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lunes, 12 de febrero de 2024

12 de febrero. Cincuenta y un años

 

Hoy cumplo cincuenta y un años. Y lo siento como si el paso que doy hoy fuera a inclinar el balancín de mi existencia hacia abajo. De alguna manera en mi cabeza mi vida aparece ahora como uno de esos columpios en los parques que son una gran viga con asientos a los extremos. Un balancín en el que, al principio, tu padre o tu madre son los que se sientan en un extremo mientras que tú, gorjeando de excitación, con apenas un par de años, disfrutas de ese súbito impulso hacia arriba provocado por su peso y del salto que das al bajar. A ese columpio vuelves después a impulsarte tú solo, a hacer el cafre con tus amigos cuando todavía eres niña y, a veces, cuando te enamoras las primeras veces y te sientes tan ligero y tan seguro de la felicidad que estás sintiendo, vas con tu novio a sentarte en ese balancín y a reír y gorjear hasta que no puedes más y corres a morrearte como si no hubiera un mañana. Y no lo hay, no hay un mañana de sentirte así de ligero… pero todavía no lo sabes.  


En mi cabeza, estos últimos días y mientras pensaba en este día, veía mi vida como un caminar por ese balancín. Primero trepando, casi gateando para ir subiendo hasta que mi vida tuvo bastante peso como para mantener el equilibrio, a veces a duras penas, y avanzar, sin caerme, hasta llegar al centro de ese balancín. En el último año, el cincuenta, he estado plantada en el medio. Casi puedo verme con las piernas un poco separadas, las manos en jarras y la cabeza bien alta sintiendo: «Lo logré. Aquí estoy, en el punto medio. He aprendido lo que tenía que aprender. Está hecho». 


Y, de repente, tengo que dar el paso hacia los cincuenta y uno y la barra empieza a inclinarse hacia el otro lado, hacia abajo. Sé que es una tontería, que no es más que una proyección mental y que no tiene sentido, pero así lo siento. Cincuenta y uno es empezar a descender lentamente. Es una sensación rara porque al mismo tiempo me pasa que ocurre algo curioso, sobre todo en el trabajo. Voy a reuniones, a actos, a entrevistas y tengo que pararme y pensar conscientemente que soy la persona de mayor edad ahí. Todos los demás son más jóvenes y algunos ni siquiera habían nacido cuando yo ya sabía que la ligereza de los primeros enamoramientos se acaba. Hago un esfuerzo entonces por pensar en cómo me verán ellos. ¿Cómo veía yo a la gente de cincuenta años cuando tenía veinticinco, treinta o treinta y seis? No me acuerdo. ¿Es esto algo bueno? ¿No me acuerdo porque me parecían gente cabal, con las ideas claras y la vida más o menos entendida o no me acuerdo por que ni los veía? No lo sé. 


Me preocupan cosas como empezar a repetir las mismas historias una y otra vez, que se me olviden otras, empezar a decir «antes todo era mejor». ¿En qué momento dejé de saber qué música era la que más se escuchaba? ¿Es porque ahora hay demasiada o porque ya no me toca saberlo? Recuerdo perfectamente cuando mi madre cumplió cincuenta, mi padre todavía vivía y tiró la casa por la ventana. Le compró un Rolex de oro ,que era su gran ilusión, y un viaje a París a pesar de que a él no le gustaba viajar. Fuimos a El Escorial a comer y cuando le dimos el reloj mi madre se puso a llorar y no paró en toda la comida mientras nosotros cinco nos poníamos morados. Al llegar a casa, ellos dos salieron al jardín y al tiempo que nosotros cuatro les mirábamos desde la ventana mi padre le dijo que se iban a París. Más llorera sin fin por parte de mi madre que no se lo podía creer. Recuerdo cómo la veía entonces, cómo la sentía. ¿Cómo me ven ahora mis hijas? No puedo preguntárselo; eso no se pregunta porque, ahora mismo, no hay respuesta. La habrá dentro de veinte o treinta años, esté o no esté yo aquí. 


A lo mejor parece que me preocupa cómo me ven los demás, ahí subida en mitad del balancín con la cabeza erguida y los brazos en jarras, pero no es preocupación, es curiosidad. Muchas veces he leído o escuchado a gente mayor decir que cuando envejeces te miras en el espejo y piensas: no puedo ser esta persona, yo me siento igual que cuando tenía 15, 25 o 30. A mí no me pasa eso, más bien al contrario. Me parece increíble compararme con la persona que era antes. El otro día pensé que, pasado mañana, se cumplirán diez años desde que me divorcié. En estos diez años han pasado tantas cosas, buenas y malas, que sé que no soy ni de lejos la que era hace diez años. No soy mejor pero sí estoy mejor. 


Han dejado de preocuparme muchísimas cosas, casi todas de hecho. Me preocupa mi salud y la de mis hijas, me preocupa que se me pase la vida sin tener tiempo para todo lo que quiero hacer, leer, aprender, escribir, para ir a todos los lugares que me apetece visitar. Me preocupa que se me hagan muy largos los catorce años que me quedan para jubilarme y que, al pensarlo ahora, creo que marcarán el momento en que gorjearé feliz al tocar el suelo en el balancín. 


A partir de ese momento jugaré en la arena. 


Estoy mejor. 


Cincuenta y un años.


