martes, 31 de marzo de 2020

Estos días. Viviendo en series

De estos días voy a salir con el pelo completamente blanco. Podría comprar tinte pero me parece tan superfluo, tan innecesario, tan inútil como cuando en las películas, del Hollywood clásico,  sobre la II Guerra Mundial, las mujeres se preocupaban por conseguir medias. Yo siempre pensaba ¨¿Medias?, ¿en una guerra te preocupan las medias? compra plátanos o carbón o pan...pero ¿medias? Pues con el tinte me pasa igual, me da vergüenza comprarlo. Por otro lado si me lo diera ahora no me vería nadie así que sería tirar el dinero y sobre todo el tiempo porque hay pocas cosas más inútiles que teñirse el pelo. La verdad es que dejarme el pelo blanco es algo que llevo tiempo pensando, incluso intentándolo a ratos, contra el criterio de mis hijas, mi amigo Juan, mi peluquera y la mayoría de mis amigos. La última vez me disuadió mi hermana. Me tiñó el pelo con un spray y al terminar dijo: ¿ves? con el pelo blanco eres mamá. Pero en este confinamiento me he dado cuenta de que no soy mi madre, es peor aún. Somos Sophie y Dorothy de Las chicas de oro, tal cual. Esas somos nosotras. Nunca pensé que diría esto pero ¡ojalá ser Blanche! casi puedo ver a mi yo de doce años horrorizada ante esta frase. 

A ratos mi madre y yo somos Sophie y Dorothy. Convivimos en un equilibrio de rutinas y tareas diferenciadas con broncas repentinas porque ella opina que la trato como a una niña y ella me trata a mí como si me faltaran conexiones neuronales o fuera una histérica o las dos cosas a la vez.  

Cuando nos ponemos a cortar leña o a acarrear sacos de veinticinco kilos de pellets para la caldera somos "mis chicos de Alaska" como llama mi madre a una serie de rudos señores americanos con largas barbas canas que se dedican a cortar troncos, construir cabañas y pasar frío y a la que dedica cierta atención mientras hace un puzzle que no acaba nunca. "Creo que faltan piezas" es, por cierto, la frase que sobre todo buen puzzle debe poder decirse.  

Otros ratos somos The office. Me paso horas en videoconferencias de trabajo y mi madre se dedica a pasar por delante de mi ordenador con cara de ¿por qué grita la gente? Estoy esperando al día que aprenda lo de hacer como que baja una escalera. A veces me siento un poco el corresponsal de la BBC al que aparecieron sus adorables niños por detrás. "Anaaa, ¿comemos o no?" o ¿Es que eso no termina nunca? o ¿Pero sigues trabajando? Mi madre nunca ha sabido bien a qué me dedico. 

Otros ratos, a las seis de la tarde, somos los Cazalet. Nos preparamos el té, sacamos la bandeja, las tazas y el bizcocho. Mientras me lo bebo intento no hacer nada, mirar por la ventana lo más lejos posible porque de este encierro además de con el pelo blanco voy a salir Rompetechos. Nunca pensé que echaría de menos conducir mis doscientos kilómetros diarios pudiendo fijar la mirada en un horizonte lejanísimo.  

Por la noche, la semana pasada fuimos ingleses del siglo XVI mientras veíamos a Thomas Crommwell, una especie de Sr. Lobo del renacimiento, solucionarle los problemas a Enrique VIII. Esta semana seguimos siendo inglesas pero de finales del XIX, estamos en el bando de los obreros ingleses de las fábricas de algodón que se enfrentan al equipo de fútbol de señoritos de Eton. 

A las ocho, cada día, volvemos a ser los chicos de Alaska. Aplaudimos en la ventana pero solo nos oímos a nosotras mismas mientras los perros nos miran con cara de no entender nada. Cuando cerramos la ventana y jugamos la partida diaria de trivial online con el resto de la familia, volvemos a ser Las chicas de oro y Sophie se enfada conmigo porque siempre gano.  

A ver si reponen Doctor en Alaska. Me pido O´Connell.


viernes, 27 de marzo de 2020

Estos días. Sobre no saber hacer nada


Pascal Campion
Abro por pura casualidad un vídeo que me manda una amiga que no envía chorradas. Es un vídeo para aprender a lavarse las manos bien, sin dejarse ningún resquicio. Al terminar suspiro aliviada, por fin algo que sé hacer bien. En estos días me he dado cuenta de que no hago casi nada bien, en realidad es que no sé hacer nada. «¡Tú escribes!» Ya bueno, eso no tiene ningún mérito, ni interés ni utilidad. Ayer, a mi madre y a mí, nos faltó descorchar una botella de vino para celebrar que había conseguido arreglar las cuchillas de un vaso de batidora que debe de tener unos cuarenta años. ¡Ole, ole, ole! No hemos hecho nada con ese vaso pero mi madre ha sabido arreglarlo, le ha dado una nueva vida. Yo, en un alarde de ingenio sin precedentes, lo máximo que hubiera podido hacer sería convertirlo en maceta, rellenarlo de tierra, plantar algo, regarlo y que no creciera nada. Por supuesto cuento con que habría elegido mal la tierra, habría plantado lo que fuera al revés y lo habría regado muy poco o demasiado. 

El verano pasado estando de vacaciones también con mi madre se estropeó una lavadora de unos treinta años. El técnico nos dijo «Uy, señoras (cada día me parezco más a mi madre y creo que me faltan cinco años para que parezcamos hermanas), esto es una chorrada pero la pieza no se fabrica». ¿Qué hice yo? Busqué  el modelo de lavadora, el nombre de la pieza, e hice una búsqueda por la red por si acaso podíamos pedirla en algún sitio. Por supuesto fracasé. Y me eché la siesta. Y cuando me levanté con la cara marcada con las arrugas de la almohada y con la sensación de haber vuelto a 1980, me encontré con que mi madre había ido a los chinos, había comprado varias piezas, gomas, alambres y pegamentos y haciendo, una vez más, uso de su talento para ser McGyver, había arreglado la lavadora. 

