domingo, 31 de marzo de 2024

My own private Cicely

Son las diez y media de la mañana y solo escucho pájaros y el sonido del teclado. Hay un silencio casi total. Cuando vives en una gran ciudad con coches, tráfico, gente, multitudes y prisas se te olvida lo que es el silencio absoluto. Aquí lo recupero. No hay coches porque el pueblo solo tiene una calle sin salida y para llegar hasta aquí hay que subir por una carretera infernal que asusta a los foráneos: no hay tráfico y no hay gente. Censadas hay 10 personas y puede que, cuando llegamos, los foráneos seamos 50 en los días grandes de verano. Esta semana tampoco hay caminantes que pasen por delante de nuestra ventana y miren con curiosidad para verme en pijama sentada en el sofá con el portátil en las piernas, escribiendo. Cuando viajo siempre intento ver el interior de las casas que me gustan, que me llaman la atención, para sentir muchísima envidia por las personas que las habitan. Cuando estoy aquí soy una de esas personas envidiadas. Creo, a lo mejor no, porque en realidad hay poca gente a la que le guste vivir en un sitio tan apartado, con una carretera que muere aquí y sin un solo local comercial de ninguna clase. Hay silencio, montañas y 
pocos cambios, aunque más de los que me gustaría.


Hace veinticinco años la carretera, al llegar al pueblo, se convertía en camino de tierra y por ese camino se llegaba a la iglesia. Unos años después se asfaltó el camino hasta la plaza y se arregló hasta la ermita. También pusieron farolas que casi no alumbran y un par de bancos para admirar las vistas. Hace veinticinco años al llegar al pueblo lo más normal era encontrarse al señor Ramón y la señora Teresa sentados en el poyete de Casa Carpintero, su casa, sentados al sol de poniente esperando a charlar con cualquiera que pasara por allí. Ramón y Teresa eran hermanos y ambos tenían los ojos más azules que yo he visto nunca. Tenían también la piel tersa del que ha vivido siempre en la montaña al sol, el viento, el frío y la nieve. Siempre sonreían y a él le recuerdo vestido, casi en cualquier ocasión, con un mono azul de trabajo que seguramente se sostenía de pie al lado de su cama cuando se desvestía cada noche. Ella siempre llevaba una falda, un jersey de punto de manga corta y un delantal. Nunca tenían frío. En los días de sol, al caer la tarde, todo el pueblo pasaba por su puerta para charlar un ratillo. Yo iba con las niñas a jugar a la plaza, a vigilarlas mientras montaban en bici y siempre acababan consiguiendo que Ramón las llevara al corral a ver a los conejos. A veces nos invitaban a beber vino rancio. A su cocina se subía por unas escaleras estrechas de madera que crujían amenazando ruina y toda la casa olía a viejo, a todas las generaciones que durante años habían llevado allí la misma vida. Este nunca fue un pueblo grande que encogió con la industrialización o la modernidad: siempre fue un pueblo pequeño que solo en la Edad Media fue capital del valle porque se encuentra en una atalaya que permitía vigilar la llegada de peligros. Toda la vida fue pequeño y nunca hubo de nada, aunque sí tuvo escuela. El edificio que la alberga sigue en pie: hace veinticinco años amenazaba ruina pero se pusieron de acuerdo y ahora es un local de la comunidad para usar cuando hace falta. Aquí ya no hay niños, pero sí quedan los que entonces fueron a aquella escuela y me cuentan que iban hasta allí cavando un camino en los dos metros de nieve que cada invierno caían en las calles, dos, del pueblo; me han contado cómo a los maestros que se contrataban para la escuela se les daba casa, una casa que ahora se alquila a turistas. Uno de esos niños también me ha contado cómo en verano, siguiendo a un par de niñas que eran las líderes de la pandilla, se metían en el prado de un señor con muy malas pulgas a robar manzanas y cómo su padre, cuando se enteró, le arreó tal paliza que su madre tuvo que asomarse a la ventana para decirle que lo dejara, que lo iba a matar. Todavía guarda rencor al nieto del Señor Malaspulgas. 