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Si quieres.


domingo, 28 de enero de 2024

Dieciseis años de Cosas que (me) pasan: las bodas de hiedra




«Después de dos años viviendo en nuestra nueva casa, decidimos por fin ir a ver muebles». Estas fueron las primeras palabras que escribí en internet, en mi blog, Cosas que (me pasan, hace hoy dieciséis años. En aquel texto contaba mi experiencia de joven madre con piso a medio amueblar que se enfrentaba a la aterradora experiencia de visitar tiendas de muebles para que nuestra casa dejara de parecer un piso de estudiantes y diera el salto a vivienda de una «joven pareja con hijas». Entonces no lo sabía, pero estaba rozando la «edad del desconsuelo» que llegaría poco después. «Tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después. No creo que sea por los años en sí, ni por la desintegración del cuerpo. La mayoría de nuestros cuerpos están mejor cuidados y más atractivos que nunca. Es por lo que sabemos, ahora que —a nuestro pesar— hemos dejado de pensar en ello. No es solo que sepamos que el amor se acaba, que nos roban a los hijos, que nuestros padres mueren sintiendo que sus vidas no han valido la pena. No es solo eso, a estas alturas tenemos muchos amigos o conocidos que han muerto, todos, en cualquier caso tendremos que enfrentarnos a ello, antes o después».  (La edad del desconsuelo, Jane Smiley)

Poco después compramos un mueble que todavía tenemos y que, a pesar de ser color madera (ese anatema para las cuentas de decoración de Instagram), nunca he tenido la más mínima intención de pintar. Sigo viviendo en la misma casa, pero claro: ya no formo parte de una joven pareja, ni siquiera de una pareja. Han pasado muchísimas cosas en estos dieciséis años. En mi vida y en internet. Cuando empecé a escribir no había redes sociales y casi nadie escribía blogs. Ligar por internet se consideraba algo casi de degenerados y no había servicios de streaming. Cuando empecé a escribir tenía 33 años, mis hijas llevaban pañales y trabajaba en un despacho con cristaleras de techo a suelo con vistas a un polígono industrial de Toledo. Cuando empecé a escribir creía que, si planeaba mi vida, mi futuro sería como yo pensaba que tenía que ser. «Como pensaba que tenía que ser» y no como quería porque, en realidad, no sabía lo que quería; pero eso, como lo que me esperaba dieciséis años después, tampoco lo sabía.  

Hace un rato, mientras buscaba inspiración para escribir este texto, he aprendido que las bodas de hiedra son las que se celebran en el decimosexto aniversario en un matrimonio. Me ha gustado porque la hiedra es una planta que siempre he apreciado: es verde, cubre, no hace alarde, no es espectacular, no dice «mira cómo molo» y cuando te acostumbras a ella dejas de verla. Eso sí: si alguien poda la hiedra que cubre tu casa, tu tapia, la iglesia de tu barrio la echarás de menos inmediatamente. La hiedra, por lo visto, simboliza la fidelidad por ese empeño en agarrarse a las superficies sobre las que crece, pegándose a ellas. He estado dándole vueltas a si yo soy la superficie o la hiedra y me he decidido por ser la hiedra. A lo mejor esto me queda un poco cursi pero, a estas alturas, me da igual. 


Hace dieciséis años me aburría en el trabajo. Empecé a escribir sin tener ni idea de lo que estaba haciendo. (Sé que he dicho que no me importaba ser cursi pero no voy a escribir «planté la semilla de la escritura» porque mi tolerancia a la vergüenza ajena es bajísima). No sé qué buscaba aquel día, creo recordar que solo probar a ver si sabía hacerlo. No se lo dije a nadie, no estaba segura de si aquello iba a continuar o también me aburriría. No me aburrió: mis ganas de escribir crecieron y crecieron, me daba igual hacerlo bien, mal o regular, escribía de cualquier tema sin preocuparme de que alguien me leyera o que no me leyera nadie. Continué y escribir se convirtió en una rutina que poco a poco cubrió los zócalos para después ir subiendo por las paredes de mi vida, de mis pensamientos, de mi familia, mis amigos, lo que (me) pasa, hasta cubrirlo todo. Nunca me costó escribir, tampoco he pensado nunca en dejarlo, pero ahora sé que si lo dejara lo echaría muchísimo de menos, sería rarísimo, me faltaría una parte importantísima de mi día a día. Probablemente mi cabeza, liberada de esa tarea, se dedicaría a elucubrar maldades y terrores que me harían peligrosísima. 


Escribir me hace feliz. Ahora más que antes y, por eso, y porque creo que es el momento para hacerlo (¡Redoble de tambores!) mis bodas de hiedra con la escritura las voy (vamos) a celebrar anunciando que a partir de hoy estará disponible la opción de suscripción de pago a Cosas que (me) pasan


¡Sorpresa! 


¿Cómo va a funcionar? No empieces a hiperventilar. No voy a dejar de publicar en abierto y si decides, por la razón que sea, que no te apetece pagar seguirás recibiendo tres domingos al mes la newsletter además de, por supuesto, las «lecturas encadenadas» y los «podcasts encadenados». 


Si decides que sí, que te apetece suscribirte porque, oye, ya pagas Disney+ y HBO y no lo usas nunca ni te dan tantas satisfacciones como leer lo que escribo cada domingo, tienes dos opciones: 

Por 5 € al mes o 50 € al año: 

  • En primer lugar, mi agradecimiento infinito. Yo creo que eso ya es muchísimo. 

  • El contenido en abierto:

    • Tres newsletters al mes en domingo.

    • Las «lecturas encadenadas».

    • De vez en cuando, pero no de manera regular: «podcasts encadenados». 

  • Además: 

    • Una cuarta newsletter en domingo que tendrá como tema principal (aunque ya veré si lo voy cambiando) decirte qué cosas (me) molan mucho pero, sobre todo, las cosas que (no) molan nada.  El mundo está lleno de listas con los mejores algo, con lo que no te puedes perder. Yo ofrezco lo contrario: listas de las cosas que no tienes que leer, que no tienes que ver, ni escuchar, las modas que no debes seguir y los consejos que no debes dar. Un salvavidas y un salvatiempos. 

    • Los «despellejes». Cualquier despelleje será de pago. Seremos pocos y selectos.

