lunes, 24 de octubre de 2022

Muerte de un artista

 

En 1973 mientras yo llegaba al mundo en una clínica de Madrid, Ana Mendieta realizaba People Looking at Blood, Moffitt, una pieza de vídeo de arte contemporáneo en la que colocó sangre de animales saliendo por debajo de una puerta en la localidad de Moffit y grabó la reacción de los transeuntes al reguero de sangre que parecía salir  de una vivienda. 

En 1988 se celebró en el Palacio de Cristal del Retiro una exposición antológica de Carl Andre, uno de los padres de la escultura minimalista. Yo tenía quince años, Ana Mendieta llevaba muerta tres años, Carl Andre estaba siendo juzgado por su asesinato y Helen Molesworth tenía 22 años y empezaba su carrera como historiadora del Arte. 

En 2022 Andre, Mendieta, Molesworth y yo nos hemos unido gracias a un podcast que me ha tenido absorbida durante seis semanas, lo que han tardado en publicarse sus seis estupendos episodios. Es, con mucha diferencia, lo mejor que he escuchado este año: un podcast muy serio, con una factura narrativa y sonora impecable y, sobre todo, con un propósito intelectual ambicioso que aborda el manido tema de la separación entre el artista y su obra de una manera nada maniquea.  

Helen Molesworth es la host y escritora de Death of an artist. Es, además (o ha sido, porque la despidieron en 2018), conservadora del MOCA, el Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles. Salió de allí por desavenencias con la dirección y por cuestionar la falta de diversidad entre los artistas expuestos. Death of an artist comienza con la descripción de la obra que he comentado al principio, People Looking at Blood, Moffit; una obra que Ana Mendieta realizó en respuesta a la violación y asesinato de una joven en el campus de la Universidad de Iowa en la que estudiaba. El mensaje o la intención de la obra era destacar, poner a la vista, el silencio que cubre determinados actos violentos que, casi siempre, ocurren contra las mujeres.

Yo no sabía quién era Ana Mendieta, desconocía su obra, su vida, su arte y su muerte. De Carl Andre, su marido, tenía un vago recuerdo de mi primer y único año de doctorado, nada importante. Mendieta era cubana, sus padres la enviaron con su hermana a Estados Unidos cuando empezó la revolución y vivió en varios hogares de acogida echando de menos a su familia, a sus amigos, su país… hasta que su madre pudo hacer el viaje y establecerse con ellas en Estados Unidos. Mendieta se dedicó al arte conceptual con instalaciones de vídeo o performances cuyo significado pretendía trascender más allá de lo meramente artístico, transmitiendo diferentes aspectos de la Sociedad: desde la violencia silenciada hasta la diferencia entre los roles masculinos o femeninos o, más adelante, cuando pudo empezar a viajar a Cuba de vez en cuando, el papel de la santería o las tradiciones cubanas en su vida. En algún momento de su vida conoció a Andre que era (y es, porque sigue vivo) un hombre imponente, alto, grande, barbudo, blanco y con una carrera artística que a finales de los 70 le estaba consolidando como un referente de la escultura contemporánea. Comenzaron una tumultuosa relación llena de peleas y alcohol que terminó contra todo pronóstico, o quizá no, en boda. En 1985, tras una discusión y después de que se escuchara a una mujer gritar "No, no, no”, Ana Mendieta murió tras caer por la ventana del apartamento, en que vivían, situado en la planta 34 de un edificio en Greenwich Village, Manhattan. Andre fue detenido pero, tras la intervención de un prestigioso abogado y con la ayuda de muchos amigos que consiguieron reunir los cuatrocientos mil dólares de fianza impuestos por el juez, salió de la cárcel al día siguiente. Un velo de silencio cayó sobre el suceso. Andre y sus amigos hablaron siempre de suicidio, que Ana estaba borracha y tras la discusión se había tirado por la ventana. Los amigos y familia de Mendieta jamás creyeron esta versión porque Ana tenía miedo a las alturas y jamás hubiera hecho algo así; porque tenía planes de divorciarse (había descubierto que Carl le era infiel); y porque nunca se encontraron huellas de Ana en la ventana, entre otras varias cosas. 