Un buen día el señor Ramón se murió. No es que nos pillara por sorpresa porque, a pesar de que sus ojos azules, su risa y su tono bromista lo hicieran parecer más joven, tenía casi 90 años. Al morir su hermano, la señora Teresa se mudó a otro pueblo, al lado de este pero ya más grande y con casas con ascensor que eran sin duda mejores para sus piernas cansadas e hinchadas a las que solo la presencia de su hermano habían permitido subir y bajar las escaleras a su cocina antigua y su balcón sobre la plaza. Casa Carpintero se quedó vacía, aunque en su poyete nos seguíamos congregando al caer la tarde en verano y en el invierno en cuanto el sol daba sobre sus paredes. Se fue descomponiendo poco a poco, casi sin darnos cuenta, hasta casi caerse. Ahora ya no existe: alguien la compró con la idea de reconstruirla como en una de esas historias de éxito que se pueden ver en vídeos de 35 segundos en Instagram o en programas de media hora en los que entre la idea inicial de «compremos una casa antigua y reformémosla» y el final final con ellos diciendo «hemos cumplido nuestro sueño» se les olvida mostrar los problemas, la subida del precio de los materiales, del euribor, lo que cuesta construir en un pueblo en el que no hay nada y al que para llegar hay que trepar por una montaña y el tiempo y la vida que pasa durante todos los años que se tarda en conseguirlo, si es que lo consigues. Ellos no lo consiguieron. 


En el pueblo también ha habido otros cambios, alguna que otra casa construida, una pareja de alemanes que empezó a venir hace un par de años, la casa del cura convertida también en establecimiento de turismo rural. Se han renovado algunas de las marcas de los caminos y a los contenedores de basura les han hecho una caseta de madera. Por lo demás todo sigue más o menos igual. Se van muriendo los padres de los niños que iban a la escuelita y también algunos de esos niños. Los hijos de esos niños tienen a su vez hijos a los que, claro, conozco desde que nacieron igual que ellos conocen a mis hijas. Todos han montado en bicicleta por este pueblo sin gente ni coches ni ruido y todos han perseguido o han sido perseguidos por perros que también son hijos de los perros que acompañaban a aquellos niños a la escuela entre paredes de nieves que ya no existen. Eso sí ha cambiado. Algunos años nieva tanto que durante un par de días puedes soñar con quedarte aquí aislado, pero pronto el sueño se disipa porque la quitanieves llega rápido a despejar la carretera y porque enseguida deja de hacer frío. Eso también ha cambiado. Hace veinticinco años siempre me traía jersey cuando venía aquí en agosto, ahora estamos pensando en comprar un ventilador para poder dormir por las noches sin tener que rezongar: «pero qué calor hace». 


Paseando bajo la lluvia por Cicely iba pensando: «esto hace veinticinco años no estaba», «aquí había un prado», «ese huerto siempre ha estado ahí»; me acuerdo de cuando arreglaron el lavadero en la plaza y cuando pusieron una fuente para que los días en que las tuberías se congelan puedas coger agua para beber y fregar. Al mismo tiempo tengo la sensación de que este pueblo, mi Cicely particular, está igual que siempre y de que todo ha cambiado. Si lo pienso es un poco lo que me pasa a mí: soy la misma persona que hace veinticinco años pero también por mí han pasado cambios. Los dos estamos envejeciendo, ojalá dentro de veinticinco años nos sigamos gustando. 


