lunes, 26 de junio de 2017

Nadie te conoce como tus padres

Francesco Bongiorni 
«Tus padres te conocen perfectamente» es una frase que, de niña, escuché cientos de veces y siempre me provocaba cierto desasosiego, casi malestar. Había muchas cosas que mis padres ignoraban de mí: ideas, sensaciones, sentimientos, pensamientos, incluso maldades o idioteces que había cometido, mentiras que les había contado. Sabía que mis padres no las conocían, muchas ni siquiera las sospechaban, pero cuando escuchaba esa afirmación, siempre tan rotunda, pensaba que, a lo mejor, sí que me conocían mejor de lo que yo pensaba.A lo mejor, ser padre te otorgaba un sexto sentido que te permitía no sólo conocer a tus hijos sino ocultar ese conocimiento, era un superpoder, listo para ser utilizado solo cuando hiciera verdadera falta.  

Muchos años después me convertí en madre, y pasados los doce primeros años, me he dado cuenta de que "tus padres te conocen mejor que nadie" es otra de esas afirmaciones felices, como «el que trabaja la consigue» o «de todo se aprende», que todos aceptamos porque, en el fondo, no hacen daño a nadie, nos dan una falsa sensación de control y nos reconfortan a ratos. Como todas las cosas sin aristas, es mentira. 

¿Conozco a mis hijas perfectamente? No. Mis hijas son muchas más cosas además de mis hijas. Son hermanas, sobrinas, nietas, primas, amigas, compañeras y, algún día, tendrán aún más roles en sus propias vidas. Serán novias y exnovias, puede que sean madres y tías y espero que sean, por ejemplo, compañeras de trabajo, de viaje y de gimnasio de mucha otra gente. Serán vecinas, serán clientas, serán compradoras, pacientes, conductoras y, dentro de mucho, quizás abuelas. 

Sé cómo son mis hijas ahora mismo, conmigo. Sospecho, o creo saber, o imagino, que tengo una ligera idea de cómo se comportan cuando no están conmigo. Vivo con esa creencia confortable, cómoda y acogedora. Cada día, me envuelvo en la capa del superpoder que todos heredamos de nuestros padres y me dejo llevar. Pero un buen día, en una semana cualquiera, la pasada para ser más exactos, me doy cuenta de que no es verdad. 

María está en Alemania de intercambio. Y, de repente, es otra persona. No, es una persona que yo no había visto en ella, que no sabía ni que existía. Me llama por teléfono y hablamos durante 25 minutos sobre lo que ha hecho allí, sobre cómo se siente, el hambre que está pasando y lo duro que le está resultando madrugar tantísimo. No pregunto nada, sostengo el teléfono sorprendida y desbordada por el torrente de cháchara. No puedo creer que sea María, que mi hija, la monosilábica, esté elaborando todo ese discurso tranquilo, interesante, elocuente y lleno de humor y reflexión. Cuelgo y me doy cuenta de que no la conozco, no así, no sola, independiente y a cuatro mil kilómetros. Al día siguiente, la leo chatear con su primo de ocho años y se me salen los ojos de las órbitas: está cariñosa, protectora, amorosa. Leo los consejos que le da, las preguntas qué le hace, los chistes que le cuenta. Es como si no fuera mi hija, pero sí es ella, claro que es ella, es ella sin interactuar conmigo, ella sin mí, sin ser hija. 

Por la noche se enzarza en una videollamada con su hermana, las escucho desde el sofá; susurran, charlan y se ríen a carcajadas. Las dos. No sé de qué se ríen, no sé qué se están contando y no me importa. Está bien, están siendo ellas dos, hermanas, sin mí, sin ser hijas.

Sé que no las conozco perfectamente, sé que hay cosas que no sabré nunca, sé que algunas de las que descubra no sólo no me gustarán sino que me provocarán rechazo. Sé que hay cosas que no querré saber, que no quiero saber ahora mismo, que no tengo que saber.  

