Ha llegado el momento de contar que Juan tiene muchas manías. Mis brujas y yo también tenemos pero a fuerza de vivir juntas las hemos ido limando, encajando y haciendo más manejables. Cuando vives solo, tus manias crecen y crecen y crecen y escapan a cualquier control. Una de las muchas manias que tiene Juan es que tiene que llevar él las llaves porque sino colapsa pensando que los demás, y especialmente yo, las han perdido. (No he perdido unas llaves en mi vida pero eso a él le da igual). En este viaje, las llaves más importantes, las únicas de hecho, eran las de la caravana y si por él fuera no hubieran salido jamás de su bolsillo pero eso era imposible. En el mismo llavero estaban la llave de contacto, la de la puerta de entrada a la caravana y la del maletero. Era inevitable estar pidiéndoselas y que fueran de mano en mano. «¿Las llaves? ¿Dónde están las llaves? No están en mi bolsillo. ¿Donde están? Esto no puede ser. A ver, si no están en mi bolsillo, o tu bolsillo, Ana, el sitio va a ser este cajón. ¿Entendido?» «Que siiiii»
Le dijimos que sí, aunque se nos escapa porqué decidió que el cajón de los ajos, la sal y la pimienta era el lugar correcto. ¿Por qué cuento todo esto? Pues porque cuando esa noche, la del seis de julio, nos disponíamos a acostarnos, con todo ya recogido, tuvimos una crisis de llaves. En una de sus mil quinientas comprobaciones, Juan dijo: «¿Dónde estan las llaves? No están en mi bolsillo ni en su cajón. ¿Ana?»
–Yo no las tengo.
-¿Seguro?
-Si.
-Compruébalo.
_...
Gran crisis. Habíamos perdido las llaves. Revolvimos todos los cajones, no solo el de la sal y la pimienta, todos. Sacamos las mochilas, los abrigos, deshicimos la cama de María, miramos el suelo, los rincones. No estaban. Gran crisis... de 10 minutos que se resolvió cuando salimos a buscarlas fuera, por si se habian caído y "alguien" se las había dejado puestas, por fuera, en la puerta del conductor. Yo no fuí. Resuelta la crisis, nos acostamos y nada más apagar la luz, como todas las noches, se puso a llover. Amanecimos tras un sueño reparador y, como todas las mañanas, la lluvia cesó a tiempo de desayunar fuera. Desayuno, duchas, recogida y en marcha. Justo antes de irnos charlamos con el vecino de camping que, después de escucharnos hablar, salió con una bandera del Real Madrid gritando ¡Hala, Madrid! Nos contó que había pasado tres años en Rota y que España le encantó pero el ejército no tanto.
Ese día había decidido conducir por primera vez la caravana. «Hoy conduzco yo» dije, y trepé al asiento del conductor. Nada más salir empezó a llover a mares y parecía que el día se nos iba a torcer y no íbamos a poder disfrutar de lo que teníamos planeado. No importaba y daba igual. No soy de lamentarme por la lluvia y menos cuando vas a un lugar donde llueve tanto. Es absurdo.
Me repito pero, esa mañana, la carretera también era preciosa. Rectas interminables bordeadas de árboles gigantescos y vegetación exuberante. De vez en cuando, a los lados, había dos, tres, cuatro buzones justo en el punto en el que salía un camino hacia el interior de esos bosques. Creo que he mirado en todos y cada uno de esos caminos esperando ver al final una casa y que esa casa me dijera cómo es vivir ahí, como es la familia que la ocupaba para poder imaginar una vida completamente diferente a la mía, una vida más bonita aunque sea mentira y tenga sus problemas como estar pisando barro doscientos días al año. ¿Bajaran a los buzones por las mañanas o pararán cuando vuelven a casa para ver si tienen algo? ¿Recibirán algo en esos buzones? ¿Qué hacen con los paquetes de Amazon? En Los Molinos, tenemos un buzón en la puerta de casa, y cada vez que paso, meto la mano por si me ha llegado el New Yorker de la semana. A lo mejor, alguien pasa e imagina nuestra vida. Mientras conducía también iba pensando, una vez más, en no olvidar este viaje, en hacer algo que me permitiera escapar a su recuerdo en cualquier momento. Recordar el viaje, los lugares, los paisajes. Pensaba, por aquellas rectas interminables que a los lugares, a las montañas, a los lagos, a las playas, a los árboles, al recodo del río, a las cascadas, a los bosques les da exactamente igual que nosotros los visitemos, los contemplemos o los recordemos. A la naturaleza le somos indiferentes. No necesita nuestra apreciación para sobrevivir, para existir. Incluso cuando la atacamos y hacemos todo lo posible por destruirla, lo único que tiene que hacer es esperar, tener paciencia y terminará recuperando su espacio. Consideré la futilidad de mi empeño en recordar mi paso por este viaje, mi deseo casi infantil de ser trascendente en un entorno que me olvidaría tan pronto como el ruido atronador de la caravana se perdiera al final de la recta. Mi linea de pensamiento ligeramente deprimente se cortó cuando llegamos a Sequim, una de las dos ciudades importantes al norte de la Olympic Peninsula. Y cuando digo ciudad quiero decir pueblo porque tiene siete mil habitantes, pero para esta zona es un nucleo urbano muy importante. (Todo el estado tiene 7,5 millones de habitantes. Y para que os hagáis una idea, el estado de Washigton tiene 184.000 km cuadrados y la Comunidad de Madrid 604. Así que aquí vivimos apiñados y allí, con un poco de suerte, no ven a su vecino más de una vez al mes y porque coinciden en el buzón de la carretera).
