domingo, 23 de enero de 2022

Ayer lloré en la calle

Ayer lloré en la calle. Me senté en un banco de piedra, se me quedó el culo frío y tapada con mi preciosa bufanda de colorines y mis gafas de sol, me apoyé en el hombro de Antonio y me puse a llorar. Lloré de agotamiento, de dolor de cuerpo. Lloré porque no podía mover el brazo izquierdo para meterme la mano en el bolsillo del abrigo para guardar el móvil. El abrigo es azul, enorme, de mi madre. «¿Cómo tienes tantos abrigos?» Porque no son míos, porque en mi vida de caracol, pasando de casa en casa, me pongo mis abrigos, los míos, los de mis hijas, los que hay en los armarios. Este es azulón, del mismo color que uno que lleva Sergio Ramos en una foto en la que parece que va disfrazado de Mario Bros. Ayer también lloré un poco al pensar que quizás alguien pensara que iba de Mario Bros, o peor, de Sergio Ramos, pero luego se me pasó porque, en realidad, nadie tiene esa idea cuando ve a una señora de pelo blanco llorar en la calle. En realidad no me vio nadie. El banco era de granito. Ahora que lo pienso no era un banco, era un poyete que rodeaba unas plantas o algún tipo de conducción. Justo en la esquina opuesta a donde yo lloraba, un sintecho tenía hecha su casa y alguien le había dejado dos barras de pan en una bolsa plástico transparente, supongo que para que le duren más tiempo blandas. No sé si el sintecho de las barras de pan lloraba, yo sí. Ayer hacía un día radiante, de esos que le gustan a la gente, El Retiro estaba lleno de patinadores, de familias, de parejas, de perros, carritos y gente tumbada al sol sin preocuparse por estar tumbada al sol en enero. No hacía frío, en realidad me sobraba la bufanda pero me la pongo con la ilusión de poder, con ella, invocar el espíritu del invierno pasado, de los inviernos de mi infancia, de los inviernos grises. 

Ayer lloré en la calle como una niña porque estaba agotada, porque me encontraba fatal, porque no era capaz de disfrutar de la experiencia de recorrer las casetas de la Cuesta Moyano y porque todo, a mi alrededor, me daba muchísima pena.

Ayer lloré en la calle porque quería que me abrazaran, me llevaran a casa, me metieran en la cama y me taparan.  

Ayer hacía sol y yo lloré en la calle. 

Maldita tercera dosis.  

jueves, 20 de enero de 2022

Que el negro se trague al rojo.


Black, red, black. 1968. Rothko
“There is only one thing I fear in life, my friend,” Rothko once wrote.  “That one day the black will swallow the red.”

Equivocarme al sacar unos billetes de avión. Que me la peguen con las fotos de un alojamiento que reservo por internet. Enviar un mensaje de wasap a quien no corresponde, sobre todo mandarle a mis hijas algo que no es para ellas, porque son capaces de sacara punta a cualquier cosa y de sacar oro de cualquiera de mis errores. Salir del baño con la falda metida por las bragas aunque esto es bastante menos probable ahora que cuando iba al colegio. Las llamadas de teléfono a horas intempestivas. Las preguntas que empiezan con ¿No me dijiste que...? Agotarme. Por supuesto, que mis hijas se pongan enfermas. Saber que en algún momento alguno de mis amigos morirá, saber que a lo mejor ese amigo de la pandilla que va a ser el primero en morir, puedo ser yo. Los captadores de ONG por la calle. Que la gente, ahora, me reconozca y yo no sepa quienes son ni de que me conocen. Perder la memoria. Coger el metro en sentido contrario.

