martes, 31 de marzo de 2020

Estos días. Viviendo en series

De estos días voy a salir con el pelo completamente blanco. Podría comprar tinte pero me parece tan superfluo, tan innecesario, tan inútil como cuando en las películas, del Hollywood clásico,  sobre la II Guerra Mundial, las mujeres se preocupaban por conseguir medias. Yo siempre pensaba ¨¿Medias?, ¿en una guerra te preocupan las medias? compra plátanos o carbón o pan...pero ¿medias? Pues con el tinte me pasa igual, me da vergüenza comprarlo. Por otro lado si me lo diera ahora no me vería nadie así que sería tirar el dinero y sobre todo el tiempo porque hay pocas cosas más inútiles que teñirse el pelo. La verdad es que dejarme el pelo blanco es algo que llevo tiempo pensando, incluso intentándolo a ratos, contra el criterio de mis hijas, mi amigo Juan, mi peluquera y la mayoría de mis amigos. La última vez me disuadió mi hermana. Me tiñó el pelo con un spray y al terminar dijo: ¿ves? con el pelo blanco eres mamá. Pero en este confinamiento me he dado cuenta de que no soy mi madre, es peor aún. Somos Sophie y Dorothy de Las chicas de oro, tal cual. Esas somos nosotras. Nunca pensé que diría esto pero ¡ojalá ser Blanche! casi puedo ver a mi yo de doce años horrorizada ante esta frase. 

A ratos mi madre y yo somos Sophie y Dorothy. Convivimos en un equilibrio de rutinas y tareas diferenciadas con broncas repentinas porque ella opina que la trato como a una niña y ella me trata a mí como si me faltaran conexiones neuronales o fuera una histérica o las dos cosas a la vez.  

Cuando nos ponemos a cortar leña o a acarrear sacos de veinticinco kilos de pellets para la caldera somos "mis chicos de Alaska" como llama mi madre a una serie de rudos señores americanos con largas barbas canas que se dedican a cortar troncos, construir cabañas y pasar frío y a la que dedica cierta atención mientras hace un puzzle que no acaba nunca. "Creo que faltan piezas" es, por cierto, la frase que sobre todo buen puzzle debe poder decirse.  

Otros ratos somos The office. Me paso horas en videoconferencias de trabajo y mi madre se dedica a pasar por delante de mi ordenador con cara de ¿por qué grita la gente? Estoy esperando al día que aprenda lo de hacer como que baja una escalera. A veces me siento un poco el corresponsal de la BBC al que aparecieron sus adorables niños por detrás. "Anaaa, ¿comemos o no?" o ¿Es que eso no termina nunca? o ¿Pero sigues trabajando? Mi madre nunca ha sabido bien a qué me dedico. 

Otros ratos, a las seis de la tarde, somos los Cazalet. Nos preparamos el té, sacamos la bandeja, las tazas y el bizcocho. Mientras me lo bebo intento no hacer nada, mirar por la ventana lo más lejos posible porque de este encierro además de con el pelo blanco voy a salir Rompetechos. Nunca pensé que echaría de menos conducir mis doscientos kilómetros diarios pudiendo fijar la mirada en un horizonte lejanísimo.  

Por la noche, la semana pasada fuimos ingleses del siglo XVI mientras veíamos a Thomas Crommwell, una especie de Sr. Lobo del renacimiento, solucionarle los problemas a Enrique VIII. Esta semana seguimos siendo inglesas pero de finales del XIX, estamos en el bando de los obreros ingleses de las fábricas de algodón que se enfrentan al equipo de fútbol de señoritos de Eton. 

A las ocho, cada día, volvemos a ser los chicos de Alaska. Aplaudimos en la ventana pero solo nos oímos a nosotras mismas mientras los perros nos miran con cara de no entender nada. Cuando cerramos la ventana y jugamos la partida diaria de trivial online con el resto de la familia, volvemos a ser Las chicas de oro y Sophie se enfada conmigo porque siempre gano.  

