miércoles, 30 de marzo de 2016

En los museos

El último museo en el que he estado ha sido la Pinacoteca de Brera, en Milán. Pululeé por las salas, dando vueltas. Encontré cuadros de los que había oído hablar por primera vez en las clases de Covadonga, como el Cristo Muerto, de Mantegna, y me topé de bruces con El beso de Francisco Hayez. Me quedé allí plantada, pensando... es el beso de “por fin sé a qué sabe tu boca”.
Este es el que más mola de todos. No es fácil de encontrar. Nunca es por sorpresa, no es de sopetón. Está ahí y lo sabes, las dos partes lo saben. Te encuentras con el otro y la atracción casi se puede ver. Hablas, te ríes, te miras y la tensión va creciendo… cada vez más… y te encuentras pensando: me está diciendo algo pero soy incapaz de centrarme en lo que escucho. Miras a los labios y te descubres pensando… ¿a qué sabrán?, me muero por saberlo. Disimulas, miras a los ojos, sonríes otra vez y has perdido completamente el hilo de la conversación. El otro está igual o peor, pensando... como me siga sonriendo así no voy a poder seguir concentrándome en lo que estoy diciendo, que realmente no tengo ni idea de lo que es, ni siquiera sé en qué idioma estoy hablando y, por dios, que deje de sonreír así y de mirarme tan fijamente ¿Hay algo más en el mundo que su boca? Silencio. Encuentro de miradas y, por fin, el beso perfecto, ese que cuando se da sirve para saber a qué sabe la boca del otro…

Escribí este texto hace años, muchos años después de haber pisado por primera vez un museo, pero probablemente el tener una vida llena de momentos en museos me hizo escribirlo. O quizás no. No lo sé. 

Covadonga se llamaba la profesora que me llevó por primera vez al Museo del Prado. Era menuda, con el pelo corto y blanco. El arte no era una actividad muy popular entre las adolescentes de mediados de los 80, y supongo que tampoco lo es ahora. He pensado mil veces qué le llevó a organizar esa visita a la que solo fuimos 3.  ¿Se sintió decepcionada? ¿Le dio igual porque ya estaba curtida? ¿Lo agradeció porque le permitió disfrutar la visita? Probablemente  yo fui porque en aquella época era una niña responsable y programada para hacer las cosas que se deben hacer pero salí enamorada y transformada. Recuerdo vivamente aquellas horas en el museo. He repetido un millón de veces aquellas salas de mi primera visita y he pasado horas delante del Descendimiento, de Rogier van der Weyden. Ese azul. 

***************************

A una visita al Museo Picasso de Barcelona una  mañana de junio de 1998 le debo haber entendido por fin su pintura.  Para algunas cosas, muy pocas, con 25 años seguía siendo la niña programada para hacer cosas que se deben hacer y por eso estaba ahí esa mañana. Creo que al salir, después de horas, dejé a esa niña allí. Creo. 

********************

A un Museo le debo también haberme sentido cerca de ser  protagonista de una peli de acción. Como una energúmena descontrolada, en julio de 1999, entré en la sala de seguridad del Museo de América gritando que había que revisar las grabaciones de la sala en la que estábamos desmontando una exposición sobre indios americanos de las praderas. Un par de mocasines habían desaparecido y cual heroína ridícula fui a hablar con los guardas. Lo más alucinante es que me hicieron caso. Menos alucinante fue que los mocasines aparecieron poco después traspapelados (¿se pueden traspapelar unos mocasines?) en una caja que no era. 

*******************

Al Thyssen le debo el póster que cuelga en el pasillo de mi casa. Rue St Honoré de Pisarro. Fui al Thyssen con un amigo admirador... y salí con un regalo. El amigo lo perdí. O nos perdimos. 

******************

En el 2003 lloré a mares sentada en unos escalones del Museo del Louvre. Estaba agotada, exhausta, cabreada y aterrorizada. Y muy embarazada. La fatiga museística en su máximo esplendor. Esa sensación de no poder más, de no ser capaz de absorber más, de estar saturada, que sólo te dan los grandes museos inabarcables. 

*************

En 2004 llevé a M al Prado. Con menos de un mes de vida no se enteraba y, por supuesto, no recuerda nada; pero le gusta que se lo cuente. Colgada de la mochila, dormitaba tranquilamente mientras yo paseaba por la exposición de Manet. La última a la que hemos ido juntas fue Kandinsky. 

