domingo, 17 de diciembre de 2017

Se terminó la infancia. Catorce años

2,920 kg. 49 cm. 

Lo conseguimos. Se terminó la infancia y ya te hemos criado. Creo que hemos hecho un trabajo bastante bueno. Has engordado 48 kilos y has crecido 111 cm. Sé que es absurdo pero te miro y me encuentro poseída por cierto espíritu de tratante de ganado y me dan ganas de gritar «Mirad, mirad, que buen trabajo he hecho», «Mirad, mirad que ejemplar más precioso, el mejor de la feria de la comarca, del país y del mundo mundial»

Se terminó la infancia porque ya no puedo llevarte en brazos, ni quieres que te duche, ni me dejas peinarte. Se terminó la infancia porque vas sola por la calle, entras y sales, te cocinas, te haces la cama (mal) y sabes hacer una presentación en power point sobre la economía romana. Se terminó la infancia porque ya no montas ciudades de clics (Mamá, se llaman playmobil) en el pasillo ni quieres ir disfrazada de Buzz Light Year por la calle. Se terminó la infancia porque ¡oe, oe, oe! ya comes sola y te encanta la ensalada. Se terminó porque ya no me preocupa que no comas o que no duermas o que te des con las esquinas de las mesas o te abras la cabeza montando en el patinete del demonio. Se terminó la infancia porque ahora me preocupa que la vida de te de miedo, me da miedo tu miedo, sentirlo, verlo, mascarlo y no poder ayudarte porque te crees que no sé lo que es tener miedo. Se terminó la infancia porque eres un saquito de inseguridades, de dudas, de inquietudes y yo me tengo que quedar sentada mirándote y sin poder convencerte de que todo va a ir bien y que lo que no vaya bien no será tan grave y estaremos para ayudarte. Se terminó la infancia porque ahora soy yo la que heredo tus zapatos, tú usas mis jerseys  y ya eres más alta que yo. Se acabó la infancia porque ahora te gusta ver todo en versión original, te gusta que te cuente cosas de mi trabajo y tienes opiniones políticas y sobre la vida que no sé de donde has sacado. Se terminó la infancia porque ya hemos hecho la última visita al pediatra, a partir de ahora ya vas al médico de mayores. Se terminó la infancia porque es complicadísimo levantarte de la cama antes de las doce de la mañana y vas sola en metro.   Se terminó la infancia porque en tus ojazos azules lo que se ve ahora ya no es un lago inmenso calmo y tranquilo sino un océano azotado por lo que ya has vivido y tu miedo a lo que te queda por venir. 

50,800. 160 cm.

Se terminó la infancia porque hoy cumples catorce años. Feliz cumpleaños princesa de los ojos azules. 


miércoles, 13 de diciembre de 2017

Diccionario breve de adolescente - castellano


A continuación ofrecemos a los viajeros que se adentren en el reino del adolescentismo un breve glosario de términos para que puedan entender a sus adolescentes. 

Voy: hay más probabilidades de que caiga un meteorito y acabe con la vida en la Tierra que de que yo haga lo que sea que quieres que haga pero sigue intentándolo, mamá.

No sé: conozco los secretos de la vida, la composición de la materia oscura, todos los enigmas matemáticos de la historia, quién ganará el próximo Nobel de medicina y la cura del cáncer pero no te considero a mi altura para desarrollar una frase de más de dos palabras. 

Qué aburrimiento:  sinceramente lo que no quiero es hacer nada de lo que tú podrías proponerme porque sigues creyendo que tengo diez años y la verdad es que tampoco sé que es lo que me gustaría hacer, porque lo que me gustaría hacer creo que me daría miedo. 

Mamaaaaaa, por favor:  no me avergüences delante de mis amigos / mamá, vuélvete invisible. 

Maaaaaaama, por favor:  te suplico por lo que más quieras en tu vida que me dejes hacer lo que sea que quiero hacer porque aunque tú no lo entiendas es vital para mi existencia y si no me das permiso mi vida se convertirá en algo espantoso y terrible que tú no eres capaz de entender. 

Por favor, por favor, por favor:  recuerda cuando era monísima e ideal y me querías todo el tiempo y no, como ahora, a trompicones. Te prometo que si me concedes lo que sea que estoy pidiendo me convertiré de nuevo en ese ser legendario. 