Rothko temía que el color negro devorara al color rojo. Es una bonita manera de nombrar el miedo que nos acecha a (casi) todos cuando nos hacemos mayores, cuando llegamos a, más o menos y con mucha suerte, la mitad. Que el negro devore el rojo es para muchos que se acabe la vida, que se apague la luz, que todo se vuelva oscuro, se olvide, desaparezca y se vuelva insignificante. Nosotros somos insignificantes pero no empiezas a saberlo hasta que pasas los, digamos, cuarenta y cinco. Saberse insignificante tiene sus cosas buenas, te tomas todo con bastante más tranquilidad (señora mayor con hippy vibes) y valoras cosas que jamás te habían importado como los cachivaches de tu casa, los recuerdos familiares o dejar tu propio rastro. Que el negro se trague el rojo, el miedo de Rothko, me lleva a otra vez a un momento hace muchísimos años, más de treinta y cinco, en el que iba caminando con mi hermano Borja por Majalastablas, una calle de Los Molinos. En un punto, pasada la verja de la casa amarilla, no recuerdo de qué íbamos charlando, tuve que pararme porque de repente fui consciente de que Borja y yo en algún momento moriríamos y desapareceríamos de Los Molinos, de nuestras vidas, del mundo, del espacio. Puff. Dejaríamos de existir para siempre y ya no habría nada más. Fin y fundido a negro. Me agaché y me apoyé en mis rodillas porque no podía asimilar ese vértigo, esa súbita conciencia de nuestra insignificancia. 

Me he pasado todos estos años bordeando ese pensamiento, ignorando su existencia, tratando de no verlo porque cuando alguna vez lo he rozado he vuelto a tener once años y a faltarme el aire en esa calle de Los Molinos. Rothko no soportó ese miedo y acabó suicidándose en febrero de 1970, tres años antes de que yo naciera. Nunca supo que el negro no se lo tragó, que su rojo sigue vivo. 

“That one day the black will swallow the red.” Ese es el miedo mayor. 

Bueno y que veinte años después de muerta alguien me escriba una carta como la de Marina Castaño a Cela. Prefiero caer en el olvido para siempre, que el negro me trague. 

martes, 11 de enero de 2022

Cada mañana la misma batalla

Estamos cansados. Hemos dormido poco. Hemos dormido mal. No hace falta que lo hagamos. Es más, ¿para qué lo hacemos? ¿Acaso nos encontramos mejor luego? No, claro que no. Estamos aliviadas pero no estamos mejor. Porque cuando estamos mejor es ahora, arrebujadas bajo el edredón, mirando por la ventana, dejando pasar los minutos y elucubrando, como todo el mundo, sobre la injusticia de la existencia que no nos concede un Euromillones para no tener que levantarnos. Además, yo creo que nos duele un poco el brazo, un poco más que ayer. Hay que hacer caso a los que dicen que escuches a tu cuerpo y que si te lesionas, eso es un aviso y debes dejar que descanse. Soy un poco tu cuerpo y te lo digo: descansemos por hoy. Además, hoy tenemos una reunión pronto y tenemos que desayunar y ducharnos y vestirnos y recoger todo y yo creo que ya se nos ha hecho tarde y para hacerlo mal, no lo hacemos. ¿Qué tal si hoy nos lo saltamos y mañana le dedicamos el doble de tiempo? Además, llevamos una racha de cuatro días seguidos, yo creo que podemos descansar hoy, nos lo merecemos. Uy, y mañana, ahora que lo pienso, porque mañana tenemos una reunión aún más temprano y claro madrugar aún más para esto, nos convertiría en esa gente que despreciamos profundamente. Además de todo, ¿que resultados estamos viendo? Ninguno. Bueno, a lo mejor alguno, pequeño, casi insignificante y ni de coña a la altura del esfuerzo que realizamos cada día. Con el esfuerzo que realizamos (casi) cada día desde hace más de un año la recompensa debería ser mucho mayor, debería ser enorme, gigantesca, espectacular. Y nada. ¿Qué hora es? Las 6:58, yo creo que ya nada, estamos apurando la ventana de oportunidad. Total, para no hacerlo bien, lo dejamos. No pasa nada. Da exactamente igual. Y si no lo vamos a hacer, pues podemos vaguear en la cama hasta las 7:15  y nos lo merecemos porque ayer fue un día agotador, nos acostamos tardísimo y hemos dormido regular, no lo olvidemos. Si no descansamos estaremos irritables todo el día y será peor. El cuerpo es sabio, yo soy sabio y te digo que lo dejemos por hoy, que no pasa nada, que da igual. 