*************

Redescubrir Picasso con laz princezaz porque una princeza de 7 años te dice:  

"Necesito ver el Guernica otra vez,  pero de verdad. No en el ordenador o en un folleto porque no es lo mismo".

****************

Estamos en la semana de los museos y pensando un poco he descubierto que tengo una vida en ellos, que  en los Museos también (me) pasan cosas. 


sábado, 26 de marzo de 2016

Hombres fantásticos (IV)

–Yo no sé escribir ficción. 
–Claro que sabes. Es lo único que haces, escribir ficción.
–Eso es mentira. Nada de lo que escribo es ficción.
–Sí que lo es. A lo mejor tiene una base real, aunque lo dudo mucho, pero todo, incluido cómo decides contarlo, cómo lo piensas y cómo lo escribes es ficción. 

Le odia mientras le escucha. Le odia muchísimo. No sabe porqué le gusta. Ni siquiera sabe si le gusta. No, no le gusta. Nada. O sí, pero de lejos. Mientras él sigue hablando, contando otra de sus historias con él de protagonista, piensa que es un hombre cuya mejor versión sería un holograma. O una aplicación para el móvil. Una especie de reto intelectual con el que retarse a sí misma, superarse, encabronarse, desesperarse y decir "esto lo desinstalo ya". 

Pero hoy no es un holograma. Allí está, tumbado a su lado, desnudo, grande, blando, suave. Grande, desnudo ha crecido. Arrullada por su discurso ella piensa que es curioso cómo los hombres desnudos parecen más grandes. En una pirueta mental absurda piensa en Hulk, en La Masa. Cuando un hombre se desnuda, de repente parece que la ropa le pica, le molesta y que su cuerpo se necesita expandirse liberándose de la tela. Hulk y La Masa ¿son el mismo superhéroe? ¿O es un villano? ¿Es Hulk cuando lleva la camisa metida por los pantalones y La Masa cuando la revienta? Piensa en preguntarle a él, pero no sabe si le molan los comics y, en cualquier caso, preguntarle algo a él es como jugar a la ouija. Jamás dice nada sincero ni directo. A pesar de ser un gran conversador, jamás responde preguntas. Tampoco las hace. Nunca pregunta nada cuya respuesta pueda no gustarle. Quizás sea que nada de lo que esté más allá de su piel le interese, o quizás es miedo. Si no preguntas estás a salvo del daño y la decepción. 

–No enciendas la luz. 

Eso le ha pedido al desnudarse. En un descuido, supone ella, se ha mostrado vulnerable, se ha bajado de su pose de hombre seguro de sí mismo y, como un niño, le ha pedido que no encendienda la luz. Ha sido tierno. Es curioso cómo los hombres al mismo tiempo pueden parecer más grandes físicamente e increíblemente pequeños. Unos más y otros menos. Este más. Mucho más. Probablemente por eso, ahora, ya relajado, no deja de hablar, para taparla a ella con una marea de palabras y tratar de distraerla. Sabe que no lo está consiguiendo, que no lo conseguirá pero, como los niños, no sabe parar. Le da más miedo ella que el silencio. Si deja de hablar la conciencia de lo que ella sabe de él será demasiado obvia como para pasarla por alto.

Ella también lo sabe, así que le deja hablar. Escucha su discurso caótico, que avanza a trompicones para luego pararse, retroceder, coger un desvío que se convierte en una ruta principal para volver a desviarse más tarde. El repite ideas que ha debido contar mil veces, frases que seguro que le han funcionado, un caminito de pensamientos que debe tener trillado y en el que se siente cómodo pero, pronto, se distrae y empieza a contar cosas que no pretendía. Se sorprende a sí mismo y de pronto sus manos, que hasta entonces reposaban en su tripa, se alzan mientras él retoma su voz de "soy guay" y suelta una frase de su personalidad de superhéroe.

–Escribirás algo como Bridget Jones. 
–Si te crees que pienso entrar a esa provocación tan burda lo llevas claro. 

No puede estar callado. Mientras despliega una historia sobre juventud y mujeres ella piensa que tiene un perfil raro. Un perfil que no reconoce. Es casi como un cuadro cubista, como una señorita de Avignon. Él es ese perfil blando y extraño pero no se corresponde con el él que ha venido por la calle a su encuentro. Encogido dentro de su abrigo de falso joven, con las manos incrustadas en los bolsillos, la cabeza hundida entre los hombros y la mirada huidiza. Ahí parecía un cable tenso. Ahora está desmadejado, relajado y parece otro. Para ella es una sensación rarísima. 

