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domingo, 3 de marzo de 2024

Sin vergüenza y sinvergüenzas


 
Sinvergüenza: 


1.- Pícaro, bribón

2.- Dicho de una persona: Que comete actos ilegales en provecho propio, o que incurre en inmoralidades


Vergonzoso: 


Que se avergüenza con facilidad.



El año pasado acompañé a una amiga a una entrevista en el Hotel Palace. Quedamos en la puerta y cuando llegó la saludé, me giré y empecé a subir las escaleras para entrar. Miré hacia atrás y se había quedado allí parada. «¿Qué pasa?», le pregunté. «¿Vamos a entrar así, sin más? Me da apuro». «Pues claro que vamos a entrar así, sin más. No te preocupes». Me sorprendí a mí misma con ese aplomo que parecía venir de alguien acostumbrado a visitar hoteles de lujo cada semana. Mientras arrastraba a mi amiga hacia la rotonda del Palace para sentarnos en sus sofás a esperar, recordé el 29 de abril de 1997. Ese día mis padres cumplían sus bodas de plata y fuimos los seis a cenar al buffet libre del Palace y sentí vergüenza. Me parecía, entonces, que no pegábamos ahí. Bueno, mis padres sí pero no yo desde luego, me parecía que no iba bien vestida, que desentonaba, que todo el mundo me estaba mirando y no estaba sabiendo comportarme. Me hizo gracia verme en ese momento, pensar en que si mi yo de 24 años hubiera estado allí sentada, en ese mismo instante, me hubiera mirado y pensado: «Esa señora sí que pega aquí». Ja. 


A mí, de pequeña y no tan pequeña, había muchísimas cosas que me daban vergüenza. Cosas como pedir más ketchup en el McDonald's, hablar con las dependientas de cualquier tienda, que alguien me hablara en el autobús, llevar sandalias y, por supuesto, desnudarme delante de alguien, fuera quien fuera ese alguien. Ahora no me da vergüenza casi nada de lo que hago yo, si acaso un poco de pudor hablar en inglés en público, pero solo porque me da rabia no hablarlo mejor de lo que lo hablo. La vergüenza es por tanto algo que se te pasa en la vida como la piel tersa, la capacidad para confiar en tus rodillas en cualquier circunstancia, la habilidad para dormir hasta las once de la mañana o la necesidad de salir todas las noches por si acaso te pierdes algo. Es decir: perder la vergüenza es uno de los updates de la existencia, una actualización en la manera en la que experimentas tus emociones que mejora mucho tu vida porque la vergüenza llevada al extremo paraliza, bloquea y te impide hacer un montón de cosas para las que estás perfectamente capacitada. Por supuesto, lo de que vas a perder la vergüenza es algo que no sabes y que, aunque te lo diga tu madre, tu tía, tu abuela o quien sea, crees que a ti no te pasará, que siempre vivirás avergonzada, sintiéndote menos, fuera de lugar, juzgada por los demás. Es otra cosa que aprendes con la edad: nadie te está mirando y a nadie le importa un pepino lo que hagas o dejes de hacer y, si por un momento te prestan un mínimo de atención, lo olvidarán antes del segundo parpadeo. 


Annie Ernaux tiene un libro titulado La vergüenza que trata justamente de eso, de ese momento en que todo en tu vida te da vergüenza. Ella cuenta en ese libro que le avergonzaba su familia, su casa, su ropa, todo... y cuando lo leí escribí esto: «Ernaux retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza en nuestra existencia. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza. Vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien. Pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento estúpido pero inevitable».


Puse inevitable y quizás debería haber puesto «es un sentimiento que caduca, que desaparece». Porque así es. Llega un punto en el que nada te da vergüenza, ni siquiera pasearte en bolas por un gimnasio, el médico o frente a tu ventana aunque sepas que el vecino pueda verte. Y está muy bien, es sin duda un proceso evolutivo que mejora, no sé si la especie, pero sí nuestra vida. El problema es que cuando estás ahí enfangado en sentir vergüenza, aunque te cuenten esto, aunque te digan que se te pasará, que en algún momento todo te la pelará, no te lo vas a creer... Así de estúpidos somos. 


¿Cómo se siente la vergüenza? 


