miércoles, 28 de septiembre de 2016

20 años después

A pesar de que he llamado en el último momento nos han dado una buena mesa, estupenda de hecho. Al fondo del comedor sin nadie que nos moleste. Podría decir que es la mejor mesa en la que hemos cenado nunca pero es que creo, no, mejor dicho sé que jamás cenamos nunca en ningún sitio. ¿Comimos juntos alguna vez? No lo recuerdo. Quizás un bocadillo guarrero en un bar o un trozo de pizza. No lo sé. 

Una buena mesa, una botella de vino blanco espectacular, las croquetas cuadradas que me he empeñado en pedir y todos tus nervios escurriéndose encima de la mesa y cayendo al suelo según te vas deshaciendo de ellos. 

Cualquiera que nos mire, cualquiera de nuestros vecinos de mesa o la camarera que está siendo tan amable, solo verá a dos amigos charlando pero en realidad somos cuatro.  Estamos tú y yo y a nuestro lado, de pie como espectros, nuestros yos de hace 20 años mirándonos incrédulos. 

Hablas muchísimo -me dices.
Siempre he hablado muchísimo. 
—Hace 20 años no. 
—Hace 20 años contigo no hablaba mucho porque me dabas miedo. 
—Jajajaja... eso es imposible, ¿cómo iba darte miedo yo? Eras un coquito, siempre lo fuiste. 

Me dabas miedo, claro que me lo dabas. En esta hora que llevamos juntos te has reído más que en los dos años que compartimos aula. Por aquel entonces estabas siempre enfadado, siempre ceñudo, siempre muy serio. El mundo era una mierda, todo era una mierda y nada merecía la pena. Estabas enfurruñado todo el tiempo pero me mirabas más, ahora paseas la mirada por encima de mi cabeza, por mi cara y acabas fijándola en los ladrillos que hay a mi espalda. Casi me giro a mirar qué es eso tan importante que hace que no me mires. Poco a poco vas perdiendo el miedo que ahora resulta que tienes tú y vas ganando confianza. O quizás es el vino. 

Si tu yo de hace 20 años está indignado con tu simpatía y tu sonrisa, mi yo de 20 años tiene los ojos fuera de las órbitas cuando me mira. No puede creerse que del saquito de inseguridades, con los hombros echados hacia delante y la mirada huidiza que es,  haya salido esa señora de 43 años que charla contigo sin parar, que te dice "No, no, no tienes razón" y lleva escote sin preocuparse. 

La cena avanza, tomamos postre, se nos acaba el vino y por el rabillo del ojo veo a nuestros yos veitenañeros alejarse poco a poco. Ya no los necesitamos. Nos han servido para recordarnos durante 20 años; a partir de hoy, a partir de esta botella de vino blanco y esta cena tenemos recuerdos nuevos para compartir. Recuerdos frescos y maduros. 

Ha sido estupendo.
—Si.
—Estabas acojonado.
—Eres una listilla. 
—Repitámoslo antes de que pasen otros 20 años. 
—Pero no me llames señor.  

Una cena genial, un vino fabuloso, la mejor compañía y una resaca de muerte. Y todo gracias a Facebook.  


viernes, 23 de septiembre de 2016

El día que odié


A mi izquierda toda la pared está recorrida por un ventanal gigante. De techo a suelo y de extremo a extremo del despacho, tres grandes cristaleras con vistas a un parking, a un abeto que recuerdo pequeño cuando lo plantaron y a un polígono industrial muy feo, muy inhóspito y muchas veces hostil. 

Las ventanas no son especialmente bonitas ni feas. Son anodinas, como el despacho. A medio metro del cristal una estructura sostiene una especie de malla de la que desconozco su utilidad. Cosas de arquitectos, supongo. Siempre pienso en si desde fuera me verán sentada, tecleando, y siempre me olvido de comprobarlo en cuanto salgo de aquí. 

Tengo suerte y dos porciones de mis ventanas se abren. En los meses del año en los que la temperatura en el exterior es compatible con la vida humana, es decir, de octubre a abril, me gusta abrir la ventana y que entre el aire fresco del exterior. Durante los meses de infierno en la tierra, de mayo a octubre, jamás hay que abrir las ventanas: podría morir asfixiada por el aire de función gratinado potente con ventilador que entraría del exterior. En esos meses, además, tengo que bajar los stores interiores porque solo con la luz que entra directamente llegada del infierno el ordenador se calienta tanto que deja de funcionar. Ni siquiera el aire acondicionado en función "criogenizar al personal" consigue que la temperatura junto a la ventana sea apta para un pc. 

Casi nunca miro por estas ventanas. Llevo 16 años aquí y ya sé lo que se ve. No hay nada que ver, nada que mirar. Por la calle más allá del parking pasa algún coche de vez en cuando y mucha gente mayor caminando, sobre todo por las mañanas. Solos, en parejas o en grupos de tres caminan a buen ritmo arriba y abajo de los kms de avenida inhóspita. 

Hace unos años, mirando a esa gente y a un tipo que cruzaba el parking hacia su coche, fui consciente de lo que era odiar a alguien. Odiar a alguien hasta el límite de tus fuerzas. Odiar hasta sentir la saliva amarga. 

