miércoles, 31 de agosto de 2016

Volver

Volver de viaje. Sufrir dos días antes de volver,  no dormir por la noche dándole vueltas a la cabeza. Ser una campeona olímpica amargándote con antelación. Centrifugar pensando en el mes que te espera, los viajes que tienes, las reuniones, los compromisos, para descubrir el primer día de trabajo que has resuelto casi todo en una mañana, que te apetecen los viajes y que no pasa nada. 

Volver a ahogarte en un vaso de agua antes siquiera de haber metido un pie al olvidar, una vez más, que eres buenísima nadando por tu vida. 

Volver a ser madre. Durante el mes de agosto no lo eres, dejas de serlo. Puede sonar horrible que se te olvida pero, la mayor parte del tiempo,  ni te acuerdas. Durante el mes de agosto tienes dos hijas que andan disfrutando de sus vacaciones por ahí, felices y contentas y sin tiempo para hablar contigo "mamáaaa que perdemos tiempo hablando contigo. Sí estamos bien. Sí me tomo las medicinas. No, no me peino, a papá le da igual. Adiosss llama dentro de 3 días". Vuelven contigo; desgreñadas, con una maleta que parece un polvorín "mamá, no mires la maleta, no te lleves disgustos tontos" y retomas tu actividad de madre, esa que mola tanto a ratos y es espantosamente complicada en otros. 

Volver a ser la madre de alguien. Ja. Te sorprende cada día.

Volver a Madrid. El peor retorno, según se acerca el día  cada vez te ves más parecida a Frodo. En tu imaginación te ves encaminando tus pasos hacia Mordor con los hombros hundidos, los pelos por la cara, las ganas de salir corriendo en cualquier otra dirección y la certeza de que tienes que volver, de que no hay escapatoria. Se te saltan las lágrimas y te agobias por lo mal que vas a estar, chapoteas en lo horrible que será todo. 

Volver a la certeza de que Madrid no es tu sitio y que os toca toleraros como una pareja que se aguanta por necesidad. 

Volver a tener una contractura en el cuello. Siempre es igual, te levantas por la mañana y nada más despertar notas el latigazo en la base del cráneo. Intentas ignorarlo, activas tu lado más masculino y tratas de obviar los síntomas. A lo mejor si no lo piensas no existe. A lo largo del día el latigazo avanza desde el nacimiento del pelo, bajando por tu clavícula, recorriendo tu omóplato hasta llegar, extendiéndose poco a poco,  a  los dedos de la mano derecha. 

Volver a tener ese dolor y aterrarte. 

Todos estos volver están aquí, algunos encima de tus hombros y otros casi los rozas con la punta de los dedos. Te faltan otros para los que tienes que esperar un poco: volver a taparte por la noche, volver a ponerte calcetines, volver a ver llover, volver a llevar jersey, volver a ver el cielo azul brillante y no este azul lastimoso y agotado de verano, volver a ir al cine entre semana, volver a reencontrarte con amigos... 

Volver a lo de siempre y que todo sea distinto. Volver sabiendo que todo va a cambiar. No saber lo que va a pasarte igual que te ha ocurrido este verano. Estar expectante.  Disfrutarlo. 


lunes, 29 de agosto de 2016

Apuntes alsacianos: un pueblo de Lorena

El único bar abierto es del tipo de bar al que solo se entra por desesperación y confiando en que el mal presentimiento que te recorre se quede sólo en eso, en un presentimiento. 

En una cristalera enorme, en la que se reflejan mientras intentan vislumbrar el interior, hay colocadas sobre un alfeizar plantas de plástico verde. En el país dónde todo el mundo parece tener el famoso pulgar verde y las flores inundan cualquier rincón, las plantas de plástico no son buena señal.  Un par de mesas cutres y unas sillas casi tiradas de cualquier manera hacen de supuesta terraza al aire libre a medio metro del asfalto de la principal calle de este pueblo. No saben muy bien cómo han llegado a parar aquí. 

Las palabras mágicas "Croque monsieur" y  "Quiche Lorraine" están escritas en una pizarra apoyada también contra el cristal y medio tapada por los falsos ficus.  

Entran con paso firme, apartando el desagradable presentimiento con manotazos imaginarios para no tropezar con él ahora que se ha convertido en una certeza siniestra. El bar es frío, desangelado. Es un bar sin ganas de ser bar; parece más el sótano de una de esas casas americanas que arreglan para pasar el invierno. Las mesas son de madera falsa y al fondo está la barra, en medio, en un sitio absurdo y sin sentido. 

