martes, 30 de mayo de 2017

Mañana es fin de mes

Mañana es fin de mes, es fiesta en la ciudad en la que trabajo y me toca mudarme en la ciudad en la que vivo. Siempre me mudo a fin de mes, o a principio, según se mire. Cada mes cambio de piel. Cada mes cojo mis cosas a cuestas y me mudo. Cada mes juro que en el próximo acarrearé menos, menos ropa y más libros. Voy dejando un rastro de trastos que al principio creo echar de menos y al final olvido. Uno aprende a no llevar. Al volver reencuentro objetos que me inquietan. Me sorprende que estén y me sorprende haberlos olvidado. Me ocurre lo mismo conmigo misma; me sorprende ser tan organizada al recomenzar mi mes de madre y me fascina mi habilidad para no hacer nada cuando estoy de solterismo. Un mes de locura y otro de rutina. Un mes de tranquilidad y otro de ser una bola de pinball. Un mes de cocinar y otro de cereales y jamón de york delante de la nevera. Un mes de contar lavadoras y otro de bucear a ver qué me queda limpio. Un mes de cama de 90 y el siguiente de 180. O no, porque los fines de semana duermo en una de 135 y soy a la vez rutina y locura. 

Estoy a gusto siendo nómada. Es como empezar un cuaderno nuevo cada 30 días y tener la oportunidad de reescribirme diferente y mejor. 

Mañana toca estrenar página.  

Mañana es fin de mes.  



jueves, 25 de mayo de 2017

Perdidos por el museo

@Bernard Chevalier
Pero ¿dónde se ha metido? Claro que él debe estar pensando lo mismo, qué dónde me he metido. O, bueno, quizás no se ha dado cuenta todavía. La verdad es que no sé cuando nos hemos perdido la pista. Ahora que lo pienso, yo tampoco sé cuando nos hemos despistado, juraría que no le he visto en las últimas tres salas. Voy a volver para atrás, por si acaso. Siempre nos pasa lo mismo, veinte años yendo a exposiciones y museos y veinte años perdiéndonos el uno al otro. Al principio no era así, al principio casi parecíamos siameses. Nos faltaban días y tiempo para estar juntos y el poco que sacábamos los pasábamos pegados aunque fuera caminando en una exposición, leyéndonos el uno al otro las cartelas y susurrándonos lo que nos sugería el cuadro, la escultura, el vídeo, el dibujo, la fotografía. Cuando todo el tiempo pasó a ser nuestro seguimos caminando pegados pero, con la certeza de irnos a casa juntos, la goma que nos unía se destensó poco a poco, sigue manteniéndonos juntos pero ya no tira, más bien, ahora que lo pienso nos sirve casi como el caminito de migas a Pulgarcito. Ahora tengo que ir recorriendo y recogiendo la goma para ver donde está este hombre. Ahí está, es inconfundible. Tieso como un palo, firme, probablemente por eso nunca le duele la espalda. Siempre me espera así, llegaba a las esquinas de nuestras citas, a mi portal, a la puerta del cine y yo, que siempre llegaba tarde, le veía plantado firme oteando el horizonte para verme llegar o, quizás, para estar preparado por si llegaba algún peligro. 

¿Qué está mirando? Las tres gracias de Regnault. A saber qué le habrá llamado la atención, apuesto a que se está fijando en el marco. Seguro que está pensando en si las esquinas perdidas del cuadro fueron la causa del marco romboidal o fue el marco romboidal el que tapó las esquinas del lienzo y, si es así, si habrá algo importante en esas esquinas. En cuanto se gire se lo pregunto, o no va a hacer falta, sonreirá y me lo contará. ¿Qué mira ahora hacia arriba? El clavel rojo de la mujer de la derecha. Rojo de clavel, amarillo de los culos y el blanco impoluto de su pelo. Siempre despeinado, siempre envidiado por nuestros amigos. «Cómo se te puso blanco con veinte años, no te has quedado calvo y pareces un genio despistado y no un viejo aburrido como nosotros» Cuando nos conocimos ya lo tenía blanco, no tan blanco y más corto. Me gusta como lo lleva ahora, me gusta meter las manos entre su pelo y alborotarlo. Sé que no le gusta pero se deja, a veces se duerme así, con las gafas en la punta de la nariz y mi mano en su pelo. En cuanto lleguemos a casa le voy a esconder esos pantalones, se le han quedado enormes, o se los compró gigantes, como el abrigo, pero eso es otro tema. Ese abrigo es su favorito y el mío. Está pasado de moda, recuerdo perfectamente el día que mi madre me explicó que esa tela se llamaba de "pata de gallo". Cincuenta años han pasado y sigo sin ver las patas de gallo por ninguna parte pero no lo he olvidado. Es su abrigo, con el que es más él aunque con él parece más grande, más ancho y con más hombros, con ese abrigo es una versión a la defensiva de sí mismo, pero él está tan cómodo que le cuesta quitárselo, en el restaurante le cuesta dejarlo en la silla, como si tuviera miedo de que alguien le robara su capa de superpoderes «¿De verdad te crees que alguien va a tener interés en robarte eso?» le digo yo. Por supuesto, se ha negado a dejarlo en consigna antes de entrar al museo, se debe de estar cociendo pero es una batalla perdida, sin su abrigo se siente menos él, las broncas que hemos tenido porque se empeña en llevarlo "por si acaso" hasta en las vacaciones de verano. 