Tres años después, mientras en El Retiro se exhibían sus obras, Carl estaba siendo juzgado por el asesinato. Eligió (y esto me parece interesantísimo) no ser juzgado por un jurado popular sino por el juez. Molesworth y varias de las personas que aparecen en el podcast consideran que lo que pudiera parecer una decisión casi suicida (es más difícil que 12 personas se pongan de acuerdo en considerarte culpable que una sola) fue en realidad un movimiento inteligente. Una de las bazas de los juicios con jurado es convencer a sus miembros de que el acusado es alguien como ellos, que se sientan cercanos, que lo entiendan. Era muy complicado que doce ciudadanos normales y corrientes se identificaran con un artista conceptual de élite, que ganaba millones de dólares por hacer algo que ellos no entendían y que le permitía llevar una vida desahogada y casi de lujo. En el podcast se desgrana el juicio y las estrategias pero, para sorpresa de nadie, Andre fue absuelto, siguió trabajando y exponiendo y hoy, treinta y siete años después y casi nonagenario, sigue viviendo en el mismo apartamento desde el que Ana se precipitó al vacío. 

Todo esto que he resumido es la parte true crime del podcast necesaria para entender ese propósito conceptual del que hablaba al principio pero que no es, ni mucho menos, la parte más importante. Molesworth intenta entender, comprender las razones por las que Andre logró escapar de algo así y consiguió seguir trabajando, manteniendo su prestigio como artista intacto y su carrera a salvo de, como decimos ahora, cancelaciones. Molesworth no busca las razones fuera, en otros, a pesar de que para hacer este podcast se ha encontrado con mucha gente que no quería hablar, que no quería aparecer. Ella asume la parte de, llamémosla, culpa que ella y todos podemos tener en esto. Se hace las preguntas que todos nos hacemos enfrentados a cosas horribles hechas por genios (casi siempre hombres y blancos). ¿Podemos separar a la persona y sus circunstancias de su obra? ¿Podemos seguir disfrutando de la obra de Andre sabiendo que quizá mató a Ana? El caso de Andre es como el de Woody Allen, Harvey Weinstein, Bill Cosby o Plácido Domingo si preferimos una referencia patria. ¿Podemos admirar a Picasso sabiendo que era un impresentable con pintas y un machista de primera categoría? El gran acierto de Molesworth, como comenté antes, es que no opta ni por el blanco ni por el negro. Realiza un ejercicio de autocrítica brutal en el que repasa su admiración por el trabajo de Andre y en un momento dado dice: «del trabajo de Carl Andre sigo pensando igual, que es un gran artista; pero ya no puedo sentir lo mismo». En otro pasaje brutal entrevista a una mujer que en su día, cuando era joven, en una charla sobre Andre levantó la mano para preguntar por qué no se mencionaba la muerte de Mendieta y, años después,  acabó visitando a Andre en su casa y cenando con él y su mujer en un restaurante porque necesitaba hablar con el artista para terminar su tesis. Ella explica con gran honestidad cómo se sentía mal por estar allí charlando con él pero, al mismo tiempo, esa animadversión que había sentido siempre y seguía sintiendo tomaba una dimensión más real (y más escalable, diría yo) al tener enfrente a la persona. No es que perdonara lo ocurrido, pero lo veía de otra manera al tener a Andre delante. 

El podcast, en su episodio final, hace una reflexión interesantísima sobre el papel de los museos en este tipo de cuestiones. Los museos, los conservadores que organizan sus exhibiciones, son el filtro que presenta al público lo que merece la pena ser visto, lo que deben ver, lo que tiene una trascendencia más allá del aquí y del ahora. Molesworth se pregunta: “Ahora que llevo años estudiando a Ana Mendieta y su obra y cómo ha caído en el olvido y sé todo esto sobre Andre, ¿debo cancelarlo? ¿Echarlo de los museos? ¿Oponerme a que se vea?”. Tiene una conversación interesante con el director del MOMA en la que le pregunta si él estaría dispuesto a poner en las cartelas de las obras de artistas como Andre algo como "Escultura X. Carl Andre. En su día fue acusado de asesinato por la muerte de su mujer". El director le contesta que no y le da esta respuesta: «Si un artista conduce borracho y mata a dos personas y ese hecho no ha tenido nada que ver en la concepción o ejecución de la obra de arte que expongo, no me parece información pertinente». Habla también con otra especialista de arte que se muestra contraria totalmente a la cultura de la cancelación con un argumento que también me convence otro rato:«Muchos de los artistas del pasado fueron padres horribles, parejas insoportables, hombres crueles… pero eso no invalida el trabajo que hicieron. ¿Hay que contarlo? Sí, claro que sí». 