A ver si reponen Doctor en Alaska. Me pido O´Connell.


viernes, 27 de marzo de 2020

Estos días. Sobre no saber hacer nada


Pascal Campion
Abro por pura casualidad un vídeo que me manda una amiga que no envía chorradas. Es un vídeo para aprender a lavarse las manos bien, sin dejarse ningún resquicio. Al terminar suspiro aliviada, por fin algo que sé hacer bien. En estos días me he dado cuenta de que no hago casi nada bien, en realidad es que no sé hacer nada. «¡Tú escribes!» Ya bueno, eso no tiene ningún mérito, ni interés ni utilidad. Ayer, a mi madre y a mí, nos faltó descorchar una botella de vino para celebrar que había conseguido arreglar las cuchillas de un vaso de batidora que debe de tener unos cuarenta años. ¡Ole, ole, ole! No hemos hecho nada con ese vaso pero mi madre ha sabido arreglarlo, le ha dado una nueva vida. Yo, en un alarde de ingenio sin precedentes, lo máximo que hubiera podido hacer sería convertirlo en maceta, rellenarlo de tierra, plantar algo, regarlo y que no creciera nada. Por supuesto cuento con que habría elegido mal la tierra, habría plantado lo que fuera al revés y lo habría regado muy poco o demasiado. 

El verano pasado estando de vacaciones también con mi madre se estropeó una lavadora de unos treinta años. El técnico nos dijo «Uy, señoras (cada día me parezco más a mi madre y creo que me faltan cinco años para que parezcamos hermanas), esto es una chorrada pero la pieza no se fabrica». ¿Qué hice yo? Busqué  el modelo de lavadora, el nombre de la pieza, e hice una búsqueda por la red por si acaso podíamos pedirla en algún sitio. Por supuesto fracasé. Y me eché la siesta. Y cuando me levanté con la cara marcada con las arrugas de la almohada y con la sensación de haber vuelto a 1980, me encontré con que mi madre había ido a los chinos, había comprado varias piezas, gomas, alambres y pegamentos y haciendo, una vez más, uso de su talento para ser McGyver, había arreglado la lavadora. 

¿Qué hice yo? Compartir el logro, con fotografía de la pieza incluida, en el grupo de wasap familiar para que las treinta y cinco personas que usan esa lavadora dieran vítores a mi madre. (Es una casa compartida por mucha gente en un equilibro de convivencia muy chulo que ya explicaré otro día). Se celebró con vítores y aplausos y yo comenté que si hubiera un desastre nuclear estaba claro que los que valdrían de algo serían mi madre y tres o cuatro personas más del grupo, entre ellas uno de mis hermanos. Hubo gente que se ofendió y dijo «eh, que yo sé  hacer cosas, méteme en el grupo de gente que salvará a la humanidad». Por no discutir les dije que sí, que vale, pero vamos que no, que la mayoría somos unos inútiles pero a la gente le cuesta reconocerlo. A mí no me cuesta y tampoco podría engañar a nadie.  

Estos días mientras teletrabajo, limpio, cocino alguna cosa, intento leer algo y coloreo mandalas pienso que no sé hacer nada. He intentado pensar en algo que haga bien, algo que sepa hacer a conciencia útil y con algún sentido práctico pero no se me ha ocurrido nada. 

«Qué bonito esto que coloreas» me dijo ayer mi madre. Está claro que tampoco se me da bien lo de los mandalas. 

Ayer perdí dos partidas de parchís a distancia jugando contra mis sobrinos y tres al scrabble contra mi primo que está en Argentina. Quizás me pueda aferrar a esto, tampoco seré nunca una gran campeona de nada... pero entretengo y sé lavarme las manos. 

PS: me he cortado las uñas de las manos y de los pies. Han quedado regular.  

miércoles, 25 de marzo de 2020

Estos dias. Sobre irse o no irse y sobre ser viejo

Escribe Tallón que ahora ya nadie puede decir "Me voy" y eso me recuerda a cuando yo era adolescente y estaba, como ahora, en Los Molinos. En aquella época mi máxima aspiración era estar todo el tiempo que pudiera con mis amigos, todas las horas, todos los minutos, posibles. En mi casa se llevaba una disciplina estricta porque mi madre era un poco la Srta. Rottenmayer, un poco Julie Trinos en Sonrisas y Lágrimas y otro poco un instructor de colegio interno especializado en casos rebeldes (Yo era una santa pero mi madre no lo veía así). Esta curiosa multipersonalidad de mi madre significaba para nosotros que a las 9:30 tocaba una campana para bajar a desayunar, que a las dos y media tenías que estar en casa sentado a la mesa para comer y que a las diez, ¡ay de ti! si no llegabas en punto a la cena. No puedo ni contar los días que llegaba a casa de mis amigos a las once de la mañana para encontrármelos profundamente dormidos. «Ana, pasa si quieres a ver si consigues que se despierte» me decían sus padres mirándome con cara de ¿Pero esta chica no tiene casa?  ¿Sabéis eso que dicen que si miras a alguien mientras duerme, se despierta? Es mentira. 

