domingo, 28 de mayo de 2023

Testigos silenciosos


 «Nadie, libre hoy, podía estar seguro de conservar la libertad mañana». 
Benito Pérez Galdós


En esta tarde de sábado se me ha echado el tiempo encima para escribir este texto.Iba a escribirlo por la mañana, pero la logística casera se ha interpuesto en mis planes y dos cervezas en el aperitivo me han obligado a una siesta de la que me he levantado sin saber ni dónde estaba. Son las ocho de la tarde y estoy en el sofá de mi casa, viendo cómo la prometida lluvia se hace de rogar mientras escucho esta lista de temas de Tina Turner de The New York Times. (Su newsletter The Amplifier es buenísima y cada semana te mandan una lista de canciones con un tema: canciones para limpiar, temas para una ruptura, una lista para escuchar mientras lees, … ). 


Una tarde como otra cualquiera. Una tarde que, imagino, podría repetirse muchas veces en mi vida. Quizá el sábado que viene o todos los sábados de junio o cualquier otro sábado. Pero ¿y si la calle que veo desde mi sofá empezará a ser bombardeada mañana? o ¿se repetiría esta tarde, tan plácida, si de repente un tirano llegara al poder y se desatara un terror institucional que persiguiera a los que no siguen las ideas de ese poder y me sintiera en peligro por lo que he escrito o dejado de escribir a lo largo de los años? ¿Y si los jóvenes que veo salir de la boca de metro en vez de irse a ligar fueran escuadrones de la muerte?


Eso no va a pasar, pensarán muchos. 


¿No? ¿Cómo lo sabemos? ¿Lo sabemos como los hugonotes franceses que en el siglo XVI en Francia pasaron de convivir con sus vecinos a ser perseguidos, despellejados, asesinados en masa por fanatismo religioso? ¿Lo sabemos como los judíos de toda Europa que pasaron de tener vida, familia, trabajo, propiedades a ser borrados de la faz del continente? O los bosnios en Yugoslavia, cuando el nacionalismo fanático decidió que Bosnia-Herzegovina no podía seguir como hasta entonces, siendo un país multicultural, e ir a la compra en Sarajevo se convirtió en algo imposible porque francotiradores serbios disparaban a los ciudadanos que iban a por el pan? Seguro que hace año y medio, en algún sitio de Ucrania, había una mujer como yo, sentada en su sofá en una perezosa tarde de sábado pensando en sus planes de verano o mirando por la ventana... y, de repente, un tirano decidió invadir su país; y la vida que conocía, como decía Didion, se terminó. 


Todo lo que tienes y conoces, quien eres, se esfuma. 


A este estado de ánimo he llegado porque tras la siesta de las cañas he terminado Los silencios de la libertad. Cómo Europa perdió y ganó su democracia, de Guillermo Altares; un ensayo sobre cómo la democracia que, de alguna manera, disfrutamos en Europa no es un estado último de gracia al que la evolución o la historia nos ha llevado. La democracia, en sus muchos formatos, ha estado presente en Europa desde la Antigua Grecia y se ha ido disfrutando, perdiendo, vuelto a ganar, vuelto a perder y vuelto a ganar a lo largo de los siglos. 


No podemos dar por sentada la democracia ni nuestras tardes plácidas. No sabemos cuánto van a durar ni qué papel jugaremos en su existencia o destrucción. Todos los ejemplos que he puesto un par de párrafos más arriba son historias que cuenta Altares en su libro*, pero hay muchísimas más. Todas se parecen, todas parten de dar por supuesto aquello que tienes y la increíble capacidad para el terror, la venganza y la violencia que tiene el ser humano, cualquier ser humano. 


«Resulta complicado intuir el momento en el que hemos perdido la libertad, el punto de inflexión en el ya no hay marcha atrás. Los tiranos, pero también los autócratas, son siempre difíciles de leer», comenta Altares en las primeras páginas. Pienso en Trump, por ejemplo, o en Putin, o Bashar al-Assad o cualquier otro. Son todos difíciles de leer porque llegaron por unas elecciones, llegaron porque la gente les votó. ¿Por qué? 