No juzgo. Este podcast me ha hecho pensar muchísimo, darle muchas vueltas a todo eso. Molesworth llega a una conclusión final en la que dice que ella no está a favor de la cancelación de nadie porque eso solo contribuye a añadir más silencios a los silencios en los que ya estamos sumidos, en este caso el silencio sobre la muerte de Ana. Ella cree que deberíamos contar más, que en los museos, en el mundo del arte habría que hablar más, contar más para que eso nos permitiera desligar, o comenzar a hacerlo al menos, la idea del talento unido a la virtud. Un gran talento creativo o intelectual no lleva automáticamente aparejada una virtud moral. ¿Por qué lo hemos pensado así durante tantos años? Por no hablarlo. Otra pregunta sería: ¿y por qué no se habló? Porque a los genios, a los hombres, no les interesaba que se hablara y sí que se diera esa asociación. No hay que asociar todo el trabajo de Andre a la muerte de Ana Mendieta, igual que no hay que hablar de Ana solo con respecto a su muerte, pero es evidente que ella murió y su arte acabó en 1985; su arte poco conocido durante mucho tiempo y que  atacaba o trataba de sacar a la luz ese silencio que cubre determinados temas tabú y de los que ella quería que se hablara ha quedado ensombrecido o siendo secundario a las circunstancias de su muerte.

En 2022 Carl Andre tiene 87 años y vive en Nueva York en el mismo apartamento que compartía con Ana; Helen Wolesworth trabaja comisariando exposiciones que destacan a artistas poco representados en la historia del arte; Ana Mendieta hubiera cumplido setenta y cuatro años; y yo termino esta reflexión, en un tren de vuelta a Madrid, porque necesitaba escribir sobre todo esto. 

Escuchad el podcast. Es una maravilla. 

martes, 18 de octubre de 2022

Antes de irnos

Hay solo dos maneras de que algo, lo que sea, se termine: por sorpresa o sabiéndolo con antelación. Esto que es obvio no lo había pensado hasta hace unos días , cuando escuche Before we go, el último episodio del podcast experimental The 11th. Durante un año, el día 11 de cada mes, han soltado un episodio diferente. Cada mes un ensayo sonoro con un tema, un formato, una voz. Algunos maravillosos, otros simplemente correctos pero todos buenos. Eso sí, han rozado el cielo de la narrativa sonora con Before we go, su episodio final. Es una de las mejores despedidas a las que he asistido nunca. Los creadores del show se enfrentaban a su último episodio sabiendo que lo era y querían transmitir esa sensación que deja algo que se termina, que hay que cerrar y dejar atrás, algo a lo que no vas a poder volver: un adiós absoluto y se preguntan: ¿Cómo te enfrentas a un adiós?

«Cuando termino algo siempre me hago algo en el pelo, me cambio el look, me lo corto, me lo tiño, me lo dejo largo, algo diferente que marque un final y un inicio» dice uno. «Es una sensación extraña, un sentimiento peculiar el que tengo cuando algo que he disfrutado se termina y se transmite a mi cara. De pequeña, mi padre siempre me decía, cuando me veía así: ¿ya estás otra vez sintiéndote rara?» «Yo me tumbo en el suelo un par de horas y pienso en que se ha terminado, que ya no habrá más». El episodio incluye también otra historia de un final que no quiero revelar aquí porque no la contaría bien y porque hay que escucharla. El episodio me gustó tanto que lo reescuché ayer y sigo dándole vueltas al tema de los finales y los adioses. Como decía al principio las cosas se terminan o por sorpresa o con un aviso. En tu vida habrá veces que sabrás que ese momento es el último de algo y otras en las que no lo sabrás hasta tiempo después. Habrá momentos en los que te levantes sabiendo que ese día se termina algo: una vida, una relación, un viaje, un trabajo, una amistad y otros en los que ese final te golpeará en la frente, por sorpresa, noqueándote.  No hay más tipos de finales, o lo son por amputación o por putrefacción. ¿Cómo decidimos despedirnos de algo que se acaba? 

