jueves, 30 de noviembre de 2017

Pulse o diga uno


Marco. 

Pulse o diga los dígitos de su DNI omitiendo la letra. 

Pulso. 

Si llama usted por algo, pulse o diga uno. Si llama para que le hagamos perder el tiempo, pulse o diga dos.

Si aquello por lo que llama tiene que ver con esta lista infinita de cosas que vamos a enumerarle de manera confusa y con términos muy parecidos, pulse o diga uno. Si por el contrario aquello por lo que llama tiene que ver con esta otra lista infinita de opciones parecidísima a la anterior, diga o pulse dos. 

Si en este tercer "si" ya hemos conseguido que esté pensando en colgar porque es usted un blando, diga o pulse uno. Si, por el contrario, aquello por lo que llama le tiene tan indignado que ha decidido que va usted a aguantar como un campeón porque solo puede quedar uno como en los Inmortales y ha decidido ser usted, diga pulse o diga dos. 

Si se ha dado cuenta de que cambiamos aleatoriamente la combinación diga o pulse o pulse o diga, pulse o diga uno. Si ni siquiera nos escucha y está usted pulsando o diciendo sin pensar, diga o pulse dos. 

Si ya se ha aprendido de memoria la cuña de publicidad con la que le estamos taladrando el cerebro para que se descargue nuestra app, pulse o diga dos. Si está pensando en que si alguna vez tiene que hacer carrera como torturador está usted aprendiendo mucho de esta llamada, pulse o diga dos. 

Si se nota crecer el pelo, diga o pulse dos.
Si se ve crecer las uñas, diga o pulse uno. 

Si se ha dado cuenta del cambio de numeración anterior, diga o pulse uno.
Si está pensando que pasará si pulsa o dice cinco (por el culo te la...), diga o pulse dos. 

Si ya hemos conseguido que la cancioncita que tan cruelmente hemos versionado le vaya a provocar reflejos hostiles el resto de su vida como vulgar perro de Paulov, pulse o diga uno. Si involutariamente está moviendo el pie al compás en este mismo momento, diga o pulse dos.

Si tiene una contractura en el cuello/las manos o el hombro por sujetar el teléfono, diga o pulse uno. Si se está arrepintiendo de haber hecho esta llamada desde el fijo con cable y sueña con una cuña, diga o pulse dos. 

Si ya sospecha que no tenemos ninguna intención de atenderle, pulse o diga uno. Si está visualizando una sala enorme de teléfonos sonando, nadie atendiéndolos y una legión de personas como usted al otro lado, pulse o diga 2. 

Si su indignación ha llegado a provocarle, arcadas diga o pulse uno. Si quiere llorar de frustración, diga o pulse dos. 

Si, por fin, ha entendido el eufemismo "unos segundos", pulse o diga uno. Si ya no recuerda como era su vida antes de empezar esta llamada, pulse o diga dos. 

Soy Fulano Zutanez, ¿en qué puedo atenderle?

Si usted quiere, presa de un intenso síndrome de Estocolmo,  irse a vivir con el teleoperador que le está atendiendo porque por fin siente de nuevo el contacto humano, pulse o diga uno. Si no se fía y sospecha que es un androide, pulse o diga cuatro.  

Si usted pulsó o dijo dos en la opción anterior, ha perdido. No existía esa opción. Game over.  

miércoles, 29 de noviembre de 2017

No os salgáis de la ruta 66

Hoy hay tanta niebla que está justificado encender el antiniebla trasero. Apenas veo los pocos vehículos, casi todos furgonetas, que voy adelantando. Es la ruta 66 de La Mancha. Nadie para, nadie coge las salidas, nadie viene, no venimos aquí, solo atravesamos este paisaje que hoy está escondido. La niebla lo cubre todo pero yo sé que está ahí, al otro lado. Una inmensa llanura en la que no hay nada más que tierra seca, vides tronchadas y desolación. Es un paisaje por el que podría viajar el padre de La Carretera de Cormac McCarthy. No hay nada. He contado diez o doce casas, cortijos, caseríos abandonados. De algunos solo quedan un par de muros de adobe rojo profundo que parecen estar derritiéndose poco a poco. Otros, hechos de ladrillos, aguantan un poco más. En uno, ha crecido un árbol entre sus paredes. Algunos son enormes, y es probable que perdidos dónde no alcanza mi vista haya muchos más. Escucho City of Stars, de la banda sonora de Lalaland (Sí, a mí me gustó la peli), una canción dedicada a una ciudad llena de supuestas oportunidades. La Mancha no engaña, te deja claro que aquí no hay ninguna oportunidad ni la hubo nunca o esos cortijos, algunos enormes, estarían todavía habitados. 

