jueves, 30 de abril de 2020

Estos días. Y llegaron ellas.

El 9 de marzo fui a ver a las niñas. No recuerdo si fui exclusivamente a verlas o había algún otro motivo. Volviendo del trabajo había escuchado que en Madrid iban a suspenderse las clases durante dos semanas. Les dije que no fueran al colegio al día siguiente, que no hacia falta y las dos me miraron muy serias y me dijeron que tenían que ir, que tenían que recoger sus libros. Charlamos sobre lo que haríamos el siguiente fin de semana en Los Molinos e hicimos planes para Semana Santa. A partir de ahí nada salió como habíamos planeado. El siguiente fin de semana no llegó, como tampoco llegó la Semana Santa. Lo que llegó fue una cuarentena y un estado de alarma máxima y la decisión que tomamos El Ingeniero y yo de no moverlas, de quedarnos cada uno dónde estábamos. 

Me imagino a mí misma con su edad en estas circunstancias y sé que no lo hubiera llevado tan bien como ellas. No se llega a los cuarenta y siete siendo campeona olímpica de la ansiedad sin llevar entrenando desde la más tierna infancia. Ellas, mis princesas, han heredado de su padre una tranquilidad y una calma que me admira. Durante cincuenta días las he llamado cada tarde después de los aplausos y me han aguantado como han podido. ¨mamá, hoy no nos llames que ya nos vas a ver mañana" 

Se habla de los niños sin salir, de los deportistas, de la gente mayor y a mí me preocupan los adolescentes. Cuando estaban a punto de conseguirlo, cuando estaban rozando la línea de salida de la independencia, del ir y venir, de quedar con amigos, ir a conciertos, disfrutar de las fiestas de los pueblos más allá de los coches de coche, de quedar para echar horas estudiando en la biblioteca, de enamorarse y ligotear sin parar, de vivirlo todo por primera vez creyendo que son los únicos a los que eso les ha ocurrido, les han cerrado la puerta en las narices. En casa, sin salir, y con tus padres. Es como si les hubieran hecho una versión de miedo de Ricky Business.

Ya están aquí, conmigo. Cincuenta y dos días después nos hemos reencontrado. Bajé a recogerlas con todos los papeles legales necesarios,  sabiendo que si me paraban por la carretera lo más probable es que acabara llorando intentando explicarle al policía lo mucho que había echado de menos a mis hijas. Al vernos no sabíamos abrazarnos, como si se nos hubiera olvidado o nos costara volver a tocarnos. Después de muchos años hicimos el viaje de vuelta sin escuchar música, charlando a través de nuestras mascarillas. "Mamá, me mareo de ver tanto". 

Ya están aquí, conmigo. Instaladas en su cuarto, con sus cosas, con sus perros. Tenemos que crear rutinas nuevas y yo me siento casi como cuando nacieron, las miro mientras duermen, cuando desayunan, cuando pasan por delante de mí mientras ando trabajando y me admira que sean mis hijas, que estén aquí, que sean como son. Antes de ir a buscarlas tenía miedo de que ya no quisieran estar conmigo, de no saber llevarlas, de no saber estar, al fin y al cabo, esto también es nuevo: reencontrarnos, en medio de una pandemia, después de cincuenta y dos días. 

Todo está bien ahora. Incluida la certeza de que en un par de días estaremos discutiendo porque han dejado las zapatillas tiradas, porque su concepto de hacer la cama se parece sospechosamente a no hacerla en absoluto o porque tras cincuenta "voy" no hayan ido a ninguna parte. 

Ya están aquí, todo está bien. 

viernes, 24 de abril de 2020

Estos días. Cosas tontas que no entiendo

No entiendo los juegos de cama con una sola funda de almohada muy larga en la que se supone que has de acomodar dos almohadones. No las entiendo, ¿a quién se le ocurrió? No conozco ninguna pareja lo suficientemente bien avenida como para compartir una funda de almohada. ¿Una cama? sí, ¿un pijama? también. Una funda de almohada no hay amor verdadero en el mundo que tener que despertarte cada vez que tu pareja quiere darle la vuelta a la almohada o abrazarse a ella. ¿Por qué tengo una funda de almohada así? No lo sé. En esta casa hay armarios con más misterios que Narnia y más capacidad que un petrolero y cuando cambié las sábanas saqué el primero juego que encontré. Cada noche pienso que odio esa funda de almohada y que al día siguiente la cortaré y haré dos almohadones. Por lo visto, por las noches, me creo Batman. 