¿Qué hay de comer?: Hoy me siento atrevido y voy a preguntar por si hay suerte, suena la flauta y contestas pizza. 

Vale:  espero que esta minúscula palabra que pronuncio sin mirarte sea suficiente para cortar este intento de conversación por tu parte. Ah, y no te estoy escuchando. 

Nada: mi mundo interior es insondable, no lo entenderías. 

Nada:  qué pereza me das. ¿No me podría haber tocado otra madre, a ser posible muda? 

¿Ya te has enfadado?: Que poca paciencia tienes, si todo era broma. 

Vale, vale: veo que estás a punto de combustionar o convertirte en una ciclogénesis explosiva así que mejor reculo y me retiro a mis cuarteles de invierno. 

Ay, qué pesada: ojalá fuera posible independizarme con una renta vitalicia o, mejor, seguir viviendo aquí pero que tú te convirtieras en un mayordomo inglés siempre atento a todas y cada una de mis más nimias necesidades y las satisficieras todas sin rechistar. 

No sé hacerlo:  no tengo el más mínimo interés ni la menor intención de aprender a hacer eso que para ti parece ser tan importante. Si espero lo suficiente lo harás tú así que no merece la pena. 

Pero, ¡qué más te da!: no perturbes mi paz interior con tus nimiedades. 

¿Por?: explícate. Y que sea rapidito. 

No lo encuentro / No sé dónde está = ven y busca. 

¿Qué?:  creo que has dicho algo pero sinceramente no te he escuchado. Repítelo veintitres veces más sin cabrearte. 

Sí, ya, claro: ¿no estarás hablando en serio, no? 

A ningún sitio: déjame languidecer en este sofá disfrutando de mi mundo interior y mi pulso periférico. 

Mamaaaaaaaaaaa: no queda papel higiénico en el baño, tráemelo. 

Mamaaaaaaa: la casa arde. 

Mamaaaaaaaa: eres superinjusta 

¿Cuándo vienes?:  Te echo de menos. 

¿Tanto vas a tardar?: Ven ya que lloro. 


Nota: Todas estas expresiones tienen el mismo significado si se utilizan con Papaaaa. 



lunes, 11 de diciembre de 2017

Cocina, piensa, huele

Soy el domador, el payaso, la trapecista y, por supuesto, el acomodador y el que vende las chuches. Todo en uno, llevo hasta uniforme: pantalones viejos, camisa con manchas como condecoraciones de otras grandes actuaciones y hoy, como es un día con función continua, mi delantal de “Los Soprano”. Sólo me lo pongo en grandes ocasiones, cuando voy a hacer una actuación estelar, como hoy, cocinando como si tuviera media docena de hijos o un catering. Es mi capa de jefe de pista.  

Picar cebolla, ajo y freír tomate. La salsa de tomate tiene que ser casera, tiene que "entomatecer". Las de bote tiñen, disfrazan, dan el pego pero no entomatecen. La salsa de bote es para la comida de resaca, para los apartamentos alquilados o para la gente que no te importa. Freír tomate es una prueba de amor, de criterio, de esfuerzo sin recompensa: «Me importas tanto que quiero que la cocina huela a casa, aunque todo se manche».

Picar puerro, cebolla, mantequilla, aceite y calabacín. Las cremas salvan la vida de los Mafalda del mundo, gente como yo, a los que la sopa deprime. Las cremas son confortables, acogedoras y tienen cuerpo: no se beben, se comen. Son el justo medio entre la sopa y el puré, el equilibro entre beber y masticar. Y a las niñas les gusta lo suficiente para comerlo sin tratar de darme esquinazo manchando cuencos para tratar de engañarme. 

En la pista tres de la función de esta tarde preparo huevos, sal de azafrán, pimienta negra molida, perejil y ajo para condimentar un kilo de carne picada. Quiero steak tartar del Goizeko Wellington: merece la pena tragarse toda la ranciedad de ese restaurante sólo por comer el steak tartar que dan allí. Con la carne picada planeo hacer albóndigas, pretendo tener la fuerza de voluntad suficiente para no quedarme en filetes rusos o, peor aún, rendirme antes y hacer sólo pastel de carne. Albóndigas, filetes rusos y boloñesa: sólido, líquido y gaseoso, los tres estados culinarios de la carne picada. 