¿Qué hice yo? Compartir el logro, con fotografía de la pieza incluida, en el grupo de wasap familiar para que las treinta y cinco personas que usan esa lavadora dieran vítores a mi madre. (Es una casa compartida por mucha gente en un equilibro de convivencia muy chulo que ya explicaré otro día). Se celebró con vítores y aplausos y yo comenté que si hubiera un desastre nuclear estaba claro que los que valdrían de algo serían mi madre y tres o cuatro personas más del grupo, entre ellas uno de mis hermanos. Hubo gente que se ofendió y dijo «eh, que yo sé  hacer cosas, méteme en el grupo de gente que salvará a la humanidad». Por no discutir les dije que sí, que vale, pero vamos que no, que la mayoría somos unos inútiles pero a la gente le cuesta reconocerlo. A mí no me cuesta y tampoco podría engañar a nadie.  

Estos días mientras teletrabajo, limpio, cocino alguna cosa, intento leer algo y coloreo mandalas pienso que no sé hacer nada. He intentado pensar en algo que haga bien, algo que sepa hacer a conciencia útil y con algún sentido práctico pero no se me ha ocurrido nada. 

«Qué bonito esto que coloreas» me dijo ayer mi madre. Está claro que tampoco se me da bien lo de los mandalas. 

Ayer perdí dos partidas de parchís a distancia jugando contra mis sobrinos y tres al scrabble contra mi primo que está en Argentina. Quizás me pueda aferrar a esto, tampoco seré nunca una gran campeona de nada... pero entretengo y sé lavarme las manos. 

PS: me he cortado las uñas de las manos y de los pies. Han quedado regular.  

miércoles, 25 de marzo de 2020

Estos dias. Sobre irse o no irse y sobre ser viejo

Escribe Tallón que ahora ya nadie puede decir "Me voy" y eso me recuerda a cuando yo era adolescente y estaba, como ahora, en Los Molinos. En aquella época mi máxima aspiración era estar todo el tiempo que pudiera con mis amigos, todas las horas, todos los minutos, posibles. En mi casa se llevaba una disciplina estricta porque mi madre era un poco la Srta. Rottenmayer, un poco Julie Trinos en Sonrisas y Lágrimas y otro poco un instructor de colegio interno especializado en casos rebeldes (Yo era una santa pero mi madre no lo veía así). Esta curiosa multipersonalidad de mi madre significaba para nosotros que a las 9:30 tocaba una campana para bajar a desayunar, que a las dos y media tenías que estar en casa sentado a la mesa para comer y que a las diez, ¡ay de ti! si no llegabas en punto a la cena. No puedo ni contar los días que llegaba a casa de mis amigos a las once de la mañana para encontrármelos profundamente dormidos. «Ana, pasa si quieres a ver si consigues que se despierte» me decían sus padres mirándome con cara de ¿Pero esta chica no tiene casa?  ¿Sabéis eso que dicen que si miras a alguien mientras duerme, se despierta? Es mentira. 

Mi drama era que yo llegaba la primera, cuando no había nadie y me tenía que ir la primera, cuando estaban todos. Como siempre he sido mucho de agonizar con anticipación, una hora antes de la hora empezaba con mi cantinela «Yo me voy», y no me iba. Y lo repetía cada cinco minutos sin moverme del sitio «yo me voy», «yo me voy», «yo me voy» y no me iba. En el fondo esperaba una revuelta popular, un estallido de solidaridad entre mis amigos para que todos se levantaran y dijeran «No, no te vas, vamos a hablar con tu madre para que cambie las reglas» Por supuesto eso no pasó jamás y lo que ocurrió fue que mis amigos lo tomaron como frase comodín, decian "yo me voy" cuando no tenían ninguna intención de quedarse a dormir, a comer o a pasar horas en donde fuera que estuviéramos. 

«Ahora sí que me tengo que ir» era la frase con la que me despedía definitivamente. 

Ahora, como cuando era adolescente, no me quiero ir a ninguna parte. Quiero quedarme aquí, a salvo, en mi casa, en mi cuarto, con mis cosas, mis libros, mi estantería. El sábado hice una limpieza tan a fondo que creo que encontré recuerdos y lágrimas (ya he dicho que en pandemia me voy a permitir ser todo lo cursi que me dé la gana) desde que en ese mismo cuarto sobreviví a mis primeros desengaños amorosos. 

Quiero estar en casa porque lo que hay fuera me da miedo.
 
Ojalá me pasara como a Joanne Cameron, una entrañable señora escocesa, que tiene una mutación genética que le impide sentir emociones negativas. ¡Ojo! No es que no sepa que hay cosas tristes, no es que no le afecte la muerte de sus seres queridos o las desgracias, no es un terminator o una psicópata. Lo que le ocurre a Joanne es que todas esas emociones negativas no la consumen, su cerebro las encaja, las acomoda y sigue adelante. “I know the word ‘pain,’ and I know people are in pain, because you can see it.I see stress, and I’ve seen pain, what it does, but I’m talking about an abstract thing.” 

La envidio tanto. 

Veo con mi madre En el estanque dorado. Iba a decir  «con Henry Fonda y Katherine Hepburn haciendo de pareja de ancianos» pero no "hacen de nada", son una pareja de ancianos renqueantes, cuyos cuerpos empiezan a fallar mientras sus cerebros siguen brillantes, alegres, chisporroteantes (alerta cursilería) e ingeniosos. La primera vez que vi esta película me encantó, de la segunda no tengo recuerdo pero ésta ha sido maravilloso. Es una película que te reconcilia con todo y, sobre todo, te enfrenta al hecho de hacerte viejo. No mayor que es un eufemismo que nos hemos montado para creernos jóvenes con cincuenta palos. Esta película va de viejos siendo viejísimos y siendo tan o, mejor dicho, siendo más, mucho más interesantes que los jóvenes. Está en Filmin, alquiladla porque cada minuto que paséis viéndola será un minuto en el que estaréis en otra vida. 
«Pasé un rato con él en la rectoría. El hombre anda mediante [...] Hay que ver, con lo que ha sido este hombre. Mentira parece. Dice que esa es la vida y que uno cuando sirve para todo no piensa en el día que no servirá para nada, y que cuando llega el día en que no sirve para nada no tarda en acostumbrarse a estar mano sobre mano.» (Diario de un cazador, Miguel Delibes)
Tengo un tic en el párpado del ojo izquierdo.