Pensar todo esto me ha tranquilizado bastante. No conozco a mis hijas, las conozco como hijas mías y en el ámbito reducido en el que, hasta ahora, hasta la adolescencia han vivido y que yo, más o menos, controlo. Fuera de ese ámbito y de su papel como hijas, mi ignorancia sobre ellas aumenta cuanto más se alejan de mí.  No conozco a mis hijas mejor que nadie porque eso es imposible, porque conmigo siempre serán hijas y ese papel es tan enorme que anula, en gran parte, los demás roles que ellas tienen y tendrán en sus vidas, roles igual de interesantes que ser hijas. También los tengo yo, soy muchísimas más cosas que una hija y mi madre no las conoce. 

Renuncio a la capa, no quiero el superpoder de conocer a mis hijas mejor que nadie. 

viernes, 23 de junio de 2017

Cuando las cosas se arreglaban

«Arreglos de raquetas. RaquetaRota.com» pone en el coche que va justo delante de mí por la autopista. ¿Arreglos de raquetas? ¿Hay un negocio ahí? ¿En la época de Decathlon y Amazon las raquetas se arreglan? Me alegro por el dueño de RaquetaRota aunque no sepa nada de marketing, branding ni ningún ing. Me resulta tierno y, de alguna manera, esperanzador, que todavía se pueda vivir reparando cosas rotas, arreglando objetos que simplemente se han estropeado. Al lado de mi casa hay un zapatero remendón, trabaja en un  local pequeño, un cuchitril, al que se accede bajando tres escalones y que está escondido detrás de una mata gigante y triste de adelfas. Tiene un pequeño escaparate en el que se exhiben cordones, llaveros y, creo que, alguna pegatina decorativa. La puerta también es de cristal y cuando la cruzas descubres que la tienda está atestada de estanterías colapsadas de zapatos, botas, zapatillas. Al entrar, siempre tengo la sensación de que esos zapatos llevan allí más tiempo del que deberían, que han sido abandonados, olvidados por sus dueños, porque ya nadie arregla nada, todo se tira y se sustituye por algo nuevo. 

Cuando yo era pequeña, en Los Molinos, había en el centro del pueblo, en una casa de toda la vida, una mercería que se llamaba La Favorita. Me encantaba ir, acompañar a mi madre al comienzo del verano a comprar allí un millón de cosas que yo ni sabía que existían, ni para qué servían, ni mucho menos era consciente de necesitarlas. Cosas misteriosas, la goma de la tapa de la olla Magefesa, un mango de sartén, cremalleras especiales, boquillas para las mangueras, tela de tergal para hacer vestidos, relleno de cojines, cucharas de palo, insecticida de hormigas, tapa juntas etc. Traspasabas la puerta, el sol de verano quedaba atrás chocando contra el blanco de la pared y te adentrabas en una cueva oscura y fresca con un mostrador gigante y estanterías atestadas. (En las tiendas nuevas se ha perdido el encanto del batiburrillo caóticamente ordenado, todo lo que hay es todo lo que ves, no hay espacio para la sorpresa ni para el descubrimiento, ni siquiera para la búsqueda, un aburrimiento). Soñaba con, de mayor, trabajar allí, que el tendero de cara sonriente, tono complaciente y ojos claros me enseñara el código secreto para encontrar todas y cada una de las cosas que mi madre y mi abuela le pedían. Todo lo que comprábamos en La Favorita, casi todo, eran trozos, apaños, partes de un algo, nada servía para nada por sí solo, todo debía juntarse, pegarse, usarse, coserse a otras partes, para ser útil.  

Cuando era tan pequeña que ni siquiera soñaba con ser mayor, había serenos en Madrid. Por supuesto no lo recuerdo pero mi madre siempre cuenta cómo el sereno les ayudaba a subirnos a casa, dormidos como ceporros, cuando llegábamos de viaje. Mi padre, mi madre y el sereno nos acarreaban hasta nuestras camas. 

En mi trabajo no arreglo nada, no encuentro tesoros, no ayudo a nadie. Ojalá supiera arreglar algo, aunque fuera una raqueta de ping pong.  


miércoles, 21 de junio de 2017

¿Tener razón o follar?


Extase de Isabel Miramontes
Tengo un amigo que dice que a la gente le gusta más tener razón que follar. Siempre le contesto que eso no es verdad, que lo dice porque a él se le ha pasado ya la edad de follar, o las oportunidades, o las dos cosas. O quizás nunca tiene razón. 