Los finales que llegan por sorpresa, sin esperarlo, no hay manera de decidir como afrontarlos, se hace a las bravas, como buenamente puedes, boqueando como pez, braceando para no hundirte o quién sabe, con filosofía y en plan: pues mira, casi mejor. Sobre los finales que decidimos, que conocemos, que planeamos, aquellos de los que somos conscientes ¿Qué hacemos con ellos? Podemos negarnos a su realidad y afrontarlos como si no fueran a suceder, comportarnos como si todo fuera a seguir igual, como si a pesar de saber que aquello ha llegado a su fin, esa última vez fuera a ser como todas las demás. Que la ocasión, el día, el momento no sea diferente ni especial ni el último, que sea uno más. Esta opción deja para el día siguiente la carga emocional del adiós. Ese último momento puede haberse vivido como uno más pero al día siguiente la realidad del nunca más será inevitable y tendrás una sensación peculiar, incómoda, diría yo. Si por el contrario decidimos que esa última vez quede registrada como última, como diferente pondremos todo el peso en ese momento. Esta es la última vez que, el último día que. El peso emocional de ese adiós cae en ese momento, ¿tiene que ser especial porque es el último? ¿tiene que quedar marcado como diferente a todos los demás? ¿Por qué? La carga del adiós, el peso mental del nunca más se centrará en ese momento y al día siguiente quizá te sientas hasta liberado. Raro, extraño, pero con los deberes hechos. 

No sé cual es mejor solución, ni siquiera se si hay una solución para una última vez. Nos cuesta la vida asumir que algo se ha terminado, lo que sea:  una amistad, una vida, una relación, un sueño. (Un trabajo cuesta menos si lo dejas porque te vas). Todos los finales dan vértigo y provocan zozobra. ¿Cómo será mi vida sin? Algunos, los que dan por cerrado una etapa bonita de tu vida, ya sea larga o corta, nos hacen sentir tristes y nostálgicos. A veces, incluso, nos sentimos culpables, «¿aproveché bien aquellos momentos?» Todo ese batiburrillo emocional nos lleva a decirnos cosas como: nunca se sabe, a lo mejor volvemos, regresaré a ese lugar, nos encontraremos de nuevo...Los finales que terminan algo malo tampoco nos dejan como un lago en calma, entonces nos recriminamos no haberlo hecho antes. Nos cuesta la vida decir: se terminó, se acabó, esto es todo amigos.  Antes de  por decidirlo o asumirlo y después de por la ausencia, la falta, el hueco. 

No tengo mucho más que decir sobre esto, llevo horas esperando que se me ocurra un final redondo a este post. No lo encuentro, así que lo dejo aquí y voy a tumbarme en el suelo, en cuanto le de a publicar algo se me ocurrirá. Este blog no se termina nunca. 

martes, 11 de octubre de 2022

La puerta del baño

 

Mis hijas no cierran jamás la puerta del baño. Da igual la hora del día, de la noche, que sea por la mañana, por la tarde o al amanecer, que estemos en enero, noviembre o mayo, que estén solas en casa o todas juntas, que yo haya gritado como una energúmena para decir que la cierren, que les haya suplicado, que me haya hecho la digna. Da igual, la puerta de su baño siempre está abierta de par en par. Si alguna vez, una o dos creo que han sido, llego a casa cuando sé que no hay nadie y encuentro esa puerta cerrada siempre sospecho que ha entrado un ladrón o un asesino y al escuchar mis llaves en la cerradura se ha encerrado en el baño a esperar que yo pase y asesinarme. Luego recuerdo que esa puerta la cerré yo antes de irme, mientras pensaba en como desheredarlas, y se me pasa el susto. 