–Tengo un roto enorme en el calcetín. 
–Aha. 
–Enorme. Se me ve el dedo gordo.
–Aha.
–Eres una cabrona y me caes fatal. 
–Tú a mi peor. 

Justo antes de dormirse ella piensa, "a lo mejor sí que sé escribir ficción". 

lunes, 21 de marzo de 2016

El empotrador



Al final lo disfruté. Después de pasarme la noche anterior sin dormir, repasar la charla en mi cabeza como un mantra durante días y días,  no comer y tener el estómago encogido de los nervios lo disfruté. 

Lo disfruté a pesar de que 15 segundos antes de subir al escenario el corazón me latía tan fuerte que de verdad temí que me fuera a dar un infarto. 

No me dio un infarto y fue muy divertido. 





Mil gracias a Ignite Madrid por darme la oportunidad de lanzarme a hacer esta locura, a Susana Lluna por animarme a hacerlo, a todos los compañeros de charla. Gracias a los conocidos y a los descerebrados desconocidos que vinieron a verme.

Millones de gracias. 


viernes, 18 de marzo de 2016

El amigo italiano



A pesar de mi memoria prodigiosa, no consigo acordarme de la primera vez que le vi, ni de la primera vez que alguien me hablo de él. No recuerdo ni el año, ni el mes. Fue hace mucho tiempo, muchísimo. 20 años. 

Si estrujo mi memoria y mis recuerdos recupero una imagen que no sé si es la primera que tuve de él pero que refleja exactamente cómo era, cómo es. 

En Los Molinos. Alto, de perfil, con su importante nariz y el pelo largo, más largo de lo que nunca había conocido en otro hombre. Pantalones, jersey, una chupa bastante andrajosa. No puedo definir qué me llamó la atención de él. Obviamente lo increíblemente guapo que era, pero no fue solo eso. Era mucho más, algo que me cuesta poner en palabras ahora, veinte años después, y que en aquel momento ni siquiera pensé; solo sentí. 

Durante los años que fuimos amigos, pasé de una timidez casi enfermiza que al principio me impedía articular palabra hasta una confianza cómplice y pugilística. Las puyas iban de un lado a otro, él con su acento de guiri que jamás abandonó y yo estrujándome las neuronas para tratar de estar a la altura. Recuerdo perfectamente la sensación que tenía al hablar con él, una especie de miedo, de tensión... de tratar de estar a su altura. Miedo a defraudarle. Una gilipollez; y sé que cuando lea esto me dirá "tú eres tonta". 

¿Qué me producía esa sensación? No lo sé. Él. Todo. Era distinto a todos los hombres que había conocido hasta entonces y con los que me había relacionado. Sí, era el más guapo y el más atractivo, a años luz del siguiente en la lista pero no era eso, o no era solo eso. Era algo intangible pero que te atrapaba en su presencia. 

Hay personas que ves y hay personas que sientes. Así es él, no sólo lo ves. Perturba, cambia, mueve, agita, trastoca, transforma el aire que te rodea y a ti mismo. Él es de esos. Un campo de fuerza. 

El gesto de recogerse el pelo, los brazos en alto, la goma deslizándose desde la muñeca y, alehop, ya tenía la coleta hecha. Ese simple gesto transmitía la sensación de estar completamente a gusto consigo mismo, de ser inconsciente de uno mismo. ¿Cómo lo había hecho?  "Solo si eres increíblemente guapo e increíblemente atractivo puedes llevar coleta", escribí hace muchos años. Pensaba justamente en él. 

Cuando se marchó me enteré tarde y mal. No pude despedirme ni decir banalidades del tipo: nos escribiremos, ya nos veremos, iremos a verte. Se fue y la vida siguió para todos. 

Dieciocho años después le mandé un mensaje "Hey guiri, que vamos a Milán". Incluso por esa cosa tan espantosa que es el chat de Facebook su campo de fuerza funcionó y lo sentí cuando contestó "Ciao Moli, nos vemos seguro". 

Y nos vimos y los 18 años pasaron en un parpadeo. Se esfumaron según se bajo del coche a toda prisa, gritando "¡guiris!", y nos abrazamos. 

Ahí estaba. Igual de alto, con su misma nariz de emperador romano, su mirada astuta, sus gestos imparables y su gran sonrisa guasona iluminándole los ojos claros y la cara entera. Una sonrisa que dice "cómo me alegro de encontrarnos". Una sonrisa que llena. 