Miré por la ventana y supe que si uno de esos vejetes caminantes caía fulminado por un infarto mientras yo lo observaba saldría corriendo a ayudarle. Dejaría lo que estuviera haciendo y correría hacia el pasillo, bajaría las escaleras de dos en dos, pasaría el control y llegaría hasta allí jadeando para intentar ayudarle o acompañarle. 

Miré por la ventana hacia aquel tipo gordo, con camisa blanca, satisfecho de sí mismo y que me estaba destrozando la vida con su sonrisa siniestra y deseé entonces que cayera fulminado antes de llegar a su coche, delante de mi vista, en aquel mismo momento. Supe que le vería caer y seguiría trabajando sin inmutarme. 

Cada vez que miro por estas ventanas pienso en ese día. El día que odié.  

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Viviendo con los Beatles

Cada vez que alguien dice la palabra ticket, en mi cabeza salta un resorte automático que me lleva a sumar "to ride" a ese ticket, a escuchar un punteo resonando en mi interior y ver a Paul y John menear la cabeza. 

Da igual dónde esté y con quién, la palabra ticket activa en mí un reflejo pauloviano que me lleva a mis, no sé, 7 u 8 años en el Seat 131 de mi padre yendo a Los Molinos por la carretera de Colmenar y cantando a voz en grito esa canción. Siempre vuelvo a ese asiento de atrás al escucharla. 

¿Desde cuando están los Beatles en mi vida? Desde siempre, desde antes de que tuviera vida. Cuando mis padres se casaron todavía se hacían "pedidas de mano" y los novios se regalaban cosas. Mi padre regaló a mi madre una sortija, una sortija que soy incapaz de recordar mientras escribo esto, no sé si mi madre la lleva puesta, si me la ha enseñado alguna vez (supongo que sí) ni dónde está. El regalo a mi padre, sin embargo, es algo tangible en mi memoria. La colección entera de LPs de los Beatles en vinilo sé como huele, qué tacto tiene y en qué armario de la casa de Los Molinos está guardada. Sé qué discos llevan plástico y cuáles no, sé cuáles son dobles y cuáles sencillos, sé cual es el último y cuál el primero. Sé cuál es el más manoseado y el que menos veces hemos puesto. Puedo pasarme años sin verlos pero están ahí, están en mi vida antes de que yo existiera. 

Los Beatles sonaban en mi vida permanentemente cuando era pequeña. A mi padre le encantaban y llevaba las cintas en el coche y los discos en casa... yo los escuchaba con indiferencia, tan acostumbrada a ellos que casi ni los percibía. Mi talento musical y mi capacidad de apreciación de la música son muy limitados; como dice Natalia Ginzburg,  «Siempre tengo la sensación de que habría podido gustarme la música, pero que se me escapó por un trágico error». Nunca pensé si eran buenos, malos, regulares, prodigiosos, originales, creativos, diferentes. No sabía qué instrumento tocaba cada uno ni si eran buenos músicos. Era más de Paul que de John, pero más que nada porque le tenía manía a Yoko. Es decir, no tenía criterio de ningún tipo. 

Aprendí a valorar a los Beatles con Juan. En un verano adolescente me tragué con él una serie documental de varios capítulos sobre los Beatles que recorría toda su trayectoria. Sentados en los incomodísimos sofás de su casa (tiene los sofás más incompatibles con la vida humana del planeta y han resultado inmunes al paso del tiempo porque siguen vivos) aprendí que los Beatles eran prodigiosos cantantes, que sus voces "empastaban", aprendí cómo componían y que Paul es un músico espectacular que domina varios instrumentos. Aprendí sobre referencias musicales, la expresión "tocar a piñón" y que en sus seis primeros discos no hay ni un fade out. 

Después de haberlos oído toda mi vida, aquel verano aprendí a escucharlos. 

Todos estos recuerdos y mil más, como por ejemplo la vez que en un curso de inglés en Comillas escenifiqué con mis compañeros el Yellow Submarine con coreografía y todo, vinieron a mi cabeza el domingo cuando me fui a ver el documental de los Beatles Eight days a week. 




Fue una sensación muy extraña, en mi vida los Beatles siempre habían sido mayores que yo, con más vida y más experiencias... ¡eran los Beatles! El otro día yo era mucho mayor que aquellos chavales que de un día para otro se convirtieron en algo tan grande, tan inmenso que 50 años después sigue conmoviendo, a mí y muchísima más gente. Los vi jóvenes, los vi desvalidos, los vi desbordados y sorprendidos y tenía ganas de decirles "eh, hacedme caso... vengo del futuro y vais a hacer cosas increíbles".

Pensé eso y pensé que quiero una casaca como la que llevaban en el Shea Stadium cantando ante 50.000 personas y sin apenas escucharse. 


domingo, 18 de septiembre de 2016

El final del verano


En mi universo mental, septiembre es, hasta el domingo de fiestas, la prórroga del verano, el tiempo de descuento. El partido ha terminado una semana antes, cuando vuelvo a vivir a Madrid después de casi 3 meses. 