«Nunca un derecho se ha ganado para siempre, como tampoco está asegurada la libertad frente a la violencia, que siempre adquiere nuevas formas. A la humanidad siempre le será cuestionado cada nuevo avance, como también es evidente que se pondrá en duda una y otra vez. Precisamente cuando ya consideramos la libertad como algo habitual y no como el don más sagrado, de la oscuridad del mundo de los instintos surge el misterioso deseo de violentarla». Stefan Zweig: Castellio contra Calvino.


Cuando pienso en la fragilidad de lo que damos por sentado que, por supuesto, Altares explica maravillosamente bien, siempre llego al siguiente punto que también aparece en el último capítulo del libro: ¿Qué papel interpretaría yo si mañana la democracia saltara por los aires? ¿Dónde estaría yo?


«Cuando miramos a Auschwitz vemos el final de un proceso. Hay que recordar que el Holocausto no empezó en las cámaras de gas. El odio se generó gradualmente a partir de palabras, estereotipos y prejuicios mediante la exclusión legal, la deshumanización y una escalada de la violencia». 

(De la cuenta de Twitter del Memorial de Auschwitz)


Un tirano no llega al poder él solo. Siempre hay gente que le apoya y le sigue y la mayoría de ellos llegan al poder porque son elegidos. Juegan con las reglas del estado que quieren dinamitar para hacerse con ese poder y poder destruirlo desde dentro, borrarlo. Para que el tirano y su régimen de terror prosperen, a sus planes se suma una masa enorme de gente que o bien obedece órdenes, con fanatismo o por no sufrir las consecuencias, y otra masa aún mayor que es testigo de todo. A las víctimas, ejecutores y testigos se oponen aquellos que Altares llama «los justos»: la gente que decide enfrentarse al terror, oponerse al mal absoluto aunque eso pueda costarles la vida. ¿Dónde estaría yo? Hace doce años, tras leer otro libro sobre la II Guerra Mundial, hice una reflexión parecida sobre esto. A todos nos gusta pensar o creemos que estaríamos entre «los justos» y, de no ser posible, casi preferimos estar entre las víctimas que entre los ejecutores. La realidad es que la mayoría de nosotros seríamos testigos silenciosos, cómplices de los ataques, de la violencia. Seríamos los alemanes que los estadounidenses llevaron a Birkenau cuando liberaron el campo y se horrorizaron ante lo que vieron, como si no lo supieran, como si no hubieran sido testigos de la masacre a pocos kilómetros de sus casas. 


Nosotros somos ya testigos silenciosos. ¿Cuántos de nosotros saldríamos a defender a alguien en un ataque racista, homófobo o de cualquier otro tipo por la calle? ¿Cuántos saldríamos a protestar si mañana, por ejemplo, un tirano asumiera el poder en España y decidiera expulsar a todos los inmigrantes, tirarlos al mar en barcas neumáticas, asesinarlos? ¿Cuántos haríamos como que no lo vemos? ¿O viéndolo y no haciendo nada? Nos pasamos el día siendo testigos silenciosos de mil atrocidades y nos buscamos excusas para justificarnos: «¿Qué puedo hacer yo?» «Da igual lo que yo haga».


La mayoría. No quiero arruinar los sueños de valentía y coraje de nadie, pero la realidad es que todas las atrocidades cometidas por grandes tiranos pudieron realizarse porque hubo mayorías silenciosas que no hicieron nada. Pero podría ser peor, podríamos ser ejecutores. «Yo nunca», pensamos. Ja. Claro que podríamos. Todas las atrocidades de, por ejemplo, el nazismo no las cometió Hitler ni los francotiradores serbios que tiraban a matar ancianos, niños y mujeres que corrían a comprar el pan; no eran escuadrones de la muerte selectos y poco numerosos. Esos crímenes los cometió el panadero, el profesor, el economista, el conductor de autobús, la farmacéutica, o alguien como nosotros. 


«Cuando más comprendes que los criminales de guerra podrían ser personas normales, más miedo sientes. Por supuesto esto se debe a que las consecuencias son mucho más graves que si se tratara de monstruos. Si la gente normal comete crímenes de guerra, eso significa que cualquiera de nosotros podría cometerlos». 

Christopher R. Browning.