Sigue siendo muy guapo pero ya no lleva el pelo largo. Sigue caminando como John Wayne y hablando como si temiera caer muerto en cualquier momento y necesitara contar todo lo que lleva dentro. Sigue siendo divertido, temperamental, efusivo, y sigue gesticulando con todo el cuerpo. 

18 años fulminados con dos frases, un abrazo, mil risas y mil puyas. 

-Ciao Moli, estás igual, el mismo sarcasmo. 

Somos los mismos pero mejores. 

Él está más grande, no más gordo. Mirándole, escrutándole mientras comíamos, le sentí más grande, como si su increíble personalidad hubiera seguido creciendo, como si el hombre que era con 30 años hubiera necesitado expandirse, crecer dentro de él para hacerse más imponente, mejor, más él.

Me sentí feliz y atrapada en su campo de fuerza pero, querido guiri, yo también he crecido y ahora me siento a tu altura. 

Fue un reencuentro increíble. 

martes, 15 de marzo de 2016

Milán es de colores

Milán es amarillo. El edificio en el que está el apartamento de Bruno es amarillo con contraventanas grises. No me doy cuenta de que es de ese color hasta que vuelvo con el desayuno por la mañana. Llegamos de noche cerrada y tan cansados que ni siquiera levanté la mirada. Camino de vuelta a casa, ¿se puede llamar casa al sitio al que acabas de llegar y en el que solo has pasado 7 horas?, me doy cuenta de que no sé en que piso estamos. ¿El segundo? ¿El tercero? Todos parecen iguales. 

Milán es gris. El color del cielo al levantarme y abrir las contraventanas también grises. En pijama miro por la ventana al parque que hay debajo; gente paseando perros. Pocos corredores. Los milaneses son gente lista. Grises son también los empedrados y muchos de los edificios, los más oficiales, los más aparatosos. La Torre Velasca; ese adefesio que parece construido para formar parte de la escenografía de una distopía catastrófica. Me da miedo. 

Milán es dorado. Como la catedral al atardecer. Gigantesca en la plaza a la que da nombre. Parece un erizo dorado con sus mil pináculos y cresterías, y es muchísimo más bonita de lo que había imaginado. Doradas son las chocolaterías con escaparates llenos de huevos de pascua. Dorada y brillante es la galería de Vittorio Emanuele I y da ganas de bailar. Dorada es la figura de la Virgen que corona la catedral y que al anochecer se ilumina. A nosotros nos parece horterísimo e innecesario, pero por lo visto a los milaneses ese "brilli brilli" les emociona. 

Milán es del color del dinero. Tiendas de lujo extremo llenas de dependientes ociosos especialmente adiestrados para mirar hacia fuera con cara de "nada de lo que hay aquí es para ti". Por supuesto yo voy con mi cara de "nada de lo que hay ahí dentro me gusta" y es cierto. Todo ese lujo extremo me resulta hortera, frío, superficial y carente del más mínimo atractivo. El lujo extremo no tiene alma. 

Milán es rojo. Rojo brillante como las vespas, rojo espeso como el del terciopelo de la Scala y  rojo mate como el ladrillo del castillo Sforzesco y la Iglesia de San Ambrosio. Rojas son las calzas del hombre que besa en el cuadro de Francesco Bayez, frente al que me quedo paralizada minutos y minutos. Me impresiona tanto que no me doy cuenta de las calzas hasta pasado un rato; ando pensando en que es la representación perfecta de un beso de "por fin sé a que sabe tu boca". También es rojo el solomillo de buey con salsa de frutas del bosque y el sillón de casa de Bruno en el que leo por las mañanas cuando me despierto pronto, demasiado pronto. 