¿Qué me gusta más a mí? Me gusta tener razón, soy muy fan del TE LO DIJE y, sobre todo en el trabajo, adoro la carpeta de enviados de mi correo electrónico porque me ha permitido algunos YO TENÍA RAZÓN gloriosos. También me los he tenido que tragar, como es lógico y,  aunque pican, me los tomo como un partido de tenis, unas veces las cuelo yo en la línea y otras veces soy ya la que no lo ve venir. No me gusta pero así es el juego. A veces, sin embargo, tengo razón y no quiero tenerla porque cuando llega el momento en que sale a la luz que mi advertencia, mi aviso, mi llamada de atención era cierta, no encuentro satisfacción en ese reconocimiento a mi buen criterio. ¿Por qué? Porque tengo razón, porque esa persona es una impresentable y nos la ha jugado. Me paseo como un león enjaulado, me encabrono, me hostilizo, me pongo de muy mal humor, ironizo, la tensión me recorre el cuerpo, se me quita el hambre y la sed. Blasfemo e imagino conversaciones telefónicas en las que le digo: «Eres un impresentable, tú lo sabes y yo también. Voy a trabajar contigo porque no me queda más remedio pero quiero que sepas que te desprecio y que aplaudiré hasta romperme las manos si te pasa algo malo». Pero no puedo hacer nada, solo callarme.  

Algunos "te lo dije" saben tan amargos que no compensan. Mejor el sexo que, por lo menos, relaja.  


lunes, 19 de junio de 2017

Me gustaría

Me gustaría que los programas de radio no se pudieran ver, que las voces que salen de los altavoces, los auriculares o las entrañas de mi coche, nunca adquirieran materialidad corpórea, que fueran como los personajes de los libros que me gustan, que siempre estuvieran a salvo de decepcionarme. Me gustaría que los hombres que me enamoran no tuvieran jamás voces que me chirríen. Me gustaría tener la clase de Robin Wright y el sentido del humor de Margaret Atwood. Me gustaría ser capaz de llevar abrigos de terciopelo de colores y que en Amazon, los calcetines de rayas de colores desparejados existieran, también, para gente con los pies pequeños. Me gustaría saber caminar con las manos en los bolsillos con el estilo de Idris Elba. Me gustaría que volvieran las galletas de vainilla de mi infancia y tener la risa cantarina de mi hija María. Me gustaría que las gafas de vista cansada que uso cuando me meto en la cama a leer no me hicieran ojos de dibujo animado triste. Me gustaría charlar amigablemente con los diseñadores que este año han decidido que el volante es bello. Me gustaría que nadie dijera «¿no se te ocurre otra cosa?» y me gustaría poder contestarle «vuelva usted mañana». Me gustaría encontrar una almohada que me quiera y una maleta sin fondo como la bolsa de Mary Poppins. Y que no pese. Me gustaría que no se produjeran películas malas y que los clásicos en blanco y negro fueran obligatorios. Me gustaría que nadie comprara los libros malos, que esos ejemplares atroces cogieran polvo en librerías y almacenes y que terminaran sus días ardiendo en las chimeneas o estufas de las casas de gente que lee libros buenos. Me gustaría estar segura siempre de que la tarta de manzana es sin sin crema. Mejor dicho, me gustaría que la crema pastelera despareciera de los postres.  Y que los pimientos rojos no me sentaran mal. Me gustaría cenar siempre a las ocho y media y andar descalza a todas horas. Me gustaría saber qué ocurrió con la pareja que vi romper en Praga en el otoño de 2004 cuando él le propuso matrimonio y ella le dijo que no, moviendo la cabeza a un lado y a otro y diciendo «no, no, don´t do that». Me gustaría saber si fueron capaces de terminar el viaje juntos, si recuerdan  aquel momento y si él devolvió el anillo o se lo acabó dando a otra. Me gustaría saber si volverán a Praga, si yo volveré.  


jueves, 15 de junio de 2017

Odia al calor

El calor en mayúsculas aplasta, atora, embrutece, encabrona, crispa, hostiliza, da ganas de llorar, marea, debilita, hincha los tobillos, hace fluir riachuelos de sudor por el canalillo, marea, baja la tensión, quita el hambre, da jaqueca, desorienta, nubla la vista,  desconcentra, empana, ralentiza,  desorienta, provoca espejismos e impide dormir por la noche y adormece durante el día. 