Eso es lo terrorífico. Todas las atrocidades que el ser humano comete y ha cometido a lo largo de la historia fueron llevadas a cabo por gente como yo, gente que pasaba sus sábados sentada en su sofá o haciendo una barbacoa con sus colegas o yendo al partido de fútbol de sus hijos.

«Muchas decisiones nos superan, a veces es imposible elegir, otras no se puede encontrar el valor suficiente. Pero la lucha por la democracia se compone de millones de actos individuales. Somos cada uno de nosotros los que podemos romper los silencios de la libertad».

Guillermo Altares:  Los silencios de la libertad.


Se hace de noche mientras escucho otra lista de música con lo mejor de Christine McVie: siempre se me olvida lo buenísima que es. Se me olvidan muchas cosas, por eso las escribo.




* A Altares hay que leerle siempre. Es un tipo encantador, gran periodista, con una curiosidad inmensa por todo y tiene el don y el talento de escribir sobre temas que en cualquier otro pudiera ser árido de una manera que te engancha. Por supuesto recomiendo este libro y también el anterior, Una lección olvidada. 



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domingo, 21 de mayo de 2023

Apuntes: si no cuentas tu historia la pierdes


“If you don’t tell your story you lose it—or, what might be worse, you get lost inside it. Telling is how we cement details, preserve continuity, stay sane. We say ourselves into being every day, or else”. 
J. R. Moehringer 


Esta semana he conseguido escribir una especie de recapitulación del día tres noches al acostarme. Desde hace años llevo una especie de diario, a veces consigo escribir cada día y, a veces, solo una vez a la semana. Siempre que cojo el cuaderno y quito el capuchón de la pluma pienso en Tina Brown. ¿Quién es Tina Brown? Pues una periodista británica que durante muchos años fue editora jefa de The New Yorker. La conocí hace unos años por un podcast, cómo no, que hizo de entrevistas. Pienso en ella porque en uno de los episodios, no recuerdo a quién entrevistaba, contó que cada noche escribía en su diario lo que había hecho cada día y la gente con la que se había encontrado. En ese momento pensé: «eso es porque hacía cosas interesantes y veía a gente interesante»; y entonces tenía sentido anotarlo todo. Estaba equivocada: el valor de escribir cada día, o una vez a la semana, está en recordar tu vida, en recordar los días, anodinos o no, que se convertirán en una pelota informe que llamamos «pasado» si no los anotas. Y cuando vuelvas a esa pelota solo podrás rascar un poco en su superficie o fijarte en los trozos brillantes que, por alguna razón, se pegaron a esa masa y ahora te llaman la atención sobre un instante concreto. Es estupendo tener recuerdos brillantes de grandes días u ocasiones, pero la mayor parte de nuestro pasado está formado por momentos que transcurrieron sin pena ni gloria, aunque entonces nos pesaron, alegraron o preocuparon. El cuaderno rojo en el que escribo ahora lo empecé en enero de 2022 y, de vez en cuando, vuelvo atrás para ver qué me preocupaba hace un año. Nada de lo que entonces consumía mi energía importa ahora, un año después, sustituido por otras preocupaciones, otro estado de ánimo, otras ganas. Para eso sirve un diario: para recordar quién eras y saber que lo que eres ahora, a lo mejor, no existirá dentro de unos meses. 


En ese diario, la semana pasada, sobre mi visita a casa de las Maier para recoger una jarra que le había encargado a Ximena escribí «ha sido tan estupendo ir a a su casa que un lunes muy lunes se ha convertido en un jueves». Me encantó conocer su piso y charlar de la coronación de Carlos con unas anglófilas confesas y muy bien informadas. Aprendí, por ejemplo, que para poder llevar esa corona ridícula con algo de dignidad, Carlos se había pasado dos semanas ensayando, llevando un bombín cargado con dos kilos de harina para acostumbrarse al peso. Esto, por supuesto, nos llevó a una interesantísima conversación sobre lo inadecuado de usar harina para ese menester: hubiera sido muchísimo mejor arroz. En el caso de que la harina hubiera caído es más que probable que Carlos, en su magna coronación, hubiera ido dejando un reguero de polvo blanco que podría haberse confundido con otro tipo de sustancias. 