  • Club de escucha de «podcasts encadenados». A principios de mes enviaré un mail con un par de sugerencias de escucha de podcasts, para ayudarte a ordenar la escucha, para saber qué merece la pena. A lo largo de estos años he recomendado muchísimo y la parte buena es que los podcasts no caducan. Así que te mandaré un mail diciéndote: «este mes te propongo escuchar esto y esto». Siempre meteré algo en español y algo en inglés. Una vez serán series completas y otras episodios sueltos. Daré también algunas pistas para escuchar. 

  • Participar en la sesión del club de escucha «Podcasts encadenados»: el último domingo de cada mes tendremos una conversación por Zoom hablando de podcasts, de los que haya enviado en el mail con sugerencias de escucha. Comentaremos juntos en esa charleta informal en la que podremos declarar nuestro amor a un podcast o despellejarlo sin compasión. A lo mejor, en algún momento, lo hacemos presencial en Madrid. 


Si te sientes rumboso, por 7 € al mes o 70 € al año, serás miembro fundador de Cosas que (me) pasan y tendrás, además de todo lo anterior:

  • Si me das tu dirección te enviaré mi agradecimiento infinito en una carta manuscrita. No es que vaya a valer dinero ni nada de eso, pero ¿cuánto hace que no recibes una carta manuscrita de una desconocida? ¿Sabes dónde tienes la llave del buzón? ¿Tienes buzón? 

  • Cualquier contenido extra que se me vaya ocurriendo: diarios de viajes, explosiones de odio, de amor, despellejes de libros, recetas (jajaja). 

Sé que esto es un gran cambio. Lo hago ahora porque me apetece hacerlo, porque la edad del desconsuelo quedó atrás y porque en estos años nuestra relación con internet ha cambiado. Creo que es buena idea pero es una prueba, igual que cuando aquella tarde de un 28 de enero de 2008 abrí una página de blogger y tecleé: «Después de dos años viviendo en nuestra nueva casa, decidimos por fin ir a ver muebles».

No tenía ni idea de lo que pasaría después. Ahora tampoco, pero quiero intentarlo, seguir escribiendo y que tú, si te apetece, me apoyes. 

Gracias si eres de los que llevas aquí desde el principio. ¡Qué jóvenes éramos y qué bien estamos ahora! Gracias si llegaste hace poco. Gracias si me has escrito en todos estos años un comentario, un mail, un mensaje en redes. Gracias si te has cruzado conmigo por la calle, en el metro, en Correos, a la salida de un baño o a la entrada de un teatro, en un aeropuerto o en un pasillo y me has saludado diciendo «perdona, esto me da mucha vergüenza pero...». Gracias si te has convertido en amigo. Gracias por las risas. Gracias por leerme. 

Felices bodas de hiedra. 

A partir de ahora, en el blog solo estará disponible el contenido gratuito.


domingo, 7 de enero de 2024

Jeff y la vida deseada

Se terminan las vacaciones y puedo decir, con orgullo y un poco de asombro, que he hecho las vacaciones muy bien, fenomenal, de matrícula de honor. Si a mi alrededor hubiera jueces, como los que se sientan alrededor del tapiz en las pruebas de gimnasia o de una pista de hielo en los concursos de patinaje (únicos deportes que me interesan), me darían un 9.2 en ejecución y un 9.8 en dificultad y piruetas. Ha sido espectacular: sin prepararlo, sin comerlo ni beberlo, he tenido mis vacaciones ideales. Muchas veces leo artículos o newsletters de gente lamentándose de que en las vacaciones llevan las vidas que quisieran llevar, en sitios con vistas al mar o perdidos en el monte o en una playa en la que siempre hace calor y se puede ir todo el día descalzo o en París, Londres, Roma o Buenos Aires. A mí también me ha pasado. Quiero ser francesa o tener una cabaña en la península de Olympia o un chamizo en un lugar perdido de Grecia... pero en estas vacaciones he descubierto que yo donde quiero estar es en mi casa. 

He tenido dos semanas de vacaciones completas y se me han hecho eternas. No «eternas» de demasiado largas, ni aburridas, ni pesadas. Para nada. «Eternas» en el sentido de que cada día, al despertarme, pensaba: «Madre mía, pero si todavía es martes… Me quedan muchísimos días y me parece que llevo ya un mes». Los días han transcurrido a su debido ritmo, he experimentado cada una de sus veinticuatro horas deslizándose por mi vida despacio, con cada uno de sus sesenta minutos escurriéndose segundo a segundo hasta completar la vuelta entera y volver a empezar. Al principio fue raro; tan raro que estaba alerta, pensando que en algún momento se dispararía algún tipo de gatillo que me catapultaría de golpe al día de hoy, 7 de enero, y sin saber cómo mis vacaciones habrían transcurrido en un suspiro, sin enterarme, sin aprovecharlas y sin descansar. A partir del día 26 ya me relajé y, ahora mismo, el día 26 me parece casi tan lejano como octubre, como el primer día que me puse abrigo en ese otoño «aprimaverado» tan absurdo que tuvimos.

26, 27, 28, 29, 30, 31, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7: 13 días de vacaciones, un cambio de año, nueve horas de sueño cada día y dos o tres de lectura, paseos, películas, siestas a las cuatro de la tarde y a las siete y media, series después de comer y después de cenar, escribir a cualquier hora, ordenar, ordenarme, planificar, planear, comer roscón, compota de manzana con yogur y peladillas, escuchar podcasts a deshora y reorganizar la base de datos, desayunos tranquilos, silenciosos, tardes eternas de sofá, manta y libro, el móvil sin batería perdido por la casa. Llevar diez días los mismos vaqueros, repetir calcetines y sacar los jerseys del armario sin mirar porque me da igual de qué color sea. No he hecho nada que no quisiera hacer. No he ido a ningún sitio, ni al cine, ni al teatro, ni a cenar. No he visto a nadie que no quisiera, no he tenido ningún compromiso forzado.