Este verano he ido nueve veces al aeropuerto. Me he comprado unos pantalones blancos de campana que no he estrenado aún. He descubierto a Lucia Berlin y, después de dos años, ando navegando por La Broma Infinita. He escrito una carta. He visitado un campo de concentración y un fuerte de la Línea Maginot. He bebido mucho vino, pero muy pocas copas. He comido salmorejo y cereales en proporciones que dudo mucho que sean saludables. He dicho que sí a dos proyectos chulos. He usado tapones para los oídos por primera vez en mi vida. He batido mi record nadando 2 km. He descubierto lo que es un hombre oblicuo y que casi debajo de cada piedra hay un hombre pequeño. He visto River yo sola y Friends con laz princezaz. He descubierto The revisionist history y sentido mono al terminar la temporada. He ido a la grabación de un podcast y he descubierto las mejores palmeras de chocolate del mundo. He dormido poco y conducido en exceso. Me he aficionado a los tacones y he olvidado. He escrito ficción o lo he intentado. 

Ayer, a las 12 de la noche, vi los fuegos artificiales desde el jardín, abrigada y tapada con una manta. Ayer encendimos la chimenea y nadie se bañará más en la piscina hasta el año que viene. No hay vuelta atrás. 

Toca desalojar el campo de juego, quitarse el uniforme de chanclas y camisetas, cambiar las sábanas y poner el edredón. Dejar de dormir con la ventana abierta y taparme con la manta en la siesta. 

Toca cerrar la puerta del vestuario del campo de juego e irse a casa a descansar. Ponerme calcetines, jersey y dedicarme a soñar despierta con tener una librería. Quizás el verano que viene. 

Este se ha terminado y estoy feliz.


miércoles, 14 de septiembre de 2016

Larga vida a las cuñas de radio

Esta mañana he tenido un idilio con mi cama (con y no en) y me he levantado tarde. Como consecuencia de esos momentos de placer he salido tarde  y como castigo a esa debilidad me he zampado un atasco precioso y muy muy prolongado. Tan prolongado que me ha dado tiempo a escuchar un trozo de mi programa de radio habitual que jamás había escuchado porque a esas horas ya estoy currando. 

He dicho programa de radio y no es verdad, lo que he escuchado ha sido una sucesión de cuñas de radio, una detrás de la otra. A lo mejor alguien está pensando pero ¿por qué has hecho eso? ¿por qué no has cambiado de emisora o has puesto música o un podcast? Pues porque he descubierto que el verdadero talento publicitario está en los guionistas de cuñas de radio. 

Un guionista de radio tiene que escribir un reclamo para un producto que no da la talla para anunciarse en televisión. Bien porque es un demasiado idiota bien porque no tiene suficiente dinero o bien por una equilibrada combinación entre ambos factores. Los productos que se anuncian en radio tienen siempre un aroma a cosa antigua, a reducto de viejos tiempos, a idea del listo de tu pueblo que quería hacerse rico con algo revolucionario... y lo más que consiguió es que los vecinos se lo compraran por pena o dejándose engañar. 

Los guionistas de radio tienen poco recursos y unas condiciones hostiles. El escuchante está a por uvas, y según se apaga la voz de su comunicador de confianza su atención se apaga y no vuelve a conectarse hasta que la voz amiga retoma el discurso. Entonces, ¿qué pueden hacer los guionistas? 

Nada. Y eso es lo mejor. Si prestas atención a las cuñas de radio descubres un mundo fascinante, tan fascinante como escuchar un vinilo al revés. Detrás de esas frases y esos reclamos hilarantes hay gente... y yo me los imagino en una habitación sin ventanas, al fondo de un pasillo, inmersos en una nube de humo y con botellas de vino (quién sabe, quizás de un anunciante agradecido) escondidas en la cajoneras.

Llega el jefe. Abre la puerta del cuchitril de golpe y grita las órdenes del día.

—Chavales, tenéis trabajo. 
—¿qué toca hoy, jefe?
—Una almohada con la que tienes el cuello fresco. Lo primero ponedle nombre. 
—Ok jefe, entendido. 

¿Qué os parece "Nukita seca"? 
—Deja el vino. 
—No en serio, "Nukita seca" mola. 
—Si lo llamamos así nos echan. 
—¿Qué te apuestas a que no? Decimos que es japonesa y listo. 

"Llega Nukita seca, la almohada japonesa con la que sus noches respiran, sus noches serán más frescas"

—No os olvidéis de meter el jingle de Publipunto, ese que cuando lo escuchas se te mete en el cerebro y ya no te libras de él en 48 horas.
—¿Te refieres al de "Publipunto, publipunto punto com" cantado por un coro de coristas de los 40?
—¡Noooo!

Entra el jefe de nuevo, ahora lleva un puro.

—Chavales, esto os va a molar. Porsche. 
—Quiere decir terrazas en plan grandilocuente, no?
—No. Coches deportivos "Porsche". 
—Ok, jefe. Entendido.  

"Desde el día tal nuestro servicio de ventas está en el mismo sitio con acceso por la parte trasera del edificio". 

¿Tú crees que es buena idea decir eso en la cuña?
—Claro, así parece más exclusivo, más secreto. 
—Joder, pero si la esencia de comprarte un porsche es que te vean. 
—¿Tú has comprado uno alguna vez?
—No.
—Pues entonces. Hazme caso, los ricos son así. 


La puerta se abre de golpe, por sorpresa.

Chavales, patatas. 
—¿patatas? ¿en serio? Pero si eso se vende solo.
—Sin excusas, patatas. 
—Ok, jefe. Entendido. 

-Patatas, tubérculo, tierra. Apelemos al momento terruño, apego al campo y a esas cosas. Da igual que la gente esté en el coche y que toda la tierra que haya visto en los últimos seis meses esté en la alfombrilla. Y metamos también unas gotitas de patriotismo y, por supuesto, algo de salud que eso está muy de moda. 