De repente, la niebla se despega un poco del asfalto y una luz extraña permite ver unos cuantos metros de la carretera. Esta mañana parece un cuadro de Rothko: marrón oscuro, amarillo desesperante y blanco sucio de las nubes que corren paralelas al suelo. Aquí las nubes nunca se quedan, siempre pasan, "paralelas, vienen siguiéndome". Se me ocurre que esta autopista, con sus kilómetros y kilómetros de recta infinita le da un sentido a este inmenso espacio, una dirección, una salida de emergencia. Si permaneces en ella, si no te sales del camino conseguirás salir de aquí, llegar a algún sitio. Pienso en Griffin Dune en Un hombre lobo americano en Londres. No sé que hay a unos cientos de metros del asfalto pero soy capaz de imaginar amenazas tan aterradoras como un hombre lobo. ¿Cuánto tendría que caminar para dejar de ver la carretera y perder toda referencia de la salida de emergencia de este paisaje? 

De noche es también una ruta aterradora. Menos coches, oscuridad absoluta. La carretera iluminada es una cremallera, tengo que ir cerrándola a mi espalda para conseguir llegar a mi destino, ponerme a salvo, llegar a las luces, mientras a mi paso la oscuridad lo engulle todo. 

La niebla, la noche, la oscuridad hacen soportable esta desolación. Cruzar la ruta 66 manchega en verano es solo para valientes. Quieres llorar de tristeza, frunces el ceño detrás de las gafas de sol porque la luz es tan intensa que no quieres verla. No hay escapatoria, cae a plomo y no hay donde esconderse. Hoy, con la niebla, casi parecía querer acogerme, pero sé que es una trampa. 

No crucéis la ruta 66 y, si tenéis que hacerlo, no os salgáis nunca de ella.


lunes, 27 de noviembre de 2017

Algunos días somos felices

Paso por delante cargada con las bolsas del fin de semana y una punzada de nostalgia profunda y certera me atraviesa. No es la primera vez que lo veo, he pasado mil veces por delante pero hoy, hoy es domingo,  es la hora a la que solíamos venir aquí para terminar el fin de semana. Me paro y miro los colores dar vueltas iluminando la noche en este trocito de calle. La taza que gira, el coche de policía, el jeep, la moto, el león y, por supuesto, los caballitos. Casi espero vernos, a nosotros, esperando a que las niñas acaben los tres viajes que les dejábamos cada tarde de domingo. 

¡Qué jóvenes éramos y qué mayores nos sentíamos! Éramos jóvenes comparados con los padres de ahora, teníamos treinta y pocos y dos niñas y una casa con una hipoteca que pagaremos hasta que nos jubilemos.  Recuerdo el día que en el pasillo de nuestra nueva casa, a punto de terminar la reforma, me dijiste «Ana, ven, mira». Mirabas el pasillo embelesado y yo pensé que estabas loco, «¿Qué miras?» «Mira lo focos, ¿ha quedado bien, eh? Y es nuestra casa» Éramos jóvenes y nos sentíamos muy adultos, muy mayores, con la vida hecha. Cada domingo por la tarde, en invierno, cuando no habíamos ido a pasar el fin de semana fuera, salíamos al tiovivo. Ese paseo, atravesando las calles de chalets al lado de casa, era la manera de dar por finalizada la tarde, de hacerles ver a las niñas que cuando volviéramos tocaba baño, cena, cuento y a dormir. 

Al principio, cuando eran muy pequeñas subíamos con ellas, uno con cada una. Nos mareábamos y nos reíamos. Después, podían subir solas y tú y yo nos sentábamos y las saludábamos a cada vuelta, las seguíamos con la vista. Una vuelta y otra vuelta y otra vuelta y una más, y en todas les sonreíamos y ellas a nosotros. Hasta que no nos curtimos en mil y un tiovivos y ferias no aprendimos a valorar la ausencia de música en el nuestro. Ni chunda chunda, ni grandes éxitos, solo el sonido de los engranajes girando y girando. Y sus sonrisas. 

¿Éramos felices? Unos días sí y otros días no. En algún momento, no recuerdo cuando, no nos dimos cuenta, dejamos de ir al tiovivo, las niñas empezaron a ducharse solas y nos hicimos mayores de verdad. Descubrimos que la vida no era como la habíamos pensado mirando en aquel pasillo. 

Hoy me hubiera gustado viajar en el tiempo y decirnos a nosotros mismos, sentados saludando a nuestras hijas vuelta tras vuelta, que vamos a estar bien  aunque no será como creemos. Me hubiera gustado susurrarnos que dentro de diez años seguiremos teniendo dos hijas y compartiendo un pasillo. Y que unos días somos felices y otros no. 


viernes, 24 de noviembre de 2017

No se me ocurre nada o, quizás, sí

Duy Huynh
No se me ocurre nada mientras miro este simulacro de otoño en el que las hojas solo amarillean y no acaban nunca de caer para alfombrar el suelo. El olmo en la mediana de la carretera, casi llegando a Toledo, ni siquiera ha empezado a amarillear. Quizás está esperando a que no mire, a sorprenderme. Llevamos diecisiete años mirándonos. 