«No me importa quedarme en casa. Entiendo que para mucha gente es una limitación brutal de su libertad, pero a mí me va de maravilla. El invierno es una casa tranquila a la luz de una lámpara, un paseo por el jardín para ver las estrellas brillando en una noche despejada, el rugido de la leña ardiendo en la chimenea y el olor a madera quemada [...]. Es leer tranquilamente y pasar el crepúsculo viendo películas, llevar calcetines gruesos y envolverme en una chaqueta de punto». (Invernando. El poder del descanso y el refugio en tiempos difíciles, de Katherine May)


En medio de esta relajación, casi lujuriosa por el placer infinito que me ha proporcionado, un buen día por casualidad me encontré en televisión con la película El amor tiene dos caras, de Barbra Streisand. Me tumbé en el sofá, me tapé con la manta y me puse a verla. Es una peli maravillosa en la que Jeff Bridges está guapísimo y Barbra está divina, COMO SIEMPRE. Jeff y Barbra se conocen porque él está harto de tener relaciones en las que todo se basa en el sexo y en la pasión arrolladora de las feronomas, esas en las que te pasas semanas, meses con la piel súper tersa y con el corazón en la boca todo el tiempo, en un continuo sobresalto de emoción y hormonas que luego se desinflan y te dejan en un sinvivir de angustia. ¿Quién no ha sido Jeff alguna vez? Él decide entonces poner un anuncio en el periódico buscando una pareja para una relación basada en la conversación, la complicidad… una relación para estar a gusto y tranquilo. ¿Quién no ha sido Jeff alguna vez y ha anhelado algo así? El caso es que, resumiendo mucho, la hermana de Barbra contesta por ella al anuncio y ellos acaban conociéndose y todo va fenomenal porque se lo pasan en grande juntos, les gustan las mismas cosas, charlan, charlan, charlan, se hacen compañía, se cuentan sus vidas sin la tensión del ¿le gustaré? ¿no le gustaré? ¿le pareceré un idiota? ¿le pareceré una merluza?... ¿Quién no ha sido alguna vez Jeff y Barbra? Y entonces, como están tan bien, hacen una cosa absurda que es casarse. ¿Quién no ha sido alguna vez estos dos? 


Después de casarse llega el follón, claro. Barbra está que se sube por las paredes de no consumar por fin y en una escena terrible, cuando ya están los dos metiéndose mano hasta los codos, Jeff en pleno caletón brutal la deja tirada en el suelo del cuarto porque le entra un agobio absurdísimo de que si tienen sexo se acabará esa complicidad que tienen. Jeff es memo. ¿Quién no ha sido Jeff alguna vez? Y está guapísimo pero no es idiota: tiene razón en querer mantener lo que tienen hasta ahora que es una relación estupenda, de complicidad, compañía y conversación en la que todo funciona. Que sí, que les falta el sexo que es fundamental y por eso Barbra está que se sube por las paredes, pero yo, desde mi sofá, entiendo a Jeff y su querencia por un amor tranquilo. Por supuesto, todo se resuelve bien, Barbra se marcha a casa de su madre, que la machaca (yo creo que el guionista se basó en Apegos feroces, de Vivian Gornick, para retratar esa relación, aunque también podría haberse inspirado en mí y en mi madre si me hubiera conocido) y decide no hablar más con Jeff mientras ella se somete a eso que ahora llaman un «cambio físico». Con ese cambio, mi Pepita Grillo feminista de 2023 se pone a gritar indignadísima: «¡Esto no podemos tolerarlo! ¡El patriarcado y la esclavitud de la imagen nos oprimen! ¡Esta peli es horrible!», pero de un manotazo ahogué a Pepita debajo de la manta porque no era el momento para ponerse reivindicativa. De acuerdo con que el cambio podría ser considerado poco feminista PERO Barbra al terminar se ve estupenda, le da calabazas a un Pierce Brosnan de 20 años y deja a Jeff plantado y con la boca abierta mientras ella se siente como una diosa. ¿Cómo va a ser malo algo que la hace sentir tan fabulosa? La peli acaba bien, evidentemente, con una escena maravillosa en una calle de Nueva York: él grita desde la calle, ella baja corriendo con un pijama divino, de raso, pero se pone encima su batamanta rosa guateada, de su época anterior, como diciendo «estoy divina, pero sigo siendo la misma». Ella dice «háblame» y él le dice «te quiero» y suena Turandot mientras se besan y bailan. 


Todo bien en la peli y todo bien en mis vacaciones. Han sido tan perfectas que, como Jeff Bridges, no quería que nada las enturbiara: cada mañana, al despertar, pensaba que no podía ser, que seguro que algo inesperado las chafaría. 


Mi vida ideal no está lejos, ni en el mar ni rodeada de lujo y caprichos. No quiero una vida diferente a la que tengo: lo que quiero es sumergirme en la que vivo, liberada de las obligaciones laborales y sociales. Yo quiero esta vida, tranquila y cómoda como la quiere Jeff y con batamanta como Barbra. 


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domingo, 24 de diciembre de 2023

La misma Nochebuena


«No obstante, cuando me siento en la cama y me quito las medias y masajeo mis pies de cincuenta y dos años, caigo en la cuenta de que yo también he hecho justo lo que menos quería hacer. Les he dado a mis hijos los dos regalos más crueles: la experiencia de una felicidad familiar perfecta y la absoluta certeza de que tarde o temprano se acaba» 

Un amor cualquiera. Jane Smiley. 