No entiendo tampoco que ha pasado con los tenedores pequeños de mi infancia. ¿Por qué ya no hay tenedores de postre en ninguna casa? Incluso en esta casa con cajones inmensos llenos de cosas que dejaron de tener utilidad hace treinta años, los tenedores de postre escasean. En IKEA, ese lugar que nos enseña cómo debemos vivir, no venden tenedores pequeños. Alguien podrá decir ¿para qué quieres un tenedor pequeño? Y yo puedo contestar ¡para comer fresas! ¡para pinchar anchoas! ¡para comer mejillones! Por supuesto tampoco entiendo porqué las cucharitas limpias se acaban tan deprisa. 

No entiendo tampoco el patrón de sueño de mis perros. Si fuera de verdad Batman o si supiera manejar un excel, hacer coordenadas y llevar un registro metódico, monitorizaría los sitios del jardín donde se duermen para intentar saber si responden a algún estímulo, a alguna variable del tipo "aquí da el sol", "me gusta este trozo de pradera" o "me parece que tengo calor en la tripa voy a apoyarla en el frío suelo" o es más bien algo como "qué pereza dar un paso más". Ojalá Turbón hablara y pudiera contarme porque cuando más llueve se tumba debajo del abeto en vez de meterse en la caseta o en otros mil sitios más resguardados. 

No entiendo porqué mi madre tiene menos confianza en mis habilidades que en cualquiera de sus montañeros de Alaska. Entiendo que yo no sé manejar una motosierra ni construir una cabaña ni curtir pieles de marta pero hay alguna cosa creo que sé hacer. Ella no comparte mi opinión.

–No funciona la desbrozadora.
–Mira a ver si han saltado los enchufes. Están en el cuadro y mira donde pone "enchufes". 
–¿Me lo vas a deletrear?

–Ya lo he mirado. Está todo bien en el cuadro. 
–¿Seguro? Voy a mirar. 
–¿El qué?
–Si han saltados los enchufes.
–Pero si vengo de ahí, acabo de mirarlo y ya te he dicho que está bien. 
–Por si acaso. 

Y así paso los días, sin cumplir mis propósitos nocturnos, preocupada por la desaparición de los tenedores de postre y los hábitos de siesta de mis perros y asombrándome de haber llegado a los cuarenta y siete años siendo, por lo visto, una completa inútil.  


PS: he adoptado un look muy años sesenta y llevo un pañuelo en la cabeza para intentar dominar el pelochismo de la cuarentena y las canas.


