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martes, 16 de abril de 2019

¿Cómo alguien como tú va a tener una depresión?

La mujer que me cuenta que su hermana tampoco puede tener una depresión. Los tres jovencitos, tan jóvenes que casi parecen protagonizar Los Goonies ,que se acercan a preguntarme cómo me curé, la chica que me cuenta la historia de su familia, de su madre, y de cómo ella no puede ayudarla más, no sabe qué hacer. La madre que me dice que ella tampoco podía querer a sus hijos pero que nunca se atrevió a decirlo. El hombre que llora mientras me cuenta  que él se separó de su mujer porque no podía más, porque era él o hundirse con la depresión de ella. Llora lágrimas calmas que le empañan las gafas y que se seca con un pañuelo de tela porque es uno de esos hombres que aún lleva pañuelo.  Lloro con él y trato de consolarlo mientras le dedico Los días iguales que él ha comprado para ella.  La chica que me dice que mañana mismo irá al médico porque no puede más mientras su novio detrás de ella me mira con alivio. 

Lo mejor de las charlas, lo mejor de hablar de mi depresión son las personas que vienen a contarme sus historias. Ojalá pudiera hacer más por todas ellas.  

Mi charla en el Tedx Ciudad Vella de Valencia. 


miércoles, 10 de octubre de 2018

Imágenes de una depresión


Estoy en un túnel que no acaba nunca y al que no sé cómo he llegado. Cuando  recobro la conciencia estoy justo en el medio, no recuerdo nada de lo que me ha llevado hasta aquí y no tengo ni idea de cómo podré alcanzar el lejano punto de luz que creo vislumbrar al fondo. Hay días en los que estoy convencida de que ese punto no existe, que son imaginaciones mías. Es un espejismo, un fuego fatuo que juega conmigo.
Estoy en una llanura inmensa en la que no hay nadie más que yo. El cielo se une con la tierra en un horizonte continuo que me rodea. Entre mí y ese horizonte  lejano no hay nada. No hay colinas, ni árboles, ni montañas, ni arbustos y sospecho que tampoco habrá ríos, ni lagos, ni mares, ni casas, ni ciudades, ni caminos ni carreteras. Ni siquiera hay nubes. Hace frío. Tengo muchísimo frío todo el tiempo. Pienso en Napoleón y en los ejércitos alemanes marchando hacia Stalingrado. El suelo es árido, pedregoso, incómodo. No puedo arrastrarme por él ni puedo echarme a descansar, a olvidarme, a esperar. Si me siento, si me tumbo, en cuanto rozo el suelo, insectos invisibles, espinas que eran imperceptibles cuando caminaba se me clavan en el cuerpo y tengo que levantarme y seguir caminando. Sin rumbo, sin destino, avanzar por avanzar. Silencio sepulcral.
Soy una pieza de porcelana fina. Azul y blanca con un dibujo de flores y casas y campos y alegres campesinos ingleses. O soy un jarrón chino con colores planos definidos por gruesas rayas negras. Estoy rota en mil pedazos que se mantienen unidos con un pegamento muy débil, que casi no pega de puro cansancio. Desde fuera nadie ve las juntas, finas como cabellos, que surcan toda mi superficie pero yo sé qué están ahí, que pueden despegarse en cualquier momento y, entonces, me convertiré en un montón de trocitos minúsculos sin forma, sin sentido, sin valor. Inútil.
Soy el parabrisas de un coche que desde lo que parecía solo un pequeño impacto se resquebraja en millones de partículas que se mantienen unidas pero que en algún momento decidirán que ya no les merece la pena seguir estándolo y se desplomarán de golpe. No será por un impacto ni por un choque ni por un golpe, será por algo tan imprevisto e inevitable como una ráfaga de viento que sople en un sentido inesperado.
Soy una figurita blanca, sin facciones, sin pelo, sin manos ni piernas. El esquema más básico de persona abrazada sobre mi misma en una celda de castigo sin puertas sin ventanas y sin techo. Todo es blanco.
Soy un ser un ser informe en posición fetal meciéndome como una loca de película en la cama.
Soy el único habitante de la Tierra después del Apocalipsis. No queda nada de mi vida anterior a lo que aferrarme.
Soy una damisela prerrafaelita con mi larga melena imaginaria desplegada a los lados de mi cabeza mientras floto en una laguna. Un manto de agua calma me cubre dejándome ver el mundo pero sin poder asirlo, ni olerlo, ni tocarlo ni participar en él. Tengo los ojos abiertos. El mundo me mira desde el otro lado de la lámina de agua y no sabe si estoy muerta o finjo estarlo.