Milán es verde. Verde oscuro son los magnolios gigantes que hay casi en cada patio y las hiedras que los recubren. Es verde el parque que veo desde una ventana de la pinacoteca del Castelo Sforzesco. Me he perdido sola por las salas y estoy a punto de llegar al punto de saturación con respecto al arte sacro. El ventanal es enorme y me apoyo en él para mirar fuera. A mis pies, el antiguo foso del castillo y más allá el parque. Pasa un tío corriendo, me fijo en él porque corre de manera ridícula, efectiva pero ridícula, con los brazos caídos a los lados del cuerpo y las manitas levantadas. Da zancadas levantando las rodillas y va extrañamente erguido. Parece una estatua articulada. Le sigo con la mirada y me fijo después en el señor gordo que sentado en un banco mirando al castillo habla por teléfono y fuma. Pelo blanco, traje oscuro, gabardina larga. ¿Con quién habla? No será de trabajo, no tiene pose de estar hablando de negocios, ni con su mujer. ¿Tendrá una amante? ¿Discutirá con su hijo veinteañero que le llama para decirle que no pasará el finde con él a pesar de habérselo prometido? La joven del banco siguiente lee. Parece un cuaderno de notas. ¿Serán suyas o de otro? ¿Un diario? Lleva coleta y pantalones negros ajustados, como el 85 % de las milanesas. Sin calcetines, como el 90 % de ellas. No mira al castillo, ni a nadie, solo lee. En el último banco, el que está justo debajo de mi ventanal, hay un tío con gorra. Parece atractivo. Está sentado, completamente relajado, tiene la bici al lado y parece estar como yo, mirando la vida pasar, sin más interés que ser. No mira el móvil, ni tiene un libro, ni fuma, ni come ni bebe. Solo mira. Levanta la vista y me ve. Sonrío aunque creo que no me ve. Se quita la gorra. A lo mejor sí me ve. Milán es verde oscuro como su gorra. 

Milán es azul. Azul brillante es el cielo desde los tejados de la catedral. Azul es el vestido de la mujer de "El beso" y las contraventanas de las casas. Azul marino es el color del que van vestidos todos los hombres guapos que veo. Y son muchísimos. Un policía en la plaza del Duomo, un vigilante en la pinacoteca de Brera, un tío en chándal hablando por teléfono al lado del canal, otro con coleta y estiloso hasta el infinito con el que comparto minutos frente a "El beso". 

Milán no tiene nada me dijeron. 

Milán es de colores y me ha encantado. 

jueves, 10 de marzo de 2016

Lecturas encadenadas. Febrero

http://natalie-andrewson.com/
A pesar de tener un día más, febrero ha sido un mes escaso en cuanto a lecturas. Sólo he terminado dos libros en este mes. No tengo sensación de haber leído poco pero sí de haber leído despacio.

Un puente sobre el Drina de Ivo Andric. No conocía a Ivo Andric de nada y resulta que fue Premio Nobel en 1961. Era un escritor de ascendencia bosnia y me ha recordado muchísimo a Zweig, a Marai y a Von Rezzari. Los cuatro comparten el mismo tono de ser conscientes del fin de una época. Saben y sienten que cuando mueran, todo lo que no hayan dejado por escrito, todo lo que no hayan anotado, se perderá. Saben que las realidades cotidianas que ellos plasman en sus textos se convertirán en leyendas para la generación que venga justo detrás de ellos.

Todas las generaciones piensan que lo que les cuentan sus padres, sus abuelos es increíble pero en el caso de los escritores nacidos para asistir a la conmoción de las dos Guerras Mundiales, su mundo sencillamente dejó de existir. Todo lo que habían conocido desapareció bajo un nuevo orden geográfico, político, social, económico, artístico y hasta histórico.

El tono de Andric es pausado y está cargado de melancolía. La historia del puente construido en una pequeña ciudad bosnia, se acelera a ratos y en otros casi desaparece, casi como si fuera el caudal del río que a veces corre sin control y otros se remansa hasta casi secarse. Es un libro calmado que recorre 5 siglos de historia de un puente y de cómo ese puente se convierte en escenario de todo lo que ocurre en la ciudad. Cuando desaparece... arrastra con él toda la historia anterior que se pierde en la corriente de la historia, del río que corre. Es un libro que hay que leer con calma y tranquilidad. 

Andric es muy sabio.
"Las personas que no trabajan y que no emprenden nada en la vida pierden con facilidad la paciencia y cometen errores cuando juzgan el trabajo de los demás".
Y esto sobre cómo se leían los periódicos hacia 1910 se puede aplica,r tal cual, a nuestros días.
"Se leían los periódicos con avidez, pero al vuelo, de paso. Cada cual buscaba únicamente los diarios que exhibían en primera página titulares sensacionalistas impresos en grandes caracteres. Los artículos que aparecían en los rincones, escritos con letra pequeña, no tenían lectores. Todo lo que pasaba iba acompañado por el ruido y el resplandor de las palabras aparatosas".
Juegos Reunidos  de Marcos Ordóñez. El año pasado, casi por estas mismas fechas, leí "Un jardín abandonado por los pájaros" mientras me moría de dolor con una sinusitis que casi acaba conmigo y tengo un cariño especial por Ordóñez, por haberme acompañado en aquellos días espantosos de dolor supremo e insoportable.