¿Qué desean? 

Una mujer de mediana edad con el pelo negrísimo y que responde completamente a la descripción de enjuta finge poner una cerveza  mientras les escupe esas dos palabras. Parece ser la dueña o finge serlo. 

Queríamos comer algo - contestan sintiéndose como Hansel y Gretel. ¿Podemos comer un par de Quiche Lorrain y dos coca colas?
Pierre, ya has oído - sin  levantar la vista de la cerveza que continúa tirando, la falsa dueña le escupe la orden a un parroquiano acodado en la barra. Será un falso cocinero... como la dueña y las plantas. 

El día está nublado pero se sientan fuera, en la terraza con vistas al cruce, para intentar evitar en lo posible el ambiente siniestro y hostil. No hay ni un alma en el pueblo. Se escucha el sonido de unos extraños farolillos chinos de color rojo que cuelgan entre las casas y que el viento balancea. También tienen pinta de ser falsos, todo es como un mal decorado.  

No necesitan decírselo, es mejor no decir nada. Mientras no lo dices no es real pero los dos piensan en Crónicas Marcianas. 

Empieza a llover justo cuando el falso cocinero les trae sus platos. Fingen que no importa pero la lluvia sí resulta ser real y tienen que dejar la terraza  y refugiarse en el bar. La falsa dueña, el falso Pierre y una pareja que come algo en un rincón y que por supuesto parecen extras les miran fijamente sin decir una palabra.  

Lo único que parece tener vida es la pantalla gigante de televisión. Están retransmitiendo unas carreras de carricoches o carretas. La presentadora que lleva un vestido de noche negro completamente fuera de lugar para esa retransmisión parece estar emocionadísima charlando con un par de hombres con traje azul y corbata que sonríen felices a la cámara mientras comentan la carrera en un segundo plano.  

—Deja de mirarlo con esa cara... son carreras de trotones, ya te lo explicaré luego.- le susurra él a ella.
—¿Carreras de qué?
—Calla, no digas nada, que te conozco. Para esta gente es un tema serio. 

Comen en silencio. Ella no da crédito a lo de los trotones: hombres canijos sentados con las piernas abiertas  en unas carretas ridículas echando carreras. Parece un chiste. La presentadora sin embargo, se lo toma muy en serio. Está excitadísima, abre los ojos como platos y grita sin controlarse lo más mínimo. Uno de los hombres de traje azul es tan bajito que casi desaparece de plano cuando el realizador se centra en la carrera, solo su coronilla despeinada aparece por encima de los rápidos rótulos con nombres raros que pasan por debajo "Wish you where here", "Attaque parisienne", "Dubbisco", "A nice boy". ¿Ataque parisino? ¿Ojalá estuvieras aquí? Todo es raro, casi parece una falsa retransmisión.

La sensación de estar en otra planeta, en uno peligroso, se acentúa. Un parroquiano bajito, de aspecto antiguo, con enormes gafas de culo de vaso y el pelo negro brotándole de la cabeza como queriendo escapar de su piel pasa caminando a su lado con pasitos pequeños. No dice adiós, no se gira, solo camina cada vez más rápido hacia la puerta. 

En la barra se produce un movimiento extraño. La falsa dueña levanta las cejas y al instante el falso cocinero sale corriendo hacia el parroquiano tratando de alcanzarle antes de que llegue a la puerta. En la mano lleva  una gorra y lo intercepta justo en el umbral.

—Eh, ¿dónde vas? te dejas la gorra. 

Cabizbajo el parroquiano ¿falso? vuelve hacia su puesto en la barra, con la gorra en la mano. Al pasar por su mesa pasa ven que tiene la cabeza recorrida por una cremallera. Los dos la han visto y se miran horrorizados. 

—¿Pagamos y nos vamos? 
—Ya estamos tardando.  

A su espalda se ha sentado un hombre monstruoso, gigante, con el contorno de una mesa camilla y un extraño montón de pelo blanco en la cabeza que casi parece plumón. Lo más asombroso es que se ha sentado detrás de ellos sin que le vieran entrar, sin hacer ruido. ¿Cómo es posible que esa masa humana les haya pasado desapercibida? Los dos le miran y él les dedica una sonrisa fría antes de volver su mirada a los los trotones.