No se me ocurre nada mientras pienso en qué quizás este año no vea nieve ni pueda llevar guantes ni vea vaho salir de mi boca por las mañanas. Quizás vaya siendo hora de vender el rasca hielos que llevo en el maletero. 

No se me ocurre nada mientras pienso que, a lo mejor, no es que no vaya a haber otoño. Quizás las estaciones se han cansado de sus meses y están corriendo turno. Quizás el otoño haya decidido que le gustan más las navidades y, a partir de ahora, se asiente entre diciembre y abril, luego vendría el invierno que ha decidido que quiere más horas de sol y a partir de agosto el verano. Sin primavera. Las otras estaciones la han asesinado por cursi y pesada. 

No se me ocurre nada mientras voy a la tintorería de mi barrio. Todos los años cuando me toca llevar alguna prenda me da miedo que la hayan cerrado. Quizás pase de moda aunque creo que ha sobrevivido con mucha dignidad a la avalancha de franquicias de hace unos años. Quizás la gente deje de comprar ropa que hay que llevar a la tintorería igual que dejaron de comprar sombreros y libros y pajaritas y almácigas. Es una tintorería que huele a eso, a tintorería. Un olor característico que te garantiza que tu ropa volverá limpia. Esta tintorería es como un balneario para la ropa. Llevo allí mi trenca para que se haga un tratamiento, se relaje y luego me espere tranquilamente colgada de la percha. 

No se me ocurre nada mientras charlo con la dueña de la tintorería. Su ¿marido? está al fondo, entre la gran máquina que da vueltas y la plancha gigante que maneja como si no pesara. Quizás no pesa. No está el calvo atractivo que plancha por las mañanas. Quizás, pienso mientras estoy pagando, sea una tapadera. ¿Qué habrá al fondo del local? ¿Más prendas relajándose y empezando a sentir el pánico del abandono? 

No se me ocurre nada mientras dormito en el asiento del copiloto de un taxi entre Gijón y el aeropuerto. Intento calcular si haciendo dos viajes diarios entre esos dos puntos podría ganarme la vida. Quizás, a 55 € el trayecto, se gana dinero suficiente. 

No se me ocurre nada mientras hablo delante de un auditorio sobre ayudas al cine y siento que todos me odian un poco. Yo tengo frío y lo que me gustaría decirles es que hago lo que puedo, pero no se lo digo o se lo digo mal.  No se me ocurre nada mientras me aterro pensando que quizás no me odien y se acerquen ahora a hablarme. Ahora, cuando es posible que mi aliento apeste porque estoy comiendo cabrales en la espicha que nos han dado. 

No se me ocurre nada mientras descubro que mis hijas son unas brujas y han descubierto una nueva manera de utilizar el amor maternal como arma arrojadiza. No reclaman para ellas mismas la posesión absoluta del amor por mí, son más retorcidas. No dicen  "Mamá, yo te quiero más", dicen "mamá, ella te quiere menos". No se me ocurre nada mientras intento valorar el nivel de maldad e ingenio que hay en esa acusación. 

No se me ocurre nada mientras pienso que no se me ocurre nada. Quizás es porque estoy demasiado. Los estados absolutos no son buenos para la creatividad. Cuando estoy demasiado cansada, demasiado contenta, demasiado triste, demasiado ocupada, demasiado entusiasmada, demasiado sobrexcitada, demasiado agotada, demasiado no se me viene nada a la cabeza. 

No se me ocurre nada mientras pienso que, a quizás, el mejor momento para la creatividad es la nada. Cuando no estás nada, o estás un poco de todo. O quizás no. 


viernes, 17 de noviembre de 2017

Ni MILF ni WHIP, yo soy MFHMM

MILF, mother I´d like to fuck.
WHIP Women who are hot, intelligent, and in their prime.

Con casi cuarenta y cinco años he llegado a la sabiduría suprema. Es cierto que hubo un tiempo, los catorce años, en los que pensaba que ya lo sabía todo pero no, lo sé todo ahora. O por lo menos sé lo más importante, quién soy. Y lo que soy no viene definido por lo que otros piensen de mí, ni siquiera por lo que yo les haga sentir a otros. Estas definiciones absolutamente idiotas me sacan de quicio porque están enunciadas desde la posición de "eh, tú, mujer... ¿qué eres tú para la sociedad?" y me parecen una majadería, un insulto y sobre todo una falta de respeto.

Si vamos a vivir con acrónimos que por lo menos sean acrónimos que nos representen.

 MAC. Mujeres Asqueadas de Categorías.