El calor verdadero apaga la vida. No ilumina, nos envuelve en una bruma deslumbrante en la que todos los colores viven sin ganas, agonizan, esperando que el calor se canse. Las cosas, las personas, los edificios, los paisajes, todo pierde nitidez, sus contornos se difuminan y desdibujan. Hasta que no llegue el sol de otoño nada volverá a ser concreto. 

El calor es apocalíptico, llega como una plaga bíblica y no se puede escapar de él. Las calles se estrechan porque todos caminamos en plan comando, pegados a las paredes, aullando por encontrar la sombra. Llegar a casa no es garantía de refugio, abres las ventanas y descubres cómo se siente tu comida en el microondas. Tu cama, una hoguera. 

El calor que abrasa enmudece el mundo. Un tono rojo y denso lo cubre todo, amortiguando los sonidos. Solo oímos chicharras y, con mucha suerte, el zumbido sordo del aire acondicionado. Al caer la tarde, la noche, empezamos a escuchar algo: persianas subiéndose en busca de una inexistente brisa, los coches, los seres humanos atreviéndose a salir a la calle, ocupando las aceras y boqueando de puntillas para tratar de respirar aire que no provenga directamente del infierno de asfalto por el que caminan. 

El calor efervescente te aleja de los que quieres, los abrazos se vuelven pegajosos, el sexo se convierte casi en natación sincronizada y cualquier tipo de actividad física en el exterior se convierte en deporte de alto riesgo. 

Entonces, ¿qué nos ha dado el calor? Las sandalias, el placer de meter los pies en agua fría, las camisetas de tirantes, los ventiladores de techo que hipnotizan hasta cerrarnos los ojos, el gazpacho, el granizado de limón, los paseos por la orilla del mar, las piscinas al aire libre, las noches en la terraza, al fresco. 

Ajá. Lo que nos gusta del calor es todo lo que nos sirve para librarnos de él. 

Odio el calor. 


martes, 13 de junio de 2017

Dublín y las puertas de colores

El primer beso de mi vida fue con un irlandés. Tenía un nombre impronunciable que a mí me parecía mitad rusa, mitad nombre de mujer. Aquel irlandés besaba muy bien y se me llenó la camiseta de arena fría de playa irlandesa. 

Aquel irlandés era moreno y con los ojos marrones y, por lo que he comprobado este fin de semana, eso es bastante peculiar. En mi búsqueda de "frescos", mientras paseaba por Dublín, he observado que la mayor parte de la población tiene los ojos azules. He comprobado también que ellos, los hombres, han crecido mucho en estos últimos treinta años, son todos grandes, algunos demasiado, con cuerpo de estibadores de película de los años cincuenta. Con un traje parecerían fornidos gansterns y creo que podrían llevarme bajo el brazo como el que carga una barra de pan. 

Dublín es pequeño, es una de esas ciudades que se terminan. Caminas por una calle y, de repente, ves campo. Es tan pequeña que el plano turístico que te dan parecen haberlo hecho para impresionar, lo que en el plano parece estar a una distancia considerable se convierte en un «¿ya hemos llegado»? cuando coges una bici y te pones a pedalear. 

En Dublín las puertas son de colores y eso me ha parecido maravilloso. ¿Qué criterio sigues para pintar tu puerta de rosa, verde, azul o morado? Las casas se parecen todas y es, quizás, por eso por lo que las puertas brillan para saber cual es la tuya. 

En Dublín en cuanto te paras en una esquina con cara de despistado se te acercan cuatro o cinco personas para ofrecerse a ayudarte. Parecen desilusionados cuando les contestas que no hace falta, que sabes dónde estás y a dónde vas. 