En unos pantalones que no me ponía desde hacía meses me he encontrado cuarenta euros. 

PS: sigo sin encontrar el momento de cortarme las uñas. 

lunes, 23 de marzo de 2020

Estos días


«Una madre, como la salud, no se sabe lo que vale hasta que se pierde. Uno se mete en la rutina de cada día y no ve más allá de sus narices. Eso pasa. Y uno es tan paulo que sin perder la escopeta que no puede vivir sin la escopeta, pero sin perder la madre no sabe que la madre representa para él tanto como la escopeta, y que no puede vivir sin ella. Ahora veo a la madre dónde antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Corazón iluminado». (Diario de un cazador, Miguel Delibes)

Ayer por la noche terminé esta novela Apagué la luz, me hice pequeña en mi cama y me puse de fondo un podcast, City of refuge. Es una nueva rutina, una rutina de confinamiento, una rutina para conjurar el sueño y mantener la ansiedad al otro lado de la manta. La historia de un pueblo francés que mantuvo a salvo a cinco mil judíos durante la II Guerra Mundial susurrada en mi almohada es como si alguien me contara un cuento y acabo durmiéndome. Y teniendo que escuchar el episodio otra vez al día siguiente y al día siguiente y al siguiente pero no importa. 

 Me escribe y me llama gente preocupada por mí, porque cuento, escribo y digo que tengo picos de ansiedad descontrolados. Tienen miedo por mí y yo lo tengo por ellos. Si algo aprendí durante los días iguales es a reconocer y domar un ataque de ansiedad. Sé que son como montañas rusas, suben y suben y suben y suben hasta alturas que parecen no tener fin y de las que crees que te despeñarás porque no podrás aguantar el miedo por lo que te espera al final... y luego descienden y te encuentras, de repente, no en el Dragon Khan sino en el estanque de los patos y entonces piensas «¿Cómo podía tener tanto miedo esta mañana o ayer o esta noche?» y así vuelta tras vuelta. Sé además que de ansiedad no se llora, que uno quiere llorar pero lo que consigue son arcadas en vacío y gritos sin sonido, sé que te duelen las piernas de la tensión y que la ansiedad da mucho frío. Sé también que está en tu cabeza y sé que se pasa de angustia. Y sé que se acaba. 

«No escribáis diario de la cuarentena» leo por ahí o «A ver si ahora vais a ser todos diaristas» y por un momento pienso ¿Cómo voy a escribir de esto? y luego vuelvo siempre al principio, al 28 de enero de 2008 cuando pensé que esto se iba a llamar Cosas que (me) pasan y que no le interesaría a nadie pero que quizás fuera buena idea.  ¿Qué (me) pasa? Lo impensable, lo increíble, lo inimaginable, lo que nos ha convertido en personajes de serie de televisión que siempre acaba bien pero sin ser personajes, sin maquillaje y sin final feliz. Pero con final. Esto es algo que también pienso cada noche: queda un día menos. A lo mejor a alguien le parece un pensamiento idiota pero no lo es y sé que funciona porque ya lo hizo hace cinco años cuando en realidad no creía que aquello fuera a tener fin. Esto sí va a tenerlo aunque como todas las desgracias de la vida, ojalá durara menos, ojalá se pasará antes, ojalá nos dijeran cuándo acabará. Poner un horizonte temporal al sufrimiento lo hace menos, lo domestica, lo encajona. 

El castaño del jardín ha empezado a florecer. Nunca había tenido la oportunidad de verlo florecer día a día, ahora la voy a tener. Me he propuesto hacerle una foto cada día sin más propósito que mantener una rutina igual que leo el New Yorker en el desayuno, hago la cama como si fuera a venir Clint Eastwood a pasar revista y a preguntarme si soy de Oklahoma, hago mis ejercicios renegando igual que cuando salir a la calle me parecía una tortura y llamo a mis hijas «después de los aplausos» para que me miren con cara de «Mamá, eres pesadísima».

Llueve muchísimo. A mí me parece bien que llueva, es como si el tiempo nos dijera «no hay nada que ver aquí fuera, quédate en casa». Sé que a mucha gente le entristece pero a mí no. Pienso que  en el sufrimiento y el dolor te vuelves de alguna manera egoísta, te agarras a las cosas que te hacen sentir mejor, en mi caso la lluvia y los atardeceres tempranos. Pienso en el cambio de hora pero me paro antes de ir más allá, por ahí se va a la ansiedad.

Escucho a David y Cathy. Son irlandeses y viven en Inglaterra, tienen un podcast que se llama The Cinemile en el que hablan de pelis mientras van y vienen del cine. Me encantan sus comentarios porque son como los que hago yo al salir del cine. Les mando un mail porque anuncian que aunque ahora no vayan al cine seguirán comentando las pelis que ven en el sofá. Les escribo para darles las gracias porque me acompañan, porque suenan tintineantes y cristalinos (Esto es supercursi pero si en una pandemia no puedo ser cursi ¿cuándo coño voy a serlo?). Me contestan «Sending you all our love. We will keep the podcast up because it’s something we can still do that we love. Emails like yours make it all worth while. Keep in touch, Loads of love». Lloro un poco.   

A las seis, como si viviéramos en Dowtown Abbey, es la hora del té. Mi taza es blanca con una oca con un lazo azul. La compré en Sarlat en el verano de 2014 y mientras me bebo mi tila pienso en escribir este post como los escribía cuando empecé, pensando que nadie me leerá y sin releerlo. 

PS: es curioso como a pesar de estar todo el día en casa, no encuentro el momento de cortarme las uñas. 

jueves, 19 de marzo de 2020

El día que Charlton Heston me hizo reír

–Marco Antonio, dime una cosa, ¿cuánto me quieres? 
–El amor verdadero no puede expresarse con palabras.

Y me sorprendo a mí misma con una carcajada sonora, sincera y que me sale de ese estómago en el que creía que solo vivía mi ansiedad. Me río tanto que mi madre me pregunta «¿Qué te pasa?»