¿Por qué no cierran jamás la puerta? No lo sé. Cuando eran pequeñas tenía sentido, no sabían que las puertas se cerraban, su mecanismo les resultaba ajeno y cuando empezaron a entenderlo, puede que estuvieran un poco aterrorizadas por esas advertencias absurdas que hacemos los padres: ¡cuidado con la puerta que te pillas los dedos! Creo que ningún niño ni persona del mundo ha dejado de pillarse los puertos en alguna ocasión por esa advertencia pero hay una etapa de la maternidad en que te encuentras aterrorizada por esa posibilidad y lo gritas mucho. A lo que iba, puede que de pequeñas incluso la cerraran más que ahora. Ahora está siempre abierta de par en par, no entornada, ni ligeramente abierta ni prácticamente cerrada. No, abierta de par en par. Paso por el pasillo y veo mi reflejo en el espejo del lavabo, los cepillos de dientes esparcidos por el lavabo, la pasta de dientes mal cerrada, el bote de lentillas, las toallas colocadas en el toallero como si alguien las hubiera dejado caer desde otro piso, los cepillos de pelo en equilibrio en el borde del mueble, el rollo de papel higiénico encima de la papelera y en el soporte del rollo, el cilindro de cartón marrón que, como todos los que tenemos hijos sabemos, es kriptonita para los adolescentes. Es decir, ni siquiera puedo consolarme pensando que dejan la puerta abierta para que admire lo ordenado que tienen el baño, no. La puerta abierta para que su caos tenga vida externa fuera de esas cuatro paredes. Alarde. Recochineo. Desafío. He tratado de conseguir que cierren la puerta de mil maneras distintas. Pidiéndoselo por favor, rogándoles, suplicándoles, preguntándoles porqué les cuesta tanto, que incapacidad física, mental o espiritual les impide al salir del baño, extender el brazo, agarrar el picaporte, tirar de la puerta y cerrarla.  No he recibido explicación. He intentado comprarlas, por supuesto. «Os doy 50 céntimos cada vez que pase por delante del baño y esté la puerta cerrada» «eso es poco y además, ¿cómo vamos a repartírnoslo? no sabes quien la ha cerrado». Me he hostilizado y he gritado reproches de madre «DE VERDAD QUE OS COSTARÍA CERRAR LA PUERTA, SOIS UNA DESAGRADECIDAS Y SE ME QUITAN LAS GANAS DE HACER NADA CON VOSOTRAS». He dado portazos tan fuertes que ha temblado el tabique y he mirado videos en you tube para aprender a quitar las bisagras de una puerta con la intención de cualquier día quitar la puerta y que lo disfruten «¿Queréis la puerta abierta? Pues tomad puerta abierta» (De esta medida solo me separa el pequeño problemilla de donde dejo la puerta después de quitarla). Nada funciona. 

Me resigno claro. ¿Qué voy a hacer? Desheredarlas sería una opción si tuvieran algo que heredar. A veces se me olvida y casi no me doy cuenta pero, la mayoría, me crispo cuando atravieso el pasillo. ¿Por qué no la cierran? Me pongo casi existencial. ¿Son mis hijas así de egoístas? Pues claro, me respondo. Como todos. Para ellas dejar la puerta del baño abierta es algo banal, intrascendente, nimio, baladí. ¿Qué más da? Bien, a ellas no les importa, lo entiendo pero ¿por qué no entienden que para mí sí es importante? No importante como el amor, la salud, la hipoteca o que no me hablen en el desayuno pero algo significativo para mí, para mi salud y bienestar emocional. Notar como me hierve la sangre diez veces al día ante su indiferencia no tiene que ser bueno para mi corazón y ya tengo una edad. Claro, que a lo mejor esa indiferencia hacia lo que es importante para los demás se la he pasado yo de alguna manera, a lo mejor es culpa mía. 

Bah, no. Ese es el típico pensamiento de madre que se autoflagela y yo no hago eso. 

Mis hijas no cierran jamás la puerta del baño y, como ya conté una vez, comen en platos de postre porque para sacar los grandes hay que abrir las dos puertas del armario. No puedo hacer nada. Solo me queda desahogarme. Menos mal que tengo un blog. 

jueves, 6 de octubre de 2022

Vaya viaje


—Salgo
—Qué nervios.


—Ya he salido. Vuelvo
—Vaya viaje.


La presbicia, la de los demás porque yo por ahora no tengo, te mete las conversaciones de extraños por los ojos. Echas un vistazo al que se sienta al lado en una reunión, al que va contigo en el bus, al que espera delante de ti en la cola de correos y LETRAS GIGANTES MUY GIGANTES TE SALTAN A LOS OJOS DESDE LAS PANTALLAS DE SUS MÓVILES. Si algo he aprendido de nuestra sociedad es que por coquetería la gente prefiere hacer públicas sus conversaciones más íntimas antes que ponerse gafas.  Me pasa continuamente. Yo no quiero, en serio, pero es que miras a alguien que tiene el móvil en la mano y ahí está, su conversación más íntima «TE QUIERO» o más importante «DEBO DINERO A TODO EL MUNDO» o la más banal «ACUERDATE DE COMPRAR PAPEL HIGIÉNICO» o la más patética «NO ME HAGAS ESTO, NO ME DEJES» aleteando en cuerpo setenta cinco en mis narices. 

—Salgo
—Qué nervios.

—Ya he salido. Vuelvo
—Vaya viaje.