MVMAH. Madres con Vida Más Allá de sus Hijos.

MCDGR. Mujeres con Casa Decorada según sus Gustos y no por lo que dicen las Revistas.

MSB. Mujeres que lleva siempre el mismo bolso.

MLRECRECNHW. Mujeres que llaman a la ropa de estar en casa, ropa de estar en casa y no Homewear.

MSUC. Mujeres que solo usan una crema.

MAS. Mujeres que se sienten Atractivas porque Sí.

MPRA. Mujeres que pasan de revistas absurdas.

MAFE. Mujeres Asombrosas Fabulosas y Estupendas

MID. Mujeres Inteligentemente Divertidas.

MIF. Mujeres Inspiradas y Felices.

MQL. Mujeres que Leen.

MASPB. Mujeres Alucinantes y sin apego a su bolso

MEI. Mujeres Espectacularmente Inteligentes

MCG. Mujeres que Comen lo que les Gusta.

MSTP. Mujeres sin tiempo que perder.

MHEHMM. Mujeres Harta de Etiquetas y Hasta el Moño de Memeces

MQHTRR.  Mujeres que hacen tururú.

MFHMM. Mujeres Fabulosas Hasta el Moño de Memeces.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

Me gustaría

Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa. Me gustaría que las persianas de todas las ventanas estuvieran siempre levantadas y que nadie viviera bajo la luz de la lámpara de techo. Me gustaría que todo el mundo supiera que la vida con lámparas de ambiente es siempre más bonita. Y más acogedora. Me gustaría que las voces de las emisoras locales que escucho cuando viajo fueran, en realidad, de locutores de los años 50 que viven encerrados en una especie de cápsula temporal. Me gustaría que no me dieran miedo los planes a largo plazo y que los podcasts que escucho tuvieran episodios todos los días. O que la semana laboral acabara el miércoles. Me gustaría tener unos zapatos rojos y tres pares de zapatos de tacón que me encantaran. Me gustaría librarme de este miedo a morir que me ha entrado últimamente y que en el Ahorra Más vendieran tortas de aceite de Inés Rosales. Me gustaría, en el trabajo, discutir con gente que sabe y no solo con gente que trata de escaquearse. Me gustaría saber escribir ficción. Me gustaría que mi jefe me dijera "qué buena idea" en vez de "no es mala idea". Me gustaría no tener que encabronarme con él para que entienda la diferencia. Me gustaría no equivocarme con las preposiciones cuando escribo en inglés. Y que la luz que aparece en mi cabeza marcando la opción correcta cuando corrijo el texto se encendiera cuando lo escribo por primera vez. Me gustaría ir al cine una vez por semana. Y que no me diera pereza ir al ginecólogo. Me gustaría que mi móvil no me avisara continuamente de que me quedo sin espacio, sin batería, sin cobertura. Me gustaría que me dejara en paz. Me gustaría que todas las casas tuvieran suelo de madera y que el hule no se hubiera inventado. Ni los cubiertos de pescado. Me gustaría comer todos los días con la vajilla de porcelana que tengo guardada en un armario. Y saber quitar las manchas de los manteles. Me gustaría que los detergentes que dejan la ropa blanca de verdad dejaran la ropa blanca. Me gustaría ir a trabajar con mi guerrera de la II Guerra Mundial y poder decirle al tío que nada a mi lado en la piscina que mete mal el brazo derecho. Me gustaría consolar a la señora mayor que siempre llora mientras se viste en el vestuario para volver a casa. Me gustaría recuperar un forro polar azul que Clara ha perdido aunque ella dice que lo que pasa es que no sabe dónde lo ha dejado. Me gustaría ser Katherine Hepburn y comer con Juan Tallón. Me gustaría saber hacer repostería y que las naranjas se pelaran con cremallera. 


viernes, 10 de noviembre de 2017

Borrar la vida

Eraserhead, Lisa Congdon
El otro día encontré por internet una fotografía de un montón de gomas de borrar. Mi primer pensamiento fue: ya no usamos gomas de borrar porque ya no escribimos a mano. Sé que muchos, todavía, escribimos a mano y sé que algunos lo hacemos, a veces, a lápiz pero ¿cuánto borramos? 

Borrar deja un rastro. No lo ves, puedes no poder descifrarlo, solo intuir que es lo que hubo allí pero sabes que algo existió, que allí hubo algo. Las gomas de borrar, aunque fueran nuevas, aunque fuera la favorita, aquella que definíamos con un solo adjetivo que la identificaba como la escogida "la buena", decíamos. Incluso esa, al borrar, dejaba un rastro. Las líneas de la cuadrícula se volvían más tenues, el blanco se volvía eso tan cursi que luego se llamó blanco roto y que en realidad solo quiere decir "blanco más sucio" y los rastros de lo escrito mezclado con las virutas de la goma rodaban por la página. A veces, si no tenías cuidado, esos restos de goma y escritura quedaban pegados a la página y escribías sobre ellos, dando entonces a tu escrito relieve... Era bonito, era casi como ver el proceso de construcción de tu redacción.  O el de destrozo de tu dibujo, en mi caso. 