Lo que me pasa es Charlton Heston tumbado en plan sexual, algo complicadísimo de imaginar y aún más complicado de ver, sobre una actriz que en algún momento, unos meses en 1972, fue famosa que hace de Cleopatra.  Me pasa Charlton Heston con una especie de túnica transparente hasta los pies, con todos los botones desabrochados enseñando su pecho peludo. Me pasa Charlton Heston llevando encima de esa túnica de hippie trasnochado de Ibiza un collar de perlas largo digno de la Condesa Madre de Downtown Abbey.

Por supuesto Charlton y la actriz conocida en su casa a la hora de comer se besan fatal fatalísimo, con esos besos que se daban en 1972 en los que se frotaban los labios unos contra otros como queriendo descubrir que era lo último que habían comido. Un horror de lujuria y deseo. 

A Charlton lo sacan de ese embeleso de túnicas, perlas y malos besos un mensajero que le trae noticias de Roma porque  Charlton, que casi lo olvido, está haciendo de Marco Antonio. El mensajero entre cositas políticas de Cesar y Pompeyo y ejércitos, le dice así como de pasada, que su mujer, Fulvia, ha muerto. «Aquello que desdeñamos cuando se nos va, volvemos a desearlo. Es buena ahora que se ha ido.» dice muy serio agarrado a un aplique de la pared del palacio. Ya te vale, Charlton. 

«Pero, hija, ¿qué te pasa?»

Me pasa que de repente Charlton se pone en plan diva divinísima de Ibiza y le entra un remordimiento brutal por haber estado frotándose con Cleopatra mientras su mujer estaba en la otra punta del mundo y ¡tachán!, como si fuera una vedette, se arranca la túnica, rompe las perlas y se queda en pelotas con un taparrabos con flecos color carne. 

Y se pasea por la estancia de cartón de piedra del palacio de Cleopatra. Y se gira ¡y descubro que además de taparrabos es tanga y le veo los cachetes del culo a Charlton Heston! 

Y me río, me río hasta que se me saltan las lágrimas. Me río a carcajadas de lo ridículo que es todo y de lo en serio que se lo debieron tomar hace cuarenta y ocho años al rodar esta película. 

A partir de aquí, minuto ocho,  la película ya solo va cuesta abajo hasta el minuto 120. Charlton vuelve a Roma se casa con Carmen Sevilla que hace de Octavia, hermana de Cesar. A Cleopatra le llevan la noticia y se lo toma regulinchi así que al mensajero le hace un interrogatorio tronchante: 

–Octavia ¿es alta?
–No, nooo, para nada...es bajísima. 
–Bien, bien. ¿De qué color tiene el pelo?
–¿Rubio? 
–¿Seguro que rubio?
–Ah no no, negro feísimo.
–¿Es lista?
–Qué va, qué va, para nada.... es tantísima. 
–Bien, bien. ¿Tiene majestad en el porte?
–PARA NADA. Tiene tan poca frente que el pelo le sale de las cejas. 

Otra vez llorando de la risa. 

Mientras Cleopatra está jugando al Quien es quién con el mensajero Charlton ya se ha cansado de Octavia porque ésta además está en plan "lo nuestro es platónico" y se vuelve a Egipto a frotarse labios que es lo que a él le va. En medio hay cosas de política romana del tipo quítate tú que me ponga yo y una batalla naval que casi parece protagonizada por los clics (playmobil para los millenials). 

Marco Antonio y Cleopatra se supone que es la historia de como la reina egipcia convirtió a un gran general romano en un pelele pero en mi cabeza será para siempre la peli en la que una actriz desconocida hizo que Charlton Heston fuera en taparrabos con flecos. 

Será siempre la peli que me hizo reír cuando más lo necesitaba. 

*Acabo de leer que la peli la dirigió el propio Heston y que la batalla naval de los playmobil estaba hecha con imágenes sobrantes de la peli Ben-Hur. 


domingo, 15 de marzo de 2020

Internet amansa mi miedo

El viernes pasado saludé a mis hijas desde la calle mientras ellas se asomaban a la ventana desde un sexto piso. Había ido a recogerlas para que se vinieran conmigo el fin de semana pero no pudo ser, por un posible contagio laboral de El Ingeniero decidimos que era mejor que se quedaran en cuarentena los tres juntos.  

Es la decisión correcta. 
Ellos van a estar perfectamente. 
Yo voy a estar perfectamente. 

Lloré cuando no me veían. Y por la noche me desperté con un precioso ataque de ansiedad que se parecía muchísimo a los ataques de ansiedad que tuve cuando estuve enferma de depresión. 

La incertidumbre, y esto no lo sabía cuando escribí el último post, puede prolongarse en el tiempo y aprendes a convivir con ella o, como la famosa curva, puede escalar rápidamente y dar el salto a angustia, para luego relajarse, volver a subir a un pico de pánico y volver a bajar. Eso me pasó a mí la noche del viernes al sábado y parte de la mañana. Después, fue bajando y calmándose y la incertidumbre ya ha desaparecido porque lo más acojonante de toda esta situación es cómo en un par de días, algo que hace una semana nos hubiera parecido ciencia ficción, se está convirtiendo en rutina. Y la rutina da calma, da seguridad. Y te acostumbras al miedo. 

Y en esta rutina y en este miedo nos está salvando la vida "el malvado internet y la larga mano negra de las redes sociales". Hay muchas tonterías, muchas mentiras, mucha gente mal metiendo, claro que sí, como la hay en tu curro, en el bar de la esquina, en los periódicos y en tu gimnasio pero también hay millones de cosas buenas. Para empezar estamos aislados pero dándole a un botoncito podemos ver las caras de los que no están con nosotros, ver que están bien, que se acaban de levantar y, en mi caso, que están hasta el moño de que las llame. «No hay nada nuevo, mamá. Estamos encerradas en casa, ¿qué quieres que pase? ¿Una gotera?»

«El malvado internet» nos proporciona películas, series, podcasts y nos da una ventana para preguntar las dudas que tengamos porque «el malvado internet» está lleno de gente real, gente tan acojonada como nosotros pero que a lo mejor igual que yo sé algo de podcasts, ellos saben de otras cosas interesantes, importantes o simplemente entretenidas. «El malvado internet» nos permite saber qué está pasando y qué va a pasar, nos permite comprobar que en todos los países hay idiotas e irresponsables, que en todos los países los gobiernos están actuando como buenamente pueden y que en todas partes hay gente que como he leído hoy en twitter, no son capaces de mantener un poto vivo una semana pero creen que serían capaces de gestionar una crisis de esta magnitud. 