El otro día volviendo en metro de un no lugar me fije en ella cuando entró en el vagón. No porque fuera especial, ni llamara la atención sino porque el no lugar está tan lejos que casi no hay gente en el metro. El tren se va llenando según nos alejamos de él y llegamos a los lugares. También me fije en ella porque llevaba un sombrerito de paja como los que te pones para que no te de el sol si vives en una casa con jardín en Iowa, falda y sandalias. Iba vestida como si viviera en Iowa o en un día de verano en Inglaterra. También me fijé en ella porque era mayor que yo. En eso también me fijo últimamente (sobre esto ya escribiré otro día). Le eché un vistazo rápido cuando entró en el vagón y me abstraje en mis pensamientos, en algo que estaba escuchando. Pasados unos minutos al girar la vista a mi izquierda descubrí que el sombrerito de paja estaba sentado a mi lado y esa conversación en sus manos. Eran mensajes de wasap mandados a Federico, un hombre con un gran bigotón, un mostacho de esos que convierten a su dueño en un ser entrañable o en el capo de un cartel dla droga. Yo decidí que el bigotón de Federico me daba confianza porque en su foto de perfil, además,  parecía afable, cariñoso. Parecía casa. Pero no había contestado al sombrerito de paja. 

—Salgo
—Qué nervios.

Estos dos mensajes habían sido enviados a las 14:27. Claramente esperaban una respuesta, un «venga, que tú puedes, todo va a ir bien», o un «cuéntame en cuanto salgas». Pero se quedaron sin responder. 

—Ya he salido.Vuelvo
—Vaya viaje.

Estos dos mensajes eran de las 16:34. Eran dos piedras nuevas tiradas al agua de la conversación esperando que sus ondas concéntricas agitaran los mensajes anteriores, las notificaciones de Federico, su conciencia, su empatía y sus dedos teclearan algo como «llámame y me cuentas» o un «¿cómo ha ido?» o un «lo siento, no he podido escribirte, en cuanto me libere te llamo» Nada. Sombrerito de paja miraba fijamente la pantalla esperando el "escribiendo" que le demostrara que Federico había salido de su letargo y estaba conectado, al otro lado, interesado. Yo, de reojo, miraba a Federico diciendo: contesta, contesta, contesta. Las uñas de sombrerito estaban cascadas, agrietadas, quizás por una enfermedad porque cuando me fije más en ella pensé que la palabra que mejor la definía era frágil. Se parecía a Joan Didion, parecía al mismo tiempo quebradiza y una superviviente de abrumadores sufrimientos. ¿Qué sufrimientos? No lo sé, claro. Empecé a elucubrar, dejé de esperar que Federico contestara y pensé en que quizá ella, a las 14:27 había salido a encontrarse con alguien. ¿Un hijo perdido? ¿Una hermana con la que perdió el contacto hace muchos años? ¿Su mejor amiga con la que rompió relación por alguna traición? A lo mejor solo había ido a recoger unos resultados médicos importantes. Algo importante sí que era. Nadie manda un mensaje diciendo «qué nervios» y «salgo", si solo va a por judías verdes o a yoga. 

«Vaya viaje» en esas dos palabras hay una vida entera. Entre las 14:27 y las 16:34 mi día había consistido en una sucesión de reuniones, mails, más reuniones, más mails, muchos suspiros y doscientas blasfemias y treinta y cinco maldiciones. Ningún viaje, ni físico, ni emocional ni sentimental. ¿Qué le pasó a sombrerito de paja? No lo sé. Imagino que el viaje que empezó ese día en ese intervalo de dos horas ha continuado. Se ha dado cuenta de que Federico y su bigotón no están a la altura y no le ha mandado a la mierda pero lo ha puesto en barbecho, ahora no le hace falta, es feliz y, como todavía hace sol, sigue llevando su sombrerito. 

lunes, 3 de octubre de 2022

Lecturas encandenadas. Septiembre

 Lo único que se me ocurre para empezar este post es que sueño con jubilarme. De verdad, sueño con dejar de trabajar y disponer de horas y horas de ocio para dedicarme a leer todo lo que quiero. Quiero jubilarme y que me parezca, como le pasa a todos los jubilados que conozco, que una semana está ocupadísima porque tengo una cita para comer y una visita al médico. Quiero no saber si es lunes o jueves y que el calendario laboral, las fiestas nacionales, de mi comunidad y locales me den exáctamente igual. Quiero poder coger aviones en martes por la mañana y en jueves por la tarde. Quiero mi tiempo. Con suerte solo me quedan diecisiete años para conseguirlo pero mientras llega ese día, ese lujo, vamos con lo que he leído en septiembre que ha sido poco. 