En Dublín todo está húmedo por defecto. De partida, su estado vital es mojado y creo que por eso motivo parecen inmunes a la lluvia. El viernes de madrugada, al salir del concierto de Eddie Veder en un estado de euforia rayando el amor verdadero jarreaba en Dublin. Nosotros llevábamos jersey, calcetines, zapatillas y ¡tachan! chubasquero. Los irlandeses, por contra, miraban la lluvia consternados y sorprendidos «It´s raining» decían ellas en sandalias de tiras y ellos en pantalón corto. ¿En serio les sorprende que llueva en Dublín a las mil de la noche cuando llevaba todo el día cubierto de nubes grises? Fascinante negación de la realidad la suya. Tras observarlos atentamente he elucubrado la teoría de que por alguna extraña razón, los irlandeses tienen arraigado en su Adn más primigenio querencias de nuestros ancestros africanos y, a pesar de llevar milenios viviendo en una isla en la que jarrea sin cesar, cuando llega el mes de junio se quitan los calcetines, se ponen pantalones cortos y van en sandalias aunque haga 12 grados y jarree a cántaros. He comprobado también que según van haciéndose mayores y a base, supongo, de superar media docena de pulmonías en la edad adulta, a partir de los cincuenta años se visten de acuerdo con el tiempo que hace. Eso sí, les puede el amor a las sandalias de brillis aunque sean para pisar charcos. 

En Dublín hay pocos árboles en las calles pero muchos parques muy verdes, paseando por ellos y admirando sus praderas perfectas que invitan a tumbarte a retorzar, mi absurda mente se iba a Asterix en Gran Bretaña «Creo que con 2.000 años más de cuidados esmerados, el césped estará aceptable» 

A Dublín he ido a ver a Eddie Vedder y ha merecido la pena. Fue una noche mágica en un sitio de conciertos estupendo y hubiera sido muchísimo mejor si los irlandeses no bebieran como auténticas máquinas de succionar. Un ejército de curris alcohólicos yendo y viniendo a por cervezas continuamente, como lemmings hipnotizados mientras Eddie y Glen cantaban y me ponían los pelos de punta. Yo no bebí nada, cuando voy a un concierto me concentro tanto que no tengo ninguna necesidad fisiológica; suspendo el hambre, la sed, la necesidad e ir al baño, todo, estoy a lo que estoy y más con Eddie. Es bajito, canijo al lado de los irlandeses estibadores, y toca la guitarra regularmente, pero qué voz, madre mía, qué voz. Hay hombres con voces para el sexo y Eddie tiene una de esas. No hace falta ni que me toque. 

Paseando en bici por Dublin, descubriendo sus callejas que casi parecen decorados abandonados de televisión, haciendo fotos a sus mil puertas de colores, entrando en los pubs a comprobar que los irlandeses salen a ligar sin disimulos, visitando la impresionante cárcel, descubriendo graffitis callejeros o los retratos de Lucien Freud en una exposición en la que estábamos solos, paseando por el Trinity College he recordado a aquel chaval irlandés de nombre impronunciable que me dio mi primer beso. Quizás ahora haya crecido, quizás lleve sandalias cuando llueve a cántaros y quizás se acuerde de mí y mi camiseta llena de arena cuando oye hablar de España. 