 La semana pasada terminé esta novela. Apunté esta frase que me ha estado rondando por la cabeza y que hoy, víspera de Navidad, resuena aún más. Llevo 50 años cenando en Nochebuena con la misma gente (menos los dos años de pandemia de los que ya nadie se acuerda), mi madre lleva 75 y mis hijas 18 y 20. Cuando yo era pequeña íbamos a cenar a casa de mis abuelos maternos. Todas las navidades, en algún momento especialmente emocional, vuelvo mentalmente a estar sentada en la parte trasera del «131» de mi padre, con un vestido a juego con el de mi hermana, atravesando Madrid mientras descubrimos las luces navideñas de camino a casa de mis abuelos. Recuerdo cómo me sentía, cómo pensaba que tenía muchísima suerte y que no había un sitio mejor en el mundo para estar en ese momento que ese coche, ese momento, esa familia. Cuando mis abuelos murieron, hace ya casi treinta y cinco años, mi madre y sus hermanos decidieron que seguiríamos cenando todos juntos en Nochebuena, pero cada año sería en casa de uno de ellos. 

 Este año toca aquí, en esta casa. Las mesas ya están colocadas por todo el salón; hay que sentar a 30 personas que hablan alto, que se quieren, que cuentan chistes y que, después de cenar, cantarán villancicos y competirán en juegos de ingenio con premios maravillosos como el panettone de 1 euro del AhorraMás. La casa huele a consomé, lombarda, tartaletas de manzana,  horno caliente; y suena a bandejas, copas y cubiertos chocando entre ellos mientras ponemos la mesa siguiendo las estrictas instrucciones de mi madre. Se queja todo el tiempo pero es incapaz de delegar. Mejor dicho: es incapaz de confiar. Ayer preparé una crema de pimientos, zanahoria y cebolla y me sentí más juzgada que si hubiera estado en Master Chef. Me quedan horas de cortar fruta, preparar aperitivos, colocar bandejas, preparar bebidas, ultimar adornos, aguantar reproches, esquivar discusiones y reírme a carcajadas con mis hermanos y mis hijas. Luego vendrá la hora valle, esas horas muy cortas que transcurren entre que todo esté preparado y empiecen a llegar los invitados. Entrarán todos por la puerta de la cocina, gritando que hace mucho frío, que dónde dejan los abrigos y protestarán cuando les hagamos sacar un número de una bolsa que se corresponderá con el sitio en el que les toca sentarse en la mesa. Mis hermanos y yo apenas cenaremos, nos levantaremos continuamente a la cocina retirando piezas de vajilla sucias, rellenando fuentes, trayendo el siguiente plato, buscando un poco más de pan, de vino, de salsa, quizás hasta un salero porque alguien habrá insinuado que la lombarda está sosa o que con la carne quiere un poco de pimienta. Al terminar la cena recogeremos las mesas, plegaremos algunas de las que nos han prestado y cantaremos villancicos. Siempre los mismos, los clásicos de siempre con incorporaciones que los más jóvenes aportan cada año. Mi sobrino Pablo, este año, ha aprendido “We wish you a merry Christmas” en lenguaje de signos y sospecho que lo interpretará como poco media docena de veces. Llegarán después los juegos. Este año, aparte de nuestros clásicos, he preparado uno especial. Hace un mes pedí a todos mis familiares que me enviaran historias propias que nadie conociera, ni sus parejas ni sus hijos. Hubo protestas en el chat familiar: «eso es imposible», «nos las sabemos todas», «no se me ocurre nada». No les hice ni caso y durante semanas he tenido un goteo continuo de historias a cual mejor. Las risas van a ser espectaculares y lo que es aún mejor, nos servirán para aumentar el acervo familiar de anécdotas. Historias recurrentes que añadiremos a la lista interminable que repetimos cada vez que nos juntamos. Tomaremos vino, cerveza, champán y alguna copa. Seguro que vodka: desde que mi prima María llegó de Krasnoyarsk hace ya 18 años, cada año hay chupitos de vodka y alguien pone la voz de Val Kilmer en El Santo: «Camaradas, compatriotas, rusos todos». Pasarán las horas, seguiremos charlando hasta que alguien anuncie que son las mil y empiece el desfile y entonces nos quedaremos los que vivimos aquí. Comenzará entonces el zafarrancho para intentar dejar todo lo más recogido posible porque somos de la filosofía de “mejor acostarte tarde y reventado pero con la casa recogida a irte a la cama y a la mañana siguiente levantarte y enfrentarte al caos”.

La certeza de que todo ocurrirá así me parece maravillosa. Como decía Robert Kincaid en «En un universo de ambigüedad, este tipo de certeza llega solo una vez y nunca más, sin importar cuántas vidas viva». Hace años pensaba en esta frase en relación a enamorarse pero la recordé ayer, unida a la frase de Jane Smiley. En las próximas horas mis hijas andarán intentando escaquearse de encargarse del turrón, las bebidas o el hielo; pasarán vergüenza ajena en algún momento y protestarán cuando les lance mi mirada de «haced el favor de levantaros a recoger». Se reirán, cantarán muy bajito porque les dará vergüenza, intentarán ganar al juego de los meses y los acontecimientos y cuando todo el mundo se marche dirán que están agotadas y subirán a acostarse. 

Dormirán hasta mañana pensando que esta Nochebuena ha sido como todas y darán por supuesto que la del año que viene y la siguiente y la siguiente y muchas otras después serán como ésta. Ojalá a ellas también esta Nochebuena les dure cincuenta años. Ojalá esa certeza permanezca. 