Soy una presencia fantasmagórica caminando entre la gente sin que nadie me vea, como en una especie de universo paralelo tipo Matrix (odio esa película).
Soy una lámina fina, de papel cebolla, en la que cualquier hecho, sensación, palabra o sentimiento deja una huella. Una lámina tan fina que cualquier tensión puede rajarla.
Soy una hoja de otoño, caída del árbol de la vida y que desde el suelo mira esa rama en la que estaba anclada sabiendo que jamás podrá volver a ella. Una hoja que vuela con cualquier ráfaga de viento sin voluntad, sin posibilidad de controlar su vida. Una hoja que no tiene ni idea de cómo ha podido caerse. Mira la rama y piensa ¿qué hago aquí?
Soy un periódico que arde.
Soy un cuerpo sin piel. Una herida en carne viva.
Soy un espía, un policía de incógnito que camina cauto, vigilando, chequeando los posibles peligros, parándose antes de doblar cualquier esquina. Soy un secreta que siempre se sienta con una pared a la espalda para tener algo en lo que apoyarse. Llevo siempre gafas de sol para que nadie vea mi mirada cansada que no ve.
Soy un perro de caza con las orejas y el rabo de punta, alerta ante cualquier peligro para que no me pille desprevenida. Si intuyo un peligro, corro o me tiro al suelo y lloro, muerta de miedo, suplicando. Soy un perro al que los petardos aterrorizan.
Soy un coche que circula por la autopista a toda velocidad y sin saber muy bien cómo ha terminado en la pista de frenado para camiones descontrolados. Avanzo hasta la grava, a duras penas consigo atravesarla, pero llego a la arena y allí me quedo anclada, parada. Cualquier movimiento que haga hundirá mis ruedas más y más en esa arena fría. No puedo salir solo, necesitaré una grúa pero sigo intentándolo porque me da vergüenza llamar pidiendo ayuda. A mi lado, la vida sigue, los coches pasan a toda velocidad por la autopista pero tú te has quedado fuera. Algunos te gritan pero ¿por qué te has metido ahí? Acelera y sal.
Soy un preso en una celda blanca, yo soy blanca, las paredes, el techo, la puerta que no veo pero que sé que está ahí, el suelo en el que me acurruco, todo es blanco infinito. Vivo las veinticuatro horas del día bajo una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. La luz no me deja ver nada. Me ciega, me taladra la cabeza y, en ella, solo puedo andar tambaleándome con los ojos entrecerrados. Querría cerrar los ojos, no ver esa luz. Necesito apagarla o hacerla desaparecer. Quiero esconderme, alejarme de ella, que no me alumbre, que no me vea, quiero que me deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. Me persigue y no puedo esconderme. Da igual que me quede parada en esa celda o que palpe las paredes intentando encontrar la puerta que sabes que sé que está ahí, al otro lado hay un pasillo igual de blanco y en el que también me espera la luz, que no se apaga.
Soy transparente para mí misma y opaca para los demás. Si me paro y miro mis manos, mis piernas, mi tripa, mis pechos, mis pies, la luz blanca me traspasa y me obliga a verme, a ser consciente cada minuto de mi angustia. Veo mi ansiedad correr por mis venas, mis arterias, mis poros. Veo a mis órganos rechinar del esfuerzo de hacerme seguir adelante.
Soy José Luis López Vázquez gritando en la cabina.
Soy Maxwell Smart caminando por un pasillo lleno de puertas que se van cerrando a mi paso. Un pasillo cada vez más pequeño, más angosto, más estrecho y con el techo más bajo. Pronto me doy cuenta de que ya no puedo caminar erguida, tengo que encogerme y luego agacharme hasta que por fin, de rodillas, llego al final. La celda 101 donde no hay nada, donde casi no quepo y de dónde sin embargo no quiero salir.
Soy el increíble hombre menguante. Cada vez me siento más pequeña, la vida me queda grande pero nadie se da cuenta. Cada día que pasa menguo más. Si el proceso no se para acabaré desapareciendo sin que nadie me eche de menos.
******
 Verme, construirme en imágenes no me ayudó ni me sirvió para nada pero de alguna manera me hacía visualizar lo que me estaba pasando. Si me imaginaba, me recogía, me daba forma más allá del agujero negro en el que sentía que me había convertido. Todo muy poético, muy absurdo y muy fácilmente rompible. Así era como me sentía.
Hoy es el Día Mundial de la Enfermedad Mental y he recordado este texto que escribí durante los días iguales.