Esa visible oscuridad de Willliam Styron fue una relectura. Lo leí por primera vez en 2008 y cuando vuelvo a esa entrada me leo despreocupada, comentando la depresión post parto que tuve cuando nació María como si fuera algo a lo que no iba a volver jamás. Ja. En aquel entonces lo leí, me identifiqué con algunas de las cosas que contaba pero no sabía que volvería a recordar ese libro, que durante muchos días, semanas, meses hasta un total de un par de años, lo recordaría pero no me atrevería a volver a él por miedo a verme demasiado, a no encontrar allí una salida sino una confirmación. Cuando escribí Los días iguales, no volví a él, me seguía dando miedo así que solo retomé las notas que había tomado en 2008 para incluir alguna cita. Este año, en la Feria del libro Antiguo (los que seáis de Madrid, acaba de inaugurarse la de Otoño y es una manera fantástica de conseguir libros baratos) del mes de mayo, lo vi y lo compré. Ahora sí quería releerlo. 

Ha sido una relectura interesantísima. Coincido en mucho de lo que magistralmente cuenta Styron. No recordaba, por ejemplo, que él también hablaba del ciclo diario de la depresión, de como, a lo largo de las horas, se suceden los periodios durísimos con otros de calma chicha en los que quieres creer que estás mejor. Para él su peor momento era la noche, para mí era la mañana. Hbala también del cansancio físico extremo del que nadie te advierte o de la modificación de tu voz que se vuelve fina, casi quebradiza e impercetible. Vas desapareciendo como persona y te vas borrando, dejas de oirte. Styron habla también de esa sensación de que te todo te da igual, hacer o no hacer, ir o no ir a los sitios, todo te da igual porque todo va a ser doloroso. No hay descanso, no hay tregua, no hay calma. Como siempre digo: te duele vivir. 

«La voz de la depresión; en el vórtice de mi sufrimiento más intenso, yo mismo había empezado a tener esa voz de viejo»-

En el libro Styron trae la definición de depresión de William James que habló de ella como «Es una zozobra positiva y activa, una especie de neuralgia psíquica enteramente desconocida en la vida normal». Para mí, la palabra zozobra es fundamental para definir la depresión porque realmente no sabes qué te pasa, ni que te duele, ni por qué te duele ni como curarte. Vives en un permanente estado de inquietud, dejas de saber quien eres, que quieres, que te gusta, a quien quieres. Esa «neuralgia psíquica» te despoja de tu yo y no sabes quien eres. Vives sin anclajes a la realidad más allá de tu sufrimiento extremo. 

«La tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más.»

Styron se acabó curando, como casi todo el mundo. Acudió a terapia y estuvo ingresado en una clínica. «Para mí, los verdaderos médico fueron la reclusión y el tiempo». Así es, aislarte de las obligaciones, descansar, ser, convertirte en un paciente y esperar, es lo que te cura. Lo digo siempre, igual que no se puede hacer vida normal cuando tienes neumonía, una pierna rota o lepra, tampoco se puede hacer vida normal con una depresión grave. 

«Misteriosa en su llegada, misteriosa en su sida, la aflicción sigue su curso, y uno encuentra la paz». Nunca será para siempre, esa paz siempre estará alerta porque como también dice Styron: «La depresión posee el hábito del retorno. [...] Es de una enorme importancia que a quienes sufren un asedio, acaso por primera vez, se les hable -se les convenza, más bien- de que la enfermedad seguirá su curso y ellos saldrán del trance.»

En fin. Hay que leer a Styron. 

Memorias habladas, memorias armadas de Concha Mendez, escritas opr su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre. Este libro lo compré en la Feria del Libro siguiendo las recomendaciones de Marina. Me ha gustado regular, sin más. Como libro, como obra de literatura tiene un valor digamos limitado. Leer estas Memorias habladas e es como sentarte a escuchar las historietas que tu abuela te va contando según se acuerdo y según las va hilando. Esto es justamente lo que hice Paloma Ulacia, nieta de Concha Méndez, sentarte con ella y anotar lo que le iba a contando. Más que unas memorias es un registro escrito de una vida, interesantísima e increíble sin duda, pero al que le falta, como a todo registro, emoción y piel. A esto se suma que lo que recuerda Concha, lo que recordamos todos cuando pasan los años, deja fuera la parte trágica, dolorosa, el drama, la tristeza y te quedas solo con esos recuerdos que has limado y pulido a fuerza de manosearlos para que te no te duelan. ¿Estoy diciendo que Concha Méndez olvidó la guerra, el exilio, las penurias? No, para nada. Digo que no le apetece recordarlas ni contarlas y está en su derecho a no hacerlo pero eso al lector, a mi, le deja un poco frío. Estas memorias son, como decía antes, algo frías. Son una vida contada más que una vida vivida. Su nieta la describe al comienzo del libro y anticipa con esa descripción lo que va a hacerte sentir el libro: 

«La risa y el misterio juntos era siemper ella. Se esperaba que dijese más cuando ya lo había dicho todo»

Y ella misma lo dice en un determinado momento. 