"Esta tierra es la nuestra, la cuidamos y mimamos y ella es generosa con nosotros. Patata de nuestra tierra, como ella no hay otra".

¿Ponemos pajaritos para que se vea que es natural?
Ponlos.

"Compra patata nueva recién cosechada, con vitaminas, sin calorías y con mucha energía y fibra". 

¿Eso es verdad?
—¿Ahora te vas a preocupar por eso? Sube el audio de los pájaros. 

Se abre la puerta, el jefe se apoya en el marco de la puerta sensualmente.

Chavales, un clásico. Los Fernández.
—¿Los de las alfombras OTRA VEZ?
—Sí, esmeraos, pagan bien. 
—Ok jefe, entendido. 

¿Qué decimos de los Fernandez? ¡Quién coño limpia alfombras todavía? Es más, ¿se limpian? ¿no se tiran y se compra otra de ikea? ¿Qué decimos este año? ¿Por qué la gente tiene que llamar a los Fernández?

"Porque los Fernandez lo hacen bien, por el precio, porque son serios y porque ¡ah! son muy amables."

Back to the basics de la publicidad.

A última hora, cuando ya están los ceniceros llenos y las papeleras a rebosar, se abre la puerta otra vez.  El jefe tiene roderas de sudor y la corbata mal anudada.

Chavales, el último del día. Ginebra.
—¿Ginebra? ¿Vamos a anunciar ginebra a las 9 de la mañana? 
—Pues claro, ¿qué problema tenéis? Eso sí, sed originales. 

"Londron dry Gin, equilibro y armonía. Más de 10 botánicos: mandarina, enebro, almendra pero sobre todo el toque inconfundible de la mano de Buda. Criada para disfrutar de una experiencia única. Creativa e intensa. Con espíritu propio y un diseño electrizante. Tocada por la mano de Buda". 

—Quizás hubiera sido mejor no bebernos la botella antes de escribir el texto.
—¿Qué es la mano de Buda?
—¿Y qué más da? Me lo acabo de inventar pero mola. 

Llego al curro con ganas de un chupito de la mano de Buda.

Larga vida a las cuñas de radio y sus creadores.


lunes, 12 de septiembre de 2016

A Woody se lo perdono todo

Hay hombres que me gustan, hombres que me parecen sexys, hombres a los que no soporto y hombres a los que les perdono todo. De esta última clase hay tres: Paul, Bruce y Woody. 

A Paul le perdono sus libros malos, a Bruce sus canciones espantosas y comerciales y a Woody que haya dejado de creerse lo que hace.

He visto Café Society. No sabía de qué iba. No leo contraportadas de libros, ni críticas de películas, ni cotilleo IMDB antes de ir a ver una película por placer (si es por trabajo si lo miro para saber en qué círculo de Dante va a estar mi nivel de sufrimiento), así que me siento y según se funde a negro y sale la característica tipografía de sus pelis y suena la música digo: Woody hazme tuya. 

Cuando acaba la peli estoy decepcionada. No indignada, ni cabreada ni hostil, decepcionada es lo que define mi estado de ánimo. La película no es horrible (está lejos de los círculos que suelo frecuentar) pero es decepcionante. Mientras bajo a por mi coche que está en el último nivel del parking, rozando el núcleo de la tierra reflexiono sobre porqué me ha decepcionado tanto. 

¿Es la historia? La historia no es gran cosa pero ¡por Dios! Woody ha hecho maravillas con historias absolutamente idiotas. 

¿Son los actores? Bueno... el que hace de Woody ha debido pasar horas y horas y más horas hasta sumar un par de años de vida mirando películas con Woody de actor e imitando toda su gestualidad, porque lo clava. Temo que jamás vaya a recuperar su posición de hombros natural. 

¿Es el ritmo? Puede. Cuando crees que necesitas una voz en off que explique al espectador lo que (obviamente) está pasando en la película quizás no confías en ti mismo, ni en la narración ni en el espectador. Tres "nis" seguidos son catastróficos. 

Según vuelvo a casa conduciendo sigo dándole vueltas. 

En esta película hay dos mujeres guapísimas que se enamoran del alter ego de Woody, que es como él: feo, poca cosa, con los hombros hundidos y un cuerpo que parece a punto de quebrarse en cualquier momento. Tiene una personalidad débil, de hombre pequeño, es asustadizo, ingenuo y propenso a correr a la falsa seguridad antes que a la peligrosa pasión. Es un hombre que se rinde pero entiendes que a ellas el rollo "pareces un cervatillo a punto de ser atropellado" les guste, que lo encuentren adorable. 

Pero ¿y ellas? ¿Por qué se enamora él de ellas? Sé lo que ha pretendido mostrar Woody, lo que ha intentado contar, pero es que no consigue que me enamore la protagonista ideal que le coloniza la vida y lo hará para siempre. Sé cómo quiere que sea, cómo quiere mostrarla, pero no le sale. No sé si es la actriz.  Sospecho que no, sospecho que es el personaje creado por Woody. 

Pienso en lo que me hacen sentir Diane Keaton en Annie Hall o en Misterioso asesinato en Manhattan, Angelica Houston jugando al póquer, Evan Rachel Wood en Si la cosa funciona, Elizabeth Sue en Desmontando a Harry, incluso Scarlett (a la que no soporto) en Match Point o Mía Farrow... y se me enciende una luz. 