lunes, 4 de junio de 2018

Los días iguales de promoción: Valencia y la Feria del Libro de Madrid

Están siendo días de mucho ir y venir y de ajetreo. Firmas, presentaciones, fotos. Lo mejor de todo, sin embargo, es conocer a los lectores anónimos que vienen a verme, que me sonríen cuando estoy presentando el libro y que cuando se acercan a hablar conmigo me dicen que llevan años leyéndome. Todos esos lectores anónimos, todos vosotros, hacéis que este libro tenga sentido.

Soy una chica con suerte y vosotros sois los mejores lectores del mundo.

El jueves presenté en Valencia. Pinchando en este collage tan chulo que me colado podréis ver alguna fotillo más de esa tarde tan chula con Anna Juan ejerciendo de lectora-presentadora del evento.



Ayer, la cita fue en la Feria del Libro de Madrid, en la maravillosa caseta 57 de Los Editores. Lo pasamos genial y fue un gustazo. También me he currando un collage.




Hay más cosas en el horizonte y ya os las iré contando. También escribiré cosas que no tengan que ver con el libro, no empecéis a refunfuñar.



jueves, 24 de mayo de 2018

La depresión te borra: Los días iguales en televisión



«La esperanza de curarte es una visión que cuando estás en la depresión no tienes porque la depresión te borra. Eres incapaz de acordarte de cómo eras antes y eres incapaz de pensar que esto que te está pasando, que estás sufriendo vaya a a tener un fin»





Hablar de lo que escribes es siempre complicado, hacerlo en televisión lo es aún más pero creo que lo hice medianamente bien.



jueves, 10 de mayo de 2018

Los Días Iguales y la ballena

«En 1970, en un pequeño pueblo de Estados Unidos, una enorme ballena, más grande que esta sala, apareció muerta y varada en la orilla de una de sus playas.  Los lugareños, no sabiendo cómo deshacerse de aquello,  decidieron colocar cargas de dinamita debajo. En el vídeo, disponible en YouTube, se puede ver cómo un presentador bastante parecido a Donald Trump retransmite toda la situación. Él sujeta el micrófono, detrás al fondo se ve la ballena y a una serie de obreros colocando las cargas y al resto de los lugareños contemplando el espectáculo, haciendo picnic, esperando el resultado. Mientras ves el vídeo tienes la sensación de que no es buena idea, parece molona, parece chula pero el resultado no está claro que vaya a ser el esperado. Todo transcurre según el plan de los expertos, tras colocar las cargas, los técnicos se apartaron a la distancia que ellos creyeron prudencial y con las cámaras en marcha y el presentador retransmitiendo muy emocionado procedieron a explotarla. El resultado fue que una lluvia de trozos de ballena destrozó coches, hirió a varios espectadores, acabó en las barbacoas de los que hacían picnic y los bañó a todos en sangre y restos orgánicos. Un completo despropósito.

¿Por qué hablo de esta ballena? Porque fue en lo más duro de mi depresión cuando yo vi aquel vídeo. Era agosto de 2014 y estaba en el Perigord francés con Juan y con Paloma. Estábamos alojados en el apartamento Jocelyn Baker y cada noche, al volver de recorrer la zona Juan me ponía vídeos o me contaba anécdotas para distraerme. Unos días antes del viaje yo había ido llorando a pedir el alta de mi primera baja y la víspera del viaje no había podido levantarme de la cama de miedo y ansiedad. A pesar de todo, nos fuimos de viaje y fue un buen viaje, estuve bastante bien. 