«El malvado internet» nos permite reírnos por chat con nuestros amigos, pasarnos chistes malísimos y convocar a todo un país a aplaudir a los sanitarios en el eco de las calles vacías. ¿Sirven para algo esos aplausos? No son útiles pero como todas las cosas emocionantes de esta vida, como todas las cosas que de verdad importan, te hacen sentir que no estás solo. 

«El malvado internet» nos está permitiendo ver a nuestros primos, nuestros tíos, nuestras hijas y tener ganas de achucharnos todos, de prometernos a nosotros mismos que cuanto esto pase, que cuando esta rutina excepcional acabe, nos tocaremos, nos besaremos y nos abrazaremos. 

«Mamá ¿otra vez?
Sí, otra vez. Os quiero muchísimo» 

Con el malvado internet este miedo atroz agarrado a las tripas da un poco menos de miedo.  


miércoles, 11 de marzo de 2020

La incertidumbre acojona

Halvar I (Norway 2011) de Hjorth/Ikonen
Ahora mismo lo único que quiero es ser como este señor de la foto, irme al campo, a un sitio tranquilo y taparme los ojos para escapar de la incertidumbre, la zozobra (sí, he metido zozobra en la frase porque es una palabra preciosa y nunca hay que desaprovechar la oportunidad de escribirla no una sino dos veces) y la estupidez. 

El coronavirus, como el 11S, el 11 M o la muerte repentina de un ser querido son eventualidades que llegan por sorpresa y que descolocan todo. Uno se encuentra como John Travolta en ese famoso meme pensando ¿De dónde me ha venido esta leche? ¿Cómo no la vi venir? ¿Pero cómo ha podido pasar esto? ¿Y ahora qué va a pasar?

El ¿Ahora qué va a pasar? es lo que a mí me causa más zozobra (tres) porque además, con la edad y la vida, aprendes que nadie sabe qué va a pasar igual que nadie podía predecir hace un mes lo que ocurre ahora. 

No sabemos lidiar con la incertidumbre ni con la súbita conciencia de que no tenemos ningún tipo de control sobre lo que nos ocurre. Sí, en el primer mundo podemos dejar de comer carne y decidir reciclar nuestros plásticos pero el futuro está lleno de sorpresas, de bombas de relojería dispuestas a hacer saltar tu realidad por los aires. 

Antes, antes de llevar el control del tiempo en nuestros bolsillos, antes de saber cuántos pasos damos cada día, antes de poder encender las luces de casa desde el curro, antes de poder mirar en nuestro móvil cuántas calorías comemos, antes de ver en directo los movimientos de nuestra cuenta bancaria o a qué hora exacta lloverá en tu ciudad,  se decía "así es la vida" o «qué le vamos a hacer» y nos resignábamos. Resignación, otra palabra que ya casi no se escribe ni se piensa ni se siente porque no estamos acostumbrados a que las cosas no sean como nosotros queremos que sean. ¿Resignarse a no hacer lo que quiero? ¿Resignarse a que pase algo que destruya mi ilusión de que todo va a ser siempre igual? ¿Resignarse a una desgracia, una tragedia, un suceso inesperado que nos haga estar más incómodos? No, no. Eso no puede ser.  

Asisto con estupefacción (otra palabra) pero casi sin sorpresa al espectáculo de personas adultas comportándose sin el más mínimo sentido de la responsabilidad. Por un lado están los que lamentan la incomodidad e inconvenientes que las medidas tomadas les suponen «A ver qué hago con los niños en casa». Claro, es incómodo y un coñazo pero es que una pandemia no está pensada para ser un planazo y se trata de llevar las medidas lo mejor posible sabiendo TODOS que son incómodas pero necesarias.

Por otro lado están los que actúan como niños pequeños, necesitan que les prohíban las cosas para dejar de hacerlas porque asumir responsabilidades no va con ellos. Gente que se va de viaje, que va al parque con los niños, que dice que no piensa cancelar sus vacaciones o se va a jalear a su equipo de fútbol. Su pensamiento funciona así «yo no decido nada, que me lo digan todo» para que luego, cuando las consecuencias de su irresponsabilidad le estallan en la cara decir «es que me lo tenían que haber dicho antes». 

Antes la gente era adulta con doce años, ahora hay algunos que no lo son nunca. Todos queremos que venga alguien y nos diga que todo saldrá bien, que no pasara nada y que estemos tranquilos que alguien se encargará de nosotros. La putada de hacerse mayor es que eso no siempre pasa y, a veces, hay que convivir con la incertidumbre, la certeza de que nadie sabe qué va a ocurrir y el miedo. Hay que asumir que tú eres responsable y que ser responsable a veces aterroriza y es incómodo. 

Quiero taparme los ojos para asumir con calma todo esto, para capear la zozobra, para sobreponerme a la estupefacción ante la idiotez de muchos y para resignarme a estar un poco asustada y no saber qué va a pasar. 



viernes, 6 de marzo de 2020

Podcasts encadenados (IX)





Es la semana de la mujer, el mes de la mujer y a mí me da la gana de traer tres episodios de podcasts con mujeres como protagonistas y contados por mujeres. ¿Son para mujeres? Por supuesto que no, son interesantes y entretenidos para todos y si alguien es tan cerril como para pensar lo contrario: bomba de humo.

1.- Passing for white: Merle Oberon. (Make me over) Episodio 155 del podcast You must remember this.