Maniobrando para aparcar en el garaje de casa me doy cuenta de lo que le pasa a esta película, de lo que le pasa a todas las películas de Woody que he tenido que perdonarle: sus mujeres ya no me enamoran. 

Woody, por lo que más quieras, vuelve a escribir mujeres que me enamoren aunque no las entienda, aunque me vuelvan loca, aunque sienta que quiera salir huyendo... pero que sean mujeres que te creas. 

A estas no se las cree nadie y el que menos tú, pero te perdono. 



viernes, 9 de septiembre de 2016

Cinco días


«You can only write regularly if you’re willing to write badly. You can’t write regularly and well. One should accept bad writing as a way of priming the pump, a warm-up exercise that allows you to write well.»

                         Jennifer Egan 

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Al acostarse el domingo por la noche, hizo dos cosas por primera en su vida: programar la radio despertador y marcarse un reto. 

La radio despertador siempre había estado ahí. Primero  en la mesilla del lado derecho de la cama y luego, cuando decidió pegar la cama a la pared para tener hueco para una mesa, en la estantería, en la última balda, la que quedaba casi a ras de suelo. 

Únicamente la utilizaba de reloj. Cada vez que se despertaba, y eran muchas veces cada noche desde que había perdido la capacidad de dormir del tirón, se giraba lentamente para ver los enormes dígitos en rojo que parpadeaban a su izquierda, un poco por debajo del nivel del colchón. A veces, si se había ido la luz y no se había molestado en volver a ponerlo en hora, los números parpadeaban marcando horarios absurdos. 

Ese domingo decidió darle más uso. Probar a despertarse con la radio, intentar programar la alarma y ver si sonaba a la mañana siguiente. Si fracasaba daba igual, siempre estaba despierta a esa hora. En pijama, sentada en la cama, con la ventana abierta a la noche increíblemente calurosa del mes de septiembre, cogió la radio y la miró como si no la hubiera visto nunca. Era la típica radio despertador, nada que fuera exótico ni de diseño. Fea, en una palabra, parecía recién llegada de los 80. La habían comprado en el 2001. La examinó con cuidado; un montón de botones. "Set Alarm" parecía el adecuado. Presionó y los dígitos empezaron a parpadear, siguió toqueteando hasta que consiguió que los números rojos marcaran la hora que ella quería, 07:08. Pulsó "Set Alarm" de nuevo. Buscó después la manera de sintonizar la emisora que quería. Decididamente esta radio venía del pasado, el sintonizador era una rueda en el lateral derecho que tuvo que girar muy lentamente hasta dar con el dial correcto. Intentó comprobarlo pero a esa hora una voz desconocida hablaba de deportes; decidió arriesgarse, no iba a aguantar ni medio minuto esa cantinela para esperar que sonara un jingle identificativo. Activó una palanca hasta la posición "rad" y una luz roja se encendió junto a los números. 

Se tumbó, estiró la mano, apagó la luz y cerró los ojos. De repente, se le ocurrió una idea muy tonta, completamente innecesaria. Intentó desecharla, ignorarla, dejarla pasar, pero no pudo. Esa semana escribiría un post cada día. No iba a intentar hacerlo, iba a hacerlo. Cinco posts. Como fuera, de lo que fuera, de lo que se le ocurriera; incluso de lo que no se le ocurriera. Largos, cortos, buenos, malos, regulares, tristes, divertidos, serios, intrascendentes, fabulosos o fallidos. Daba igual pero cinco seguidos. 

Cada mañana de esa semana sonó la radio a las 7:08. 

El viernes por la noche, al acostarse, no pulsó el botón "Set Alarm". Apagó la luz pensando: "dentro de un par de meses escribiré una semana completa, 7 días". 


jueves, 8 de septiembre de 2016

Hombres fantásticos (IX)

Me despierto pero no abro los ojos. Por las señales que me manda mi cuerpo sé que he dormido poco, encogida y sin moverme. Por las señales y porque me duele el cuello, tengo las manos juntas debajo de la cara y la unión entre lo que intuyo son los dos cojines de un sofá se me está clavando en la cadera. El picor de una manta de lana gorda en mi barbilla me confirma que efectivamente estoy durmiendo en un sofá, en un sofá que no es el mío. 

Entreabro los ojos y a medio metro veo una mesa baja de madera oscura, de esas que están gastadas de poner los pies cuando te sientas a ver la tele o a charlar. Está llena de copas de vino y tazones de loza blanca. Me incorporo poco a poco, echo la manta a un lado y me siento. Todavía tengo los calcetines mojados.

A mi izquierda hay unos ventanales enormes, por los que entra una luz de color blanco lechoso, como el cielo que se ve a través de ellos completamente  encapotado. Llueve despacio. 

Poco a poco voy recordando dónde estoy y qué hago aquí. No he debido dormir mucho porque recuerdo que era de día cuando cerré los ojos.  ¿Amanece a la misma hora en Dublín que en Madrid? ¿Después? ¿Antes? Tiene que ver con la latitud pero no soy capaz de pensarlo con claridad. Me pongo de rodillas en el sofá y al asomarme por el respaldo para buscar mis zapatos, me fijo en la inmensa estantería cubierta de libros en caótico desorden que recorre la pared. Glenn es de los míos, los libros al tún tún, colocados según van llegando o según se consultan o dependiendo de cómo los sientas. No me veo con fuerzas ni tengo la mirada lo suficientemente clara (¿dónde estarán mis gafas?) como para ponerme a cotillear libros en inglés. 