Pues no se gira, sí que está concentrado. Voy a tener que avisarle de que tenemos que irnos, hemos quedado a comer. 

@Bernard Chevalier

La muerte de Marat de David. Este cuadro estaba en mi libro de arte de Cou, me pareció impresionante aunque de aquel libro, lo que más me impactó fue descubrir La vista de Delft de Vermeer, el motivo por el que estudié Geografía e Historia. No me creo que no escuche mis pasos, podría sentarme a esperar que se de cuenta de que me ha perdido...

—¿Qué miras girando la cabeza? 
—Ah, hola. ¿Dónde estabas?
—Buscándote. ¿Qué miras? 
—Estaba tratando de leer lo que pone en la carta de Marat. Ya sabes que no soporto no saber qué lee la gente. 
—Marat no está leyendo nada, está muerto.
—Ya me entiendes. ¿Nos vamos? 
—Sí, procuremos no perdernos. 
—¿Qué escribirías tú en una nota de suicidio?
—Pues creo que...


Más fotos de visitantes de museos en la web de Bernard Chevalier. 

martes, 23 de mayo de 2017

Hoteles sin padres

El problema de los hoteles, los restaurantes, los parques, los bares, las terrazas, los aviones, los cines o los trenes, no son los niños, son sus padres. 

Todos, padres y no padres, comprendemos que un bebé de meses llore desconsoladamente y sus padres, a pesar de hacer todos los esfuerzos posibles, no consigan calmarlo. Todos lo comprendemos, podemos sufrirlo más o menos, tener más o menos paciencia pero todos distinguimos un bebé llorando desconsoladamente de una   criatura diabólica a la que se ha hecho creer que por el simple hecho de tener pocos años puede hacer lo que le de la gana. 

Los niños no se ponen de pié en los asientos del cine, no corren escaleras abajo de la sala en medio de la película, ni hablan a gritos porque sean niños. 

Los niños no gritan en un restaurante, tiran la comida y corren entre las mesas porque sean niños.

Los niños no van en bragas y calzoncillos por un parque porque sean niños. 

Los niños no saltan en las hamacas de la piscina del hotel, ni cogen la comida con las manos del buffet, ni  tiran las toallas al agua porque sean niños. 

Los niños no gritan ni ven la televisión al máximo de volumen en la habitación del hotel porque sean niños. 

Los niños no golpean a otros bañistas en la piscina, no pegan pelotazos o berrean hasta conseguir lo que quieren porque sean niños. 

Todas esas cosas increíblemente molestas y desagradables las hacen porque nadie les ha enseñado un mínimo de educación y las reglas de cortesía que han de seguirse en los espacios públicos que se comparten con otras personas. 

Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres consideran que "son niños" y que, por tanto, son seres de luz que no necesitan tener límites, ni normas, ni recibir una regañina cuando no se comportan como deben. Y sí, hay deberes en el comportamiento o viviríamos en la jungla. Todas esas cosas las hacen los niños porque sus padres no saben comportarse, no quieren resignarse a que hay determinadas cosas que no pueden hacerse con niños y ellos mismos son maleducados. 

Los niños son niños y hacen cosas de niños: se cansan antes, no saben manejar su frustración, lloran y pueden agarrarse pataletas infernales, pueden caerse, tropezar, salpicar y no parar quietos. Todo eso es normal y comprensible. La línea que separa un comportamiento de niño normal de un niño maleducado todos la tenemos muy clara. Otra cosa es que ninguno quiera aceptar que su hijo es un maleducado y que la culpa es suya. 