martes, 21 de abril de 2020

Estos días. Los días malos


Tough day. Pascal Campion
Abro las cortinas del salón y miro fuera. Intento no sentirme culpable. Desayuno siguiendo un ritual exactamente igual cada día. Intento no pensar en el silencio de la casa. Hago la cama, ventilo la habitación. Aguanto como puedo la oleada de nostalgia que amenaza con tumbarme mientras veo de refilón, casi sin querer, las fotografías de mis hijas, de mis hijas conmigo sonriendo, de mis hijas conmigo de viaje, de mis hijas conmigo, las tres felices. Me pongo a hacer ejercicio mientras lucho contra las ganas de mandar los abdominales, las sentadillas, las flexiones y la tabla a tomar por culo. Me ducho mientras trato de no darme cuenta de que se me está cayendo el pelo. Me visto intento no dar importancia al hecho de que me de igual la pinta que llevo, lo rotos que están los pantalones o los agujeros de las camisetas que me pongo. Me siento a teletrabajar, pasan las horas y me esfuerzo para mantener la concentración, para ir sacando todo lo que tengo que hacer.  Ignoro el frío que tengo, la tiritona. Antes de comer salgo a hacer una foto al castaño. Intento que la sorpresa por haber visto día a día como ha brotado sea mayor que la culpabilidad que siento por estar aquí. Como obligándome porque no tengo hambre, porque la mayoría de los días las judias verdes, los garbanzos, los macarrones, los calabacines, el pollo, la merluza...todo me sabe igual. Vuelvo a sentarme a trabajar mientras escucho de fondo a los Mountain Men de Alaska y Montana. Intento no pensar en mis ganas de vivir aparte de todo, de espaldas a lo que sea que ocurre y de aprender a manejar una moto sierra, a construir una cabaña o a curtir pieles, cualquier cosa que me haga sentir útil. Termino de trabajar. Voy al contenedor y los perros lloran como locos porque los dejo solos tres minutos. Ignoro que voy contraída, en tensión, con los hombros a la altura de las orejas. Meriendo galletas con cucharadas de leche condensada por encima y un par de cucharadas de leche condensada sin galletas debajo. No me cuesta nada ignorar la voz interior que me dice no se qué del azúcar y las grasas.  Plantamos unos semilleros y arreglamos varias macetas. Intento relajar la tensión que tengo acumulada en las mandíbulas, la fuerza con la que las aprieto mientras pienso que me haría muchísima ilusión que las semillas caducadas en 2009 que estoy plantando brotaran. No lo consigo. Hablo con mis hijas e intento sonar alegre, confiada, tranquila, divertida. Ceno. Me tumbo a ver una serie y cuando creo que estoy abstraída de todo me doy cuenta de que tengo un tic en las piernas, que no puedo parar de moverlas. Me lavo los dientes sin mirarme al espejo. Me pongo el pijama mientras intento convencerme de que ya queda menos. Me acuesto y me pongo a leer,  me mezo como cuando, de pequeña, tenía mucho miedo y como cuando, en la depresión, me moría de ansiedad. Apago la luz. Me fuerzo a parar de mecerme. Intento dormir. No lo consigo. Estiro el brazo, cojo el móvil le doy al play. En mi oreja suena Get sleepy, un podcast en el que una voz me susurra que va a hacerme dormir mientras me cuenta la historia de un castillo y sus jardines, o me lleva de paseo por una cueva en Grecia o me guía por los cerezos floridos en la primavera de Tokio. Intento surfear la ansiedad con esos susurros en mi almohada. Dormito. 

Ayer o antes de ayer o a lo mejor fue el sábado o el viernes por la tarde escribí que no paraba de llover y que yo no había llorado. Escribí que no me preocupaba la lluvia pero sí el no llorar porque sabía que todo el miedo, la angustia, la ansiedad, la tristeza, la preocupación, el agobio estaban tejiendo, en mi interior, una bola cada vez más grande, cada vez más pesada que no podría seguir esquivando y que la mejor manera de deshacer esa bola, de desenmarañarla era llorar pero no me salía.


Cuando me levanto, por fin, lloro. Y me permito tener miedo, ansiedad y angustia. Y escribir sobre ello.

PS: He empezado un tubo nuevo de pasta de dientes. No me gusta su sabor. 


lunes, 13 de abril de 2020

Estos días. De salir ahí fuera


Paisaje. Egon Schiele
«Ocurrió en Tallín. Entré en una tienda. Quería comprar una cremallera. 

—¿Tiene cremalleras?
—No.
—¿Y hay algún sitio por aquí donde las vendan?
El dependiente:
—Sí, en Helsinki...»

(Oficio. Dovlatov)


—Hay que sacar la basura— anuncia mi madre. En mi cabeza suena la voz en off de los Montañeros en Alaska. «En anteriores episodios vimos como la madre de Ana, a pesar de las advertencias de ésta de no tocar nada, tocó los contenedores con ambas manos corriendo un peligro innecesario que al final solo se quedó en un susto. Ana no sabe cómo evitar que esto vuelva a ocurrir»— concluye la voz en off de mi cabeza. 

—¿Cuándo quieres ir?- pregunto con miedo. 
—Ve tu sola— «Ana, respira aliviada y se prepara para salir a los contenedores»— anuncia la voz en off. 

Antes de esto, antes de que la vida se acabara decíamos «voy a sacar la basura» en tono de triunfo moral, para que los demás se dieran cuenta de lo que estábamos haciendo. Para que valoraran en su justa media nuestro sacrificio,  mientras todos estaban ahí sentados, sin hacer nada, de tertulia, viendo la tele o lo que fuera, nosotros nos preocupábamos de sacar la basura, hacíamos ese esfuerzo. ¡Héroes!

Ahora no hay nadie a quien decírselo pero cuando lo anuncio me siento un poco Admusen. «Salgo a los contenedores» porque, en realidad, ir a tirar la basura se ha convertido en una expedición. No voy lejos, no hace frío, no necesito crampones, ni comida para el viaje ni un mapa ni una brújula y creo que volveré sana y salva pero el mundo que me espera ahí, al otro lado de la tapia, es desconocido, casi casi nuevo. Para la expedición me pongo zapatillas, las que llevo poniéndome un mes: de montaña e impermeables. Y me pongo el jersey de salir a acariciar perros y volver a entrar en casa cubierta de pelos blancos. Agarro el contenedor lleno hasta los topes y salgo. 

