De estos días voy a salir con el pelo completamente blanco. Podría comprar tinte pero me parece tan superfluo, tan innecesario, tan inútil como cuando en las películas, del Hollywood clásico, sobre la II Guerra Mundial, las mujeres se preocupaban por conseguir medias. Yo siempre pensaba ¨¿Medias?, ¿en una guerra te preocupan las medias? compra plátanos o carbón o pan...pero ¿medias? Pues con el tinte me pasa igual, me da vergüenza comprarlo. Por otro lado si me lo diera ahora no me vería nadie así que sería tirar el dinero y sobre todo el tiempo porque hay pocas cosas más inútiles que teñirse el pelo. La verdad es que dejarme el pelo blanco es algo que llevo tiempo pensando, incluso intentándolo a ratos, contra el criterio de mis hijas, mi amigo Juan, mi peluquera y la mayoría de mis amigos. La última vez me disuadió mi hermana. Me tiñó el pelo con un spray y al terminar dijo: ¿ves? con el pelo blanco eres mamá. Pero en este confinamiento me he dado cuenta de que no soy mi madre, es peor aún. Somos Sophie y Dorothy de Las chicas de oro, tal cual. Esas somos nosotras. Nunca pensé que diría esto pero ¡ojalá ser Blanche! casi puedo ver a mi yo de doce años horrorizada ante esta frase.
A ratos mi madre y yo somos Sophie y Dorothy. Convivimos en un equilibrio de rutinas y tareas diferenciadas con broncas repentinas porque ella opina que la trato como a una niña y ella me trata a mí como si me faltaran conexiones neuronales o fuera una histérica o las dos cosas a la vez.
Cuando nos ponemos a cortar leña o a acarrear sacos de veinticinco kilos de pellets para la caldera somos "mis chicos de Alaska" como llama mi madre a una serie de rudos señores americanos con largas barbas canas que se dedican a cortar troncos, construir cabañas y pasar frío y a la que dedica cierta atención mientras hace un puzzle que no acaba nunca. "Creo que faltan piezas" es, por cierto, la frase que sobre todo buen puzzle debe poder decirse.
Otros ratos somos The office. Me paso horas en videoconferencias de trabajo y mi madre se dedica a pasar por delante de mi ordenador con cara de ¿por qué grita la gente? Estoy esperando al día que aprenda lo de hacer como que baja una escalera. A veces me siento un poco el corresponsal de la BBC al que aparecieron sus adorables niños por detrás. "Anaaa, ¿comemos o no?" o ¿Es que eso no termina nunca? o ¿Pero sigues trabajando? Mi madre nunca ha sabido bien a qué me dedico.
Otros ratos, a las seis de la tarde, somos los Cazalet. Nos preparamos el té, sacamos la bandeja, las tazas y el bizcocho. Mientras me lo bebo intento no hacer nada, mirar por la ventana lo más lejos posible porque de este encierro además de con el pelo blanco voy a salir Rompetechos. Nunca pensé que echaría de menos conducir mis doscientos kilómetros diarios pudiendo fijar la mirada en un horizonte lejanísimo.
Por la noche, la semana pasada fuimos ingleses del siglo XVI mientras veíamos a Thomas Crommwell, una especie de Sr. Lobo del renacimiento, solucionarle los problemas a Enrique VIII. Esta semana seguimos siendo inglesas pero de finales del XIX, estamos en el bando de los obreros ingleses de las fábricas de algodón que se enfrentan al equipo de fútbol de señoritos de Eton.
A las ocho, cada día, volvemos a ser los chicos de Alaska. Aplaudimos en la ventana pero solo nos oímos a nosotras mismas mientras los perros nos miran con cara de no entender nada. Cuando cerramos la ventana y jugamos la partida diaria de trivial online con el resto de la familia, volvemos a ser Las chicas de oro y Sophie se enfada conmigo porque siempre gano.
A ver si reponen Doctor en Alaska. Me pido O´Connell.