Mi drama era que yo llegaba la primera, cuando no había nadie y me tenía que ir la primera, cuando estaban todos. Como siempre he sido mucho de agonizar con anticipación, una hora antes de la hora empezaba con mi cantinela «Yo me voy», y no me iba. Y lo repetía cada cinco minutos sin moverme del sitio «yo me voy», «yo me voy», «yo me voy» y no me iba. En el fondo esperaba una revuelta popular, un estallido de solidaridad entre mis amigos para que todos se levantaran y dijeran «No, no te vas, vamos a hablar con tu madre para que cambie las reglas» Por supuesto eso no pasó jamás y lo que ocurrió fue que mis amigos lo tomaron como frase comodín, decian "yo me voy" cuando no tenían ninguna intención de quedarse a dormir, a comer o a pasar horas en donde fuera que estuviéramos. 

«Ahora sí que me tengo que ir» era la frase con la que me despedía definitivamente. 

Ahora, como cuando era adolescente, no me quiero ir a ninguna parte. Quiero quedarme aquí, a salvo, en mi casa, en mi cuarto, con mis cosas, mis libros, mi estantería. El sábado hice una limpieza tan a fondo que creo que encontré recuerdos y lágrimas (ya he dicho que en pandemia me voy a permitir ser todo lo cursi que me dé la gana) desde que en ese mismo cuarto sobreviví a mis primeros desengaños amorosos. 

Quiero estar en casa porque lo que hay fuera me da miedo.
 
Ojalá me pasara como a Joanne Cameron, una entrañable señora escocesa, que tiene una mutación genética que le impide sentir emociones negativas. ¡Ojo! No es que no sepa que hay cosas tristes, no es que no le afecte la muerte de sus seres queridos o las desgracias, no es un terminator o una psicópata. Lo que le ocurre a Joanne es que todas esas emociones negativas no la consumen, su cerebro las encaja, las acomoda y sigue adelante. “I know the word ‘pain,’ and I know people are in pain, because you can see it.I see stress, and I’ve seen pain, what it does, but I’m talking about an abstract thing.” 

La envidio tanto. 

Veo con mi madre En el estanque dorado. Iba a decir  «con Henry Fonda y Katherine Hepburn haciendo de pareja de ancianos» pero no "hacen de nada", son una pareja de ancianos renqueantes, cuyos cuerpos empiezan a fallar mientras sus cerebros siguen brillantes, alegres, chisporroteantes (alerta cursilería) e ingeniosos. La primera vez que vi esta película me encantó, de la segunda no tengo recuerdo pero ésta ha sido maravilloso. Es una película que te reconcilia con todo y, sobre todo, te enfrenta al hecho de hacerte viejo. No mayor que es un eufemismo que nos hemos montado para creernos jóvenes con cincuenta palos. Esta película va de viejos siendo viejísimos y siendo tan o, mejor dicho, siendo más, mucho más interesantes que los jóvenes. Está en Filmin, alquiladla porque cada minuto que paséis viéndola será un minuto en el que estaréis en otra vida. 
«Pasé un rato con él en la rectoría. El hombre anda mediante [...] Hay que ver, con lo que ha sido este hombre. Mentira parece. Dice que esa es la vida y que uno cuando sirve para todo no piensa en el día que no servirá para nada, y que cuando llega el día en que no sirve para nada no tarda en acostumbrarse a estar mano sobre mano.» (Diario de un cazador, Miguel Delibes)
Tengo un tic en el párpado del ojo izquierdo.

En unos pantalones que no me ponía desde hacía meses me he encontrado cuarenta euros. 

PS: sigo sin encontrar el momento de cortarme las uñas. 

lunes, 23 de marzo de 2020

Estos días


«Una madre, como la salud, no se sabe lo que vale hasta que se pierde. Uno se mete en la rutina de cada día y no ve más allá de sus narices. Eso pasa. Y uno es tan paulo que sin perder la escopeta que no puede vivir sin la escopeta, pero sin perder la madre no sabe que la madre representa para él tanto como la escopeta, y que no puede vivir sin ella. Ahora veo a la madre dónde antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Corazón iluminado». (Diario de un cazador, Miguel Delibes)

Ayer por la noche terminé esta novela Apagué la luz, me hice pequeña en mi cama y me puse de fondo un podcast, City of refuge. Es una nueva rutina, una rutina de confinamiento, una rutina para conjurar el sueño y mantener la ansiedad al otro lado de la manta. La historia de un pueblo francés que mantuvo a salvo a cinco mil judíos durante la II Guerra Mundial susurrada en mi almohada es como si alguien me contara un cuento y acabo durmiéndome. Y teniendo que escuchar el episodio otra vez al día siguiente y al día siguiente y al siguiente pero no importa. 