Todavía no he anotado en mi cuaderno los resultados del test de ADN que me regaló mi familia por mi cumpleaños. Llegaron ayer, un mes y medio después de haber enviado la muestra de saliva, y me lo estoy pasando en grande revisándolos. Hace poco, hablando con un amigo, éste me dijo: «Estoy harto de esos tests. El otro día en una cena se lo habían hecho varias personas y, a pesar de ser muy muy gallegos, estaban todos emocionados porque tenían un 0,5% de ADN de no sé dónde». Supongo que fantaseamos con descubrir que tienes ancestros exóticos de algún lugar inesperado por las risas, por la curiosidad. En mi caso resulta que soy muy española y mucho española, más bien muy y mucho de la Península Ibérica, con un 95,6 % de ADN de aquí. El resto se reparte en un 2,4% de ADN que viene de Gran Bretaña o Irlanda, un 1% de procedencia indígena americana y un 0,8% de subsahariano. ¿Tiene esto algo una explicación con la historia que conozco de mi familia? Pues elucubrando sin sentido, que es para lo que sirven estas cosas, puede que ese ancestro subsahariano (que, además, en el estudio me indican que nació entre 1730 y 1820) fuera un esclavo que llegó a Cuba y de ahí su ADN llegara a mi bisabuela Clara, que era cubana. El ancestro británico o irlandés es más difícil de cuadrar: nació entre 1700 y 1820 y, por fantasear, vamos a pensar que esa mezcla probablemente no consentida se dió en América. 


Aparte de datos sobre «¿de dónde vengo?», el informe que te envían ofrece mucha más información que da para pasar un buen rato. Los resultados incluyen también referencias a tu predisposición a tener ciertos rasgos o características, tanto físicas como de personalidad. Por ejemplo, mi predisposición genética a tener hoyuelos en las mejillas o en la barbilla es bajísima y no tengo ninguna de las dos cosas. Me ha alegrado saber que hay un 85% de posibilidades de que nunca tenga caspa y han acertado (93% de posibilidades me daban) sobre lo de tener cera en los oídos. (Justo el viernes fui al otorrino para quitarme unos tapones con los que llevo lidiando unos meses. El otorrino me preguntó a qué me dedicaba; y cuando le contesté me dijo: «¿Editora de podcast? No lo había oído en mi vida»). Además, el informe dice también que conservo un 2% de ADN Neanderthal, que tiendo a preferir el salado sobre el dulce, a tener el dedo gordo del pie más largo que el segundo y que soy bastante incapaz de tararear una canción. Todo verdad. Es todo diversión y tontería y me queda mucho todavía por revisar, pero mi dato favorito, porque está clavado, es este: 



¿A qué hora me he despertado hoy, sábado? A las 7:40. 



En el desayuno de hoy, en un pueblo de La Mancha Profunda, he estado leyendo panfletos electorales. No he leído los programas, claro, que eso no interesa a nadie, sino los perfiles de los candidatos. Entre estudios, trabajos, actividades y méritos alguien les ha indicado que digan algo personal, algo que los identifique; y se cuelan cosas como «Soy aficionado a la ópera, la caza y la tauromaquia», «disfruto de los paseos con mi familia y amigos» o «mis hobbies son la series, leer y el baloncesto», mezclados con declaraciones un poco más peculiares (pero sin pasarnos) del tipo «mi mayor afición es mi sobrino, que me ha hecho el tío más feliz del mundo» o «toco la guitarra y estoy aprendiendo solfeo». ¿Qué pondría yo? 


«Mis aficiones son leer, la soledad y el invierno». Perfecto.


– Mamá, este verano voy a leerme El Quijote, El manifiesto comunista y El contrato social. No intentes disuadirme. 


A lo mejor si me repongo de la sorpresa puedo hacer un comentario a este propósito de mi hija Clara que, una vez más, consigue que piense «no sé quién es», pero desde luego lo voy a apuntar en mi libreta. Algún día, cuando me muera y mis hijas hereden todos mis cuadernos, y si a Clara le apetece leerlos, se encontrará en ellos y tendrá la imagen de lo que para mí fue vivir con ella. 


Para eso sirven los diarios y un blog: para recordar, recordarte y que te recuerden.

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