Sigue el silencio y los pájaros. Escucho pasos. En pijama salgo a saludar a uno de esos niños de la escuelita que recoge huevos enfrente de mi casa. «Toma, para que almuerces». 



domingo, 10 de marzo de 2024

Lecturas encadenadas. Febrero

 

Terminé mis encadenados de enero comentando que escribiría el resumen de mis lecturas de febrero cuando el invierno estuviera acabando. Ahora mismo, mientras escribo esto, veo la nieve en las montañas al tiempo que unas amenazadoras y preciosas nubes compactas avanzan por ellas cubriendo poco a poco todo el valle. Espero que en algún momento se ponga a nevar. Llevo dos jerseys de lana gordos, botas y tengo los pies cerca de la chimenea. Ojalá esto siguiera así hasta las elecciones europeas. Lo sé, no tienes ni idea de cuándo son: el 10 de junio. ¿No sería maravilloso? 


Al lío.


Nunca he estado en Grecia. En 2020 tenía billetes y casa reservada en Corfú para ir a pasar allí unas semanas recorriendo playas y pueblitos siguiendo las huellas de los Durrell pero, por razones obvias, no fuimos. Cada año pensamos: ¿Vamos éste? Pero mis hijas no son muy fanses de los planes con playa y año tras año seguimos retrasándolo. ¿Quiero ir a Grecia? Sí. ¿Cuándo? Ya veremos. Mi amiga Kar, sin embargo, encuentra casi cada año una excusa para viajar a Grecia y luego hace unas crónicas desternillantes de sus viajes con grandes momentos que siempre están relacionados con su manía por alquilar el coche más pequeño que encuentra y en el que ya no caben, su necesidad de sandía en cualquier comida, su pasión por hacer excursiones a las horas de máxima insolación que les dejan siempre al borde del golpe de calor y su continuo anhelo de quedarse a vivir para siempre allí y no tener que volver a Londres. Kar y yo hemos leído a la vez Cantos de sirena, de Charmian Clift. 


Charmian Clift y su marido, George Johnston, se marcharon a vivir a la isla de Kálimnos en 1954 con la intención de pasar allí una temporada mientras escribían un libro a cuatro manos. Ella era australiana, pero vivían en Londres y, tras escuchar en la radio a alguien contar las bondades de Grecia, decidieron marcharse para allá. Esto a alguien le puede parecer raro. A mí no. Hace 8 años unos amigos míos, tras pasar una noche de insomnio escuchando un programa de radio en el que se contaba lo estupendo que era vivir en Nueva Zelanda, se levantaron con la decisión tomada de emigrar. Al final acabaron en Australia porque el papeleo era más fácil y allí siguen. Vuelvo a Grecia. Charmian y George llegan a la islita y se instalan allí con sus dos hijos pequeños, Martin y Shane, y Cantos de sirena es la crónica de esa estancia. A mi me ha recordado, por supuesto, a las crónicas de Gerald Durrell con su familia en Corfú y a El antropólogo inocente, la crónica que Nigel Barley escribió sobre su convivencia con una tribu africana en Camerún (uno de los libros más divertidos que he leído nunca), pero Clift no tiene tanto sentido del humor. Esto no lo digo como una crítica: probablemente el lugar desde el que escribió Durrell años después de haber llegado a Corfú como un chaval al que se lo daban todo hecho y el lugar de Clift como madre, ama de casa y escritora son muy diferentes y en el de ella a lo mejor queda poco hueco para el humor. Clift anda liada la mayor parte del tiempo con logística familiar y con tratar de entender las costumbres de los habitantes de la isla, que para ella son muy exóticas. Recordemos que la distancia que había entre Londres y una pequeña isla griega en 1954 no sólo era física: era casi viajar en el tiempo. 


Charmian describe el pueblo minúsculo en el que viven, la belleza del mar, la dureza de la vida allí con los hombres embarcados durante meses como buzos de esponjas en travesías de las que muchos no vuelven o vuelven tullidos, la ausencia de comida, el peso de la religión y las costumbres, los bares con los marineros que ya no pueden faenar y, claro, también la picaresca de muchos de sus habitantes para con estos ingleses inocentes e ingenuos a los que es fácil parasitar o tratar de engañar de vez en cuando. A Clift le sorprende la luz en la calle en primavera, el hecho de vivir en comunión con las estaciones, con el mar y el cielo, la pobreza extrema de muchas familias, la situación de la mujer como esposa y como madre, etc. En este sentido, por supuesto, no puede evitar mirar de vez en cuando desde una situación de superioridad moral que es inevitable. 