Hace unos años leí un ensayo sobre las diferencias que existen entre escribir en un teclado, en una pantalla y en un cuaderno, en papel. Aparte de las obvias, la que más me llamó la atención porque jamás había pensado en ella fue la de que cuando en una pantalla corriges, borras, le das al delete, lo que sea que hubieras escrito antes: una mala idea, una frase mal formulada, un error gramatical, una palabra mal escrita, desaparecía, dejaba de existir. Se perdía, para bien y para mal. No puedes volver a reformularlo, a retomar esa idea, a recogerla, releerla, ni siquiera puedes aprender de lo que hiciste mal porque ha desaparecido. En un cuaderno, en un papel, tachas pero sigue estando ahí. Debajo de las rayas, de la X, del NO gigante escrito con un rotulador de otro color, la idea, la mala idea permanece para recordarte qué hiciste mal o esperando el momento en que se vuelva una buena idea.  

No se puede hacer desaparecer lo que has hecho mal en la vida, o lo que no te apetece recordar. Permanece para siempre y eso está bien. Lo que sea que has hecho, dicho, pensado, amado, rechazado o sentido es lo que te hace quien eres. Está bien no poder eliminar lo que no nos gusta de nuestro pasado pero quizás, pensando en gomas, esta semana, estaría bien poder borrarlo. Que no despareciera, que dejara un rastro, las líneas de tu vida en aquellos momentos más tenues, cierto relieve en aquel recuerdo, pero sin ver aquel error, aquella estupidez, aquella majadería. Estaría bien saber que fuiste gilipollas pero sólo por su rastro, como las migajas de la goma Milán sobre el cuaderno.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Luchando contra el adolescentismo

En mi lucha contra el adolescentismo que está llegando a mi vida, estoy desarrollando una serie de mecanismos de defensa para conseguir llegar a la siguiente etapa de la vida, la adultez de mis hijas, sin haber muerto de una subida de tensión, un ataque al corazón y, a ser posible, con todo el pelo que tengo ahora mismo. He dicho mecanismos de defensa porque por ahora es a  lo que llego. Confieso que estoy desbordada por el adolescentismo de mis hijas y por ahora, todo lo que puedo hacer es defenderme para que no acaben conmigo. Confío en que llegue una etapa más ofensiva en la que las que tengan que defenderse sean ellas pero por ahora me conformo con replegarme a mis cuarteles para no volverme loca. 

El primer mecanismo que he aprendido es no acercarme a su armario. Ni mirarlo, aunque esté casi siempre con las puertas abiertas. Ni acercarme, ni tocarlo, ni asomarme. ¿Qué tienen ahí dentro? Pues para mí, como si hubiera un pasaje a Narnia.

El segundo mecanismo es asumir imperturbable que lo que no son capaces de encontrar, no existe. No, no es que no busquen bien. No, no es que no sepan mirar. No, no es que busquen como hombres esperando que lo que sea que están intentando encontrar salga a su encuentro. No. Si no encuentran algo, lástima, ese algo ha desaparecido. ¿Quizás está camino de Narnia a través del armario? Quizás pero, como ya he dicho, yo a Narnia, no voy. 

—Mamá, ¿dónde están mis pantalones blancos?
—Están en el cesto de la plancha. 
—No hace falta plancharlos.
—Me alegro. Eso que te ahorras.
—Pues no están. 
—Pues eso que te ahorras también. 

Es importante recordar que cuando, por casualidad, encuentro lo que sea que ellas han dado por perdido, no cogerlo y decir "¿Veis como si estaba?". Ese algo, lo que sea, es invisible para mí. (Advierto que esto cuesta) 

El tercer mecanismo es reajustar expectativas combinándolo con una sabia y necesaria regresión a los primeros momentos de la maternidad, cuando descubrí que nada es cómo te han contado. Cada vez que vuelvo a casa, en vez de imaginar una entrada triunfal en la que mis hijas, según oigan el delicioso tintineo de mis llaves en la puerta, aparecerán por el pasillo dispuestas a saludarme y contarme su día, tengo que bajar esas expectativas a la realidad: el eco de mis pasos por el salón a oscuras mientras grito: ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Un poco después, según avanzo por el pasillo y veo luz salir de su cuarto, me tranquilizo porque sé que no estoy sola y, entonces, tengo que controlar el miedo desenfrenado pensando que quizás me las voy a encontrar desmayadas, muertas, despedazadas por lo que sea que ha salido de su armario. 