 Feliz Navidad.

domingo, 3 de diciembre de 2023

Una noche romana

Exterior noche. Una gran luna, aunque no llena, asomando entre nubes e iluminando el Coliseo y los enormes pinos romanos que hay por toda esa zona. Justo enfrente, en uno de los edificios con vistas al Coliseo, solo hay dos ventanas iluminadas. Dos grandes ventanales rasgados, sin cortinas, a través de los cuales se ven los altos techos de esa casa y las paredes cubiertas de librerías altísimas. «Por vivir en esa casa y poder leer con estas vistas me casaría con su dueño», dije en alto pillando por sorpresa a mis acompañantes. «No tengo pensado volver a casarme, pero por vivir ahí me caso».


«Parece que la ciudad está a punto de colapsar sobre sí misma, dejando entrever una ciudad anterior. Luego, otra ciudad más antigua que esa. El viejo Pórtico de los Argonautas, detrás del Altar de la Patria. El anfiteatro de Calígula, desaparecido durante siglos, en vez del Palazzo Borghese. Si la lluvia continuara, podríamos apostar a que los viejos dioses tomarían de nuevo posesión del lugar Pero el mensaje real es otro. Todas las ciudades, tarde o temprano, acabarán destruidas por la lluvia. Que no se engañen Londres o París. Llamadlo lluvia. Todo el mundo sabe que el fin del mundo llegará. Pero el saber, en el hombre es un recurso frágil. Los habitantes de Roma llevan en la sangre la conciencia de las últimas cosas, y está tan asimilado que ya no genera ningún razonamiento. Para los que viven aquí, el fin del mundo ya ha ocurrido, la lluvia solo tiene el molesto efecto de derramar de la copa un vino que en la ciudad se bebe sin parar». (La ciudad de los vivos, Nicola Lagioia)


Esta semana me he enamorado de Roma como no lo hice la primera vez que fui hace veintidós años, cuando pasé allí un fin de semana por el vigesimoquinto cumpleaños de mi hermana. De aquel viaje tengo un recuerdo de sol radiante cayendo a plomo en las calles, mi hermana y yo intentando saber cuánto eran 8.000 liras en pesetas para saber cuánto nos iba a costar una botella de agua a la entrada del Coliseo. Recuerdo no parar de caminar para intentar ver lo máximo posible. Nos tomamos un café en la plaza del Panteón de Agripa, entramos a ver el Moises de Miguel Ángel, el Coliseo, paseamos por Piazza Navona y nos encontramos, por casualidad, con nuestros tíos por la calle y nos invitaron a cenar. Cuando volvimos al hotel mi hermana se quedó dormida sentada en el váter, con los pies en remojo en el bidé mientras me contaba lo mucho que había disfrutado el día. Todo eso lo hicimos sin reservar entradas en ningún sitio, sin Google Maps y sin teléfono móvil. Aquella versión de nosotras mismas quizá sobreviviría a un apagón tecnológico ahora mismo. Sobre nuestra versión actual tengo serias dudas. 


Esta semana en Roma tampoco he usado Google Maps. Esta vez he ido a trabajar con gente que vive allí y por la que me he dejado guiar para todo. Por eso me he enamorado. Aparte de un par de vistazos rápidos y como de pasada al Coliseo y el inevitable encontronazo con iglesias en cada esquina, no he hecho nada turístico, es como si hubieran corrido un telón y hubiera podido vivir la versión secreta de la ciudad. Apenas han sido cuarenta y ocho horas pero ha sido suficiente para irme con tristeza y pensando en que tengo que volver; en que, si puedo, organizaré todas las reuniones de este proyecto en Roma, como cuando encontraba mil excusas para pasar por delante del tío que me gustaba aunque esas excusas tuvieran una lógica que solo existía en mi cabeza. Así va a ser. «- Hay que organizar una reunión para discutir propiedad intelectual. - Lo hacemos en Roma, que al final y al cabo todos venimos del Derecho Romano». «- Hay que discutir sobre el contenido del siguiente podcast entre franceses y polacos. - Fenomenal: en Roma, que así no discutimos porque alguno juega en casa». 


Estos días en Roma me han dejado un regusto diferente. A lo mejor ha sido por la época: a las cinco y media de la tarde es noche cerrada, mi momento favorito del año. A lo mejor ha sido pasear sin preocuparme por perderme o llegar tarde porque otros se encargaban de elegir dónde íbamos, dónde nos reuníamos, dónde cenábamos y hasta pedí consejo para pedir la cena. Caminar al otro lado de ese telón me ha dado la sensación de viajar en el tiempo. Es difícil de explicar, pero por la zona que me he movido, en la oscuridad de la noche o en las primeras luces del amanecer cuando me despertaba, me sentía como si en vez de 2023 estuviera quizás hace veintiún años, viviendo la ciudad secreta. Era como estar en otra época: los restaurantes con camareros muy mayores y que llevan chaleco, los cafés con gente gritando lo que quiere, las tazas pequeñas de loza blanca o doradas con filo rosa, los señores viejos enfadados apostados a la puerta de los bares charlando y fumando, los brocados granates de las cortinas de mi habitación y las tapicerías doradas de las sillas del salón del desayuno y el dueño de un garito que fumaba apoyado en la puerta y que parecía llevar allí desde 1997 saludando a todo el que pasaba por la calle porque conoce a todo el que pasa, siempre ha estado ahí. Por supuesto he visto patinetes, turistas en Termini y americanos en pantalón corto, pero no he visto franquicias: ni un Zara, ni un Mango, ni un Starbucks. No idealizo, sé que este enamoramiento viene del efecto «pensar en guiri», que consiste en imaginar siempre una vida mejor, más bonita en casi cualquier sitio que conoces y que te gusta. Viajé en metro y lo odié igual que odio el de Madrid, mi crush con la ciudad no ha sido tanto como para no pensar que si viviera ahí me compraría una moto antes que someterme a la decrepitud mugrienta del metro.