Abro la puerta. El ruido del cerrojo resuena en toda la calle. 

Han crecido champiñones en la puerta de casa. A la derecha veo el cartel de "Cuartel de la guardia civil" en el que hace muchísimos años, escribí por detrás mi primera declaración de amor. A la izquierda está la caseta en la que durante años hubo una pintada en la que ponía «Se te ven las bragas», una genialidad.  Alguien la tapó con un graffiti supuestamente reivindicativo y rompedor que ni reivindica ni rompe nada y que se olvida en cuanto parpadeas. «Se te ven las bragas», sin embargo, permanece en nuestros recuerdos. 

Setenta pasos a los contenedores de envases y orgánico. 

Ochenta y seis hasta los contenedores de papel y carton.

Una bolsa de envases. 
Una de carton. 
Tres de orgánico.

Mission acomplished. Ahora puedo disfrutar de la expedición. No sé las veces que he hecho este camino pero ahora es diferente, más que el paisaje ha cambiado el audio. En el silencio absoluto que rodea nuestra casa es atronador el canto de los pájaros. Yo no tengo oído y a duras penas distingo una urraca de una paloma pero, de pie al lado de los contenedores, distingo por lo menos cinco cantos diferentes, de pájaros que no veo pero que están ahí.  No escucho nada más. No hay coches, ni voces, ni cortacésped, ni música. Aguzo el oído porque me parece escuchar un rumor y descubro que es el agua que corre por el alcantarillado de nuestra calle bajando hacia el río. 

Ha llovido tanto estos días que en esta expedición a mi paisaje sino fuera porque llevo una jersey lleno de pelos y arrasto un contenedor podría imaginarme como una dama inglesa de Bedfordshire. La hierba me llega a los muslos, todo está plagado de flores amarillas y en tres días las lilas en la parcela del ceutí han empezado a brotar. Pienso que si sigo aquí cuando florezcan cortaré unas pocas como hago todos los años....pero ese si condicional sobra. Estaré aquí y cortaré las lilas y las pondré en casa para que algo, en este mes de abril, sea igual a todos mis meses de abril. 

Vuelvo a casa y sigo sin escuchar nada más que los pájaros. Hasta escucho un gallo. Arrastro el contenedor y casi pido perdón por el ruido de sus ruedas en el asfalto, perdón por perturbar la calma de los pájaros, de la lluvia que lleva veinticuatro horas cayendo mansa, de las nubes que suben y bajan por la ladera de la montaña como si La Peñota se tapara y destapara con una sábana (alerta cursilismo), de los vecinos que no están en las casas vacías que nos rodean. 

Antes de entrar en casa paso por delante de mi coche que lleva un mes parado y que con tanta lluvia nunca ha estado más limpio. Soy otra persona diferente a la que lo aparcó aquí hace un mes. Me paro en la puerta, he llegado a casa, se acabó la aventura. Escucho el agua que corre por el alcantarillado, los pájaros, el gallo, un ladrido en la lejanía, la lluvia...y al fondo, un rumor que se va acercando. Miro el reloj, es el tren que llega de Cercedilla a la estación de Los Molinos. Lo imagino vacío pero me tranquiliza que siga pasando. 

Entro y cierro la puerta. 

«He vuelto» anuncio. La voz en off respira aliviada.  


PS: al abrir una puerta de casa que lleva cerrada todo el invierno he encontrado un tres de oros encajado en las bisagras. 


lunes, 6 de abril de 2020

Estos días. De perder y encontrar

Pascal Campion
《Tal vez es solo que sentimos la ausencia de futuro, porque el presente se ha vuelto demasiado abrumador y por tanto se nos ha hecho imposible imaginar un futuro. Y sin futuro, el tiempo se percibe nada más como una acumulación.》Desierto sonoro. Valeria Luiselli.

Hemos perdido el futuro o mejor dicho, la posibilidad de planear el futuro, lo que vamos a hacer dentro de una semana, un mes o, quizás, en verano. Ese verano que yo ya tenía planeado pero del que me he deshecho sin problemas. Ahora el futuro es lo que haré después de terminar de teletrabajar o después de comer o antes de cenar. Es un futuro en pequeño, manejable, de bolsillo. 

