadenadas. Septiembre

¿Otra vez libros? Desde que, además de escribir el
blog, he convertido estos textos en cartas que llegan directamente a lo buzones de los lectores me preocupan cosas como si el título es lo suficientemente atractivo, si el tema tendrá interés, si alguien me dejará sin leer solo porque sabe que Lecturas encadenadas va de libros o si lo abrirá, se le marcará como leído y quedará relegado al puesto treinta dos del buzón de entrada, arrumbado entre el último correo de ofertas de Vente Privée, la renovación del seguro que este año has decidido que cambias seguro y un correo que te escribiste a ti mismo con cosas que no querías olvidar. Ha cambiado también el cómo me imagino al lector. Antes pensaba en alguien que, en un rato en la oficina, abría el navegador y buscaba el blog para leer un rato. Ahora, como publico los domingos, sé que mucha gente me lee al levantarse, nada más abrir los ojos o mientras desayuna o a lo largo del día mientras vaguea*. Es más responsabilidad porque en el aburrimiento laboral cualquier cosita vale para entretenerse, pero llegar a llenar el precioso tiempo libre de alguien... a veces me paraliza un poco. 


A lo que iba: imagino a mi lector tipo, tú, despertándose hoy*, mirando su buzón de entrada y pensando: «¿otra vez libros?»; y sí, si has llegado hasta aquí tengo que decirte que hoy toca otra vez porque septiembre se ha terminado y no quiero que se me olviden las cosas buenas que han caído este mes. No son muchas, así que acabaré pronto. 


Compré Idaho, de Emily Ruskovich, por recomendación de Juan Tallón. Tras el «sin más» de Intimidades y el fiasco total de Fortuna, temía lo peor, pero por el bien de nuestra amistad y, sobre todo, de mi ánimo lector, quería que me gustara. Sin ser perfecto, y cuanto más lo pienso más fallos le veo, me gustó bastante. Lo leí casi del tirón en las vacaciones en Francia, así que siempre lo tendré asociado a esa maravillosa casa en la Provenza, igual que asocio La broma infinita con Colmar o Los días perfectos, de Jacobo Bergareche, con Belmonte o ¿Qué hago yo aquí?, de Bruce Chatwin, con mi roadtrip por Washington. 


Idaho es la historia de Ann y Jenny, dos mujeres unidas por una tragedia. Ese hecho trágico separará a Jenny de Wade y al mismo tiempo la unirá a Ann. Si vas a leerlo NO SIGAS, que va spoiler. Una tarde de agosto, calurosa y pegajosa, mientras la pareja que forman Jenny y Wade recoge leña en un monte junto con sus dos hijas, Jenny en un arranque de algo mata de un hachazo a una de sus hijas mientras la otra sale corriendo y acaba desapareciendo en la montaña para siempre. ¿Qué le ha pasado a Jenny? No lo sabemos nunca y yo sospecho que Emily tampoco tiene ni idea y por eso lo deja ahí, sin resolver, como si fuera algo que al lector se le va a olvidar. Se confiesa culpable y acaba en la cárcel. Wade, claro, se divorcia y está destrozado. A ver cómo vas a estar si de la noche a la mañana eres un padre de familia feliz, sales a por leña y cuando vuelves estas casado con una asesina y tienes una hija muerta y otra desaparecida. Está destrozado pero se casa con Ann, que es su profesora de piano y bastante más joven que él. Él había empezado a tocar el piano antes de la tragedia intentando que ese ejercicio, esa distracción, le salvara de desarrollar la demencia prematura que cree haber heredado de su padre y de su abuelo. 


Como he dicho antes, según la recuerdo voy viendo todos los flecos pendientes que en la novela quedan sin explicar. No es que todo tenga que estar cerrado en una historia de ficción, ni mucho menos, pero la sensación que tengo en Idaho es que Emily tenía una muy buena idea: la relación entre Ann y Wade, cómo se construye y cómo se deshace cuando se enfrentan a esa demencia terrible, a la consciencia de que está llegando, a su inevitabilidad y a aprender a vivir con ella. Emily tenía la idea y la manera de contarla, con saltos temporales que maneja muy bien. Pero, pero, pero… en algún lugar le entró el pánico y empezó a añadir capas innecesarias a la historia. No sé si pensaba que el lector se iba a aburrir o no sabía cómo ahondar aún más en el conflicto principal. Algunas de esas capas son tolerables, pero otras… otras piensas ¿y esto? A pesar de todo, la novela funciona muy bien hasta la muerte de Wade. Ahí Emily se enreda y hay unas cuarenta páginas innecesarias que hay que atravesar para llegar a un final bastante redondo, que tiene sentido. 