Este es un podcast en blanco y negro. ¿Suena la canción en tu cabeza? Eso es porque el título está bien elegido. Este podcast es una creación de Karina Longworth, periodista especializada en cine y  lleva ya más de ciento cincuenta episodios contando historias del viejo Hollywood.  Ella escribe, produce, graba y edita habitualmente todos los podcasts. Hace un par de meses lanzó una especie de miniserie dentro del podcast, titulado Make me over, dedicada a contar las complicadas relaciones que ha habido desde el principio entre la industria cosmética y de la belleza con el mundo del cine. Toda la miniserie es muy buena. Uno de los episodios cuenta la historia de la primera actriz obligada a hacerse una liposucción, otro va sobre la invención del maquillaje resistente al agua y Estehr Williams, hay otro sobre la primera gurú de las dietas milagro y el que recomiendo encarecidamente hoy es el dedicado a Merle Oberon. Oberon es una actriz clásica de Hollywood que todo el que tenga más de cuarenta años conocerá o espero que por lo menos le suene, protagonizó La pimpinela escarlata y Cumbres borrascosas y fue la primera persona birracial nominada a un Oscar.... aunque nadie supiera que lo era. Su historia es alucinante y no quiero desvelarla pero merece la pena por los datos y también por la reflexión sobre como la presión por cumplir con un aspecto estético es algo que lleva persiguiendo a las mujeres desde siempre.  He dicho antes que Karina Longworth es la responsable de casi todos los episodios y lo es pero en esta miniserie, tras una breve presentación, cede la palabra a otra mujer para que cuente la historia. En este caso, la anfitriona de la historia de Merle Oberon es  Halley Bondey.

Tras escuchar el episodio y si os quedáis con ganas de ver fotos o conocer más, la web del podcast está muy bien.

Podcast: You must remember this.
Duración: 45 minutos




Gabinete de curiosidades es un podcast maravilloso de historias. ¿Qué cuenta Nuria Pérez? Escuchar cada episodio es como adentrarte en una habitación llena de vitrinas, de estanterías, de cajones para mirar y cotillear. Ella te guía por la historia siguiendo un hilo que para el oyente permanece casi invisible casi hasta el final. Todas las historias van ligadas a objetos, como en los gabinetes de curiosidades, cargados de significado desde su origen o adquirido ese significado por el uso que sus dueños le dieron. En Be my valentine hay diarios, máquinas de escribir, amor, sábanas y museos y es, creo yo, una manera perfecta de que os enganchéis a este podcast y luego escuchéis todos los demás episodios.

Advertencia: este podcast genera necesidades. Después de escuchar algunos episodios no puedes evitar ir a la web a buscar cuanto te costarían algunos de los objetos de los que has oído hablar. Ni confirmo ni desmiento que haya comprado algo.

EpisodioBe my valentine
Podcast: Gabinete de curiosidades
Duración: 40 minutos




Este podcast conducido por Lauren Ober va, como su propio nombre indica, sobre fracasos espectaculares. Grandes empresas, negocios boyantes, ideas geniales que se hundieron después de haber sido grandes éxitos. ¿Qué ocurrió? No es un podcast empresarial, ni de negocios, ni habla de economía ni de gestión de recursos ni es motivacional. Tampoco va de aprender a hacer las cosas bien, se trata de analizar porque algo que era un gran negocio acabó en la ruina y en la mayoría de los casos desapareció. 

Este episodio que recomiendo hoy es, sin embargo, un poco distinto porque lo que cuenta es como la muerte, en 1911, de ciento cuarenta y seis personas en el incendio de un edificio industrial en Manhattan cambio por completo la historia de los derechos laborales en Estados Unidos, sin que esto signifique que Estados Unidos respete esos derechos en el resto del mundo. El 25 de marzo de 1911, se declaró un incendió en un edificio de diez plantas en la parte baja de Manhattan, en el que funcionaba una fábrica de camisas. Los dueños y empresarios habían cerrado casi todas las puertas de salida y los trabajadores no pudieron escapar de las llamas. De las ciento cuarenta y seis víctimas, ciento veintitrés eran mujeres, muchas murieron entre las llamas y otras al lanzarse al vacío tratando de escapar.  

Lauren Ober es expresiva, excesiva, apabullante y habla muy deprisa pero engancha al oyente en la narración planteando un retrato completo de la situación. ¿Cómo era la industria textil en aquellos años? ¿Qué prendas cosían aquellas mujeres? ¿Por qué había tantas? ¿Cómo fue el incendio? ¿Qué pasó después? ¿Qué ocurre ahora con esos derechos laborales? ¿Qué responsabilidad tenemos los consumidores en el cumplimiento de esos derechos en el mundo cuando compramos ropa? Este episodio tiene además el testimonio de una mujer (grabado hace años, claro) que estuvo allí, que conoció el incendio y la época. 

También os comento que la web de este podcast es un asco y ni merece la pena que entréis en ella.  


Podcast: Spectacular failures
Duración: 35 minutos

Como siempre, si alguien escucha alguna de mis recomendaciones y le gusta, venid a contármelo. Y para hacer esto incluso más fácil he creado una lista en podchaser con todos los episodios que he ido recomendando. Me falta ir a vuestras casas, descargaros la app y darle al play para que os hagáis tan adictos como yo.


martes, 3 de marzo de 2020

Lecturas encadenadas. Febrero

Febrero es uno de mis meses favoritos. Es mi cumpleaños, todavía hace frío y los días siguen siendo cortos.  Este año el invierno casi he tenido que imaginármelo pero sigue siendo un gran mes, el último respiro antes de la llegada de los jinetes de la apocalipsis: la primavera, la gente diciendo "huele a aperitivito", "que bien se está al sol" y el temido cambio de horario que hará los días más largos. 

Al lío que este post va a ser largo y provechoso porque ha sido un grandísimo mes de lecturas. Y os va a salir caro. 

El día de mi cumpleaños Juan Tallón y su nueva editorial, Anagrama, decidieron homenajearme publicando su nueva novela, Rewind. De la historia que cuenta Juan no puedo desvelar mucho porque además, como en casi todo lo que escribe Tallón, la historia es casi lo de menos. ¿Qué importa porqué estalló el edificio? ¿Qué más da si fue culpa de alguien? Lo que importa son las voces de los personajes que nos cuentan qué pasó, qué les pasó a ellos y en eso Tallón se ha superado porque consigue que cada voz sea distinta, esté completa, tenga una vida entera detrás y por eso, cuando pasas de una a otra (hay cinco en total) te quedas, por un momento, desubicado porque no quieres despedirte de ella, dejarla atrás, quieres seguir conociéndola.  A algunas de las voces, además, les coges cariño y el salto a otra te cae casi como una bofetada, como si despertaras de un sueño sobresaltado y te sorprendiera encontrarte en tu propia habitación. El desconcierto dura poco y tras un par de párrafos entras otra vez en el pacto narrativo y vuelves a creerte esa nueva voz. 