Perdiendo el futuro y viviendo en este presente intenso y manejable en el que nada de lo que importaba antes tiene el más mínimo interés, mi madre y yo andamos encontrando cosas, a veces juntas, a veces por separado. 

Por mi parte en unos vaqueros que hacia meses que no me ponía he encontrado cuarenta euros. Un hallazgo sorprendente pero no tan sorprendente como encontrar cinco euros con setenta y cinco céntimos, al cabo de una semana, en unos pantalones de pana que también hacía tiempo que no me ponía. Más allá del valor económico de esos eurillos, estos hallazgos han hecho que encuentre un cierto valor filosófico en mi armario en esta casa. En teoría este armario es un poco el cementerio de elefantes de mi ropa. El proceso es, o era, comprar algo, estrenarlo, ponérmelo en ocasiones especiales, ponérmelo todos los días, ponérmelo para venir a Los Molinos, dejarlo aquí hasta desintegrarse y morir. Completar el proceso no es para todas las prendas, a este armario solo llegan los grandes hits de mi ropa, los pantalones, las camisetas, los jerseys, los zapatos que han sido especiales, que se han portado bien y que son resistentes porque para venir a vivir a este armario hay que haber convivido conmigo por lo menos durante doce años. (aunque también acepto donaciones de prendas especiales de mi hermana). Ahora vivo solo con esa ropa, con esos incunables y me están dando muchas alegrías además del dinero. Me pongo camisetas de hace quince años o zapatos de hace veinte y pienso qué buena compra hice, en el fondo tengo algo de criterio con la ropa. Las cosas viejas dan alegrías, jodeté Mary Kondo. 

Mi madre, por su parte,  ha encontrado en la cesta de la leña una cajita negra muy misteriosa  que tiene dentro unos auriculares inalámbricos que han resultado no ser de nadie de la familia. ¿Cómo ha llegado eso a la cesta de la leña? ¿Qué personaje misterioso nos ha visitado y ha dejado caer esa cajita en medio de las ramas y los troncos? No lo sabemos pero ahora son de mi madre que gracias a ellos (con una pequeña ayuda por mi parte) ha descubierto el podcast Gabinete de curiosidades. Ha descubierto eso y que la cancelación de sonido, como su propio nombre indica, cancela el sonido y no escucha nada con ellos puestos. 

¿Qué más he descubierto? 

- Unos vasos de cocktail con perretes dibujados y unas copas de champán con estrellas talladas. Y un bote de caramelos caducados.

- Un bote de leche condensada condenado, cuando importaba lo que comíamos, a morir caducado y al que estoy dando unos últimos días llenos de gloria y admiración. 

- Las instrucciones de la bicicleta estática que nadie sabía dónde estaban y que, por supuesto, he vuelto a guardar donde estaban sin ni siquiera ojearlas porque sinceramente, me parece un atraso evolutivo que para pedalear en un bici que no se mueve haya que leer instrucciones. 

- Que los gatos de Los Molinos han perdido el miedo. No los veo pero sé que están ahí porque los perros andan como locos ladrando a los setos, las tapias y los matojos. También ladran al panadero y al cartero, esa rutina no la hemos perdido. 

-Que el secreto para tener la piel de las manos fina y sonrosada es lavarse las manos continuamente. Me miro las manos y me recuerda a la Semana Santa de 2010, cuando El Ingeniero, las princesas y yo fuimos a Laspaúles a recoger a los dos perros cuando apenas  eran unos cachorros. Los tenían dos señoras mayorcísimas, dos hermanas, una ciega y la otra completamente vencida por una chepa (no sé como se llama esto técnicamente) que vivían juntas en un caserón de piedra alucinante. Las dos eran divertidas, alegres y recuerdo sobre todo sus sonrisas y sus manos suaves y sonrosadas con una piel que decia "mira todo lo que he hecho con estas manos". 

Entre tantao frivolidad y tontería también nos hemos encontrado con realidades serias. Mi madre dice que por primera vez se siente mayor y yo he descubierto que soy el eslabón débil en la cadena familiar, la pieza que no aporta nada, esa con la que no puedes contar cundo todo falla. Mi madre y mis hijas son muchísimo más fuertes que yo, ellas tres son las que me mantienen a flote... yo solo intento no pesar demasiado encontrando cosas que ya estaban ahí y lavándome las manos cada veinte minutos, intentando no hundirlas a ellas. 