En Sequim teníamos que echar gasolina y nos costó tres intentos: en la primera gasolinera aparcamos en el lado contrario y no llegaba la manguera, en el segundo el surtidor no aceptaba nuestras tarjetas y tuvo que ser ya en el tercero cuando triunfamos. Os informo que el surtidor se para en 200$. No sé si en España hay un tope de dinero al echar gasolina.
(Llevo mil palabras y no he contado nada aún. Que maravilla es tener un blog)
Nuestro destino esa mañana nublada era Hurricane Ridge, un lugar privilegiado, en el centro del macizo montañoso de la Olympic Península, desde el que en días despejados (15 al año) la vista es espectacular y se puede ver todo el macizo montañoso con el Monte Olimpo que es su cumbre más alta, al oeste el Pacífico, al Norte Canadá y al este varios volcanes nevados incluído Mont Rainier. Sabiamos que no estábamos en uno de esos días pero había que subir. La carretera es estupenda, con buen firme (esto cuando se viaja dentro de un sonajero se agradece muchísimo) y con grandes vistas. Además, y para variar tenía curvas. Es una carretera muy de montaña, en 18 km pasas del nivel del mar a una altitud de 2440 metros. Al llegar allí, la vista era impresionante. Frente al centro de visitantes se abría ante nosotros una sucesión de escarpados valles montañosos tupidos de bosques con las nubes desgarradas enganchadas a las cumbres de los picos. «¿Vosotros creéis que es posible que, ahora mismo, haya alguien ahí, en esos bosques perdido?» preguntó Clara. Yo me pregunté si habría alguien viviendo ahí, en medio de la montaña, harto del mundo, de la gente y de todo. No soy capaz de transmitir la sensación de estar frente a un paisaje salvaje, sin explorar, casi sin descubrir, sin domar. Un paisaje que puede hacer con nosotros lo que quiera, que es casi una amenaza. Una preciosa y tentadora amenaza, casi una trampa.
Pasamos muchísimo tiempo en el mirador, absortos en las vistas y en los visitantes. Nos hicimos mil
fotos y desde ahí, tras zamparnos dos raciones de patatas fritas que nos supieron a gloria, hicimos un pequeño sendero que rodea Hurricane Ridge para disfrutar de una panorámica de toda la penísula en 360º grados. En el paseo vimos marmotas, alces, ciervos y unas ardillas pequeñas, de cola corta, que a Clara le parecieron "monísimas". Una guardabosques nos dijo que hay muchísimos osos y que con prismáticos y fijándonos mucho podríamos verlos en las faldas de las montañas, entre los pinos. No los vimos. Nuestro siguiente punto estaba siguiendo la carretera del norte de la península, que corre paralela al mar, hasta que más o menos a la mitad teníamos que meternos, otra vez hacia el interior, hacia el centro del macizo. Nuestro destino era Lake Crescent ¿qué puedo decir? ¿El sitio más especial que he estado en mi vida? Puede ser, sí. Creo que sí. Un lugar mágico.
Llegamos a él tras un buen rato de carretera y nada más verlo, paramos en un mirador a hacer fotos. Estando allí, llegó un coche con una pareja de señores mayores que nos preguntó por la caravana, cuanto costaba y demás. Nos dijeron que se lo estaban pensando para ir de viaje a Montana. He dicho señores mayores y quería decir viejos. Nosotros somos mayores pero ellos podían tener setenta años como poco. Esto es algo que también me ha llamado muchísimo la atención, parejas muy mayores viajando por todos estos lugares tan lejos de todo, sin comodidades, sin hoteles y sin entretenimientos más que naturaleza a lo grande.