—¡Ah! Hola, mamá. 

Así me gusta, la efusividad supurando por todos sus poros. No me extraña que nadie de Narnia quiera devorarlas, seguro que no saben a nada.  

Mi cuarto mecanismo de defensa es que he desarrollado el superpoder de no ver qué llevan puesto. Para mí, mis hijas siempre llevan el traje nuevo del emperador. Hasta hace poco, era como el famoso listillo del cuento que le gritaba al rey "¡va desnudo!", pero he descubierto que es mucho mejor la opción contraria. 

—¿Qué tal voy?
—Perfecta. 
—No te gusta.
—Perfecta. Estupenda. 
—Pues no me voy a cambiar. 
—Me parece muy bien. 
—Valeee, me cambio.
—Como quieras.


La última herramienta defensiva es adoptar el silencio como manta protectora. Nada de pensar en el silencio como algo incómodo. Nada de obsesionarse con que el silencio es un problema de comunicación. Hay que olvidar todas esas cosas que has leído sobre la importancia de la conversación, de charlar con tus hijos, de compartir temas. Todo eso es importante pero si para conseguirlo tienes que sacar el sacacorchos del cajón de la cocina y embutírselo en la garganta, quizás no sea tan buena idea. Si las respuestas a todas tus preguntas son: sí, no, no sé, me da igual, no me acuerdo, es muchísimo mejor usar el sacacorchos para abrirte una botellita de vino y sentarte a esperar que les apetezca hablar contigo. 

Hay que disfrutar el silencio para leer, dormir o, simplemente, para concentrarte en no abrir el armario y ordenar Narnia al grito de ¡no vuelvo a compraros ropa hasta que no sepáis tener esto ordenado!


viernes, 3 de noviembre de 2017

Lecturas encadenadas. Octubre

Octubre ha sido muy poco octubre y muy junio y eso no me sienta bien pero, por fin, se ha terminado, ha llegado el cambio de hora y cuando cae la noche temprana me lleno de energía. Quizás, con un poco de suerte, pueda ponerme abrigo un día de estos y leer en el sofá tapada con un manta, pero en lo que llega ese día, vamos con el repaso a lo que leí en el octubre que fue junio, casi mayo.

Empecé con Planeta Exilio, de Úrsula K. Le Guin. Ya comenté en el post de lecturas de febrero, descubrí a Úrsula en el New Yorker y estoy decidida a conocer su literatura. Este librito breve, fue un regalo de un amigo este verano pero todavía no le había llegado el turno. Me ha recordado bastante a algunos de los relatos de Crónicas Marcianas de Bradbury aunque también tiene un toque al Señor de los Anillos. Es una historia de amor y de luchas, de supervivencia. El regusto "marciano" viene de la intensa sensación de extrañeza que consigue transmitir a pesar de que todo lo que cuenta es cotidiano. Son hombres viviendo con costumbres reconocibles pero el lector percibe algo raro, extraño, ajeno que le incomoda y le hace ser consciente de la fragilidad de lo rutinario y conocido. Todo además, parece visto bajo una luz especial, personal. Una luz extrañamente confortable, tanto que provoca inquietud. Es además, una historia muy romántica. 

«Tenía la sensación de que este pequeño alivio, esta ligereza de espíritu, era debido a la presencia de ella. Él había sido responsable de todo durante mucho tiempo. Ella, la extraña, la extrajera, de sangre y mentalidad ajenas, no compartía su poder o su conciencia o su conocimiento o su exilio. Ella no compartía nada con él, sino lo que había conocido y se había a él total e inmediatamente por encima del abismo de sus grandes diferencias: como si fuera tal diferencia, la disparidad entre ellos, lo que les había hecho conocerse y, al vivirlas, los había liberado».

El libro más bonito del mes ha sido El poli y el himno y El regalo de reyes de O. Henry  con ilustraciones de Mikel Casal, de Yacaré Libros.   Si alguien se pregunta qué tengo con los de Yacaré Libros, os diré que son amigos pero es que además los libros que editan son alucinantes, un placer absoluto.

Este volumen lleva dos cuentos y una breve nota del editor, Juan Gorostidi, en la que nos presenta a O.Henry, un personaje cuando menos curioso. Le ocurrieron mil aventuras, fue farmacéutico, peón y cajero de banco. En 1896 huyó  a Honduras  porque fue acusado de desfalco en Estados Unidos. Allí conoció a un ladrón de trenes, Al Jenning y, además, y por eso todos deberíamos conocerle, acuñó el término "república bananera".  O. Henry escribió más de 380 relatos inspirados en la vida cotidiana, los rateros, las familias, las parejas, la ciudad. Estos dos relatos transcurren en Nueva York, son cuentos sencillos y tranquilos pero cargados de sensaciones. En la primera línea estás enganchado a la historia de esos personajes cercanos, tan cotidianos que hacen que roces la compasión al acercarte a ellos. No quiero destriparos los cuentos pero os los recomiendo infinito. Las ilustraciones de Mikel Casal son fabulosas, consiguen transmitir el ambiente y el tono, muy diferentes entre ambos cuentos. Sé que es un libro que voy a regalar muchísimo.