Charmian Clift te traslada a la isla, sus descripciones son estupendas, llenas de color, detalles, sonidos, olores, sensasaciones. Es una crónica de lo que le sorprende que, ahora en 2024, se lee como una crónica de un mundo que ya no existe. Un mundo sin coches, sin internet, sin teléfono, un mundo con estaciones y rituales, sin turismo, y también con hombres que morían en el mar, niños desnutridos, mujeres encerradas en casa sin independencia de ningún tipo. Un mundo en el que, cuando viajabas, todo era distinto. No era un mundo mejor, era más lento. 


«Con todo me cuesta un poco entender que ahora no se espera nada de mí: ni planes especiales, ni esfuerzos extraordinarios ni promesas de mantener el control y sonreír durante los próximos tres meses. Para los niños esto se ha convertido en una especie de vacaciones sin fin junto al mar, y no necesito preocuparme de mucho más que de ir en su busca a las horas de comer y de acostarse. George, cuando da por terminado su trabajo de la mañana, puede sentarse y tomarse un vino al sol con sus largas piernas extendidas sobre la segunda silla, precisamente allí para ese propósito».


¿No es esto lo que buscamos todos en vacaciones?


Los Johnston fueron inspiración para Leonard Cohen, que llegó a visitarlos y se enamoró de Grecia y conoció a la famosa Marianne. Cohen contaba que nunca había conocido a nadie que bebiera tanto como Charmian y George y al mismo tiempo fuera capaz de escribir. Cuando se marcharon de la isla, primero estuvieron en Londres y luego volvieron a Australia, donde ella tuvo una exitosa carrera como columnista. Anhelaban volver a Grecia, pero tras el levantamiento de los coroneles que impuso una dictadura militar en el país no podían volver. Clift se suicidó poco después y al año siguiente George murió de tuberculosis. Shane, la niñita de 6 años que llegó a Kalimnos y acabó sintiéndose griega, también se suicidó años después cuando la familia de su novio griego le prohibió casarse con ella porque no era suficientemente griega. 


Bajo los guijarros, la playa, de Pascal Rabaté es el tebeo que mi dealer de comics me dijo que tenía que leer. Es en blanco y negro y transcurre en un pequeño pueblo de costa a principios de septiembre, al final de ese verano en el que entras siendo un colegial y sales siendo un universitario, creyéndote adulto. En este tebeo tres amigos se quedan en sus casas de verano mientras sus padres vuelven a la ciudad. ¿Sus planes? Vaguear, pasar tiempo juntos y beber. Me recordó tanto a mis veranos de los primeros veinte. Por supuesto, algo pasa que trastoca estos planes tan inocentes y llevan al lector a asistir al descubrimiento del primer amor y a la toma de una serie de decisiones alocadas y peligrosas que desembocan en una violencia desbordada y terrible. «Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué hacen esa estupidez?», pensaba mientras lo leía y al mismo tiempo recordaba que unos amigos míos se metieron con un coche por el túnel de una vía de tren. No sé si es un tebeo que recomendaría, pero me resultó muy interesante el planteamiento y darme cuenta de que, aunque quiera identificarme con los chavales, tengo la edad de los padres y de ser capaz de entender su actitud a pesar de no compartirla para nada. 