Educar a nuestros hijos es sin duda la tarea más ardua, más lenta, más frustrante y desesperante de nuestra vida. No suele dar recompensas inmediatas, no te hace el padre más popular de tu casa y te convierte en un loro de repetición. Es cansado, interminable e infinito pero imprescindible. Si te rindes, si decides que ya vendrá el Hada de la Suerte a educarlos cuando tengan catorce, asume que nadie quiera sentarse cerca de tus hijos a esperar que el milagro ocurra.  

¿Hoteles sin niños? 

Hoteles sin maleducados, pero mientras esto sea imposible y va camino de serlo, entiendo perfectamente que haya gente que quiera un hotel en el que no tenga  que soportar a padres maleducados malcriando futuros demonios.  


lunes, 22 de mayo de 2017

La Casa Amarilla y las fiestas de Gatsby


La Casa Amarilla es la casa más especial en la que he estado nunca. Es especial porque es amarilla y porque su encanto sigue intacto a pesar de los años. Cuando de adulta, y con mis hijas, volví a entrar en ella, lo hice pensando que el recuerdo que de ella tenía se caería al suelo hecho añicos al enfrentar mis recuerdos y sensaciones de niñez a la realidad, pero no fue así. Seguía siendo igual de mágica. No, igual no, mucho más. Temí que los espacios me parecieran más pequeños, la decoración ajada o la distribución absurda e incongruente, pero nada de eso ocurrió. Es una casa majestuosa, con una escalinata casi como la de Tara y un salón inmenso. Allí seguía la mesa de ping pong delante de la chimenea, los tresillos  colocados a los lados para que imaginarios espectadores se sentaran a contemplar a los jugadores, los grandes ventanales a la terraza y, al fondo del salón, la rotonda circular con el banco corrido forrado de terciopelo oscuro, granate profundo creo recordar. Recorrí la cocina, el office, todo con su decoración original, muebles blancos, de los años cincuenta, coronados por una pesada encimera de mármol blanco. Todo estaba exactamente igual que treinta años antes cuando entrábamos corriendo hasta aquella cocina, descalzos y con el bañador mojado, a por la merienda. Lo mejor del interior de la casa era, sin embargo, algo a lo que solo nos daban acceso algunas veces, los pasadizos. La Casa Amarilla tenía (y tiene) pasadizos; a través de un armario te podías arrastrar por pasadizos para llegar a otra habitación. 

En aquella casa nos sentíamos especiales, mágicos, mayores, independientes, protagonistas de un libro de Los Cinco o de una película, de una vida que no nos pertenecía, que no era la nuestra, pero a la que nos daba acceso aquella casa. Tenía un jardín inmenso con recovecos para esconderse, arriates plagados de rosas a las que no dedicábamos ni medio segundo pero que nos servían para escondernos cuando jugábamos a polis y cacos o en los que buscábamos las pistas en las ginkanas. Había un pozo, una pista de tenis, un garaje lleno de telarañas y trastos viejos al que sólo entrábamos para sacar "La rana", un armatoste de hierro verde que pesaba un quintal y que se guardaba ahí durante todo el invierno. Había también un sinfín de escaleras para subir y bajar a la terraza que envolvía toda la fachada y al fondo del enorme jardín, en la zona en la que sólo nos adentrábamos cuando teníamos un plan en mente, había otro pozo, un precioso invernadero y unos vestuarios que nos llenaban de intriga. ¿Por qué estaban ahí? ¿Quién los había utilizado? Unos estaban decorados con unos preciosos azulejos azules y otros con azulejos rosas, la puerta de cada uno de ellos pintada en el mismo tono. ¿Para qué se necesitaban vestuarios? Nosotros llevábamos el bañador siempre puesto, nos quitábamos la camiseta y los pantalones, nos metíamos en la piscina y después nos íbamos, con el bañador mojado a casa, sin preocuparnos si quiera de vestirnos. 

La Casa Amarilla era como la casa de Gatsby. Entonces no lo sabía, no sabía quien era Gatsby, ni Scott Fitzgerald, ni sabía nada de los felices años 20 ni de amores desgraciados y amantes desagradecidos pero en La Casa Amarilla todos los veranos se daba una fiesta que nos hacía sentirnos especiales, ligeros e importantes. Vivos. En aquella fiesta a la que éramos formalmente invitados no se podía llevar el bañador puesto, iba en una bolsa, aunque no recuerdo haber utilizado los vestuarios misteriosos. Llegábamos, vestidos y peinados, a una hora en la que normalmente teníamos las uñas llenas de mugre y el pelo enredado, para disfrutar de la mejor fiesta del verano. Tras ser recibidos por los anfitriones solemnemente, entre risitas de nervios y vergüenza ridícula porque éramos los mismos que habíamos estado montando en bici por la mañana, nos cambiábamos de ropa. 

