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miércoles, 27 de julio de 2022

Washington road trip: sobre días de transición e historietas de Washington

En todos los viajes hay días en los que alguno de los viajeros está atravesado, hay días que se tuercen, días en los que todo sale bien, días en los que todo sale mejor de lo esperado, días en los que se dan varias carambolas que llevan a disfrutar algo, una vista, una actividad, una persona, con la que no se contaba y en todos los viajes, y más sin son largos, hay algún día de transición.El 6 de julio fue ese día de transición en nuestro viaje. Nos tocaba viajar de donde estábamos, la mitad, más o menos, del estado de Washigton a la Olympic Peninsula al oeste de Seattle. Teníamos unas cuatro horas de coche hasta destino pero íbamos a parar a mitad, más o menos, para visitar Tacoma. 

La carretera que teníamos que atravesar ese dia era, como todas, espectacular y quizás la hubiéramos apreciado más sino hubiéramos venido de unos paisajes alucinantes. Más bosques impenetrables con árboles descomunales, más valles increíbles salpicados de granjas con caballos y vacas, más montañas nevadas, más lagos inmensos y más rios caudalosos. Washignton Evergreen State pone en las matriculas de los coches del estado y no mienten*.Mientras atravesábamos esos valles con las granjas y algún pueblo desperdigado, pensaba en que la lluvia, el agua, da inmediatamente a los lugares aspecto de riqueza, de bienestar. No sé porque pero me imaginaba la vida en esos valles más fácil, más llevadera que un pueblo de La Mancha en un paraje árido y desértico. ¿Por qué? No lo sé. A lo mejor estoy totalmente equivocada pero de lo que si estoy segura es de que, por mi carácter, mi amor al invierno y a la lluvia y mi odio al calor, me adaptaría mejor al evegreen state que a Ciudad Real o Córdoba.  A las dos de la tarde llegamos a Tacoma. Esta ciudad está prácticamente pegada a Seattle hacia el oeste, hacia el mar y tiene, de hecho, un gran puerto. Se llama Tacoma por el Mont Rainier que originariamente se llamaba monte Tacoma.  En la ciudad no hay nada que ver, nada interesante más allá de un paseo que corre pegado al puerto y algunos museos. ¡Ah! está también parte del campus de la Universidad de Washigton. 

Fuimos directamente a la zona de los museos. Nuestra intención era visitar el de coches en el que Clara había tenido su baile de graduación pero estaba cerrado. Nos acercamos entonces al del vídrio pero nos pareció carísimo, 18$, para lo que prometía. Que me perdonen los amantes del vidrío soplado pero vista una figurita de vidrio de colorinchis, vistas todas. Los museos están todos pegados al puerto en una zona que, en su día, era industrial y que mantiene algún edificio original con sus rótulos y todo. Teniendo en cuenta que la ciudad se fundó en 1868, tampoco es que sea una heroicidad mantener los edificios pero el caso es que no quedan muchos.  Los que quedan, en esa zona, están rodeados de construcciones más modernas y de ramales de autopista, uno de los cuales cruzamos por un puente, decorado con más vídrio de colorinchis, para entrar al Museo de Historia del Estado de Washington que está pegado a una de las cosas más chulas que tiene Tacoma y que es el edificio de la Union Passenger Station. La estación se inauguró en 1911 y era el destino final del ferrocarril de la Northern Pacific Company que venía del este y que atravesaba Leavenworth. El edificio alberga ahora los Juzgados. 

En el museo pasamos un buen rato, muy entretenido y aprendimos muchas cosas. Washigton consiguió ser declarado estado en 1852, cuando los colonos establecidos en estas tierras pidieron, al Congreso de Estados Unidos, su independencia del estado de Oregón. El Congreso dijo que sí, que vale, pero que tenían que llamarse como el primer presidente. ¿Por qué? Pues eso no lo explicaban. Lo que sí os puedo decir es que en todas las señales de tráfico del estado aparece el perfil del presidente. Washigton además de ser evergreen tiene de todo. Tiene minas, tiene una costa imponente, tiene ríos con pesca a mansalva, bosques impresionantes y, en el este, grandes llanuras agrícolas regadas por el Río Columbia. Con todos estos recursos, los colonos blancos que llegaron desde el sur, desde Oregón, a partir de 1830, decidieron que era un buen lugar para vivir. «Washigton, qué bonito eres» dijeron y se pusieron a esquilmar los bosques, a construir presas, a masacrar nativos americanos y a establecer sus casitas, pueblos y ciudades en los mejores lugares. Todo esto está contado en el museo bastante detenidamente con una muy buena exposición permanente con muchísimas fotos, paneles y reconstrucciones. Hay también, vídeos de la caída del famoso puente de Tacoma que, si no habéis visto, os dejo aquí enlazado . El 1 de julio la ciudad inauguró, con gran fanfarria, un puente para cruzar uno de los estrechos que rodean la ciudad. El 7 de noviembre se derrumbó. Lo más mágico es que hay vídeo... y está muy bien para entender para qué sirve un buen ingeniero de caminos y no escatimar en costes. 

Aprendimos también que durante la II Guerra Mundial cuando, tras el ataque a Pearl Harbor, el gobierno americano encerró a la población de origén japonés en campos de concentración, los japoneses de esta zona fueron confinados en Puyallup, en el pueblo donde había pasado Clara el año y en el lugar en el que nosotros dormiríamos el día 13. 