El jueves cenamos en un restaurante a prueba de turistas. No había ni una concesión al de fuera. Las mesas apiñadas, las camareras enfadadas (la que nos atendió a nosotros me recordaba a Chipolata de Astérix en Córcega), la carta mínima sin poke, salsa de soja ni pollo teriyaki; vino en frasca y el pan en una bolsa de papel. De antipasti tomamos acelgas rehogadas, romanesco e hígado con alcachofas. A la mesa, tres italianos, ninguno de Roma, dos españoles y un húngaro que a los diez años planificó su vida para llegar a ser profesor de Historia en un instituto sueco. Nos reímos pensando que esta cena romana era un extraño vericueto para lograr ese sueño, pero brindamos porque lo consiga en algún momento. Al salir, paseamos por las calles desiertas, espiando ventanas y elucubrando precios de alquiler en esa zona. Roma tiene ese caos de trastero en el que en cada esquina que doblas hay algo: una vista, una puerta, una ventana, una parra creciendo entre dos edificios, unas plantas en una ventana, un portal a través del que puedes ver un patio prometedor, en el que puede haber un tesoro o solo un trasto polvoriento y feo que alguien debería haber tirado pero que sigue ahí por costumbre, por pereza o porque es su lugar en el mundo: si no estuviera en Roma no existiría. Eso tiene esa ciudad que está llena, todo se amontona sobre lo inmediatamente anterior formando capas que se entrelazan y en las que se va asentando ese poso que la hace única, que enamora. Caminando llegamos a un bar pequeñísimo, un estrecho pasillo con una barra en el lado derecho y el espacio justo para pedir una copa y un par de banquetas en las que se sentaban dos hombres aburridos de vivir que nos miraron solo para saber si merecíamos la pena. El pasillo desembocaba en una habitación un poco más ancha con un par de gradas para sentarse seis personas y un mini escenario en el que se amontonaban un pianista, un contrabajista y un batería que improvisaban jazz. A ellos se sumaban alternativamente un trompetista, un saxofonista y un oboísta. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Al principio me dediqué a fijarme en cada detalle: la luz mínima, el cartel de una consumición obligatoria por cada sesión, intenté calcular la edad del batería y si sería, con suerte, un par de años mayor que María. Me fijé en los dedos del contrabajista, extrañamente romos como si el roce constante con las cuerdas de su instrumento le fueran limando las puntas y en algún momento fuera a perder la primera falange. Del pianista solo veía la espalda: tocaba como si le pesara el mundo, como si sus hombros quisieran, también, tocar las teclas y no limitarse a mover las manos. En algún momento de esa observación entré en una especie de trance del que salí, por sorpresa, cuando la música terminó y mis compañeros me tocaron el hombro y se levantaron porque ya nos íbamos. Fue casi un despertar, un «¿dónde estoy?» No dije nada pero volviendo al hotel me sentía como cuando regresaba a casa de madrugada y todo parecía diferente, como preparado para que al día siguiente algo hubiera cambiado.  Los adoquines brillantes, los coches aparcados en cualquier esquina, el musgo en algunas paredes, las sirenas estridentes de los coches de policía, en algunas ventanas luces de navidad que alguien había olvidado apagar al irse a dormir y mucho cielo, mucha noche. 


Me he enamorado de Roma. Quizá porque era lo único más viejo que yo con lo que me he relacionado en estos días. Para ella, soy una jovenzuela. A lo mejor le gusto. Tengo que volver para ver si lo nuestro va en serio o si me puedo casar con el dueño de la casa de la librería con ventanas al Coliseo. 


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domingo, 12 de noviembre de 2023

¿Ha visto usted mis tetas? No, pero me gustaría verlas

"Dibujo mis propias debilidades". Sempé. 


Era una camiseta de color fucsia oscuro o un rosa oscuro que alejaba al color rosa de cualquier asociación con algo cursi. Además, a mí nunca me había gustado el color rosa y aquella camiseta me encantaba. Tenía un dibujo en la espalda de una especie de pato amarillo como de caricatura y alguna leyenda, pero no la recuerdo. Sí recuerdo que esa camiseta me pareció lo más maravilloso que había tenido nunca. Lo mejor que tenía no era el color, ni el pato, ni la leyenda: lo mejor es que era grande. Necesitaba ropa grande porque aquel verano, el de los doce años, de repente me habían crecido las tetas. Muchísimo. Aquello ya no eran pechitos de niña sino algo completamente fuera de lugar, gigante, que me convertía en una simple portadora de pechos. Era horrible. Espantoso. Me dolían, me picaban los pezones, me pesaban. Pero nada de eso era lo peor: lo peor era ver cómo mis amigos de toda la vida ya no podían apartar la mirada de esas cosas que me habían crecido de un verano para otro. 


La camiseta llegó para salvarme la vida y joderme la postura para siempre. Era grande, me quedaba holgada, así que si echaba los hombros hacia delante y el pecho para atrás, las descomunales protuberancias se disimulaban y estaba a salvo de las miradas penetrantes. Esto solucionó un problema y creó otro: mi madre se pasaba el día diciéndome «ponte derecha», «ponte derecha», «que te estires». Al final del verano comprendí que por mucho que llorara, por mucho que lo soñara, aquellas cosas no iban a desaparecer nunca y que tenía que aprender a vivir con ellas para siempre. Las odiaba. Aprendí a vivir con los hombros encorvados y un poquito de chepa. Aprendí que no podía comprarme ropa de tirante fino porque los sujetadores que yo necesitaba llevaban siempre unos tirantes de dos dedos de ancho; aprendí que cualquier ropa interior que se anunciara en televisión, marquesinas o revistas no era para mí, no había para mi talla. Aprendí que tenía que resignarme a bañadores o bikinis pensados para señoras de 60 años y que pesaran 30 kilos más que yo. «Ay, es que claro, con tanto pecho pareces muy grandota pero luego eres finita. No tenemos nada que te vaya bien».