En racha con Rabaté, cogí Un gusano en la fruta. En la Francia profunda de los años 50, en un pueblo que vive de sus viñedos y su vino, se produce un enfrentamiento entre dos vecinos acaba en una muerte. Al pueblo llega destinado un joven cura que ve en este nuevo destino una oportunidad para ayudar a la comunidad y para huir de su madre, que es una presencia muy posesiva en su vida. Su afán por hacer el bien, por ayudar, por acompañar, provoca el peor de los finales, una tragedia tan inesperada en la que tú, como lector, te quedas mirando la página diciendo: «No puede ser. Lo estoy entendiendo mal». Es un tebeo tan oscuro en su planteamiento que me pregunto qué hay en la cabeza de Rabaté. En esta ocasión el tebeo es en blanco y negro con un dibujo muy realista, con personajes reconocibles e identificables que hacen que la violencia impacte aún más. 



La última lectura del mes ha sido una decepción. Tenía muchas ganas, había leído grandes recomendaciones y cuando lo puse en Instagram recibí muchos comentarios entusiastas. El libro en cuestión es Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur. Sintiéndolo mucho y, a pesar de que puse todo mi empeño, no me gustó nada, no me ha interesado en ningún momento y si hubiera sido un poco más largo lo hubiera abandonado. Dice Sergio del Molino en la faja que «supe que Delphine había escrito un libro extraordinario antes de terminar la primera página». Cuando me di cuenta de esto volví a la primera página, la releí y no vi nada de eso. Tampoco lo he visto en el resto del libro. A lo mejor el problema es mío, no lo descarto, pero me he aburrido muchísimo. 


Cuando tenía 11 años iba un buen día con mi hermano, que debía tener 10, caminando a casa de unos amigos, cuando de repente ,y sin saber a cuento de qué, me golpeó el pensamiento de que en algún momento yo me iba a morir y cuando eso pasara ya no habría nada más. Me moriría, la vida se terminaría y el universo seguiría existiendo durante millones de años sin que yo estuviera en él nunca más. En mi cabeza se abrió un infinito oscuro, negrísimo, de NADA que me provocó tal pánico y vértigo que salí corriendo. La conciencia del «nunca más» me dió tanto miedo que durante días procuré estar siempre ocupadísima para no pensar en eso. Así es como descubrí la muerte como algo que me pasaría a mí y sería algo para siempre. 


Esta anécdota personal viene a cuento porque Delphine es rabina en Francia y se dedica, entre otras cosas, a acompañar a gente que se está muriendo y a familias durante las horas y días posteriores al fallecimiento de sus seres queridos. 


«Y me vino a la memoria la perogrullada más famosa, la que para mí destaca como la verdad más grande jamás enunciado: “cinco minutos antes de morir, todavía estaba viva”. Decir esto, por obvio que resulte, es reconocer que hasta el último momento, incluso cuando la muerte resulta inevitable, la vida no se deja confiscar del todo. Se impone aún en el instante previo a nuestra desaparición y hasta el final parece decirle a lo macabro que hay modos de coexistir».


Horvilleur habla de cómo enfrentarnos a la muerte, cómo entenderla, cómo el hecho de ignorarla, algo ancestral y profundamente arraigado en nuestro subconsciente, no la hace desaparecer. Las letras de Delphine sirven, eso sí, para entender los rituales judíos en torno a la muerte, el entierro, el luto, que, bueno, puede tener su interés, pero que en el fondo es puro atrezzo porque el dolor por la pérdida de un ser querido es el mismo para cualquier persona. A partir del capítulo dedicado a la muerte de su amiga me interesó un poco más, siendo un poco más casi nada porque todo lo anterior, 107 páginas, fueron un mero pasar las hojas esperando llegar a eso que ha hecho que a mucha gente le haya encantado este libro. 


«Por más que cada uno de nosotros sepamos que vamos a morir, el hecho de ignorar el cuándo y el cómo lo cambia todo. La inmensidad de las posibilidades nos lleva a creer que aún podríamos librarnos».


Para mi Vivir con nuestros muertos ha sido un fracaso de lectura. Sobre la muerte no he descubierto nada nuevo y como retrato de la vida judía prefiero a Amos Oz en todas sus novelas y ensayos. 