En el museo había también una exposición temporal del creador de las camisas hawainas que, allí, se llaman camisas Aloha. ¿Era de Washington? No. ¿Vivió allí? No ¿Por qué esa expo? No lo sé pero la historia es maravillosa. John Leggit "Keoni" Meigs nació en Chicago. A los 11 meses su padre, que debía ser un pieza, lo raptó y se pasó su niñez y adolescencia viajando con su padre y su amante por todo el país. Estudió en Los Ángeles y en algún momento llegó a Hawai como reportero y, en 1938, se puso a diseñar camisas. Después de Pearl Harbor quiso alistarse en el ejército y para eso necesitaba una partida de nacimiento. Llamó a su madre para pedírsela y ahí descubrió que tenía dos nombres, el que llevaba usando toda la vida John McMillan (que le había dicho su padre) y el de su partida de nacimiento. Se pasó luego la vida aprovechándose de tener esos dos nombres. John "Keoni" Meggis (Keoni es John en hawiano) está considerado uno de los más imaginativos diseñadores de las famosas camisas y uno de los más importantes impulsores comerciales de las mismas. Se cree que realizó más de trescientos diseños distintos y las camisas, de las que había varias expuestas, eran una pasada. 

A mí me encantaron y me hubiera llevado cuatro o cinco para ir vestida de señora excéntrica de pelo blanco con camisas imposibles. Además de los diseños me impresionó cómo se conservaban los colores y las telas. Ya no se hace ropa como la de antes que dure 120 años impecable. 

A la salida recorrimos el Thea Foss Waterway que discurre pegado al puerto. En una zona del museo, había una serie de paneles con la historia de grandes personalidades de la ciudad y resulta que yo me había leído el de Thea Foss. La buena de Thea, que había nacido en 1857 en un pueblicito de Noruega, llegó a Estados Unidos en 1881 donde la esperaba su marido que había emigrado en 1878. (Acabo de leer en internet que, Andreas, el marido emigró antes, ahorró, mandó el dinero para Thea y cuando llegó a la estación esperando encontrarla, el que apareció fue su cuñado. Thea le había dado a él el dinero del pasaje asi que Andreas se puso a ahorrar otra vez) Tras unos años por ahí, llegaron a Tacoma en 1889 y mientras Andreas trabajaba de carpintero, era muy bueno, Thea hacia sus cositas. Resumiendo, un buen dia compró un bote de remos que estaba para el arrastre, lo limpió, lo pinto, lo adecentó (como si tuviera IG) y lo vendió por el triple de lo que lo había comprado. Thea, que no era tonta, dijo: «mmmmm...y si en vez de venderlo, ¿lo alquilo?» Y así, con este cuento de la lechera, acabó poniendo en marcha un imperio de construcción de veleros. Del imperio Foss, como de otras muchas compañias que durante años construyeron veleros que navegaban por todo el mundo, ya no queda nada más que un par de naves abandonadas. 

Tras esta parada cultureta, volvimos a la caravana para seguir atravesando bosques inmensos por rectas interminables en dirección a nuestro destino. Voy a parar para explicar que en Estados Unidos, como no había nada cuando construyeron las carreteras, la recta es lo normal. Rectas de kilómetros y kilómetros, que no se acaban nunca. Es aburrido pero permite ir disfrutando del paisaje sin temor a salirse en las curvas. Como he dicho al principio nos dirigíamos a la Península de Olympia, un sitio espectacular, también Parque Nacional y al que para llegar atravesamos el tercer puente flotante más grande del mundo. Muy chulo, la verdad...

A media tarde llegamos a nuestro RV park. Pequeñito, coqueto y a la orilla del Hood Canal un brazo del Pacífico que bordea la península y entra en la tierra. Aprovechando que no llovía nos dimos un paseo, comiendo pipas, y viendo el paisaje. Vimos una piara de cerdos que a mis hijas les parecieron monísimos y luego, mientras estábamos en la orilla, hicimos pandilla con una perra que se nos acercó con una pelota en la boca. Quería jugar y encontró a la gente adecuada. Clara se pasó un buen rato tirandole la pelota y esperando a que Bella, que así se llamaba la perra, se la trajera mientras le hablaba como si fueran amigas de toda la vida. De vuelta a la caravana, vimos al dueño de la perra sentado al lado de su camioneta con una cerveza en la mano mirando el paisaje. Nos preguntó de dónde éramos, se asombró y nos dijo que él nunca había estado en Europa. Luego, derrochando amabilididad, nos recomendó un montón de sitios para visitar en la zona. Otro americano encantador. 

De vuelta a la caravana, desplegamos la rutina habitual de las noches. Yo a los fogones, ellos a pulular y tras la cena, yo a escribir los diarios del viaje y ellos a fregar y recoger. 

Juro que pensé que el diario de este día de transición iba a ser corto..

Mañana más. 

*Ahora que lo pienso, me encantaría que hiciéramos esto aquí: lemas en las matrículas de las comunidades autónomas. Lemas elegido en votaciones públicas. Ahora que lo pienso, mejor no, ya me veo teniendo que llevar una matrícula de Madrid en la que ponga: Libertad y bares. Casi mejor que no. Sigamos con las letras y los números