La piscina de La Casa Amarilla era como la de Gatsby, más grande que ninguna otra, recorrida por una valla metálica con puerta, de azulejo majestuoso, con rayas pintadas en el fondo y con un trampolín de tres alturas al que había que subir por una escalerilla con varios, muchos nos parecían, peldaños. Era una piscina de señores y estaba fría, muy fría. De hecho, creo recordar que sólo nos bañábamos allí por las mañanas cuando recibía algo de sol, las tardes eran sombrías porque los enormes árboles la tapaban casi por completo. 

El día de la fiesta, daba igual el frío, la piscina era lo mejor, lo más divertido, lo que nos servía para romper el hielo de la solemnidad artificial y volver a ser nosotros en pandilla. Además, no era un baño normal, había "pruebas". La madre de nuestros amigos, la mejor anfitriona de fiestas infantiles que yo he conocido jamás, organizaba carreras individuales, competición de saltos y luego, la prueba estrella, la que esperábamos todo el verano, aquella de la que no habíamos parado de hablar y que nos proporcionaría hazañas para comentar para otro año. No sé de dónde sacaba un enorme mástil de madera, pulido y resbaloso, que atravesaba a lo ancho de la enorme piscina. En parejas, cada uno desde un extremo, cruzábamos el mástil manteniendo el equilibrio pero intentando desestabilizar al otro, solo podía quedar uno. Si los dos contrincantes llegaban al centro del mástil se trataba de conseguir hacer caer al otro, pero sin tocarse. Uno tras otro, íbamos cayendo en sucesivos duelos de equilibrio, mientras los eliminados gritábamos (yo siempre era de las que gritaba en una etapa temprana de la competición) desde la valla. Tensión, nervios, gritos, emoción, acusaciones de trampa, sospechas de que uno de los lados del mástil resbalaba menos, caídas, todas las emociones infantiles se disparaban en aquella piscina. Era maravilloso. 

Con el campeón declarado, los nervios ya relajados y los bañadores desaparecidos al fondo de las bolsas, transcurría el resto de la fiesta: había música, una merienda increíble en la terraza "de los mayores", juegos, carreras, oscurecía según se ocultaba el sol tras la falda de La Peñota y cuando caía la noche del todo ninguno quería marcharse. Nos prometíamos que al día siguiente volveríamos a la piscina, volveríamos a competir en el mástil, repetiríamos paso a paso todo lo que habíamos hecho en aquella tarde; queríamos vivir eternamente en aquella fiesta. 

Nunca lo conseguimos, claro. Entonces no lo sabíamos pero los momentos tienen su instante, tienen su envoltorio, su luz y su ritmo y no se puede volver a ellos. Fuimos niños con suerte, invitados recurrentes de Gatsby, varios veranos retornamos a aquella fiesta según íbamos creciendo, pero se nos acabó. 

Muchísimos años después de aquello, el jardín se dividió. La Casa Amarilla, sus terrazas, la pista de tenis y el garaje de La rana quedaron a un lado y al otro, como huérfanos y sin sentido, la piscina, el invernadero, los parterres y los vestuarios de colores. Las herencias son así.  Pasados los años, la piscina apareció llena de tierra. "Bueno, era una piscina enorme, llenarla debía costar una pasta, total ya vienen poco", pensé. 

Hace quince días, nos colamos en el jardín, la valla de la piscina ya no estaba, el trampolín , arrancado del suelo, yacía tumbado como el esqueleto de una jirafa, pero los elegantes azulejos volvían a verse. «A lo mejor van a renovarla». Con esa idea vagabundeamos por el jardín, por los parterres que ya no tienen rosas, les contamos a los niños historietas, «Mamá, cuenta otra vez lo de las fiestas" y volvimos al invernadero, ya desvencijado y a los vestuarios de colores. Mi hermana y yo, allí con nuestros hijos, volvimos a soñar con el mástil, las fiestas, los bañadores mojados olvidados al fondo de las bolsas y las medianoches en el terraza.

Ayer pasé de nuevo y unos cimientos cubren el hueco de la piscina. Ahora ya no podré volver nunca al lugar de las fiestas de Gatsby.