«Tengo un concepto de la vida extraño, bueno, no es extraño, es mío. Creo que no es oncepto, es algo que he aprendido viviendo. La vida es un camino. Al nacer, nos encontramos con los padres y los hermanos que nos acompañan. Luego, más adelante, con los chicos del colegio. Seguimos el camino.  Y todo según lo encotnramos, después lo perdemos: a la familia, no. Más adelante, uno encuentra amores y amigos. Pero llega el momento en que cada vida es un destino: mi camino es mío, el camino de la gente que encuentro es otro. Los caminos paralelos no se tocan. Hay un momento de fuga: nos separamos y no hay más remedio: mientras tanto, hemos estado juntos. El momento de fusión es lo que importa: luego, el recuerdo de aquel momento. Así pasa con todo: con el matrimonio, dos personas se casan y luego el destino las descasa: así pasa. Todo esto hasta el final, cuando se corta el sendero, a la edad que sea; si se ha llegado a viejo, los puntos de intersección son muchos: tantos y profundos. Yo nací en el 98, en el siglo pasado, en todo este tiempo he vivido muchísimo y, además, muy aprovechado».

De eso se trata, de aprovecharlo. 

Estas Memorias habladas de Concha Mendez están bien para conocerla a ella, su papel como intelectual antes de la guerra y la vida en el exilio. Y se leen con facilidad. 

En la feria del libro antiguo en mayo también compré Amistad de juventud de Alice Munro que me ha gustado muchísimo. En 2013 leí Demasiada felicidad que me encantó y me apetecía volver a esta autora canadiense. Me reafirmo en todo lo que escribí hace nueve años, que pedazo de escritora es la Munro y como me gustan sus relatos. Es buenísima. Sus historias no se parecen a las de nadie más, parece tener el superpoder de con un chasqueo de dedos meter mágicamente al lector en el mundo que retrata cada uno de ellos como hacía Mary Poppins con los niños al meterlos en los dibujos de Bert. Empiezas a leer y, sin saber cómo, estás sentada con los personajes en su mesa de la cocina asistiendo a sus diálogos, estás en medio de una cena de matrimonios en la que ellos no ven a sus mujeres, vas en coches en los que se completan infidelidades con amantes que no son más que "ejercicio", como dice una de las protagonistas de uno de los cuentos de este volumen. Con Munro no lees los relatos, no los ves desde fuera, estás en ello, en este caso con todas esas mujeres que son o fueron amigas y cuyas amistades, de alguna manera, las hicieron quienes son. 

Otra cosa que hace Munro en esta colección de historias de amistades es derivar la historia de un personaje a otro, haciendo que el lector acompañe a cada uno casi sin darse cuenta hasta que lo piensa y dice «pero...¿yo no había venido aquí con Anne?» Y sí, habías llegado a la fiesta con Anne pero las vidas de todos, las de los personajes de los relatos y las nuestras, se entrelazan con hilos visibles y también invisibles que en este caso solo Munro ve y decide guiarnos por ellos. 

Todos los relatos, menos uno, me han gustado muchísimo, especialmente tres: Manzanas y Naranjas, ¡Oh de qué sirve!, El día de la peluca y De otro modo. 

«Con Ben había entrado, cuando los dos eran muy jóvenes, en un mundo de ceremonia, de seguridad, de gestos, de disimulo. Apariencias ingenuas. Más que apareciencias. Tretas ingenuas. (Cuando se fue pensó que nunca más utilizaría tretas). Había sido feliz alli, de vez en cuando. Había estado triste, inquieta, desconcertada y feliz. Pero dijo con mucha vehemencia. Nunca, nunca. «Nunca fui feliz» dijo. 

La gente siempre lo decía. 
La gente hace cambios trascendentales, pero los cambios que se imagina».

Leed a Alice Munro por el amor de Dios. 

Y con esto y la promesa de que por fin llegan los días más cortos, hasta los encadenados de octubre.