¿La recomiendo o no la recomiendo? Pues dadle una oportunidad porque entretiene bastante y tiene cosas brillantes. No es fácil escribir una novela redonda.  


«Porque la frialdad era mejor que la vulnerabilidad y la crueldad preferible a la cobardía».


Salir de la noche, de Mario Calabresi, lo compré porque por un tema de trabajo iba a conocer a su autor y pensé que estaría bien haberlo leído, conocerle un poco mejor. Al final ese encuentro no se produjo, pero ahora conozco mejor a Calabresi, del que apenas sabía nada. 


Salir de la noche es un libro de no ficción: si leísteis en su día Libro de familia, de Galder Reguera, éste es un poco el mismo estilo. El padre de Galder se mató en un accidente de coche antes de que él naciera y al padre de Mario, Luigi Calabresi, lo asesinaron en la puerta de su casa cuando él tenía tres años. Aquí reconstruye de manera fragmentaria la vida de su padre, la de su madre, la suya y la de sus hermanos (uno de ellos nacido póstumamente) y también la de otros muchos asesinados durante los llamados años de plomo y sus familias. 


Hay muchas referencias que para el lector español son desconocidas y en algún momento, por ese motivo, puede resultar confuso, pero no importa. Lo fundamental es lo que transmite: la tristeza inmensa, el vacío y el luto hacia delante por las vidas sesgadas sin razón y el desamparo de las víctimas cuando, por ejemplo, algunos de los asesinos acaban siendo diputados o senadores y cómo las familias se enfrentan a esa situación. Es estremecedor cómo Calabresi retrata la vida de sus padres, de su familia, antes del asesinato y el esfuerzo sobrehumano que su madre (tenía 25 años) realizó después para que ellos no vivieran anclados en el odio y la venganza. Es bonito cómo esta mujer, años después, empezó otra relación con un hombre, Tonino, que hizo de padre para los tres hijos. Me conmovió el poema que Calabresi transcribe y que Tonino les escribió a ellos: 


Padre

día

tras día, 

por el amor 

elegido

no por el pan. 


Amados 

de inmediato

misteriosamente míos



Y con esta carta que Aldo Moro escribió, cuando ya sabía que iban a asesinarle, a su mujer: 


«Mi dulcísima Noretta, creo que he llegado al extremo de mis posibilidades y que, salvo milagro, estoy a punto de cerrar esta experiencia humana mía… Siento ahora tantos deseos de abrazarte y explicarte toda la dulzura que me embarga, aunque mezclada con cosas muy amargas, por haber recibido el regalo de mi vida contigo, tan llena de amor y profunda comprensión. Cuídate y trata de mantenerte tan serena como te sea posible. Volveremos a vernos. Volveremos a estar juntos. Volveremos a amarnos».


La última lectura del mes llevaba cinco años en mi estantería. He leído Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout.


Me ha gustado muchísimo. Aparte de ser entretenido y leerse como una peli (ya sé que hay serie y la veré en cualquier momento, lo mismo dentro de otros cinco años) la descripción de personajes, la creación de un pueblo, el olor a mar, el retrato de las sensaciones, preocupaciones y sentimientos de todos y cada uno de los que aparecen en la novela es excepcional. Es magistral la decisión de Strout de empezar la novela retratando a Henry: de cualquier otra manera la presencia de Olive lo hubiera opacado, ensombrecido, pero dedicarle las primeras treinta páginas fija el tono para el resto de la narración. Estoy hablando de novela, pero quizás debería decir que Olive Kitteridge es un trampantojo; parece una novela pero es una colección de relatos cortos que construyen una tela de araña o, mejor dicho, una especie de cuadro de Escher, en la que el tiempo y el espacio cambian y podrían no tener sentido pero lo tienen. Paseas por ese pueblo y ves a los vecinos caminar, conducir, enamorarse, sufrir, llorar, encontrarse, comprar donuts, cuidar sus jardines, atender mesas, dar clases, cuidar a sus hijos, enfermar, morir, desesperarse. Los ves envejecer y también ser jóvenes enamorados, los entiendes cuando tenían 35 años y cuando se acercan a los ochenta. Todos ellos aparecen y desaparecen continuando con sus vidas; y cuando salen de la página y se pierden en el horizonte tienes la misma sensación que cuando prestas atención a una familia o a una pareja en un restaurante, en la cola de embarque, en un parque… y les imaginas una vida que sabes que continuará adelante cuando ya no los tengas a la vista. Es un retrato coral impresionante que entiendo perfectamente que ganara el Pulitzer y no la basura de Fortuna, que ganó este año y que al lado de esta novela parece una redacción de un ChatGPT desganado. 