Juegos reunidos recupera la idea mental de El Jardín pero no el espíritu. En la primera entrega de sus memorias o de sus recuerdos todo fluía con calma, con parsimonia, sin prisas. Con pausas infinitas y detalles mínimos. Los detalles que parecen insignificantes cuando los vivimos y que, sin embargo, cuando nos ponemos a reconstruir nuestros recuerdos se convierten en los pilares sobre los que construimos la estructura completa de nuestra memoria. Puede ser un día concreto que en su momento pareció una tontería, un objeto insignificante, una persona que sólo vimos una vez, un sabor... Ordóñez, en El Jardín construía sus recuerdos así.

En Juegos Reunidos la premisa es al revés. Sobre una anécdota, un motivo o un personaje se construye el artículo. Probablemente el hecho de que sea una recopilación de artículos, columnas y pequeñas piezas condicione que el ritmo sea mucho más rápido y precipitado. Casi todas las historias son "hacia fuera", encuentros con escritores, con actores, con músicos. Las historias que más me han gustado son las que tienen más desarrollo y un ritmo más lento.

He doblado un montón de esquinas.
"Lo difícil es contar historias sobre gente como cualquiera de nosotros, gente que canta o ríe o grita o llora o se aburre cuando por ahí le da, gente para la que no sirven los adjetivos definitorios ni las denominaciones de origen, porque nadie es común cuando se le mira detenidamente."
"Pasolini entendía que la vitalidad no es una cualidad inmutable del ánimo, sino que hay una vitalidad luminosa y una vitalidad oscura, y que ambas suelen brotar bajo presión, por hartazgo, de miseria e impulso de supervivencia."
"La exageración era el principal rasgo de su carácter. El segundo era el entusiasmo. El tercero, la duda que hiere. Los tres formaban una perfecta combinación alquímica."
Ordóñez termina el libro con un capítulo / poema titulado Quiero.  Unos cuantos "quiero"  me han gustado:

"Quiero
    - que en las ceremonias realmente importantes suene siempre Caravan de Van Morrison.
    - una nevada anual y que el calor del verano no sobrepase los veintitres grados. Y sin temperatura     de bochorno.   
 - quiero poder decir "A lo mejor no es tan difícil" pero creyéndomelo."

"Quiero

   -algo que no diré aquí." 

Dos lecturas, dos hombres y mucho que aprender. Y con esto y un bizcocho hasta los encadenados de marzo.


miércoles, 9 de marzo de 2016

Cosas que van a pasar(me)


Lo mejor es que lo cuente cuanto más rápido mejor. Como cuando de pequeña hacía algo mal. Como cuando dejé la nueva bicicleta de carreras de pobrehermano mayor tirada en el suelo delante de la huevería de Juanito, que salió con su todoterreno y la aplastó bajo las ruedas. 

Ese momento de pánico, de vértigo absoluto, en el que piensas: por favor, por favor, por favor... quiero volver atrás 2 minutos. Me corto un meñique si hace falta pero, por favor, que vuelva atrás en el tiempo para que pueda arreglar esto. 

Pero no funciona, ni aunque te cortes los dos meñiques y un par de falanges del anular, así que enfrentada al desastre lo mejor es pasar el mal trago rápidamente. Contar deprisa y casi sin respirar lo que has hecho para ver si así el interlocutor, aturullado por la velocidad de tus palabras y el volcado de información, no se entera y ese huracán que has provocado y que no puedes parar aunque quieras pasa inadvertido. 

Allá voy. 

¿Qué he hecho? 

Mejor dicho, ¿qué voy a hacer?

Dentro de una semana, el próximo miércoles 16 de marzo, a las 19 horas, daré una charla sobre "El empotrador".  Una charla ultrarrápida. 

Hala. Ya está. 

¿Por qué lo voy a hacer?

No lo sé, no lo sé. Me lo propusieron, dije que sí sin pensar o pensándolo poco, o pensándolo mal... 

5 minutos, 15 diapositivas, 140 personas y yo, pequeña y tímida en un escenario, hablando sobre cosas que no sé, o sé poco o sé mal. 

¿Y si me corto los pulgares? 

Se puede asistir en directo y también se grabará... 