Menos mal que marzo ha empezado muy bien con un libro de relatos maravilloso del que ya hablaré en el próximo Lecturas encadenadas




domingo, 3 de marzo de 2024

Sin vergüenza y sinvergüenzas


 
Sinvergüenza: 


1.- Pícaro, bribón

2.- Dicho de una persona: Que comete actos ilegales en provecho propio, o que incurre en inmoralidades


Vergonzoso: 


Que se avergüenza con facilidad.



El año pasado acompañé a una amiga a una entrevista en el Hotel Palace. Quedamos en la puerta y cuando llegó la saludé, me giré y empecé a subir las escaleras para entrar. Miré hacia atrás y se había quedado allí parada. «¿Qué pasa?», le pregunté. «¿Vamos a entrar así, sin más? Me da apuro». «Pues claro que vamos a entrar así, sin más. No te preocupes». Me sorprendí a mí misma con ese aplomo que parecía venir de alguien acostumbrado a visitar hoteles de lujo cada semana. Mientras arrastraba a mi amiga hacia la rotonda del Palace para sentarnos en sus sofás a esperar, recordé el 29 de abril de 1997. Ese día mis padres cumplían sus bodas de plata y fuimos los seis a cenar al buffet libre del Palace y sentí vergüenza. Me parecía, entonces, que no pegábamos ahí. Bueno, mis padres sí pero no yo desde luego, me parecía que no iba bien vestida, que desentonaba, que todo el mundo me estaba mirando y no estaba sabiendo comportarme. Me hizo gracia verme en ese momento, pensar en que si mi yo de 24 años hubiera estado allí sentada, en ese mismo instante, me hubiera mirado y pensado: «Esa señora sí que pega aquí». Ja. 


A mí, de pequeña y no tan pequeña, había muchísimas cosas que me daban vergüenza. Cosas como pedir más ketchup en el McDonald's, hablar con las dependientas de cualquier tienda, que alguien me hablara en el autobús, llevar sandalias y, por supuesto, desnudarme delante de alguien, fuera quien fuera ese alguien. Ahora no me da vergüenza casi nada de lo que hago yo, si acaso un poco de pudor hablar en inglés en público, pero solo porque me da rabia no hablarlo mejor de lo que lo hablo. La vergüenza es por tanto algo que se te pasa en la vida como la piel tersa, la capacidad para confiar en tus rodillas en cualquier circunstancia, la habilidad para dormir hasta las once de la mañana o la necesidad de salir todas las noches por si acaso te pierdes algo. Es decir: perder la vergüenza es uno de los updates de la existencia, una actualización en la manera en la que experimentas tus emociones que mejora mucho tu vida porque la vergüenza llevada al extremo paraliza, bloquea y te impide hacer un montón de cosas para las que estás perfectamente capacitada. Por supuesto, lo de que vas a perder la vergüenza es algo que no sabes y que, aunque te lo diga tu madre, tu tía, tu abuela o quien sea, crees que a ti no te pasará, que siempre vivirás avergonzada, sintiéndote menos, fuera de lugar, juzgada por los demás. Es otra cosa que aprendes con la edad: nadie te está mirando y a nadie le importa un pepino lo que hagas o dejes de hacer y, si por un momento te prestan un mínimo de atención, lo olvidarán antes del segundo parpadeo. 


Annie Ernaux tiene un libro titulado La vergüenza que trata justamente de eso, de ese momento en que todo en tu vida te da vergüenza. Ella cuenta en ese libro que le avergonzaba su familia, su casa, su ropa, todo... y cuando lo leí escribí esto: «Ernaux retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza en nuestra existencia. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza. Vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien. Pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento estúpido pero inevitable».