PS: he encontrado también un mechero fucsia en el agujero del forro del bolsillo de un abrigo que me compré hace dieciséis años. Yo no he fumado nunca. Sospecho que el que perdió los auriculares también se puso mi abrigo y se echó un cigarrito. 


jueves, 2 de abril de 2020

Lecturas encadenadas. Estos días que antes eran marzo

Veo, en mi cuaderno de lecturas, que el primer libro del que escribí este mes lo terminé el 11 de marzo, el día en el que todo se rompió. Ese día mis hijas se quedaron en casa y yo volví de trabajar sabiendo que ya no iba a volver a mi despacho en una temporada muy larga. El día en que empecé a sentir el miedo hormigueandome por todo el cuerpo, con una sensación muy parecida a la que tienes cuando se te duerme un brazo o una pierna, ese entumecimiento que sabes que derivará en un dolor insoportable. 

El 11 de marzo terminé El corazón de Inglaterra de Jonathan Coe con traducción de Mauricio Bach. No sé de dónde había llegado esta recomendación pero lo pedí a los Reyes Magos. El corazón de Inglaterra es una novela para intentar entender qué llevó a los ingleses a votar a favor del Brexit. Comienza en abril de 2010 cuando algo como el Brexit era ciencia ficción y termina en septiembre de 2018 cuando la ciencia ficción se ha convertido en realidad y nadie sabe como manejarla y el que puede huye de ella. Para mí gusto el libro tiene una primera parte fantástica con una presentación de personajes y situaciones muy solida y avanza bien hasta justo después de la votación, momento en el que empieza a desinflarse hasta terminar de una manera un poco decepcionante, complaciente más bien. 

A pesar de esta apreciación, es una novela entretenida, interesante y de lectura fácil sin que eso signifique que es tonta. Coe retrata muy bien el desencanto,  la desilusión, la apatía, la decepción con la clase política, la economía y la prensa. Refleja muy bien esa sensación que muchos tenemos de no saber muy bien qué hacer para luchar contra ese desencanto y cómo nos debatimos entre seguir indignándonos  o dejar que esa decepción dé paso a «me desentiendo». 
«Esos tíos no saben de lo que hablan -continúo él -. La cacareada tolerancia. Uno se topa a diario con personas que no son tolerantes, sea el empleado que te atiende en una tienda, sea alguien con quien te cruzas por la calle. Puede que no te digan nada agresivo, pero lo puedes percibir en su mirada y en su actitud hacia ti. Y notas sus ganas de decir algo. Oh, sí, se mueren de ganas de utilizar contigo una de esas palabras prohibidas, o decirte que te vuelvas a tu puto país, sea de donde sea crean que eres, pero saben que no pueden hacerlo. Saben que no está permitido. De manera que además de odiarte a ti, también les odian a ellos, sean quienes sean, a esas personas sin rastro que en alguna parte los están juzgando, legislando sobre lo que pueden y lo que no pueden decir en voz alta.» 

La siguiente anotación en mi cuaderno de lecturas es del 19 de marzo cuando el cosquilleo del miedo me tenía en lo más alto del Dragón Khan de la ansiedad. Ese día había terminado Mi gran odisea griega. Las aventuras de "The Comma Queen" de Mary Norris con traducción de Juan Carrillo del San, regalo de mis hijas por mi cumpleaños. 

A pesar de venir recomendado por Vivian Gornick y de mi querencia por todo lo que tenga que ver con el New Yorker dónde Mary Norris ha trabajado como correctora durante muchos años, ha sido una lectura un poco decepcionante. No es un mal libro pero es un batiburrillo bastante desordendo sobre lingüistica (con los problemas que conlleva leer traducida a una americana contando sus propios problemas aprendiendo griego), gramática, vocabulario, historia, mitología y viajes por Grecia. El caos narrativo sumado a que quizás no tuviera yo el mejor ánimo para leerlo hizo que me costara encontrarle el ritmo. 

Toda la fascinación de Norris por Grecia y el griego se mezcla con anécdotas sobre su vida, su infancia, sus problemas con sus padres, con su madre principalmente, su relación con sus hermanos, sus viajes a Grecia. He aprendido cosas como que el alfabeto griego viene del fenicio y que éste solo tenía consonantes y los griegos añadieron las vocales o que en griego antiguo se escribía sin espaciosentrelaspalabras. 