jueves, 8 de junio de 2017

Pequeños detalles con importancia


En mi casa nos escurrimos cuando nos resbalamos y nos esnaframos cuando nos tropezamos. Las cuestas son pindias y tenemos sitios fijos para sentarnos a comer en la mesa de la cocina, el que está debajo de la ventana es el mejor y nos peleamos por él cuando su ocupante habitual no está. A la hora de la cena y en el desayuno somos más de jugar a las sillas musicales. En mi casa las judías pintas se comen con arroz y el pisto con huevo frito y patatas o no se comen. En mi casa no bebemos agua mineral y el agua del grifo jamás se mete en la nevera. En mi casa decimos «están locos estos romanos» y «comprad, comprad mis hermosos jabalíes». La alfombrilla del baño se cuelga siempre en su sitio y la noche de Reyes cantamos «niños buenos, niños buenos, juguetes les traerán. Niños malos, niños malos, carbones les traerán» poniendo voz grave de asustar. En mi casa los perros no entran en la casa y cuando llegamos todos metemos la mano en la abertura del buzón para intentar sacar lo que hay dentro, cuando hay algo dentro. Las patatas fritas siempre son de La Montaña y el tomate para freír Apis. Decimos archiperres y trastos y sabemos quienes son Juanito y Juanita los de "la pequeña" y Juanito el niño diabólico de la playa. En mi casa hay mantas de avión dobladas en cada brazo de los sofás y todos tenemos una manta favorita. En mi casa yo tengo fama de exagerar y mi madre de contar las cosas en tiempo real, tan real que sientes como te crece el pelo. En mi casa la mermelada siempre es casera y en la estantería de la escalera hay siempre una camiseta huérfana que no es de nadie y que nadie sabe como ha llegado hasta allí. En mi casa el pestillo del baño se atasca y hay que gritar «Ehhhhh» cuando te estás duchando y alguien se pone a fregar en la cocina. El café del desayuno se toma en tazón grande pero el te de la tarde en juego de té.  En mi casa hacemos reír a los bebes diciendo «Bobito, baboso, bobaina» con un gesto muy tonto con los labios y hasta hace muy poco, para dormir a los bebés,  cantábamos una canción muy macabra en la que Antón Carolina mataba a su mujer, la metía en un saco y la llevaba a moler, el molinero le descubría y decía «esto no es harina, esto es la mujer de Antón Carolina». En mi casa discutimos a gritos como cuando éramos adolescentes y podemos pasarnos días sin hablarnos; a veces damos miedo pero nos funciona, nada se encona tanto como para hacer crecer un bosque de resentimiento incompatible con la convivencia. Tomamos papilla de frutas y la llamamos «frutitas».En mi casa todos hemos leído Konrad el niño que salio de una lata de conservas y cuando alguien dice «ticket» contestamos «to ride». En mi casa se entra siempre por la puerta de la cocina, se cuelgan las llaves en una casita-llavero que hizo mi hermano cuando estaba en el colegio y se grita: Hola, ¿hay alguien?

domingo, 4 de junio de 2017

Hasta el último momento


«Lean... un tipo fantástico», sin razón, por impulso, pinché en el enlace y leí «Una derrota triste. Porque no era ninguna decisión, era una nueva renuncia, una prueba más de que no tienes la vida bajo control. Otro aprendizaje en la aceptación de la nueva realidad».

¿Quién había escrito esto? Pinché en el perfil, reconocí al autor y al ver que había publicado un artículo tres días antes pensé que debía estar mejor, que el tratamiento que seguía había funcionado. Al volver a twitter descubrí que acababa de morir, que había muerto ese mismo día y una extraña sensación de incongruencia empezó a invadirme. Volví a ver la charla por la que le conocí hace años, bucee en su cuenta de twitter, y la incómoda sensación fue creciendo y creciendo hasta ser una bola enorme en mi interior. 

«Vaya, parece que me han sentado mal los churros del desayuno, los tengo clavados aquí» fue lo último que dijo mi padre antes de desplomarse muerto en el acto. Esa frase me persigue desde hace veinte años ¿quién elegiría esa frase como sus últimas palabras? Mi padre no sabía que iba a morir y esas palabras son la prueba de que seguía vivo hasta el último momento. Estás y, en un instante,  dejas de estar.   

Hace veinte años no había redes sociales, ni internet, ni móviles, la muerte tenía menos resonancia. Alguien moría y podías, de hecho pensabas, creías, que cuando  se había ido apagando poco a poco, que el proceso lógico que te lleva a la muerte es un progresiva y más o menos lenta desconexión  de la vida. Inconscientemente creemos que te vas preparando, que te vas dando cuenta, que te vas muriendo poco a poco.  En la época de la tecnología, cosas como tuitear, colgar un post en Facebook, una foto en instagram o escribir un artículo están al alcance de casi cualquier enfermo hasta el último momento, convierten la muerte en algo incongruente, inoportuno, casi imposible. 

¿Cómo ha muerto hoy si ayer escribió un artículo? Porque te aferras a la vida, porque no sabes que es tu último momento, porque estás vivo hasta el último momento. 


jueves, 1 de junio de 2017

Lecturas encadenadas. Mayo

Un mes espectacular de lecturas, uno tras otro se han encadenado libros que me han enganchado. Este mes los recomiendo todos.