Puse inevitable y quizás debería haber puesto «es un sentimiento que caduca, que desaparece». Porque así es. Llega un punto en el que nada te da vergüenza, ni siquiera pasearte en bolas por un gimnasio, el médico o frente a tu ventana aunque sepas que el vecino pueda verte. Y está muy bien, es sin duda un proceso evolutivo que mejora, no sé si la especie, pero sí nuestra vida. El problema es que cuando estás ahí enfangado en sentir vergüenza, aunque te cuenten esto, aunque te digan que se te pasará, que en algún momento todo te la pelará, no te lo vas a creer... Así de estúpidos somos. 


¿Cómo se siente la vergüenza? 


Estás leyendo esto y me juego una mano a que no tengo que explicarte cómo se siente la vergüenza. Seguro que has tenido flashes a momentos de tu vida en los que te querías morir, en los que te sentiste paralizada de vergüenza. Es un sentimiento difícil de explicar pero fácil de identificar. Todos lo conocemos. Nudo en el estómago, ganas de volatilizarse, de disolverse y desaparecer, sudores en las manos, escalofríos y, para algunos, un súbito color rojo en la cara que lo único que consigue es que el pánico sea aún mayor cuando te dicen: «te estás poniendo roja, no me digas que te da vergüenza». 


He escrito «Todos lo conocemos» pero no es así. Hay gente que nace sin vergüenza de ningún tipo. Esas personas que van por la vida alegremente sintiendo que todo lo que ellos hacen es estupendo y está bien hecho. Qué digo bien hecho: ellos sienten que sus actuaciones son siempre las mejores porque ellos son top. En los niños es una monería: decimos «serás sinvergüenza…» sonriendo, en plan chascarrillo. Se lo dices a tu sobrino de 7 años cuando se ha comido toda la tableta de chocolate a escondidas y te lo niega, o como cuando yo se lo decía a mi hija Clara cuando robó el Niño Jesús del belén de su abuela. El problema es que esos niños crecen y, como vienen de serie sin vergüenza, se convierten en adultos peligrosísimos. A estos, cuando los llamas sinvergüenzas, lo haces con una rabia y un desprecio que te sabe a bilis en la boca y las palabras «¡Es un sinvergüenza!» que te salen desde el fondo del estómago en una especie de desahogo. «¡Es un sinvergüenza!», que puede aplicar por igual a un político, a un ex de cualquiera de tus conocidos o a un compañero de trabajo, por ejemplo. 


Los sinvergüenzas son escoria. Y lo digo así, sin cortarme y sin pudor. Es gente que miente sin perturbarse, miente por hacer daño, miente sabiendo que está mintiendo y que tú no le estás creyendo, pero te miran desafiantes reconociendo que saben que tú sabes que están mintiendo pero que les da igual. Los sinvergüenzas son esos que se aprovechan de las desgracias y el trabajo ajenos y, si son ya muy top, si llevan años curándose la carrera de sinvergüenzas, son capaces, además, de hacerse pasar por víctimas. A mí, un buen sinvergüenza me da ganas de matar o de gritar. A algunos les he gritado y escupido toda mi rabia sabiendo que solo iba a conseguir desahogarme pero jamás perturbarles. Un sinvergüenza es un ser impermeable al reproche ajeno, a la opinión de los demás, por supuesto al dolor o al malestar que cause en los otros a los que está mintiendo o de los que está aprovechándose. Además, a todo esto se suma que así como la vergüenza se pasa, la sinvergonzonería es algo que se arrastra para siempre, va creciendo y creciendo hasta que el susodicho o la susodicha cometen tal tropelía que aquellos que todavía lo consideraban «gracioso» o que lo hacía sin maldad se dan cuenta del peligro de ese sujeto. Eso no les hará cambiar, ni mucho menos, pero hará que los demás se caigan del guindo y se protejan. 


No tener vergüenza es un estado que se alcanza con el tiempo y la experiencia que da saber que, en general, los demás están demasiado preocupados por sí mismo como para que les importe lo que haces.


Ser un sinvergüenza es como ser alto, pelirrojo o tener los ojos azules. Naces así y nunca te curas. Solo va a peor. Cuidado con ellos.