¿Y si me corto una mano? 


lunes, 7 de marzo de 2016

Cuatro películas y una sinfonía


Lunes 
Salgo de los libros de colores y decido que es un buen día para irme al cine. Como ando con la cabeza en mil asuntos, me paso la salida de los cines y llego a la carrera a la película que quiero ver: Room. 

Fila y butaca centrada en una sala enorme. A mi izquierda una pareja que se tapa con los abrigos y a mi derecha una señora rubia que, como yo, ha ido sola al cine. 

La primera hora la paso sufriendo. Sufriendo mucho. Agobiada y angustiada. Alternativamente me hago bolita en mi asiento o me desespero y me echo hacia delante para intentar soltar la tensión que estoy acumulando. La segunda hora me aburro y echo de menos mi sofá. Room se despeña por la pendiente del telefilm de sobremesa de fin de semana y esas pelis hay que verlas en tu casa, durmiendo a ratos y comiendo chocolate. 

La peli tiene otro problema y es que si tienes hijos no te crees al niño. 

¿Recomiendo Room? Pues bueno, en tu sofá, con mantita y modorra, bien. En el cine, psss. 

Jueves 
"Moli, o vienes ya o voy a romper el jersey de lo duros que se me están poniendo los pezones".

Juan me espera en la puerta del cine. Alto, estirado y oteando la Gran Vía para verme  llegar. 

-¿Por qué no llevas abrigo?
-Porque me has dicho que no me pusiera mi plumas de joven rapero.
-¿Y qué? ¿No tienes más abrigos?
-No desvíes la conversación. Estoy pasando frío y es por tu culpa. 

Inauguración del Scyfy. Frikis a gogo, frikis everywhere, frikis a diestro y siniestro. Y nosotros. 

La película se llama "The invitation" y está muy bien. Vamos a ver, es una peli de miedo así que hay que bajar el listón de credibilidad para meterte en ella pero es una buena película. Desde el minuto 1 estás incómodo con la historia, con lo que se cuenta, con la situación que, no comprendes muy bien pero, te mantiene alerta y atento. El protagonista, además, está bastante tremendo. Rollo barbita, desastrado, pero con mucho atractivo. 

Salimos del cine, entre una nube de frikis, comentando que desde la llegada de los móviles las pelis de miedo tienen por obligación que meter una línea en el guión en la que algún personaje diga "Vaya, no hay cobertura". 

Sábado 
Marathoniana mañana con laz princezaz: competición de natación, comida en un italiano con fantabulosa carta para celiacos, compras y cine. 

Otra vez el Scyfy pero para ver una peli coreana con el sugerente título de "La chica satélite y el chico vaca". Parece un libro de Murakami pero no lo es y, contra todo pronóstico, la película va de una chica satélite, un chico vaca, un mago que es un rollo de papel higiénico y un perro ama de casa. Todo muy loco y bastante perturbador.  

-Chicas, ¿os ha gustado?
-A mí nada.Menos mal que era corta.
-A mí regular. 

Domingo por la mañana
Lloro,estremecida hasta el infinito, escuchando la Patética de Tchaikovsky en el Auditorio de Madrid. 

¿Cómo me he perdido esto durante 40 años? A lo mejor tenía que llegar este momento. 

Domingo noche 
Otra vez el Scyfy. Clausura. Frikis everywhere que llevan todo el día viendo películas una tras otra. Llegamos para la traca final y, después de comernos dos bocatas ilustrados (hechos por mi) y dos palmeras gigantes completamente industriales, conseguimos buenos asientos. 

-Moli, no sé porqué los tíos se ponen camiseta con chaqueta de vestir.
-¿A qué viene eso?
-Mira ese.
-Vamos a ver. Para ponerse camiseta con americana y no parecer ridículo hay que tener unas hechuras determinadas. 
-¿De qué hablas?
-Busca "Gerard Butler en el hormiguero". Traje azul y camiseta. 
-Aha. Hasta yo puedo entender de qué hablas. 

High Rise es la película. El engendro, el despropósito. Solo puedo echar espumarajos por la boca sobre ella. Es un espanto absoluto, un aburrimiento pretencioso sin sentido con un montaje caótico y ¡sin script girl! Lo único por lo que se aguanta semejante tortura es por el protagonista que también está bastante tremendo. Rollo elegante limpio con ganas. 