No tengo ni la más remota idea de como El Señor Maní, de A.B. Yehoshua ha llegado a mi estantería. Sé que fue un regalo pero no he conseguido saber de quién, he preguntado a unos y otros pero no he conseguido averiguarlo. Un libro de procedencia misteriosa con una historia desconocida y de un autor del que no había oído hablar en mi vida y que me ha encantado.

La historia de la familia Maní se organiza sobre cinco diálogos que van de delante atrás en el tiempo; el primer transcurre en los años 80 y el último en 1848. Cadaa uno sucede en una ciudad distinta y está protagonizado por personajes muy diferentes, a todos los une que a través de sus palabras rastreamos la historia de la familia Mani. Esta estructura narrativa exige al lector un esfuerzo para ir siguiendo el hilo entre un diálogo y otro,  para recordar los detalles y a la vez meterse en la piel de cada narrador y su propia historia.  Yehoshua es un grandísimo escritor que va cambiando de registro, lenguaje, tono y vocabulario en cada diálogo: una joven del siglo XX, un soldado alemán de la II Guerra Mundial, un soldado judío del ejército británico en la I Guerra Mundial, un pediatra polaco de finales del siglo XIX y un estudioso vendedor de especias en 1848. En cada diálogo, como es evidente e imprescindible, hay un interlocutor pero no oímos sus palabras. El talento de Yehoshua permite que el lector las imagine por las réplicas del único personaje que habla.

No es una lectura sencilla pero me ha gustado muchísimo. Yehoshua es un grandísimo escritor, reconociblemente judio, como Oz, pero distinto.
«-Aguarda... Antes fue aquella cena a la que nos habíamos visto obligados a participar: una cena muy  frugal consistente en pequeños platos de manzana, verdura hervida, granadas y sesos fritos; unos platitos de los que cada uno no es más que un símbolo de algo, una súplica, una barrera contra los enemigos, un deseo, una fantasía, aunque ninguno de ellos bastaba para saciar el hambre sino que no hacían más que abrirnos cada vez más el apetito».

El síndrome lector de Elena Rius  es un libro al que tengo un cariño muy especial. Hace dos veranos, su autora me envío el manuscrito en primicia. Recuerdo con especial cariño aquellos días de playa, mar, piscina y siestas disfrutando por segunda vez los textos de este libro. ¿Por segunda vez? Sí porque El síndrome lector es una recopilación, reordenación y reescritura de muchas de las anécdotas librescas que sobre libros, leer, lectores y lecturas Elena Rius (alias de la estupenda editora María Antonia de Miquel) lleva años escribiendo en su blog Notas para lectores curiosos  y que se agrupan en el libro bajo cuatro epígrafes: maneras de leer, el síndrome lector, curiosidades librescas y galería de bibliómanos.

Lo mejor que se puede decir de este libro es que desprende amor por la lectura y los libros. Al comenzar a leer te sientes en casa, o mejor dicho, o parte de un club «Hola, me llamo Moli y me encantan los libros» «Bienvenida Moli, pasa, todos te queremos aquí».

Lorenzo Silva lo explica mucho mejor que yo en el maravilloso prólogo del libro:
«Puede que no sean mucho, esos lectores. Puede que con el tiempo, el deterioro de la educación y la proliferación de las distracciones secan cada vez menos. Pero son los que hacen que escribir merezca la pena. Son ellos, aquejados del síndrome, los que sabrán valorar este libro, y darle (como a todos los demás que en el mundo son, fueron y serán) vida, belleza y sentido».
El cómic del mes ha sido Oscuridades programadas. Crónicas desde Turquía, Irak y Siria, de Sarah Glidden. En el año 2010, la autora, viajó con dos amigos  periodistas y un ex marine de los Estados Unidos por Turquía, Siria e Iraq. El propósito de su viaje era tratar de conocer, comprender y posteriormente reflejar, a través de su libro y sus dibujos, el papel del periodismo en la actualidad. Han pasado siete años desde aquel viaje de dos meses y la situación en los tres países visitados ha cambiado por completo: Turquía se ha convertido en una dictadura sin libertades y con el periodismo bajo sospecha y amenaza continua, Siria está completamente destrozada por una guerra civil que ha convertido a la mayor parte de su población en refugiados o muertos, e Iraq, que en el libro parece el sitio más peligroso, se recupera aún muy poco a poco de la invasión americana, la inestabilidad política y los ataques del estado islámico.