Las descripciones son fascinantes: 


“If she suffered from anything more, it was considered nobody's business. It was the case with Angie that people knew very little about her, assuming at the same time that other people knew her moderately well. She lived in a rented room on Wood Street and did not own a car». 


Lees estas cuatro líneas y la soledad de Angie te golpea entre ceja y ceja. 


El personaje de Olive, que recorre el libro pero solo se adueña de él al final, es muy real y por eso no te cae bien. Es despiadada, poco empática, muy crítica, solitaria,  jamás admite un error y con sus seres queridos no es capaz de mostrar amor hasta que ya es demasiado tarde. También me gusta que se toca un tema que no es muy habitual y que es el amor entre parejas mayores. El retrato de ese amor tranquilo y calmo, a salvo de grandes gestos y sufrimientos, con su poso de tristeza y realidad, está muy bien reflejado y acaba con el brillo del enamoramiento que es posible a cualquier edad aunque nunca sea igual.  


«What young people didn´t know, she thought, lying down beside this man, his hand on her shoulder, her arm; oh, what young people did not know. They did not know that lumpy, aged, and wrinkled bodies were as needy as their young, firm ones, that love was not to be tossed away carelessly, as if it were a tort on a platter with others that got passed around again. No, if love was available, one chose it, or didn´t chose it»


Leed Olive Kitteridge, que os va a hacer felices. 


Septiembre ha sido un buen mes. A ver qué pasa en octubre. 


Te sigo imaginando en pijama: que tengas un gran domingo de vagueo, indulgencia y siesta a deshora. 


*Yo estaré durmiendo y, si nada lo remedia, cuando me despierte estaré arrepentidísima de todo el vino bebido ayer y todas las copas degustadas pensando «son cortitas y no importa» en el cumpleaños de un amigo que ha durado todo el fin de semana. Creo que si yo te imagino en pijama mereces saber cómo imaginarme: con resaca. 


miércoles, 9 de agosto de 2023

Lecturas encadenadas. Julio

 

Voy tarde como el conejo de Alicia, pero ¿a quién le importa? 


Al lío.


A principios de julio hice una incursión en la librería La Guarida de Cercedilla y me hice con un buen alijo. Me las prometía muy felices pero el resultado ha sido tirando a pobre. Empecé por Intimidades, de Kati Kitamura. Ha sido el libro del año para The New York Times y un montón de medios americanos y lo había visto recomendado en varias cuentas. ¿Merece todos esos elogios? No. Se lee fácil pero es, como dice mi hija Clara, un «sin más». Sin ninguna duda acabará convirtiéndose en una película con una protagonista misteriosa de la que se dirá que «retrata las incoherencias que la vida moderna exige a las mujeres», pero como novela es para pasar al rato. Lo mejor que tiene es que es breve, apenas 190 páginas, y Kitamura la termina antes de que el resultado se vuelva catastrófico. 


En la portada califican la novela como hipnótica y, aunque yo no llegaría a tanto, es verdad que al principio te interesa esa desconocida que llega a La Haya (una localización curiosa por poco habitual) para trabajar, como intérprete, en el Tribunal Internacional. Con este planteamiento bastante original Kitamura establece las bases para la historia: la protagonista, la ciudad, el trabajo y la relación amorosa. Cuando todo está presentado y esperas que pase algo, que juegue con esas cuatro bases, lo que ocurre es que empiezan a brotar pequeños elementos como la amiga rara, el librero atacado, el jefe de estado juzgado, etc. que no tienen ni pies ni cabeza y que parece que Katie ha puesto ahí para entretener al lector en lo que decide qué va a hacer con el conflicto principal. Ya aviso que la novela termina sin que ni el lector ni la propia Kitamura se acuerden ya de que era lo importante. Los dos, el lector y Kitamura, lo que quieren es acabar pronto antes de que todo sea un desastre. Como cuando acabas una cita lo más rápido posible, antes de que alguien se haga daño. 


«Eso es lo que ofrece una nueva relación, pensó, la oportunidad de ser alguien distinto a quien se es».