Creía que el horno iba a salir indemne de este ataque de madre de “La casa de la pradera” pero no es así, le ha llegado el turno. Con un redoble de pinzas y tenedores de madera le doy paso para asar una pieza de carne. «¿Es carne de Abu con salsita marrón?». No, es carne de mamá con salsa marrón maravillosa. Después de quince años llevando a cabo esta versión ya es hora de salir en los créditos. Busco el cordel. Está en el cajón de los utensilios de cocina misteriosos que solo salen para grandes apariciones guest starring. ¿Cuánto tiempo lleva este rollo de cordel aquí? Se me llena la boca, la cabeza, con la palabra: cordel, cordel, cordel. Suena a cariño, a tradición, a que sé lo que hago. Y ahora ya: sé hacerlo, atar la carne y que quede un paquete perfecto. Recuerdo cuando de niña mi madre me requería para poner el dedo y apretar el nudo.  

Más cebollas, más cebollas, es la guerra. Siempre pienso en si la cebolla sabrá que la estoy cortando para sofrito, para juliana o para asar. ¿Sabría diferente si la corto como la zanahoria? ¿Y si corto la zanahoria como los pimientos? ¿Y los pimientos como los puerros? Tengo el mismo tipo de duda con esto que con la crema de noche y de día o la crema de manos y de pies. “Dudas existenciales en la tabla de picar”, podría llamar a esta sección. No sé, pero por si acaso no arriesgo. La cebolla picada en tiras como siempre, porque en la cocina las cosas deben ser como han sido siempre, por si acaso.

Legumbres: faltan legumbres en esta representación. Me subo a la trona de bebé que aún sobrevive en nuestra cocina, acogiendo en su seno a adolescentes a las que en su día, hace ya muchos años, hubo que atar para que no se cayeran, para llegar a las baldas altas de la despensa. ¿Por qué no uso el taburete que tenemos para eso? Porque no. Garbanzos descartados, les tengo manía. Judías blancas descartadas, más manía aún y además no me salen bien. ¿Judías negras minúsculas caducadas desde el 2016? Tenemos un ganador: a remojo y ya veremos. 

Más cebolla para freír despacio. ¿Cómo cocina el ser al que no le gusta la cebolla? En mi opinión no cocina, sólo mezcla cosas con la esperanza de que sepan a algo, de que le den alegría de vivir, pero lo especial es la cebolla, el ingrediente secreto de cualquier conjuro, el muérdago de la poción mágica, los polvos mágicos de Campanilla, el sana-sana de tu madre. La cebolla es la purpurina y las lentejuelas. Si cocinas sin ella comes pero todo es gris, sin brillo, a-bu-rri-do. 

Paso la salsa de la carne por el pasapurés, otro de esos invitados especiales, y sonrío satisfecha porque ha salido suficiente cantidad como para poder hacer «un lecho de salsa», como decía mi padre. Con el redondo asado es importante no decir nunca «lo siento, no queda más salsa». Echo sal y azúcar en la salsa de tomate y la guardo en frascos de cristal. 

Me quito el delantal de Tony Soprano con ese gesto de película que denota pura satisfacción, echo los brazos atrás, desato el nudo y tras levantarlo por encima de mi cabeza, lo tiro encima de la mesa. Lo guardo todo en la nevera, juraría que oigo suspirar a la campana «por fin, qué paliza de día» cuando la apago, cierro la puerta y me voy a la cama. 

Mi ropa huele a tomate, a croquetas, a carne asada, a cebolla frita y a galletas. A mi circo de cinco pistas. Creo que no lo he hecho mal. Veremos si cosecho aplausos, indiferencia o si el público abandona indignado la función. 


lunes, 4 de diciembre de 2017

Lecturas encadenadas. Noviembre

Noviembre ha sido un fraude. Nos ha escatimado el otoño. Poco frío, nada de lluvia, mucho trabajo y lectura a trompicones entre una casa y otra, entre una cama y otra, entre una corrección y otra corrección. Tres franceses, una joven inglesa y un periodista español enfurruñadísimo contra los franceses ha sido la cosecha del mes.  

Empecé el mes con Los colores de nuestros recuerdos de Michel Pastoureau, recomendado por Guillermo Altares en La Cultureta y comprado como auto regalo porque sí. 