El 23 de marzo terminé Diario de un cazador de Miguel Delibes que volvió a reconciliarme con la lectura. En los vídeos que he estado viendo de Delibes, él decía que Lorenzo, el protagonista de esta novela, de todos sus personajes era el que menos se parecía a él porque es optimista y sociable pero, mientras leía, yo no podía dejar de imaginarme a Lorenzo como un joven Delibes.  

Lorenzo es un personaje como el Nini, uno de esos que no se olvidan, que ya camina a tu lado para siempre. Es bedel de instituto, vive con su madre y su pasión es la caza, salir al monte, perseguir codornices, liebres, perdices...etc. Es un personaje lleno de vida, con una vida en la que discute con sus vecinos, se preocupa por el dinero, por el trabajo, es muy amigo de sus amigos y se preocupa por ellos pero también se enfada. No hay doblez, ni impostura, ni disfraz, simplemente quiere una vida sencilla y que le permita cazar, pero no es un buenazo, ni es tonto. Se revuelve cuando le atacan, se enfada, guarda rencor. 

De los tres Delibes que llevo leídos este año este es el que retrata una simbiosis más directa entre campo y ciudad. En El Disputado voto del Señor Cayo, la ciudad había acabado con el campo y solo volvía a él para aprovecharse de su último aliento, del voto de sus supervivientes. En Las Ratas era el pueblo, el campo, el único protagonista, un personaje en sí mismo, un lugar casi mitológico. Aquí, en el Diario de un cazador, la relación entre los dos lugares parece más equilibrada aunque es más campo que pueblo. 
«Una madre, como la salud, no se sabe lo que vale hasta que se pierde. Uno se mete en la rutina de cada día y no ve más allá de sus narices. Eso pasa. Y uno es tan paulo que sin perder la escopeta que no puede vivir sin la escopeta, pero sin perder la madre no sabe que la madre representa para él tanto como la escopeta, y que no puede vivir sin ella. Ahora veo a la madre dónde antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Corazón iluminado». 

Leed a Delibes. La vida es mejor con uno de sus libros entre las manos. 

El 29 de marzo tengo las dos últimas anotaciones del mes. Dos libros felices, dos libros para escapar, para olvidar, para leer disfrutando. El primero de ellos es El mundo perdido de Conan Doyle, una novela de aventuras a la que llegué por un regalo. Sé que si no me la hubieran regalado jamás la hubiera leído pero, ahora, después de pasarme tres días entre aventureros, extrañas criaturas y mundos perdidos he decidido que voy  releer también a Julio Verne y todo lo que pille de Conan Doyle. Ya está bien de intensismo y profundidad y literatura para "ver el mundo", yo no quiero ver el mundo o no quiero verlo todo el rato. 

Hay que leer clásicos y si, como yo, habéis llegado a una edad respetable sin haber leído El mundo perdido estáis tardando. No se le puede pedir mas: caballeros ingleses con chistera, científicos engreídos, aventureros adinerados, periodistas, indios, monstruos y sorpresas. 

Los que me seguís en Instagram sabréis que la semana pasada, tras la muerte de Uderzo, hice un vídeo repasando la antigua colección de Asterix y Obelix con la que merendaba cada tarde al volver del colegio y me vine muy arriba con la emoción. Recordé lo mucho que me gustan esos tebeos, las conversaciones eternas que he tenido sobre ellos con Juan, las frases hechas que ya forman parte de nuestro lenguaje habitual y decidí terminar el mes releyendo La residencia de los dioses. 

–Ana, ¿de qué te ries tanto? Te oigo desde la otra punta de la casa.

Releed a Asterix y Obelix, descubriréis cosas que no vistéis cuando los leíais merendando leche con galletas o cuando el cielo no estaba, como ahora, derrumbándose sobre nuestras cabezas.  



Estas han sido mis lecturas del mes en el que se acabó la vida que conocíamos. Volved a leer los libros que se escribieron antes de que conociéramos esa vida que hemos dejado de tener: leed a Conan Doyle, a Delibes y a Asterix y Obelix. Haced una lista y cuando escampe, id a la biblioteca o a la librería de vuestro barrio y compradlos. 

Y con este sabio consejo y un mes entero de confinamiento para seguir leyendo hasta los encadenados de lo que espero sea casi el final de estos días, abril.