 Me escribe y me llama gente preocupada por mí, porque cuento, escribo y digo que tengo picos de ansiedad descontrolados. Tienen miedo por mí y yo lo tengo por ellos. Si algo aprendí durante los días iguales es a reconocer y domar un ataque de ansiedad. Sé que son como montañas rusas, suben y suben y suben y suben hasta alturas que parecen no tener fin y de las que crees que te despeñarás porque no podrás aguantar el miedo por lo que te espera al final... y luego descienden y te encuentras, de repente, no en el Dragon Khan sino en el estanque de los patos y entonces piensas «¿Cómo podía tener tanto miedo esta mañana o ayer o esta noche?» y así vuelta tras vuelta. Sé además que de ansiedad no se llora, que uno quiere llorar pero lo que consigue son arcadas en vacío y gritos sin sonido, sé que te duelen las piernas de la tensión y que la ansiedad da mucho frío. Sé también que está en tu cabeza y sé que se pasa de angustia. Y sé que se acaba. 

«No escribáis diario de la cuarentena» leo por ahí o «A ver si ahora vais a ser todos diaristas» y por un momento pienso ¿Cómo voy a escribir de esto? y luego vuelvo siempre al principio, al 28 de enero de 2008 cuando pensé que esto se iba a llamar Cosas que (me) pasan y que no le interesaría a nadie pero que quizás fuera buena idea.  ¿Qué (me) pasa? Lo impensable, lo increíble, lo inimaginable, lo que nos ha convertido en personajes de serie de televisión que siempre acaba bien pero sin ser personajes, sin maquillaje y sin final feliz. Pero con final. Esto es algo que también pienso cada noche: queda un día menos. A lo mejor a alguien le parece un pensamiento idiota pero no lo es y sé que funciona porque ya lo hizo hace cinco años cuando en realidad no creía que aquello fuera a tener fin. Esto sí va a tenerlo aunque como todas las desgracias de la vida, ojalá durara menos, ojalá se pasará antes, ojalá nos dijeran cuándo acabará. Poner un horizonte temporal al sufrimiento lo hace menos, lo domestica, lo encajona. 

El castaño del jardín ha empezado a florecer. Nunca había tenido la oportunidad de verlo florecer día a día, ahora la voy a tener. Me he propuesto hacerle una foto cada día sin más propósito que mantener una rutina igual que leo el New Yorker en el desayuno, hago la cama como si fuera a venir Clint Eastwood a pasar revista y a preguntarme si soy de Oklahoma, hago mis ejercicios renegando igual que cuando salir a la calle me parecía una tortura y llamo a mis hijas «después de los aplausos» para que me miren con cara de «Mamá, eres pesadísima».

Llueve muchísimo. A mí me parece bien que llueva, es como si el tiempo nos dijera «no hay nada que ver aquí fuera, quédate en casa». Sé que a mucha gente le entristece pero a mí no. Pienso que  en el sufrimiento y el dolor te vuelves de alguna manera egoísta, te agarras a las cosas que te hacen sentir mejor, en mi caso la lluvia y los atardeceres tempranos. Pienso en el cambio de hora pero me paro antes de ir más allá, por ahí se va a la ansiedad.

Escucho a David y Cathy. Son irlandeses y viven en Inglaterra, tienen un podcast que se llama The Cinemile en el que hablan de pelis mientras van y vienen del cine. Me encantan sus comentarios porque son como los que hago yo al salir del cine. Les mando un mail porque anuncian que aunque ahora no vayan al cine seguirán comentando las pelis que ven en el sofá. Les escribo para darles las gracias porque me acompañan, porque suenan tintineantes y cristalinos (Esto es supercursi pero si en una pandemia no puedo ser cursi ¿cuándo coño voy a serlo?). Me contestan «Sending you all our love. We will keep the podcast up because it’s something we can still do that we love. Emails like yours make it all worth while. Keep in touch, Loads of love». Lloro un poco.   

A las seis, como si viviéramos en Dowtown Abbey, es la hora del té. Mi taza es blanca con una oca con un lazo azul. La compré en Sarlat en el verano de 2014 y mientras me bebo mi tila pienso en escribir este post como los escribía cuando empecé, pensando que nadie me leerá y sin releerlo. 

PS: es curioso como a pesar de estar todo el día en casa, no encuentro el momento de cortarme las uñas.