Piden la cuenta a la falsa dueña y salen casi corriendo tras tirar el dinero en la barra. Quieren dejar atrás el falso decorado, la falsa dueña, el falso Pierre, el hombre cremallera, al hombre monstruoso y la pareja de extras.  Los farolillos chinos siguen chirriando cuando alcanzan la calle. Llueve ligeramente y sigue sin verse un alma. 

Mientras caminan con prisa hacia su coche se atropellan hablando. 

¿Has pensado lo mismo que yo?
—Sí. Ahí pasaba algo raro. 
—Apuesto a que son los únicos supervivientes de la bomba de neutrones que ha hecho desaparecer al resto de la gente de este pueblo. 
—No, no. Son extraterrestres que han matado a todo el pueblo. Estos farolillos son la señal para futuras naves de que el pueblo es territorio seguro. 
—¡Sí! y el de la cremallera en la cabeza es uno que tenía remordimientos y Hal 2000 le ha operado para hacerle una lobotomia.
—¡Sí! y no ha funcionado bien y ha intentado escapar.
—Casi lo logra mientras estaban distraídos con nosotros... pero le han pillado justo en la puerta. 
—¿Y los trotones? ¿será un código de lenguaje especial? 
—Son extraterrestres y se han enganchado con eso. No le des más vueltas. 
—Extraterrestres y de Lorena. 
—Exacto. 

Ya en el coche suena "When I write the book". Se ríen. 

Tienes que escribir esto.

Ella sabe que lo escribirá.  

viernes, 26 de agosto de 2016

Apuntes alsacianos: el vestido blanco

En un impulso, en el último momento, lo metió en la maleta. Probablemente no podría usarlo pero se quedó más tranquila al saber que lo llevaba con ella. 

Lo había comprado justo tres años antes, en el primero de aquellos viajes a Francia. Paseaban por Toulouse y entraron en una tienda "Vintage" a curiosear. Había de todo: gorras de marinero, zapatos abotinados de mujer como los de Mary Poppins, delantales como los de Julie Trinos, chupas de cuero al estilo Grease, maletas de cuero de viejos comerciantes, chapas de antiguos clubs, mecheros de propaganda, carteles, discos... y un perchero con vestidos. Miró por encima, más por entretenerse que por verdadero interés. Uno, otro, demasiado color, demasiado ancho, demasiado elegante, demasiado estrecho, demasiado largo, demasiado soso, demasiado escotado, demasiado de monja, demasiado ceñido, demasiado ridículo, demasiados lunares, demasiadas flores, demasiadas cremalleras, demasiado suave, demasiado absurdo, demasiado serio... ¿y este? Casi al final del perchero colgaba aquel vestido. Era sencillo, no era demasiado nada, y era demasiado todo para ella. Un vestido blanco con tirantes anchos, cuello redondo y mucho vuelo. De tela dura, casi rígida, no tiene ni idea de cómo se llama. Aquel vestido la llamó, lo descolgó de la percha y se miró al espejo con él superpuesto sobre los vaqueros y la camiseta. "Seguro que me está pequeño" pensó, "seguro que no entro". 

-Pruébatelo. Es bonito. 

Y se lo probó. Lo hizo para quitarse la duda, por no salir de la tienda y pasarse todo el día pensando ¿y si me hubiera quedado bien? Se lo probó para poder decir "Ajá, lo sabía, yo no soy chica para esos vestidos". 

Pero sí lo era. Una vez más se pasó de lista y el vestido le entró como un guante. Resultó ser la chica para aquel vestido. 

-Te queda perfecto, cómpratelo. 

Y se lo compró. En aquel viaje se lo puso el día que visitaron las cuevas de Lascaux y un par de castillos a orillas del Dordoña. Se sintió especial, sabía que era una tontería pero se sintió mejor, más contenta. Posó bailando, posó haciendo el tonto. Sonriente y feliz. ¿De quién habría sido aquel vestido? No tenía ni una sola etiqueta, nada que pudiera darle una pista. Era blanco y crujiente y cómodo y "de princesa". Y así se sentía ella, absurdamente principesca.  

Aquel año volvió a ponérselo para cenar en San Sebastián, una noche de septiembre calurosa y sin lluvia. Después, lo guardó en el armario pensando que era su vestido favorito y que lo guardaría para siempre aunque jamás volviera a ponérselo. 