«Ya verás como una vez que cojas el hábito de levantarte por la mañana a hacer ejercicio temprano, no te cuesta nada. Lo harás con ganas»

JaJaJa

Cada mañana, todas y cada una de ellas, la misma batalla mental, el mismo proceso agotador para autoconvencerme de las maravillas del ejercicio. Alguien tiene, por ahí, las endorfinas que me corresponden. 

Al final me levanto, odiando el mundo y el deporte y con el único objetivo vital de terminar con la tortura y llegar a las tostadas. Odio el deporte. 

viernes, 7 de enero de 2022

Cuando no se te ocurra nada, describe el tiempo

View of Vilna as seen cemetery-side, February 21, 1840 (Russia).
View of Vilna as seen cemetery-side, February 21, 1840 (Russia)
«Cuando no se te ocurra nada, describe el tiempo» 

Por fin hace algo parecido a un día de invierno. Brilla el sol con intensidad, con interés pero sin efecto. Es un sol que, al contrario que el de verano, dibuja cada objeto con sombras acusadas y colores brillantes. Es una luz que en cuanto las nubes aparecen corre a esconderse y una oscuridad que no parece propia de la mañana se adueña de la sombra. Hace frío, no todo el que debiera ni a mí me gustaría, pero algo de frío sí hace. Sopla viento, viento frío de ese que te congela la nariz y te permite ponerte gorro de lana, bufanda y guantes. Salgo a pasear porque me levanto de mal humor. ¿Por qué? No lo sé. A lo mejor es porque el final de las navidades siempre me pone un poco triste o porque mi mente está empeñada en centrarse en cosas que ocurrirán la semana que viene o dentro de diez días o de veinte. Stop. Ese es un problema de Ana del futuro. La de ahora mismo tiene que centrarse en hoy. Sé que caminar me ayuda a eso, a no preocuparme. 

«A mí no me regatea nadie»

Escucho un podcast sobre escritores que a veces escribieron sobre crímenes pero que sí fueron criminales. Es un podcast chiquitín, hecho en Valencia por un par de libreros y que me ha recomendado mi profesora de inglés. Me engancho enseguida a la historia de tres escritores relacionados entre sí y con unas historias increíbles:  Jack Henry Abbott, Norman Mailer y Jerzy Kosinski. Mientras escucho y trato de que mi gorro no salga volando decido que un proyecto que quería empezar, voy a dejarlo reposar unos cuantos meses. No es el momento ahora. ¿Lo será en el futuro? No lo sé, ya lo veré más adelante. 

«It is uncertainty that charms one. A mist makes things beautiful»

Llego a casa, me quito el gorro, los guantes, la bufanda y la chaqueta. Subo a mi cuarto y como las nubes se han retirado, la luz está aprovechando para hacer una exhibición. Si vuelven las nubes esta tarde habrá lo que mis hijas llaman "un atardecer bonito". El de ayer lo fue pero me lo perdí porque me dormí en el sofá mientras veía The Holiday, una peli en la que lo que más me gusta es la casa en la campiña inglesa. 

«No encontramos ni bragas ni percheros de Barbie»

He empezado un cuaderno en el que apunto una frase al día. No tiene porqué ser una frase que cambie la trascendencia del mundo, ni vaya a proporcionarme sabiduría suprema o revelarme un secreto que no había pensado. Una frase leída, escuchada, o, incluso, dicha por mí, vale. He empezado un cuadernito que compré en Giverny, en 2017, con esas frases. Otro modesto propósito del año es no comprar más cuadernos ni libretas hasta que no acabe todos los que tengo por casa. 

«Hace yoga y no tiene hijos así que tiene que tener el suelo pélvico tenso como un tambor».

La frase de hoy todavía no está anotada. Ya llegará. Como lo que sea que tenga que pasar la semana que viene y así está bien.  

Llegan las nubes. El viento viene del norte. Huele a macarrones.