Rewind es una reflexión sobre como las desgracias reconstruyen el antes y el después de una vida. Las tragedias no solo cambian el futuro, lo suspenden, lo cancelan y cambian el pasado porque desde ese nuevo futuro inesperado, llegado por sorpresa, la interpretación del pasado se rehace por completo, casi como si viajaras en el tiempo para mirarlo de nuevo de una forma diferente: rewind. No sé si hay dos, tres o mil universos paralelos pero las desgracias, las tragedias, desdoblan tu pasado y desdoblan tu futuro, a partir del momento en el que ocurren transitas por un futuro que se vuelve totalmente inesperado mientras observas en paralelo el futuro que imaginaste que sería el tuyo antes de que la tragedia te golpeara.  Y ocurre lo mismo con lo que ya viviste, rebobinas un nuevo pasado recorriendo la señales que quizá no viste venir y que te llevaban a la tragedia y dejas de vivir en el que efectivamente ocurrió. De eso va Rewind.  

El libro está plagado de hallazgos, a veces creo que él también sabe que son hallazgos y se enamora de ellos y se gusta mucho y los acarrea para repertirlos mil veces y se le olvida que los repite o piensa que el lector no tiene memoria. Aún así, algunos me gustan mucho: 
«A todos nos admiraba su nariz, capaz de inventar emanaciones sugerentísimas, que inclúian el olor a "televisión recién apagada" , " a ropa planchada y doblada" o a "botella de vino medio vacía". »
«Su conversación en lugar de mantenerte en frente te envolvía»
«Hacer las cosas por primera vez es uno de esos asombros fascinantes que en ocasiones depara la vida. Nada es igual al esplendor de los comienzos, la memoria fija cada uno de esos instantes, como si la vida pura y dura también se organizase en fotogramas, y cuando transcurre el tiempo hace que aún sientas la admiración y la extrañeza de todo lo que viviste tal o cual día»

Leed Rewind, ya estáis tardando.  

Retiro de Serguéi Dovlátov (con traducción de Alfonso Martínez Galilea) fue un regalo de reyes. Antes de nada decir que la edición de Fulgencio Pimentel es preciosa y está cuidadísima. Dovlátov es ruso y vivió en la Unión Soviética hasta que en 1978 llegó a Estados Unidos tras pasar unos meses en Viena. Años antes su mujer y su hija se habían exiliado pero él no quería marcharse porque pensaba que un escritor sin su idioma deja de ser un escritor (esto me recordó a Agota Kristoff en La analfabeta donde explicaba esta misma sensación, la de expresarte en un idioma que no es el tuyo y lo que eso supone). 

En esta novela, totalmente autobiográfica, el alter ego del autor, Boris Alijànov llega a trabajar a una especie de parque temático sobre Pushkin huyendo de sus acreedores, sus deudas, su falta de éxito como escritor y de una relación complicada con su mujer. En ese parque temático conoce gente de lo más peculiar a los que retrata con muchísimo y con los que mantiene unas conversaciones muy absurdas que a mí me han recordado a los diálogos de Cuerda. 

Me ha dado cierta pena no leerlo en ruso porque resulta que Dovlátov tenía como norma no poner jamás en el mismo renglón dos palabras que empezaran con la misma letra. Me parece una imposición muy personal y muy arbitraria pero seguro que sirve para ser mucho más consciente de lo que escribes (y para poner más puntos y aparte).

Me ha gustado mucho pero es un libro al que hay que dedicar un buen rato. No es un libro para leer cinco páginas antes de dormir y recuperarlo al día siguiente. El ritmo de escritura de Dovlátov es muy especial, no es denso, ni lento ni complicado pero necesitas dedicarle un rato largo para conseguir entrar en ese ritmo y deslizarte por su escritura y meterte en la historia. Tengo otras dos novelas suyas esperando en la estantería.  
«Siempre ocurre lo mismo: la excesiva cercanía impide valorar adecuadamente las cosas. A todos nos parece evidente que los genios deben tener amigos, pero ¿quién va a pensar que su amigo es un genio?»
Y el sentido del humor:
«Mi amigo Beróvich solía decir: 
 Está bien entrar cuando te invitan. Es horroroso cuando no te invitan a entrar. pero lo mejor es cuando te invitan y tú no entras.»
Las ratas de Miguel Delibes fue mi siguiente lectura y qué lectura. Me ha encantado. Delibes publicó Las Ratas cuando vio que no podía seguir escribiendo en el periódico artículos denunciando la situación del campo, la censura era mucho más férrea con el periodismo que con la literatura así que decidió dejar las crónicas y hacer una novela.  Es mucho más coral que El disputado y transcurre por entero en un pequeño pueblo delimitado por los tesos que la rodean y que hacen su campo árido, hostil y al mismo tiempo todo un universo para sus habitantes. El Nini (sin nombre) es una especie de Cayo en pequeño, lo sabe todo y lo conoce todo. Es casi como un pequeño espíritu del campo, podría ser en una obra de Shakespeare un fauno o un duende. Lo sabe todo porque todo lo mira y todo lo aprende. Hay también una especie de sabio al que solo El Nini presta atención, El Centenario.  Es una novela muy coral con muchísimos personajes perfectamente identificables.
«No lo entenderán.dijo El Nini.  ¿Quienes? preguntó El Ratero.   Ellos murmuró el niño.»
«No lo entenderán» ¿Quienes? Nosotros. Nosotros hemos dejado de entender ese modo de vida, apegado a la tierra, pendiente de la lluvia, la sequía, el calor, el pedrisco, el vieno, la nieve, la religión. Nosotros hemos dejado de entender el paso del tiempo con los santos. Delibes abusa de su uso pero yo creo que lo hace de manera intencionada para colocar al pueblo en un espacio/tiempo casi legendario donde las referencias temporales no nos dicen nada. No es lunes ni martes ni domingo, no es febrero ni abril ni agosto, no es primavera, ni verano ni otoño. Es San Martín y San Melitón y la víspera de San Restituto y Santa Oliva. Algunos, muy pocos, podemos reconocer alguna de estas referencias pero la mayoría son desconocidas, como si contemplaran la medida del tiempo en una civilización lejana y hace tiempo desaparecida. Y esa es la idea de Delibes, retratar el campo como algo perdido, como algo que se estaba perdiendo.