Ey, ¿qué pasa contigo? ¿despierta?

Me giro bruscamente con el corazón a 300 por hora. 

¡No me des esos sustos!

Glenn se ríe con ganas. Está apoyado en el quicio de la puerta que ahora recuerdo que da a la cocina con una taza en las manos. Lleva la misma camisa que llevaba cuando me dormí, la camisa con la que salió del camerino al terminar el concierto. La camisa que no se me olvidará en la vida porque me obligué a concentrarme en ella mientras le saludaba por primera vez. El camino desde mi estudio pormenorizado de los cuadros de su camisa hasta dormir en el sofá de su casa está lleno de nervios, nervios calmados con cervezas, risas, risas alimentadas con más cervezas. Charla, mucha charla alimentada con un fish and chips grasiento en un antro al que llegamos corriendo bajo la lluvia. Quizás mis calcetines se empaparon ahí.

Glenn desaparece en la cocina y vuelve a los dos minutos con otra taza para mí. Gracias a dios no es te, necesito un café fuerte, el te es para cuando me siento a punto de disolverme en paz y tranquilidad. El café es para cuando necesito reconstruirme.

¿Sigues teniendo hambre?- me pregunta mientras se sienta a mi lado en el sofá apartando la manta. 

Recuerdo entonces que cuando llegamos a su casa, porque yo había perdido el  bus para llegar a mi hotel a las afueras, nos sentamos todos en la cocina a devorar cereales y galletas. Me fascinó que Glenn y el batería que en las distancias cortas se parece aun más al capitán Haddock fueran capaces de engullir cuenco tras cuenco de cereales sin que una gota de leche les escurriera por las barbas. Yo no fui capaz y se troncharon de mi y mi barbilla surcada de barbas de leche.

Sí, pero no quiero más cereales.
—Jajaja, ¿tostadas? 
—Perfecto.  

Le sigo a la cocina y recuerdo que hablamos de Youghall, de Moby Dick, de Eddie Vedder y de comer pipas. Felicito mentalmente a mi yo de la noche anterior por su fabuloso desparpajo hablando en inglés y por no haberse dejado llevar por la euforia y  haberse negado a cantar. 

Glenn, ¿tendrías unos calcetines secos para prestarme? 

Una noche genial.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Quizás tus hijos son malos

Hay horas, días, semanas en que tus hijos son odiosos. Las mías lo son. Una de ellas lo está siendo estos días. A ningún padre nos gusta reconocerlo, nos revienta pensar y aceptar que nuestros hijos se están portando mal. Si nos preguntan, todos decimos que nuestros hijos son estupendos y cuando contamos alguna cosa medianamente regular sobre ellos siempre añadimos una coletilla "pero en el fondo es buena... lo que pasa es que está cansada o agobiada"; queremos creer que es así, pero no lo sabemos. 

Cuando tu hija se está portando mal, es egoísta, protestona; cuando, en una palabra, se pone intratable no sabes qué hacer. Te sabes toda la teoría, absolutamente toda. No hay que gritar, hay que intentar explicar la situación, intentar reconducir a tu hija hablando con calma y haciéndole ver que lo que está haciendo no solo no está bien sino que, además, es contraproducente porque consigue que todo el mundo esté de mal humor. Cuando esto no funciona (que raramente funciona, como casi todos los planes A) hay que pasar al plan B, que consiste en aparentar una total indiferencia combinada con la vana esperanza de que las palabras que le acabas de decir, que la historia que has enhebrado para  intentar explicarle la realidad, cale en su cabecita y recapacite. Como todos los planes B, a veces funciona pero muchas veces tampoco se acaba ahí el problema. 

¿Cual es el plan C? NO hay plan C. El plan C consiste en dejar pasar el tiempo porque tú sabes que se le acabará pasando, que la bronca que ha montado, los gritos que está pegando y el llanto rabioso que ha desplegado se le acabarán pasando. Sabes que esto que le parece tan horrible, tan injusto y que te ha convertido a ti como padre en el más despreciable de los humanos del Planeta se le olvidará. 

O quizás no se le olvide. Tú eres capaz de recordarte a su edad portándote exactamente igual. Siendo egoísta, maleducada, gritona; en una palabra, insoportable. Te recuerdas así, eras intratable y sabes que daba igual lo que te dijeran, tú sabías y tus padres no. Incluso ahora, cuando lo recuerdas, con 30 años más encima te queda un pequeño pálpito de reconocimiento hacia esa niña que eras y que de alguna manera tenía razón. 

O quizás no se le pase. Quizás esta explosión no sea algo puntual, quizás tu hija es así, se ha convertido en una persona insoportable e intratable y, quizás, a partir de ahora va a ir a más. A lo mejor tu hija es una persona egoísta y sin valores. A lo mejor es interesada y retorcida y malvada a ratos. 

A lo mejor tu hija no es esa persona fantástica y fabulosa que tú creías, deseabas, que fuera. O quizás sí lo sea pero tenga un lado malo exactamente igual que tú y que el resto de las personas que conoces y quizás ese lado malo crezca a partir de ahora y le gane la partida a las virtudes que sabes que tu hija tiene. 