Pasó un año entero, un año espantoso y horrible en el que no salió de sus vaqueros más viejos y sus sudaderas mugrientas. Un año de camisetas, camisas viejas, botas y jerseys de "no estoy, no me veis" pero para cuando volvió el calor y tocó sacar la ropa de verano se sentía mejor, mucho mejor. Y allí estaba el vestido, esperándola. Aquel segundo verano volvió a ponérselo en Francia, en Avignon, para visitar palacios y castillos y sentirse completamente feliz en el Puente de Avignon. 

Este año pensó que no iba a poderse poner aquel vestido. Lo sacó del armario, lo plancho y se lo puso un día para estar en casa, para comprobar que le seguía estando perfecto. Volvió a guardarlo pensando que este año no podría ponérselo; en su vida diaria no cabía aquel vestido y en su viaje a Francia de aquel año todo el mundo le había dicho "En Alsacia a partir del 20 de agosto, es otoño".  

Pero en el último momento lo metió en la maleta con los vaqueros y las camisetas. Inmediatamente se sintió mejor, a lo mejor no se lo ponía pero era su vestido, el vestido de sentirse princesa en esos viajes en los que no era la madre de nadie, ni trabajaba para nadie, ni tenía ninguna responsabilidad más allá de ser ella. "Por si acaso" pensó.  

Y por una vez en la vida el "por si acaso" funcionó. Estrasburgo fue el escenario para su vestido aquel año. Se paseó por sus calles, por los canales, montó en barco, hizo el payaso en la catedral y paseó por un antiguo palacio reconvertido en museo. Volvió a sentirse princesa y absurdamente feliz con su vestido blanco de vuelo que le daba ganas de bailar.  

Es curioso como algunas cosas intrascendentes y banales tienen una historia. 


domingo, 21 de agosto de 2016

Apuntes alsacianos: esperando el tren en Basilea

Le Bistrot de la Banhof de Basel me hace pensar en bailes de puesta de largo y en Klimt. Da igual que nunca se hayan celebrado bailes aquí y que Klimt jamás pisara esta estación; sus dimensiones, las molduras, el color amarillo vainilla de las paredes, los camareros uniformados y el espejo del fondo de la sala que baña toda la sala con una luz dorada me hacen pensar en salas de baile de mansiones que jamás he pisado y en escribir en carnets de bailes el nombre de pretendientes que nunca tendré. 

Pedimos un chocolate caliente soñando con un gran tazón de chocolate espeso, que casi haya que remover con un escoplo y nos encontramos con una taza de leche caliente con un sucedáneo suizo de nesquick. Ni siquiera me deja bigotes cuando lo bebo intentando entrar en calor después de la lluvia que me ha empapado en el paseo desde el museo. 

Observo las pocas mesas ocupadas además de la nuestra. Un grupo de amigos a los que enseguida llamo "los parchís" porque llevan camisetas de colores, parecen estar disfrutando de una cena de esas de "a pesar de todo seguimos siendo amigos" que irán seguidas de pensamientos del tipo "es la última vez que salgo a cenar con ellos" cuando se despidan para irse a casa. Parecen compartir recuerdos en cada brindis con sus jarras de cervezas y despedidas sin pronunciar cada vez que bajan las miradas.  En otra mesa hay una pareja que cena con el paraguas abierto encima de la mesa casi como si fuera un amigo más o parte de su relación. Fantaseo con la idea de que quizás se conocieron gracias a un paraguas, una tarde de lluvia en la que ambos perdieron un tren y esta cena tan extraña es un homenaje a ese día. Tenía que haberme comprado el paraguas multicolor del que me he enamorado en la tienda del Kunstmuseum, la primera vez en mi vida que me enamoro de un paraguas y lo dejo ir para darme cuenta a los 10 minutos de cuánto lo necesitaba. Garabateo "historias de amor con paraguas" en mi cuaderno con el lápiz que sí me he comprado en el museo. 

Recorro con la vista la sala, sin pensar en nada. Basilea es sobria, elegante, seria. Una ciudad en la que yo me sentiría excesiva en todo momento, fuera de lugar. Basilea es como ese hombre serio que intenta divertirse porque cree que eso le hará más simpático, que eso es lo que hay que hacer, pero que no consigue nunca relajarse del todo, encontrar la diversión,  disfrutar y ser espontáneo. Basilea es consciente de sí misma cada segundo y en cada una de sus preciosas calles. 

Murmullo de conversaciones en alemán que no entiendo, ruido de cubiertos, luz de vainilla y chocolate caliente haciendo su efecto... me estoy amodorrando. 

Así es imposible escribir nada.