El siguiente libro del mes lo compré en la Feria del Libro Viejo anteriormente conocida como Feria de Otoño y en la que siempre llovía. Llegué a él porque lo recomendaron en La Cultureta y se llama Usos amorosos de la posguerra española, de Carmen Martín Gaite.  Hacía veinte años que no leía a Martín Gaite y se me había olvidado la espectacular escritora que fue. Este libro deja claro desde el título de qué va, es un ensayo sobre lo complicadísimo, frustrante y limitador que era ser mujer joven en los años 40 y 50 en España. Debo decir que esperaba un poco más de sexo y con sexo me refiero a conocer cómo se enfrentaban las mujeres de hace setenta años a la realidad del sexo. Despojadas del noviazgo y alcanzada la supuesta tierra prometida del matrimonio ¿Cómo vivían la realidad de la cama? Pero de eso no hay nada en el libro. Martín Gaite escribe maravillosamente bien, consultó un millón de fuentes para componer este ensayo y, además, tiene un sentido del humor ingenioso y fino que hace que la realidad de lo que cuenta parezca menos trágica, pero lo era.

Leyéndolo me he dado cuenta de que a pesar de todo lo que tenemos que mejorar ahora mismo, estos días, con respecto a la situación de la mujer en nuestra sociedad, estamos a años luz de lo que soportaron nuestras madres o nuestras abuelas. Las mujeres hace setenta años eran tratadas de una manera ridícula y muy restrictiva. Consideradas poco menos que tontas útiles y utilizadas siempre a mayor gloria de los supuesto valores masculinos que siempre eran, por supuesto, absolutos y completos. Podemos creer que nada ha cambiado pero leyendo a Martín Gaite te das cuenta de que sí hemos avanzado.

Me encanta la dedicatoria, es tierna, certera e intemporal.

«Para todas las mujeres españolas, entre cincuenta y sesenta años, que no entienden a sus hijos. Y para sus hijos, que no las entienden a ellas».

Y me alegra comprobar que, menos mal, que no nací en los años treinta.

«Analizar las cosas con crudeza o satíricamente no parecía muy aconsejable para la chica que quisiera sacar novio. Se les pedía ingenuidad, credulidad, fe ciega». 

La casa de la colina de Erskine Caldwell  dormía el sueño de los justos en mi estantería de libros pendientes desde que el año pasado me hice con él en la Feria del Libro de Otoño en un día en el que llovía y hacía frío y mis hijas protestaban porque "mamá, no tienes vida para todo lo que quieres leer". Dormía tranquilamente convencido de que le llegaría el turno y,  le llegó. Descubrí a Caldwell hace ya seis años y la impresión que me causó no se me ha olvidado. El camino del tabaco fue la primera novela suya que leí y recuerdo la sensación que me provocó su lectura, la aridez, la dureza, la historia, el carácter de los personajes. Recuerdo la historia pero recuerdo con más nitidez, el calor, la luz,  la aspereza en el tono. Desde entonces he leído un par de ellas más y todas me han dejado una profunda impresión. 

La casa de la colina es una historia de Caldwell, creo que la reconocería en cualquier sitio, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. No hay ni una concesión a la belleza ni a la bondad y no porque rehuya contarlo sino porque, muchas veces, en la vida no hay ni belleza ni bondad. Otra vez encontramos familias ricas venidas a menos en el sur de Estados Unidos que se aferran a una vida que ya sólo existe en sus cabezas y sus recuerdos. Sus casas, su estilo de vida, sus convicciones se desmoronan pero ellos se niegan a aceptarlo. La evidencia de la desaparición de su mundo les abruma y se vuelven crueles, vengativos, o quizás siempre lo fueron y es, la desesperación la que acentúa esa maldad. Esta novela es, además, muy cinematográfica, me sorprende que no se haya hecho una película de ella, de hecho podría hacerse ahora mismo y tendría vigencia. 

La edición que he leído es de 1960, y leyendo el perfil biográfico que redacto el editor tuve una sensación muy rara porque en aquel año, Caldwell estaba vivo, no era alguien del pasado, era actual. Caldwell, además, es todo un personaje. Estuvo casado cuatro veces, una de ellas con Margaret Bourke White que, a lo mejor no sabéis quién es, pero es una mujer que fue la primera en casi todo. Fue fotógrafa y una de sus imágenes fue la primera portada de la revista LIFE en  1936. En 1930 fue la primera persona autorizada a fotografiar la industria de la Unión Soviética y en 1941, cuando Alemania invadió la URSS fue la única periodista en territorio soviético, allí estaba con Caldwell con el que que se había casado en 1939.