Con Nora Ephron la sensación siempre es «por favor, Nora, sigue hablando, sigue escribiendo, que esto no se acabe». En La Guarida compré también No me acuerdo de nada que, por alguna extraña razón, no había leído hasta ahora. Leer a Nora siempre me da mucha pena, es tristísimo que se muriera tan pronto, tendría tantísimo que decir ahora mismo. Su frase «El motivo principal por el que es importante tener un presidente demócrata es el Tribunal Supremo» encaja tan bien con lo que está ocurriendo ahora mismo en Estados Unidos.


Aparte de esa sabiduría de Nora, creo que No me acuerdo de nada es un libro para leer cuando te acercas o tienes ya cincuenta años. Hace poco escribí sobre las mujeres que no saben envejecer. A Nora no le gustaba envejecer pero sabía cómo hacerlo sacando además provecho de la experiencia adquirida: eso solo puedes valorarlo si ya te planteas que estás envejeciendo. Desde el primer ensayo que da título al volumen me sentí identificada.Yo tenía muy buena memoria pero ahora me encuentro con que he olvidado libros, situaciones, lugares, conversaciones. Es verdad que olvido cosas de mi pasado, no de mi día a día, pero me da muchísima rabia no recordar, por ejemplo, algunas lecturas. 


«En fin, lo importante es que hace años que las cosas se me olvidan, pero ahora se me olvidan de otra manera. Antes creía que podía recuperar lo perdido de un modo u otro, y guardarlo en la memoria. Ahora ya sé que no es posible. Lo que se fue, se fue para siempre. Y lo nuevo no se queda».


Siempre cuento que mi madre y yo tenemos una relación como la de Vivian Gornick con su madre, pero esto que dice Nora sobre cómo nos relacionamos con ellos o los percibimos también lo suscribo totalmente. 


«Siempre creemos que a nuestros padres les alcanzará un rayo y que, por arte de magia, se convertirán en las personas que querías que fueran, o que volvieran a ser las personas que eran. Pero eso no va a pasar nunca. Y, aunque sepas que nunca va a pasar, sigues teniendo la esperanza de que pase». 


Podría copiar aquí el libro entero, pero de su lista de las 25 cosas sobre las que la gente tiene una capacidad desconcertante para sorprenderse, me encantan estas: 

  • Los periodistas a veces se inventan cosas.

  • Los periodistas a veces cuentan mal las cosas.

  • La libertad de prensa es solo para el dueño de la prensa.

  • El mercado de valores no tiene explicación pero la gente sigue intentando explicarlo. 


Hay que leer todo lo de Nora empezando por Se acabó el pastel y siguiendo por éste. 


En la misma incursión a La Guarida (sí me dejé una pasta gansa) me compré los tres tomos que me faltaban de El árabe del futuro. En 2016, después de conocer en un artículo a su autor, Riad Sattouf, empecé a leer esta historia de su vida. Sattouf es hijo de francesa y sirio y su infancia y adolescencia transcurrió entre Normandía y Siria, entre dos familias completamente opuestas y bajo los caprichos de su padre, un profesor sirio en principio agnóstico que poco a poco se va volviendo más religioso. La gracia de esta historia es que está contada desde el punto de vista de Sattouf como niño, adolescente, joven y adulto. El dibujo de Sattouf es además muy característico, casi entrañable. Lo recomiendo mucho para ir leyéndolo poco a poco porque son seis tomos. 


El chasco del mes también es del mismo botín y venía muy recomendado. Fortuna, de Hernán Díaz, ha ganado el Premio Pulitzer y lo único que puedo decir es que no hay que fiarse nunca más del Premio Pulitzer. Esto es casi como cuando Cien noches (esa basura infecta) ganó el Premio Herralde, que dejamos de confíar en ese premio. Fortuna no es ni de lejos tan espantoso como Cien noches pero es un tostón impresionante. Lo cogí con muchas ganas, quería que me gustara, quería sumergirme en ese novelón prometido que me procuraría horas de entretenimiento y escape. No he conseguido nada de eso, Fortuna me ha dado horas de aburrimiento, horas de pretenciosidad, insulsez, sopor y ¿he dicho aburrimiento? Pues eso, Fortuna es un tostón. Lo peor, sobre todo, es que esta novela huele a naftalina, a historia ya contada, a estilo copiado, a fórmula para intentar triunfar. ¿Desrecomiendo Fortuna? Pues sí, pero si no os fiáis de mí, por lo menos no os gastéis el dinero: sacadlo de la biblioteca.  


Un mes regulero. Si queréis mi consejo: pasad de Kitamura y Hernán y dedicaos a Nora y al tebeo. 


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