Bastante bien quiere decir que no me dolía la vida, que comía un poco y que dormía unas cuatro horas del tirón toda la noche. Pensé que me estaba curando o, mejor dicho, pensé que no estaba enferma, que ese viaje era justo lo que necesitaba. Un cambio de aires, despejarme, salir de mi rutina, ver las cosas desde otro punto de vista, cambiar la dieta. Nada de eso era real y al volver caí en lo más duro. 

Cuando me senté a escribir Los días iguales, ni se llamaba Los días iguales ni sabía que estaba haciendo. Cuando pensé en esta presentación se me vino a la cabeza aquel viaje, el precioso vestido blanco de ser feliz que me compré en una tienda de ropa antigua de Touluse y la ballena. Sentarme a escribir sobre mi depresión creo que ha sido como colocar las cargas explosivas bajo la ballena. Mi depresión estaba muerta ya, creo, pero seguía en mi orilla. Cada mañana podía verla, tocarla, olerla, estaba ahí. Sentarme a escribir era describirla cuando todavía estaba viva, cuando me dolía, me aplastaba y no me dejaba vivir. Terminar el libro fue hacerla estallar. Y ahora, llegado el momento de que otros lean lo escrito, es el momento de ver si esos trozos, van a aplastaros, heriros, mancharos o simplemente van a haceros pensar que efectivamente escribir sobre ella, dinamitarla, ha sido malísima idea, pero la ballena ya no está, desapareció. Ahora es el momento de saber si dinamitar la ballena fue buena idea. Lo que tengo claro es que es algo que hice en el momento correcto, ahora ya no podría hacerlo porque se me está olvidando, porque cada vez que me he releído en el proceso de editar todo aquello me ha parecido más lejano, menos yo. Ahora ya no podría escribirlo. 

Pensando en esta presentación he tenido dos pesadillas; en una aparecía en pijama y con unos calcetines rojos llenos de agujeros y en la otra hilaba un maravilloso discurso pero acababa llorando. Ninguna de las dos se ha cumplido. Y ahora ya solo me falta decir: ¡comprad, comprad, mis hermosos jabalíes!» 

Esto es, más o menos, lo que dije ayer en la presentación de Los Días Iguales. Antes y en una sala abarrotada de familia, amigos y encantadores lectores desconocidos, Oihan y Luis habían hablado del libro y de mí elogiosamente, demasiado elogiosamente desde mi punto de vista. 

Ya está hecho. Escrito, publicado y presentado. Solo falta que lo leáis porque como me dijo mi sobrino de siete años al terminar la presentación: Ana, no has contado el cuento que has escrito. 

Tenéis que leerlo si queréis y veremos si explotar la ballena ha sido buena idea.    

Muchísimas gracias a todos los que estuvisteis allí, los que me mandasteis mensajes y los que me leéis por aquí. 

miércoles, 25 de abril de 2018

Los días iguales




El libro es, primero, una idea. Una idea sobre la que, cuando te la sugieren, piensas que «ni de coña». Después, cuando repentinamente piensas que quizás sí, que es una buena idea, el libro se transforma en un lugar idílico en el que todo será perfecto. Te pasas el día imaginando ese lugar idílico: tú, tu cuaderno, todas las ideas y párrafos perfectos que escribes en tu cabeza mientras conduces, te duchas, planchas o en el insomnio de las tres de la mañana. Ansías tiempo para poder viajar a ese paraíso, para disfrutar de esa situación idílica en la que todo será fácil y mágico porque eso es lo que quieres: sentarte a escribir. 

Más adelante el libro te acecha. Quiere que lo escribas y tú, por alguna razón que no comprendes, no consigues escribir. Estás deseando ponerte a ello pero a la hora de la verdad encuentras mil excusas: tienes que planchar, hacer la compra, presentar la renta, ordenar los armarios, hacer limpieza de primavera. Cuando todo lo pendiente ha terminado, das gracias a Dios por tener internet y poder seguir perdiendo el tiempo. Si hubieras nacido en 1940 probablemente hubieras cultivado rosas en tu jardín o coleccionado sellos con tal de no sentarte a escribir. ¿Por qué? No lo sabes pero es así. 