Abrojo, escíbalo, sisón, alcaraván, camachuelo, barda, caletre, alcor, argaya. He aprendido que cínife es mosquito y que un frangollo es una cosa hecha deprisa y mal.

Leed a Delibes.

El NAO de Brown de Glyn Dillon ha sido el tebeo del mes y me ha gustado muchísimo. La historia es chulísima pero lo que más me ha gustado es el dibujo: el trazo, los colores, el detalle, el mimo, la calidez.

Nao vive en Londres, su madre es inglesa y su padre japonés y convive con un trastorno obsesivo que le hace tener pensamientos destructivos hacia otros y también hacia si misma. Se ve siempre como alguien que no merece la pena, alguien malvado y cruel que merece morir, sufrir, pasarlo mal. No quiero contar nada más de la historia para que la descubráis y sobre todo para que disfrutéis del dibujo y del rojo. Y no digo más.

El último libro del mes ha sido un ensayo, dieciocho para ser más exactos, y se titula Ex-libris. Confesiones de una lectora. Ann Fadiman recoge aquí varias reflexiones sobre el mundo de la lectura y los libros. Fadiman habla sobre la organización de las bibliotecas caseras, sobre la relación que algunos establecemos con las erratas en los textos, sobre los increíbles tesoros de la prosa más alucinante escondidos en los catálogos de venta por correo (o en el de IKEA), sobre leer en alto, sobre las dedicatorias.
«Este libro es el todo lo que he intentando crear a partir de miles de cosillas que abarrota mis estanterías combadas.»
Tiene un capítulo dedicado al Estante suelto. «Creo que todo el mundo tiene su biblioteca un Estante Suelto. En ese estante hay un pequeño y misterioso conjunto de volúmenes cuyo tema nada tiene que ver con el resto de la biblioteca y, sin embargo, tras mirarlo detenidamente, dice mucho de su propietario.» Pensé que yo no tenía un Estante Suelo pero luego recordé que sí lo tengo, tengo dos baldas enteras dedicadas a la Segunda Guerra Mundial y acumulo lecturas sobre ese tema que nunca ha dejado de interesarme desde que me enganché a él hace ya más de doce años.

Habla también de comprar libros de segunda mano y de dedicatorias preciosas. Incluso dedica un ensayo a los problemas de lenguaje y género y me identifico completamente con su opinión:

«Como ocurre demasiado a menudo en estos tiempos, veo que mi paz de lectura y escritura está siendo alterada por una guerra entre dos sectores semánticos opuestos, uno feminista y el otro reaccionario. La mayoría de la gente que ha escrito sobre la parcialidad sexual en el lenguaje se decanta por uno u otro bando: o lo quieren cambiar todo o no entienden a que viene tanto jaleo. ¿Es que soy la única que se siente dividida? En términos lingüísticos, como en los demás ámbitos, mi ser feminista nace de un simple deseo de igualdad. Estoy de acuerdo con el uso de términos con el género neutro como auxiliar de vuelo. Sin embargo, mi ser reaccionario prevalece cuando oigo que alguien intenta purgar la parcialidad en expresiones como «a cada uno lo suyo» sustituyéndola por «a cada uno y cada una lo suyo». 
Un libro maravilloso sobre el amor a la lectura escrito con muchísimo humor y que por supuesto también recomiendo. (Eso sí, la traducción es un poco regulera)

Este post ha quedado largo y sobre todo os va a salir caro porque lo recomiendo todo. Ahorrad o id a las bibliotecas pero no os lo perdáis.


Y con esto y llorando por el invierno que no ha sido, hasta los encadenados de marzo.


domingo, 1 de marzo de 2020

Adiós, Jose

«Esto no tenía que haber pasado. Yo debería haber sido el primero» dijiste hace quince meses, cuando murió Ramón. Todos te dijimos que eso era una tontería, que no lo pensaras ni por un momento. Has sido el segundo y todavía no nos lo creemos.

Esta fotografía es una de esas que siempre tengo en la cabeza, que no olvido nunca. Está en un álbum de fotos que tengo en mi cuarto, un álbum que hice de adolescente en el que fui colgado fotos y poniéndole cartelitos con frases graciosas. La prehistoria de Instagram. «Gorda como una foca en Benidorm con el tío Jose». Esa frase no la podría poner en Instagram pero con dieciséis años masacrarse a uno mismo es pura rutina. Tú siempre me decías que estaba guapísima. 

Siempre me acuerdo de esta foto y de ese viaje y de ti. Me acuerdo de lo contento que te pusiste cuando publiqué el primer libro y como viniste a la Feria del libro con Blanca. Recuerdo como te sentabas en el sofá y nos mirabas a todos en Nochebuena y como, cuando no era Nochebuena, después de comer desaparecías misteriosamente a echarte la siesta o te desnucabas en el sofá. «No sé que me ha pasado». Tres horas te podían pasar sin darte cuenta mientras todos charlábamos alrededor. Sé que eras el favorito de la abuela y que una vez le diste un tortazo a Mayte cuando llegó tarde a casa y ¡tenía veinte años! ¿Ves? Otra cosa que ya no se hace. 

El viernes llegamos a tiempo de verte por última vez.  Acababas de morir unos diez minutos antes y allí estabas aún. Tan parecido al abuelo. Tan parecido. Te di un beso, te toqué la mano y cuando volví a la habitación ya no estabas. 

Ya no estás. 

Todo el mundo dice que nuestra familia es como una piña. Y lo somos, cada uno de nosotros es una pequeña bráctea (acabo de aprender esta palabra) independiente pero unida a los demás formando algo más fuerte, algo que nos hizo creer invencibles, casi indestructibles. Hoy, sin embargo, volvemos a estar rotos y perdidos. Te hemos perdido y dejas otro hueco en la formación. Cada vez somos menos, cada vez tenemos que estirar más los brazos y apretarnos más fuerte en los abrazos para cubrir los vacíos y, otra vez, no sé cómo vamos a hacerlo pero lo haremos. Estamos tristes, estamos asustados, estamos más solos. Y te echamos de menos.  

Adiós, Jose. Descansa en paz. Te queremos infinito.