Y quizás es por tu culpa. Quizás no lo has hecho bien. Lo has hecho lo mejor que has podido pero no ha sido suficiente. Y aún hay un pensamiento más inquietante: ¿y si lo que has hecho o dejado de hacer es la causa de que tu hija sea insoportable?

Eres una maraña de sensaciones: hastío, cansancio, incomprensión, angustia, ganas de rendirte, de huir que se mezclan con un barullo de sentimientos: tristeza, miedo, ira... y la conciencia de tu responsabilidad como padre; tienes que hacer algo, actuar, conseguir un cambio, algo. 

Y la impotencia. No sabes por qué tu hija se está portando como un pequeño (no tan pequeño) demonio, no sabes qué decirle para que deje de comportarse así, no tienes ni la más remota idea de cómo conseguir que esa persona egoísta, dañina y tóxica deje paso a la persona buena que tú quieres que tu hijo sea... y que, quizás, no sea. 

Todo esto te da vueltas y más vueltas en la cabeza, pero aún te queda un pensamiento más terrible por reconocerte a ti mismo. Tu hija sabe perfectamente cómo provocarte esta desesperación, es consciente de cada uno de sus gestos, desprecios y gritos y sabe perfectamente el efecto que causan en ti. No es un alma cándida e inocente, no lo es. Y lo sabes porque tú eras igual, eres capaz de acordarte de cómo te comportabas exactamente igual con su edad. No, tú eras peor. 

O quizás no. Quizás tu hija es exactamente igual que el resto de las personas que conoces, exactamente igual que esa gente que te parece espantosa y que probablemente tenga padres que pensaran que eran estupendos. 

O quizás no. Quizás tu hija es peor que mucha otra gente y quizás la culpa sea tuya por acción o por omisión.

Aprende a vivir con eso.  Atrévete a pensarlo. 


martes, 6 de septiembre de 2016

Cuando los gorrones son noticia

Estoy escribiendo cosas serias, o intentándolo, y he descubierto que para escribir cosas serias necesito una enorme cantidad de tiempo a mi disposición para perderlo, brujulear, dispersarme y, entonces, mágicamente, cuando estoy rozando la desesperación y el "¡No puedo, no puedo, no puedo!", la inspiración me atraviesa y escribo como una maníaca un montón de horas sin parar. 

Ya sé que necesito todo ese tiempo "perdido" y he decidido cambiarle el nombre y llamarlo "calentamiento". Dudé si llamarlo "rutina de entrenamiento" o "training time" pero me entró la risa. El problema del calentamiento es que a veces me gusta tanto que me disperso y acabo escribiendo otra cosa. Otra cosa distinta a las cosas serias que intento parir. 

Y eso me ha pasado hoy: brujuleaba por ahí y me encuentro con este titular, "El lujo de vivir sin dinero", y la cara de una mujer muy sonriente con gafas de sol, foulard, flores en la mano y una hilera de repollos. Lo primero que pienso es que todo eso vale dinero, o mejor dicho cuesta dinero. Ni siquiera los repollos se cultivan gratis. 

Intento resistirme, volver al brujuleo de calentamiento pero es demasiado tarde; la inspiración se me clava entre ceja y ceja y dice: escribamos una tontería sobre esto, un divertimento, una frivolidad. 

—No, no. Tenemos que escribir cosas serias.
Pues no respiro -dice la inspiración- conmigo no cuentes. O tontería o me piro. 

Me rindo. Pincho en el titular y no doy crédito. La historia no va sobre cómo gastar menos, reducir el consumo, ahorrar, hacer un uso responsable de lo que tenemos; objetivos, todos estos, interesantes e inteligentes. La historia va sobre una tía con una jeta del tamaño de Australia que es curiosamente el país en el que vive. 

Jo se llama la interfecta y básicamente vive de gorronear. Básicamente no, vive de gorronear a sus amigos. Después de leer su historia, puedo afirmar y afirmo que Jo es la típica amiga parásita. Lo ha debido ser siempre, toda su vida, pero ahora, con 47 años, se ha profesionalizado y ha hecho de su vicio, el gorroneo vital, una actividad a admirar. 

Por partes y resumiendo: Jo con 47 dejó el trabajo (20 horas a la semana), dejó su piso de alquiler y ¿se lanzó al monte? No. Jo es una gorrona, no Mowgli. Jo vive ahora en la granja de unos amigos, come de lo que da la granja de sus amigos (los famosos repollos) y otras personas, tiene luz porque curiosamente se agenció una placa solar antes de decidir no gastar pasta y tiene teléfono porque un colega le paga la línea. Viaja en autostop y cuando ha tenido que ir al médico pues se lo han pagado. Y lo cuenta todo en un blog que escribe chupando wifi por la cara. 

Una gorrona de libro. Apuesto a que en Wikipedia están ahora mismo poniendo su foto detrás del término "mucho morro". 

¿Cómo ha conseguido Jo ser noticia? Pues vendiendo la moto, haciendo humo, diciendo "seguid la luz". Jo dice que ya no gasta dinero para reducir su huella ecológica, para no consumir. 