El mayor valor de Oscuridades programadas está en su presentación del papel del periodista, un papel muy alejado de todos aquellos tópicos que lo han empañado en los últimos años. No hay periodismo triunfalista, ni periodistas erigidos en salvadores de la democracia, los valores supremos ni la humanidad, no hay periodistas aleccionando sobre la importancia de su trabajo, ni periodistas protagonistas, no hay victimismo ni industria. En Oscuridades programadas hay dudas, hay interés, hay obsesión por contar historias pero sin prometer soluciones, hay interés en ser lo más objetivo posible y empeño en encontrar el mejor enfoque para contar la historia y, también, para conseguir venderla. Se persigue ver la realidad para poder contarla y se reflexiona sobre los errores al ejercer el periodismo.

En El Buscalibros he hecho una reseña muchísimo más extensa, pero Oscuridades programadas es un cómic muy interesante para reflexionar sobre el papel del periodismo, lo que debe y no debe ser, lo que puede y no puede conseguir y sobre cómo está cambiando su ejercicio y también su percepción. Debo añadir que los dibujos de Glidden, tan limpios, delicados y delineados producen un curioso choque con lo que se está contando. Al leerlo tenía en mente el enfoque que del mismo tema tiene Joe Sacco pero sus dibujos no pueden ser más diferentes.

Retrato de un matrimonio, de Nigel Nicolson me ha encantado. Otro libro al que llegué por una recomendación «Te va a encantar» y el recomendador acertó de pleno. El matrimonio que se retrata es el de Vita Sackville-West y Harold Nicolson, padres del autor del libro en realidad coautor porque de las cinco partes que componenen el retrato, dos son transcripciones de los textos que Vita escribiendo contando su vida y su historia de amor con Violet, la única de sus aventuras que puso en peligro su relación. Vita y Harold tuvieron un matrimonio increíble, duradero y, sobre todo, feliz para ellos dos.

Me ha conmovido su honestidad brutal con el otro y su sinceridad consigo mismos, también el consciente egoísmo sin límites de Vita y la compresión inteligente de Harold y me ha sorprendido la capacidad de ambos para construirse una relación, una vida, una familia a su medido, a salvo del qué dirán y de lo políticamente correcto. Los dos eran increíblemente inteligentes  y, su amor era más intelectual y de afinidad que físico, a pesar de que tuvieron dos hijos. NO fueron padres ejemplares ni pretendieron serlo ( y menos para lo que se estila ahora) pero su hijo habla de ellos con amor absoluto y completa admiración.

Vita escribe sobre su infancia.

«Creo que tenía plena conciencia de que, si no podía ser popular, sería inteligente; y conseguí labrarme una reputación de persona inteligente, nada merecida, porque está claro que no lo soy, pero duradera como todas las reputaciones. No creo que haya desparecido aún; la gente dice «Oh, sí, escribe, ¿verdad?», como si hubiera que ser inteligente para escribir. Nadie me odiaba en el colegio, o al menos eso creo; incluso me parece que muchas me apreciaban. Pero me importaba bien poco que me quisieran o no. Fueron mis años más rebeldes. Me empeñé en el estudio y llegué a ser más pedante que nunca. Conseguí aspecto de profesional del intelecto. Dejadme que me enfrente a esa condenada verdad».
Harold le escribe a su hijo cuando éste está en la universidad:
«No tiene sentido tratar de ser original. Esto conduce a meras contradicciones... y la gente contradictoria produce la peor especie de aburrimiento. Has de pensar las cosas por ti mismo. No empieces discrepando por principio de lo que piensan los demás. Quizá tengan razón. Pero elabora lenta, cuidadosa y silenciosamente tus propias ideas acerca de todas las cosas».
Me ha encantado.

Y con esto, y un bizcocho, hasta los encadenados de junio que ha empezado genial.