Pastoureau es francés, gordito según dice él, medievalista y debió de ser un empollón en su época de colegio. Además de todo eso es historiador de los colores y un estupendo narrador de historietas. En este libro recorre los colores a través de sus recuerdos: el traje beige de Miterrand, el maillot amarillo del “Tour”, el verde administrativo de unas aulas que nunca se construyeron, el verde como su color favorito, las banderas, su odio por el oro y el dorado por el recuerdo de la abuela de un compañero. A través de anécdotas de su infancia y juventud enlaza historias y curiosidades sobre los colores haciendo que el lector reflexione sobre su propia experiencia al respecto, su percepción sobre ellos, sus gustos o su total indiferencia hacia el mundo cromático. Leyendo a Pastoureau te paras a pensar en los colores que te rodean en tu casa, los colores de la ropa en tu armario, los colores que jamás te has atrevido a ponerte, tu vocabulario para hablar sobre colores y la limitación lingüística que existe para ser capaces de expresar cómo es un color en realidad y qué nos transmite. Nos hace reflexionar sobre cómo es completamente imposible conocer, entender o incluso aproximarse a la percepción que otra persona tiene de un color.
Pastoureau es muy francés y muy digno, casi snob, pero tiene un sentido del humor muy inteligente y, sobre todo, no le da ningún miedo decir todo lo que piensa. En la época de la corrección y de "mejor me callo que seguro que me caen por todos lados" se agradece leer a alguien que sencillamente dice lo que piensa siendo lo que piensa muy interesante.

«Pero ¿siguen existiendo en nuestros días, en campo alguno, colores seductores? ¿Colores eróticos? ¿Colores que guarden algo de su misterio o de su simbología y que hayan conseguido escapar a las tretas y minucias del mercantilismo? Lo dudo mucho».

«Entre el quizá y el no del todo -¿no es ese el color de la vida misma?».

«Tienes que leer Portugal de
Cyril Pedrosa», «Tienes que leer Portugal, te va a encantar», «Toma, lee Portugal». Y a la tercera y dejando caer este tebeo enorme sobre mis rodillas, lo consiguió.


Portugal es un tebeo enorme, por tamaño, por sus dibujos, por los colores y porque se te queda dentro según vas leyendo. Quizá no lo notas conforme te introduces en la historia pero, poco a poco, el tempo, la nostalgia, el ritmo te entra por los dedos y va invadiéndote. No me gusta hablar de lo que cuentan los tebeos porque, aparte de destripar la historia, parecen dar más importancia a lo que se cuenta que a los dibujos y casi siempre, el cómo se cuenta, cómo está dibujado, los colores que se eligen, son igual de importantes. En el caso de Pedrosa son fundamentales. Pedrosa es envolvente, redondo, hipnotizador y acogedor. En mi cuaderno de lecturas he escrito sobre este tebeo: «los dibujos de Pedrosa son como mantas que te dan calor, que alegran una habitación aunque el día, en este caso la historia, sea triste. Son dibujos que hacen que las cosas duelan menos».


Mi siguiente lectura fue un clásico pendiente, un libro que no sé por qué no había leído aún. Bueno, sí lo sé: porque pensé que ya conocía la historia y que no merecía la pena. Por supuesto, estaba equivocada, muy equivocada. La novela que escribió Mary Shelley no se parece en nada a la idea preconcebida que todos tenemos de Frankenstein, nada. Comparten un monstruo creado por un hombre pero nada más.
Frankestein es una historia de venganza desesperada. Cuando no te queda nada bueno por lo que vivir, la ira, la venganza es un buen motor para seguir vivo incluso aunque no quieras. Si te quitan todo, hasta la esperanza, y te quedas solo, ¿qué te queda?

Me gusta esto que dice Mary Shelley en el prólogo:

«Pensé y medité mucho en vano. Sentí esa desoladora incapacidad de invención que es la mayor desgracia de un escritor, cuando la triste Nada es la respuesta a todas nuestras vehementes invocaciones».

Y aunque he copiado muchísimos párrafos me quedo con este poema que Mary transcribe y que es de su marido, Percy B. Shelley. Para mí, transmite perfectamente cómo la alegría y la tristeza son estados vitales increíblemente frágiles y cómo se nos olvida continuamente.

«Dormimos, y un sueño es capaz de envenenar nuestro descanso.

Nos levantamos, y un pensamiento pasajero nos amarga el día.

Sentimos, imaginamos o razonamos; reímos , o lloramos, abrazamos pesares amados,

o apartamos nuestras cuitas;

no importa; porque sea alegría o pena,

el camino de su partida siempre está abierto.

