A pesar de que he llamado en el último momento nos han dado una buena mesa, estupenda de hecho. Al fondo del comedor sin nadie que nos moleste. Podría decir que es la mejor mesa en la que hemos cenado nunca pero es que creo, no, mejor dicho sé que jamás cenamos nunca en ningún sitio. ¿Comimos juntos alguna vez? No lo recuerdo. Quizás un bocadillo guarrero en un bar o un trozo de pizza. No lo sé.
Una buena mesa, una botella de vino blanco espectacular, las croquetas cuadradas que me he empeñado en pedir y todos tus nervios escurriéndose encima de la mesa y cayendo al suelo según te vas deshaciendo de ellos.
Cualquiera que nos mire, cualquiera de nuestros vecinos de mesa o la camarera que está siendo tan amable, solo verá a dos amigos charlando pero en realidad somos cuatro. Estamos tú y yo y a nuestro lado, de pie como espectros, nuestros yos de hace 20 años mirándonos incrédulos.
—Hablas muchísimo -me dices.
—Siempre he hablado muchísimo.
—Hace 20 años no.
—Hace 20 años contigo no hablaba mucho porque me dabas miedo.
—Jajajaja... eso es imposible, ¿cómo iba darte miedo yo? Eras un coquito, siempre lo fuiste.
Me dabas miedo, claro que me lo dabas. En esta hora que llevamos juntos te has reído más que en los dos años que compartimos aula. Por aquel entonces estabas siempre enfadado, siempre ceñudo, siempre muy serio. El mundo era una mierda, todo era una mierda y nada merecía la pena. Estabas enfurruñado todo el tiempo pero me mirabas más, ahora paseas la mirada por encima de mi cabeza, por mi cara y acabas fijándola en los ladrillos que hay a mi espalda. Casi me giro a mirar qué es eso tan importante que hace que no me mires. Poco a poco vas perdiendo el miedo que ahora resulta que tienes tú y vas ganando confianza. O quizás es el vino.
Si tu yo de hace 20 años está indignado con tu simpatía y tu sonrisa, mi yo de 20 años tiene los ojos fuera de las órbitas cuando me mira. No puede creerse que del saquito de inseguridades, con los hombros echados hacia delante y la mirada huidiza que es, haya salido esa señora de 43 años que charla contigo sin parar, que te dice "No, no, no tienes razón" y lleva escote sin preocuparse.
La cena avanza, tomamos postre, se nos acaba el vino y por el rabillo del ojo veo a nuestros yos veitenañeros alejarse poco a poco. Ya no los necesitamos. Nos han servido para recordarnos durante 20 años; a partir de hoy, a partir de esta botella de vino blanco y esta cena tenemos recuerdos nuevos para compartir. Recuerdos frescos y maduros.
—Ha sido estupendo.
—Si.
—Estabas acojonado.
—Eres una listilla.
—Repitámoslo antes de que pasen otros 20 años.
—Pero no me llames señor.
Una cena genial, un vino fabuloso, la mejor compañía y una resaca de muerte. Y todo gracias a Facebook.