-Juan, ¿y si nos vamos?
-Los frikis están aguantando aquí como campeones. No podemos ser menos que ellos.
-Yo no soy friki y no soy competitiva. Me da igual ser menos. Vámonos.
-Que no, que a ti te da igual porque eres canija y no se te ve... pero a mí me ve todo el mundo. Ya que hemos llegado hasta aquí, vamos a terminarla. Piensa que  mañana podrás escribir sobre ella.
-Eso es chantaje emocional. 

No nos fuimos y por eso os puedo decir: huid corriendo despavoridos si alguien os ofrece o sentís el más mínimo impulso de ir a ver High Rise. 


jueves, 3 de marzo de 2016

En la ventisca


La ventisca es tan fuerte, nieva tantísimo, que pienso que estamos a dos rachas de viento de que los Odiosos Ocho llamen a la puerta de la cocina. Después de cerrar con llave, echo un último vistazo por la ventana. Nieva en horizontal.

Subo. En el cuarto de las niñas hace frío. Más que en el resto de la casa. Las dos paredes y el tejado están expuestos al exterior, a ese viento que arrecia cada vez más y a la nieve. Sopla tan fuerte que las ramas del pino tocan la ventana. Arropo a las princezaz y compruebo que en estas camas me parecen otra vez pequeñas, frágiles. En sus camas de Madrid me asusta lo grandes que parecen ya.

Por enésima vez esta noche, un nuevo microcorte de luz. Siempre igual. Se va la luz, contienes la respiración y piensas ¿y si no vuelve?, y vuelves a respirar cuando todo se enciende de nuevo.

Me lavo los dientes y me pongo el pijama y un jersey. Abro las cortinas a pesar de que el cristal está helado y la nieve se acumula en el cristal; quiero ver el viento desde la cama. Justo cuando me acomodo y cojo el libro, la luz vuelve a irse y un mensaje inesperado me llega al móvil.

Contengo la respiración, pienso ¿y si no vuelve?... y no vuelve.

Menos mal que había cargado el móvil antes. ¿Se irá la conexión de datos? ¿A qué viene este mensaje? ¿Bajo a por una vela para leer un rato? ¿Contesto? ¿Y si no vuelve la luz? No podré tomarme el café mañana. Podría coger el coche y bajar a un bar, aunque a lo mejor la carretera está imposible. Podré bajar andando; pero claro, si no hay luz para qué van a abrir el bar. No me gusta el café frío.

Otro mensaje.

¿Bajo a por la vela o no? Subir con la vela encendida por las escaleras es como de peli de miedo. Puedo encenderla ya arriba. ¿Y si me duermo leyendo y se queda encendida y se prende fuego la casa? ¿Vuelvo a contestar? A lo mejor mañana no podemos bajar a Madrid pero a mí lo que me preocupa es el café.

Las cuatro... ya está bien de mensajes que me estoy durmiendo.

Me despierto tapada hasta las orejas cuatro horas después. Salto de la cama. La ventana está cubierta de nieve y fuera todo está blanco y sigue nevando. La luz no ha vuelto.

Me pongo otro jersey; bajo. Molimadre está ya en pie y ha encendido la chimenea.

-¿Te caliento el café en la chimenea?

Mi madre es McGiver.

Un par de horas después, todos están levantados y la luz ha vuelto. Desde la ventana veo a M afanándose en el jardín para hacer un muñeco de nieve gigante. Tiene un método: comienza con una pequeña bola que va empujando para hacerla girar y que sea cada vez más grande. Lleva mis botas, mi camiseta, mi jersey y un gorro de rayas con el que parece un personaje de dibujos animados.

Golpeo el cristal para que sepa que la estoy mirando. Se gira y sonríe. Sonríe completamente feliz. Debe estar congelada porque lleva una hora fuera trajinando con la nieve. Tiene los ojos brillantes, agita la mano para saludarme y vuelve a su muñeco.

Salimos a dar un paseo. Se ha calmado el viento y la nieve recién caída cruje con nuestros pasos.

Nieve polvo. Así es, nieve polvo recién caída esperando a que alguien la estrene; y ese alguien somos nosotros.

La nieve no es como la arena de playa, que según pasas te olvida. La nieve guarda tu paso, tus huellas, tu recuerdo. El rastro que dejas en la nieve permanece, es el premio por haber sido el primero. El primero en salir del calor de casa, el primero en llegar a ese camino, el primero en lanzarte a caminar por ella, a tumbarte, a hacer el ángel. Sabes que cuando vuelvas al calor de casa tu huella seguirá ahí.

-Mamá, me encanta este día.

A mi también.