Es imposible no dejar ninguna huella ecológica en el planeta, la dejamos nosotros y un escarabajo pelotero sin wifi, eso para empezar. Segundo, me parece estupendo optar por una vida sencilla y reducir al mínimo el consumismo, pero dejar de pagar por tu teléfono para que lo pague otro, usar el coche de otro justificándote con que "total el otro ya hace gasto" y vivir en casa de tus amigos esperando que te traigan la comida no reduce tu huella ecológica para nada. Sigues siendo tan "tóxica" como lo eras antes, exactamente igual. 

Jo es una gorrona de manual pero nosotros somos idiotas porque vivimos en una sociedad que hace noticia a una persona con más cara que espalda y que con un tema muy grave, el aprovechamiento de los recursos naturales, el agotamiento del planeta y el descontrol consumista, se hace un traje a medida para vivir gorroneando.  

lunes, 5 de septiembre de 2016

Lecturas encadenadas.- Agosto leyendo La Broma Infinita

¿En serio te vas a leer eso? 

No puedo explicar el motivo, el impulso, el pálpito que me hace elegir el libro que voy a leer. Es una sensación en las tripas de que le ha llegado el turno a ese libro, que es su momento en nuestra relación, que ese es justo el día en que tiene que salir de la estantería y pasar a ser manoseado, llevado, traído. A partir de ese día tiene que vigilar mis sueños, conocer mi coche, mi despacho y hacer amistad con las mil cosas que llevo en el bolso. Es una sensación tan potente que si por alguna razón paso de ella y cojo otro libro, uno distinto del que me ha "llamado"... a los pocos días, un par de ellos normalmente, tengo que rectificar, volver a la estantería y decir "Lo siento, lo he intentado pero no puedo olvidarte". 

La Broma Infinita llevaba dos años en mi estantería. Lo compré en el ya muy lejano verano del 2014, en el año del tiempo subsidiado por la mirtazapina, y desde entonces reposaba en la estantería, esperando su turno. En junio, la (terrorífica) familia feliz que ilustra su portada me miró y me dijo: Tú y yo, agosto, tenemos una cita. 

Y allí estábamos. 1 de agosto, el tocho infinito de David Foster Wallace y yo. Me faltó vestirme de Indiana Jones o de Edmund Hillary para enfrentarme a la aventura, al reto. Ahora que lo pienso quizás hubiera sido mejor una levita y una chistera, un rollo duelista: o ganaba yo o ganaba él. 

A principios de septiembre seguimos mirándonos muy fijamente a los ojos pero ya puedo decir que he vencido el miedo inicial a no ser capaz de conseguirlo, a no encontrar el ritmo. He saltado alegremente sobre el temor a que David Foster Wallace me cerrara la puerta en las narices y pusiera un cartel que dijera "reservado el derecho de admisión" y, ahora mismo, a ratos chapoteo con el agua por la cintura en torrentes de aguas marrón chocolate en los que creo que me ahogaré, en otros corto maleza a machetazos para hacerme paso en una selva que parece impenetrable y en otros corro hacia la orilla mientras me desnudo feliz pensando en el baño que me voy a dar en el maravilloso mar que DFW ha puesto ahí para mi disfrute. (Normalmente cuando más estoy disfrutando del baño en pelotas en el mar, llega una ola o un tiburón o un trasatlántico).

Leer La Broma Infinita es como estar en un capítulo de La Pantera Rosa que se llama Physicolic Ink. Este pensamiento tan raro lo tuve mientras DFW me abría la puerta de su cabeza y me dejaba entrar. Mis pasos resonaban en el enorme vestíbulo y todo parecía real, normal y reconocible y, al mismo tiempo, extraño, descolocado, como entrar en una habitación en la que las alfombras cuelgan del techo y las lámparas surgen del suelo. 

El pensamiento y el recuerdo fue tan fuerte que a los pocos días, cuando ya estaba correteando alegremente por todas las habitaciones de la mansión mental de DFW busqué el capítulo en cuestión y, en fin,... no sé que me dio más miedo si encontrar extrañamente lógica la asociación entre ambas cosas o los mil y un mensajes que he visto al revisionar el capítulo. ¿En serio la Pantera Rosa juega al golf con una I y una J (Infinite Jest) y le pega con la bola (el punto de la I) al hombrecillo que cuida del libro y que es DFW y casi muere? 



Leer La Broma Infinita ha cambiado algunos de mis hábitos lectores. Por primera vez en mi vida tengo dos marcapáginas señalándome la lectura y guardo, además, un lápiz entre las páginas porque, también por primera vez en mi vida, estoy subrayando y apuntando cosas en los márgenes. Cosas personales, muy personales, ideas, nombres, pensamientos... es un libro que no va a leer nadie más que yo, así que no me importa dejar mi rastro, el mapa del tesoro marcado... pero pensando en esto he decidido que en el futuro no volveré a prestar ninguno de los libros verdaderamente importantes de mi vida. Los regalaré nuevos, a estrenar, pero no los míos. 

Estoy leyendo La Broma Infinita en el año del tiempo subsidiado por el vino y me está encantando aunque, a veces, me encuentre boqueando buscando aire, otras llore amargamente por encontrarme con párrafos que parece que hablaban de mí en aquel verano de 2014 y otras simplemente piense: madre mía que genio hay que ser para escribir así. 

¿Has terminado ya La Broma Infinita? Tengo la impresión de que llevas siglos leyéndola. 

Siglos no creo pero todo septiembre seguro que sí.