Cuando alcanzas el punto de no retorno, el «tengo que hacer esto y quitármelo de encima», el libro te tortura: nunca sabes qué vas a encontrarte. Hay momentos en los que todo fluye, se te ocurren las ideas, las frases van saliendo sin problemas y te confías, corres, disfrutas, odias a tu yo limpiador que te privó durante días de esta maravillosa sensación, porque esto es lo que quieres hacer: escribir. Luego pasas otros momentos, sobre todo si cometes el error de releerte mientras escribes, en que quieres meterte debajo de la mesa, llamar a tu editor y decirle que te lo has pensado mejor y que no, que no puedes, que no eres capaz. A trancas y barrancas, alternando la euforia con el desánimo, consigues llegar al final. A lo mejor lo que has escrito es una mierda, no vale nada, pero es tu mierda y la has terminado. Has puesto FIN. 

El libro pasa entonces a ser de tus primeros lectores. Lo que has escrito pasa a ser lo que se lee, lo que otros leen. Está fuera de tu control. Tú sabes o crees saber qué has escrito pero no puedes saber qué van a leer. Se lo das a leer a alguien o a varios alguien y esperas. ¿Has elegido bien a esos primeros lectores? ¿Te quieren demasiado o demasiado poco? ¿Serán sinceros o les darás pena? Tus primeros lectores te dan su opinión. Tu editor te lleva de la mano por el texto, otra vez, repasando, puliendo y corrigiendo. Y en ese proceso de dar a leer, de repasar y de releer, de repente el libro deja de ser tuyo. Ha salido de ti pero ya no es tuyo. Se parece, aunque sea un tópico, a lo que sientes cuando te dicen «es tu hijo» y tú piensas «¿seguro? no lo veo claro».

Hasta este momento el libro ha sido más texto que libro. Contenido sin continente al que ha llegado el momento de vestir de bonito, de darle apariencia. No puede tener cualquier pinta, hay que vestirse para la ocasión y, además, tiene que ser algo que pegue contigo. Cuando por fin tu texto se convierte en un libro de verdad con cubierta, contra cubierta, solapa, con el título, tu nombre en la portada y tus letras negro sobre blanco te sientes abrumada. Tu texto se ha hecho mayor, se ha hecho libro, ya vuela solo. Eres libre. 

O no.

Llega el momento de escribir sobre tu libro, de hablar de él. De contar lo alto, lo guapo, lo listo que es. Y descubres que no sabes cómo hacerlo porque cualquier cosa parece demasiado buena o demasiado mala, suena muy modesto o excesivamente grandilocuente, creas demasiadas expectativas o lo haces tan poco atractivo como arrancarse las uñas. ¿Qué puedes decir de algo que te ha consumido casi dos años de tu vida? 

Y aquí estoy. En ese punto. 

Los días iguales es el relato de mi depresión. No es un diario, ni unas memorias, ni un libro de autoayuda; no es un libro para llorar ni para dar pena, no descubro la luz al final del túnel ni doy una receta mágica. Es un libro de viajes, el relato de los meses en los que me desconecté de la vida porque la vida me daba tanto miedo que no podía levantarme de la cama ni mirar el cielo azul ni ponerme calcetines de rayas porque todo me aterraba. Una depresión no es algo grandilocuente, no te cae un rayo o te explota la cabeza: sencillamente descubres que lo más nimio, lo más pequeño de la vida puede contigo. Ser tú es terrorífico. 

En LOS DÍAS IGUALES yo pongo la letra, @fromthetree ha puesto la imagen y Juan Tallón ha escrito el prólogo. Ni @fromthetree ni Juan me conocían cuando les asalté para acompañarme en este viaje y ninguno de los dos vio mi cara de sorpresa y mis saltos de alegría cuando dijeron que sí. Internet es maravilloso y gracias a su magia puedo contar con ellos dos.  

El próximo día 9 sale a la venta LOS DÍAS IGUALES y, además, lo presentaremos en La Fábrica a las 19:30. Llegará entonces el momento de hablar del libro y, os adelanto, que ya estoy teniendo pesadillas con eso. Estáis todos invitados.