Odiaba mis tetas.Tenía un complejo impresionante que pude más o menos sobrellevar gracias a que mi adolescencia transcurrió en la época en que las hombreras lo petaban y cuanto más grandes mejor. Hombreras y jerséis y camisas grandes. Le robaba la ropa a mi padre. «Vas siempre como si llevaras un saco». Surfeé el colegio; surfeé la vergüenza de los veranos con 14,15, 16, 17, 18, 19 y los bañadores de señora; surfeé no encontrar ropa. Operarse del pecho era algo que no hacía nadie, ni siquiera sabía cómo se hacía: tenía una ligera noción de que era algo que costaba mucho dinero e implicaba un cirujano estético. ¿Cómo se lo planteaba a mi madre? No hubiera sabido ni cómo decírselo. Después de las experiencias traumáticas yendo a comprar sujetadores con ella, estaba claro que entre mis tetas y mi madre tenía que mantener la mayor distancia posible. 

Los veinte fueron algo mejor. Supongo que me acostumbré o me resigné. Esto era lo que había y chimpún. Tuve novios, le di uso a mis tetas, las disfruté, me dejaron los novios, llegaron otros, y así hasta que me casé. Bueno, pues entonces, en algún momento esos cántaros gigantes iban a tener alguna utilidad. Me quedé embarazada y, cuando creía que aquello no podía ser más grande, descubrí que estaba equivocada. Aquello era inmanejable. Tengo marcado el día en que al mirarme al espejo me vi monstruosa y me puse a llorar. Llegó El Ingeniero y me encontró desconsolada. «No te preocupes. Cuando nazca el bebé, lo miramos y te operas». 

Nació María. Nació Clara. Y no me operé. Una conocida mía, vital, divertida, fantástica, había decidido operarse con tan mala suerte que en quirófano sufrió una parada cardíaca y murió 3 días después. ¿Cómo iba a operarme de algo que parecía frívolo y tonto solo para resolver un complejo, una inseguridad, cuando podía morir y dejar a mis hijas huérfanas? Eso sí que sería frívolo.. Me resigné otra vez. La ropa había mejorado un poco y, bueno, me hice mayor y me importaba menos. Nunca dejó de importarme pero ya no era algo traumático. Era molesto, incómodo, desagradable, feo… pero podía vivir con ello. Hasta que el año pasado pensé que ya no tenía que pedir permiso a nadie, no necesitaba justificarme y, sobre todo, tenía el dinero y el ánimo para hacerlo. 


Pregunté a mi ginecólogo, que me dijo: «Es buenísima idea. A tu edad, cuando te llegue la menopausia, crecerán aún más y se caerán más». Esos dos «más» me parecieron aterradores y físicamente imposibles, pero me convencieron aún «más» para seguir adelante. Me recomendó una cirujana y fui a verla. Le pedí a mi hermana que me acompañara. En cada paso del proceso estaba preparada para que algo me impidiera seguir adelante: «tus tetas no se pueden operar», «van a quedar mal»… cualquier cosa. Cuando la cirujana me preguntó cuándo había empezado a pensar en operarme, le contesté: «la mañana del día en que con 12 años me levanté y me di cuenta de que tenía unas tetas enormes». «Ah, eso es dismorfía primigenia», creo que dijo. «Se llama así cuando desde el primer momento no estás a gusto con tus pechos». Me contó todo el proceso y, después, me pidió que me desnudara. «Vaya, es que disimulas mucho, vestida no parece tanto». «38 años disimulando, soy casi como Mortadelo y sus disfraces. Si me empeño mucho te puedo hacer creer que tengo una 85B».


 «Opero lunes, miércoles y viernes, elige el día que quieras».

 

Elegí día y hace poco más de un año, exactamente un año y quince días, me quité tetas. 750 gramos fuera de mi cuerpo. Salí del hospital con dos drenajes, un vendaje, muchos puntos que no me veía y una sonrisa en la cara. Ha pasado un año y quince días y ya no tengo drenajes ni vendaje y las cicatrices han ido desapareciendo. Sigo sonriendo casi todo el tiempo. Me acuerdo muchísimo de la niña de la camiseta fucsia y de sus hombros caídos. Pienso en que tenía que haberlo hecho antes para luego darme cuenta de que antes no hubiera podido ser: fue cuando tocaba. También le doy vueltas a las veces que he dicho que la cirugía estética no me gusta y que nunca me pincharé bótox o me rellenaré los pómulos o los labios. No tengo planes de hacer ninguna de esas cosas porque no tengo problemas con mi cara. ¿Podría tener menos arrugas? Sí. ¿Me importa? No. A mí me importaban mis tetas. Sabía que estaría mejor con ellas más pequeñas. Lo supe desde aquel verano en que no me quité la camiseta fucsia. «Las que se ponen a veces se arrepienten. Las que se quitan no se arrepienten nunca», me dijo la doctora que me hizo las mamografías previas. No lo sé, no me importa nada lo que otras mujeres hagan o dejen de hacer. Yo sabía que no iba a arrepentirme. He tardado un año y quince días en escribir esto. No tenía por qué escribirlo, lo sé. Podía ser una de esas cosas que (me) pasan de las que no escribo nunca pero hoy, al releer mis cuadernos y encontrarme con esa cita de Sempé, he pensando: hoy es el día. 


Estoy en Cicely con mis amigos pasando unos días. «¿Qué haces? Escribir la newsletter. ¿De qué vas a escribir? De mis tetas. Por favor, por favor, escribe: “¿Ha visto usted mis tetas?" Aquí estoy con las mismas personas que estaban conmigo cuando cumplí 13 años y me cayó un complejo encima. Ahora me ven erguida, con camisetas estrechas y, si quiero, sin sujetador.

«Estás feliz».

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