El ayer del hombre jamás puede ser como su mañana;

¡nada puede durar, salvo la mutabilidad!»

Leed Frankestein porque os va a sorprender muchísimo, porque es una obra maestra, porque lo vais a disfrutar. De nada. 

El tercer autor francés del mes ha sido Guy de Maupassant y su cuento La pequeña Roque, editado exquisitamente  por Yacaré Libros y con ilustraciones de  Yolanda Mosquera.  Lo primero que tengo que decir es que, probablemente, si Maupassant quisiera escribir este cuento hoy en día, se lo pensaría muy mucho. Es una historia terrible que tiene como punto de partida la violación y asesinato de una niña de doce o trece años en un bosque. Es un relato terrible, un retrato del mal, de la impunidad, del abuso de poder y de los remordimientos. Y, además, sale un cartero. Todo es mejor con un cartero. Las ilustraciones en blanco y negro y grisalla crean, además, el ambiente adecuado para meterse en la historia, para horrorizarse y emocionarse. 

«Y sin mujer. Como no disponía de buena cena, ni de buen alojamiento, se ha procurado lo demás. Nadie se imagina la cantidad de hombres que andan por el mundo capaces de acometer, en un momento dado, un crimen». 

El último libro del mes lo compré en la Feria del Libro Viejo y de Ocasión en octubre. Meses oyendo hablar de Chaves Nogales en La Cultureta y meses de leer sobre lo buenísimo que era Chaves Nogales me llevaron a comprar La agonía de Francia. 

Chaves Nogales huye de España a causa de la Guerra Civil y se instala en Francia. En 1940 sabe que la Gestapo lo tiene fichado y huye de París. Primero a Burdeos y después a Inglaterra, donde morirá en 1944. En 1941 se publicó esta colección de ensayos o este pequeño librito en el que Chaves Nogales se despacha a gusto contra Francia y los franceses. Está muy cabreado con su país de acogida, enfurruñado hasta el infinito y el libro consiste en una retahíla de reproches: reparte para todo el mundo. Está enfadado con todos: con el gobierno, el ejército, los comunistas, los conservadores, los sindicatos, los pobres, los ricos, los que hacen como que no pasa nada, los que son alarmistas, las mujeres, los burgueses, los campesinos, los parisinos, los habitantes de las ciudades de provincias, la aristocracia, la policía... No deja títere con cabeza y se repite infinito.  Para él, la culpa de todo es de Francia. Es fascinante cómo apenas nombra a Hitler o a los nazis como culpables de la guerra que se ha declarado: todo lo que está ocurriendo, el desastre, la debacle es culpa de Francia. No conozco tanto a Chaves Nogales como para saber si esta inquina se debe a algo más que al terror que el desmoronamiento de todo lo que había conocido le provoca. 

Además, me ha gustado ver cómo Chaves Nogales como periodista cometía errores, grandes errores de apreciación. No lo digo con alegría, pero me gusta comprobar que no es el dios del periodismo y la verdad que aparece retratado en muchas de las crónicas y reseñas que he leído sobre él. Se equivocaba como todos. 


«Si algo se demostraba era precisamente que la potencia destructora de la aviación es infinitamente menor de lo que se supone. Cuando se habla a tontas y locas, de la destrucción de París, Berlín o Londres por los bombardeos aéreos ¿se piensa seriamente en los miles y miles de aviones y de toneladas de explosivos que sería necesario emplear para conseguir resultados apreciables? Hoy por hoy, las masas de aviación que se pueden emplear, aún teniendo en cuenta el grado de intensificación de la producción a que últimamente se ha llegado, no permiten todavía aceptar que los efectos de sus destrucciones puedan ser decisivos en las grandes aglomeraciones».

Escribió esto en 1940 y Varsovia ya había sido arrasada por la aviación alemana en 1939. O no quería verlo o Polonia le pillaba muy lejos. En cualquier caso, si algo demostró la II Guerra Mundial fue la capacidad de la aviación para arrasar una ciudad.

Puede que le
otra oportunidad a Chaves Nogales, puede que busque otro de sus libros, uno en el que no esté tan enfadado, pero desde luego éste no se lo recomiendo a nadie. Todo lo demás que he leído este mes, lo recomiendo mucho y muy fuerte.

Y con esto y un bizcocho y otro tebeo de Pedrosa esperándome en la mesilla, hasta los encadenados de diciembre.