El último libro del mes ha sido un cómic: Crónicas de Jerusalén de Guy Delisle.   El dibujante canadiense pasó un año en Jerusalén porque su mujer, que trabaja para Médicos sin fronteras, fue destinada allí. Delisle realiza una especie de diario de esos doce meses en los que mezcla sus problemas familiares y de logística con sus hijos, el coche, los vecinos, la guardería, la niñera y demás con sus paseos por la ciudad y sus alrededores y sus encuentros con distintos personajes. Delisle intenta, a través de sus dibujos, entender lo que ve, lo que vive y cómo se ha llegado a esa situación. ¿Qué es Jerusalén? ¿Por qué el muro que divide Israel? ¿Qué diferencia y qué une a palestinos e israelíes? ¿Cómo viven? ¿Cristianos, judíos, musulmanes, cómo conviven? Delisle tiene un estilo muy reconocible, sencillo, muy lineal pero muy evocador. Además, tiene un sentido del humor muy negro que hace que me identifique mucho con él. Creo que me gustó más el de Pyongang pero quizás fue porque Corea me era  desconocida y, sin embargo, sobre Jerusalén he leído mucho más. En cualquier caso, os recomiendo mucho a Delisle.

Mi última recomendación del mes no es un libro, es el documental sobre Joan Didion que se acaba de estrenar en Netflix.

Y con esto,  un fin de semana por delante para leer y haraganear y un bizcocho, hasta los encadenados de noviembre. 


miércoles, 1 de noviembre de 2017

Veinte años después


«El dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él» (Joan Didion)

Hoy hace veinte años que murió mi padre. Es mucho tiempo y no ha pasado rápido. Si hace veinte años hubiera intentado imaginar cómo iba a sentirme a lo largo de estos años, probablemente hubiera creído que un día como hoy, tanto tiempo después, no sentiría nada, el tiempo todo lo cura, dicen. O quizás, hubiera imaginado sentir una pena nostálgica, casi analgésica, tranquilizadora, una pena bonita como de película. No es así para nada. Estos días atrás, he descubierto que, veinte años después, sigo aprendiendo cosas sobre su pérdida y que hoy, lo que siento es rabia. 

Mi padre tenía cincuenta y tres años cuando murió y estaba en lo mejor de la vida. Yo no lo sabía cuando murió ni lo he sabido durante estos veinte años, lo sé ahora que tengo cuarenta y cuatro. Cuando murió, de repente, sin avisar, sin que ninguno, ni tan siquiera él, pudiéramos esperarlo, me invadió la incredulidad, «no puede ser» me susurraba a mí misma. Después, mientras la tristeza inmensa lo nublaba todo y el desorden se convertía en el nuevo orden me parecía que aunque obviamente había muerto antes de tiempo, ya había vivido. Era pronto, pero no demasiado pronto. Con mis veintipocos años, creía que él ya había vivido suficiente. ¡Qué listillos somos cuando no hemos hecho nada más que empezar a vivir! 

Durante todos estos años le he echado de menos hacia detrás y hacia delante. He recordado, guardado, mimado y tratado de conservar, en parte escribiendo, todos sus momentos conmigo, juntos. También le he echado de menos con ese luto hacia delante que es infinito por lo que ya nunca podrá ser, por alejarme de él cada día más. He sentido nostalgia por el  pasado y tristeza por la pérdida de lo que fue y el anhelo de lo que no podrá ser. Pero hoy, veinte años después, lo que me invade es rabia. No por mí sino por él, rabia sorda y amarga por la vida que se ha perdido. Este año, el próximo veinticinco de diciembre cumpliría setenta y cuatro años y la muerte le quitó los años mejores. Creo, además, que él había alcanzado la sabiduría suprema por la que disfrutas de la vida, con cuarenta y nueve años, y sólo estaba empezando a saborearlo. Estaba feliz, contento, disfrutando de la sensación de haber reconocido la vida, de ser intensamente consciente de vivir y, cuando mejor estaba, en el momento álgido de la fiesta vital, murió.  La paradoja es que él tuviera que morir y  perdérselo para que yo lo haya aprendido a tiempo y lo esté disfrutando ahora. 

Cuando muere alguien nos hundimos en nuestro dolor, en nuestra pena, en nuestra pérdida, en el hueco que sentimos, el vacío que nos ahoga y en nuestras lágrimas. Y es normal, quizás tengan que pasar veinte años para que seamos capaces de valorar la pérdida del otro, del que murió, lo que dejó por vivir. 

¡Qué cabrona es la vida y qué rabia me da que se la esté perdiendo!