Cada vez que tropiezo con algo sobre Gay Talese en la web no puedo evitar entrar a leer. Me puede la curiosidad con este hombre. Es excéntrico, culto, inteligente, tiene sentido del humor y muy probablemente es un grandísimo manipulador. Julio Valdeón habla con él en un bar de Nueva York:
«Internet te permite escribir sin salir de tu casa, pero no hace falta que hablemos de internet. Piense por ejemplo en las grabadoras. Como esta suya. Las grabadoras llegaron en los años sesenta. Obligan a que las entrevistas sean una sucesión de preguntas y respuestas. La gente, en la vida real, no habla así. No dialogamos así. Todo que recibes con este formato son respuestas muy cuidadas. Ensayadas. No digamos ya si concedes varias entrevistas sobre el mismo asunto. Las perfeccionas. Aparte, la grabadora te obliga a estar en un lugar cerrado, por culpa del ruido, y yo prefiero entrevistar paseando, en la calle, con un papel y un bolígrafo en el bolsillo, y apuntar solo las cosas que me parezcan más importantes».
Esa misma tarde leo otra entrevista a Isak Dinesen, la autora danesa que en mi cabeza siempre tendrá el rostro de Meryl Streep. Roma, a comienzos del verano de 1956 y el entrevistador se encuentra con ella y con la secretaria que la acompaña en la terraza de un restaurante en la Plaza Navona.
«¿Una entrevista? Oh, querido. Bien, supongo que sí, pero qué no sea una lista de preguntas o un tercer grado. Espero que no sea eso, hace poco me hicieron una entrevista así y fue horroroso. ¿No podríamos sencillamente caminar por la ciudad charlando y usted apunta lo que le parezca interesante o le guste?»
Leo la entrevista completa sintiendo que les acompaño en un paseo lánguido, tranquilo, con largas caminatas interrumpidas por paradas intermitentes para comentar lo que ven: esculturas etruscas, la decoración del restaurante donde comen, la luz del atardecer. Es, de verdad, un diálogo. «¿Ha escrito usted poesía?» «Sí, cuando era joven» «¿Cual es su fruta favorita? Las fresas» «¿Le gustan los monos?» «Sí, me encantan en el arte: en cuadros, historias, en la porcelana pero en la vida real me provocan tristeza. Me ponen nerviosa. Me gustan los leones y las gacelas»
Así son las buenas conversaciones, como decía Auster en El Palacio de la Luna una conversación «es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tira la pelota directamente al guante de modo que es casi imposible que se te escape: cuando es él quien recibe, coge todo lo que lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes» y así creo yo que deben ser las buenas entrevistas. Un peloteo que mantenga al lector girando la cabeza de un lado de otro, atento a lo que se pregunta, a lo que se responde, sorprendido por un golpe, por un dato que no esperaba, por una pregunta salida de la nada que da pie a una reflexión inusitada que a su vez genera una nueva pregunta que lleva a un camino que nadie pensó en transitar. «¿Le gustan los monos?»
Últimamente cuando pesco alguna entrevista porque me interesa el entrevistado, la mayoría de las veces acabo abandonando la lectura porque aquello no es un peloteo. Es un interrogatorio o un tercer grado. Es una competición. Un enfrentamiento a cara de perro. Ambos juegan al frontón y encuentras siempre las mismas preguntas y respuestas o es como un combate de esos de pega de la tele, parece que se pegan, que se zurran, que son enemigos, que se están buscando para hacerse daño pero es todo trola, todo está pactado y apesta a fraude, a componenda. Se palpa el aburrimiento de ambos que, en realidad, no quieren jugar aquello. La mayor parte de las veces ambos quieren parecer más listo que el otro, más ocurrente, más ingenioso o tener más mala leche. Nunca hay peloteo, juegan a aces. Nada discurre, todo se escupe.
Sé que, ahora, las entrevistas siempre responden a un afán promocional, tienen un componente mercantilista, comercial. «Hablo para vender» y «Te pregunto porque estás de moda y me darás clics» Se habla para soltar ganchos no para dialogar. Nadie quiere mostrar sus cartas, todo es farol. Mido mis palabras. Mido mis preguntas. El entrevistado tiene miedo de ser tergirversado, de ser víctima de un titular torticero que retuerza cualquiera de sus palabras para generar clicks y el entrevistador va a la carrera, quiere ser ingenioso sin ser pesado, conseguir una respuesta diferente de las que otros que han pasado antes que él han conseguido en las ruedas de hamsters en que se han convertido las entrevistas.
Talese tiene ochenta y seis años. Dinesen tenía sesenta y uno aquel verano en Roma aunque ella se sentía anciana «Tengo tres mil años y cené con Sócrates». A lo mejor, ser mayor, estar de vuelta de todo y no tener necesidad de vender, convencer, impresionar y epatar es una cualidad imprescindible para saber pelotear, para saber conversar. Cuanto mayor eres más despacio caminas, menos prisa tienes, mejor te conoces o te desconoces y menos te importa lo que opinen los demás. Las mejores conversaciones no son las que se miden, las que corren encauzadas; las mejores son las que fluyen como un torrente, a distinta velocidad según sea la pendiente y con tiempo para estancarse si llega el momento.
Las mejores conversaciones son las que no se planean, las que se enroscan solas, las que se llenan de saltos, de giros y de sorpresas. Las que al terminar no son un punto final sino un manojo de interrogantes. Así me gustan las entrevistas.