De la pareja de ancianos me acordé mucho cuando un poco más adelante llegamos al Lake Crescent Lodge, un lugar mágico. A la orilla de lago se abre una zona de bosque en la que en 1914 los buenos de Avery y Julia Singer construyeron un pequeño hotel con una cabañitas que abrieron en 1915 con el nombre de Singer's Tavern. Unos visionarios. El destino tuvo bastante éxito aunque en los primeros años los huéspedes tenian que llegar en ferry. A partir de 1922 se abrió la carretera y empezaron a llegar los coches. La crisis del crack del 29 también tuvo mucho impacto en la zona y la suerte que tuvo la zona fue que en 1937 Franklin Delano Roosvelt se hospedó en este hotel (que ya era de otros propietarios) durante un viaje a la zona. Poco después firmó la ley que convertía toda esta zona en Parque Nacional. Lake Crescent Lodge es algo así como estar en Dirty Dancing y en El estanque dorado a la vez. El hotelito al que se puede entrar, pasear y sentarte en su galeria o en su porche con vistas al lago a tomarte una cocacola y ver pasar las horas se parece algo a ese resort de Dirty Dancing. Tiene un poso de historia, un poso que dice, y esto va a sonar cursi, «mucha gente ha sido feliz aquí». Al mismo tiempo, la arquitectura mantenida en 1920, la madera, el par de mecedoras en cada porche de las cabañas que hay pegadas al hotel (y que se alquilan), el lago, la orilla, el embarcadero tienen ese encanto de los lugares a los que quieres volver siempre, a los que las personas con suerte suficiente para conocerlos, quieren volver siempre. Cuando Henry Fonda y Katherine Hepburn abren su casa de verano en la película vuelven a un lugar así...y Lake Crescent Lodge es lo más cerca que voy a estar en mi vida de esa peli*.
Entramos en el hotel, nos paseamos por el salón, nos hicimos fotos tocando los muebles antiguos y fingiendo llamar por una cabina de los años 40 y luego salimos a pasear por la orilla del lago. Nos pusimos a soñar con pasar una temporada aquí, cada año. Diez horas de avión y tres de coche es una paliza pero llegar aquí, sentarte en una de las sillas Adirondack que hay en la orilla y saber que tienes dos semanas de no hacer nada más que mirar ese lago creo que compensa el viaje. El lago es tan bonito que me entraron ganas de llorar. Su agua es completamente transparente porque no tiene apenas nitrógeno y no hay algas. Su lecho está cubierto de guijarros negros y grises y sus orillas están rodeadas de árboles que, a veces, tienen sus raices en el agua. Hay gigantescos troncos secos en la playa delante del lodge y sillas para sentarte y simplemente mirar. Seguro que hay días soleados y brillantes que hacen refulgir el agua y el verde de la vegetación pero después de haber estado allí en un día de niebla, no lo cambio por nada.
Las nubes estaban tan bajas que se confudían en el horizonte con el lago, todo estaba silencioso. era como mirar un espejo en un día de niebla. Casi parecía que el lago era algo vivo y que ese algo indefinible y vivo había decidido mostrarnos su belleza pero solo un poco, transmitiéndonos la sensación de tener que estar agradecidos porque aquello que estábamos viendo, aquella magia, podía desaparecer en cualquier momento. La tarde parecía creada para durar solo unos instantes y luego desaparecer dejándonos sin la posibilidad de volver a verla y con la duda de si aquella vista, el lago, el Lodge, las sillas Adirondack habían estado allí realmente o habíamos sufrido una especie de espejismo grupal. Tras recorrer la orilla casi susurrando, esperamos a que en el embarcadero de madera no hubiera nadie para hacernos unas fotos. Cuando estábamos allí con nuestras sudaderas y nuestros chubasqueros llegó una familia de valientes: padre, madre e hijo e hija adolescentes y ¡se bañaron! Se tiraban desde el embarcadero y a pesar de ponerse casi azules de la temperatura del agua, volvían a salir y repetían la jugada. Recibieron nuestra muda pero más rendida admiración por tamañana heroícidad.
Despedirnos de esta vista casi fue doloroso porque no sabíamos que nuestro campamento de esa noche (Juan sí lo sabia pero nosotras no) era en la orilla opuesta del Lake Crescent, en otro camping del estado, en medio de un bosque mágico con vistas al lago. Cuando aparcamos la caravana y a pesar de que llovía, nos fuimos a dar un paseo recorriendo la orilla del lago hasta otro embarcadero donde nos hicimos unas fotos en las que parecemos protagonistas de una peli noruega. «Ninguna foto hace justicia a este lugar» dijo María. Ni las fotos que hicimos ni lo que pueda decir es capaz de reflejar, ni siquiera mínimamente, la magia de Lake Crescent.
«Es el sitio más especial en el que he estado nunca» dijo Juan.
Arreció la lluvia y nos encerramos en la caravana a escribir, leer, cenar y dormir. Esa noche las niñas me preguntaron si conduciendo la caravana me había sentido poderosa. «No mucho, la verdad. No sé si alguna vez me he sentido poderosa haciendo algo. Creo que no»
Mañana más.
*Se me ha olvidado comentar que las noches en el North Cascades Park estuvimos cerca de muchas de las localizaciones de Doctor en Alaska y de Captain Fantastic.