Estás leyendo esto y me juego una mano a que no tengo que explicarte cómo se siente la vergüenza. Seguro que has tenido flashes a momentos de tu vida en los que te querías morir, en los que te sentiste paralizada de vergüenza. Es un sentimiento difícil de explicar pero fácil de identificar. Todos lo conocemos. Nudo en el estómago, ganas de volatilizarse, de disolverse y desaparecer, sudores en las manos, escalofríos y, para algunos, un súbito color rojo en la cara que lo único que consigue es que el pánico sea aún mayor cuando te dicen: «te estás poniendo roja, no me digas que te da vergüenza». 


He escrito «Todos lo conocemos» pero no es así. Hay gente que nace sin vergüenza de ningún tipo. Esas personas que van por la vida alegremente sintiendo que todo lo que ellos hacen es estupendo y está bien hecho. Qué digo bien hecho: ellos sienten que sus actuaciones son siempre las mejores porque ellos son top. En los niños es una monería: decimos «serás sinvergüenza…» sonriendo, en plan chascarrillo. Se lo dices a tu sobrino de 7 años cuando se ha comido toda la tableta de chocolate a escondidas y te lo niega, o como cuando yo se lo decía a mi hija Clara cuando robó el Niño Jesús del belén de su abuela. El problema es que esos niños crecen y, como vienen de serie sin vergüenza, se convierten en adultos peligrosísimos. A estos, cuando los llamas sinvergüenzas, lo haces con una rabia y un desprecio que te sabe a bilis en la boca y las palabras «¡Es un sinvergüenza!» que te salen desde el fondo del estómago en una especie de desahogo. «¡Es un sinvergüenza!», que puede aplicar por igual a un político, a un ex de cualquiera de tus conocidos o a un compañero de trabajo, por ejemplo. 


Los sinvergüenzas son escoria. Y lo digo así, sin cortarme y sin pudor. Es gente que miente sin perturbarse, miente por hacer daño, miente sabiendo que está mintiendo y que tú no le estás creyendo, pero te miran desafiantes reconociendo que saben que tú sabes que están mintiendo pero que les da igual. Los sinvergüenzas son esos que se aprovechan de las desgracias y el trabajo ajenos y, si son ya muy top, si llevan años curándose la carrera de sinvergüenzas, son capaces, además, de hacerse pasar por víctimas. A mí, un buen sinvergüenza me da ganas de matar o de gritar. A algunos les he gritado y escupido toda mi rabia sabiendo que solo iba a conseguir desahogarme pero jamás perturbarles. Un sinvergüenza es un ser impermeable al reproche ajeno, a la opinión de los demás, por supuesto al dolor o al malestar que cause en los otros a los que está mintiendo o de los que está aprovechándose. Además, a todo esto se suma que así como la vergüenza se pasa, la sinvergonzonería es algo que se arrastra para siempre, va creciendo y creciendo hasta que el susodicho o la susodicha cometen tal tropelía que aquellos que todavía lo consideraban «gracioso» o que lo hacía sin maldad se dan cuenta del peligro de ese sujeto. Eso no les hará cambiar, ni mucho menos, pero hará que los demás se caigan del guindo y se protejan. 


No tener vergüenza es un estado que se alcanza con el tiempo y la experiencia que da saber que, en general, los demás están demasiado preocupados por sí mismo como para que les importe lo que haces.


Ser un sinvergüenza es como ser alto, pelirrojo o tener los ojos azules. Naces así y nunca te curas. Solo va a peor. Cuidado con ellos.


domingo, 25 de febrero de 2024

Ni lo intentes

 

"Figure out what it is that you don’t do well, and then don’t do it"

Douglas Coupland


Voy a apostar a que no sabes quién es Douglas Coupland. No pasa nada, yo tampoco lo sabía hasta que vi esta cita, en algún sitio, me gustó y luego pensé: voy a buscar, a ver quién es este señor, no vaya a ser que sea, qué se yo, dueño de un bar que en el mismo menú ofrece paella, callos, giozas y ceviche. Para mi tranquilidad, Coupland es un señor canadiense, lo que a mi siempre me parece fabuloso, porque igual que hay gente que tiene querencia por los cubanos, los rubios, los calvos o los guapos, yo tengo querencia por hombres de cualquier país donde los jerseys gordos sean obligatorios unos cuantos meses al año, nieve y se puedan usar motosierras. Vive, además, en West Vancouver, cerca de la frontera con Washington, mi estado favorito y el lugar al que sueño volver. Me disperso. Douglas es canadiese y escribió una novela, por lo visto famosa, titulada Generación X y que, me juego las dos manos, es la generación a la que tú, como yo, perteneces. Si, también como yo, te haces un lío con esto de las generaciones, te explico que somos de la X porque nacimos entre 1965 y 1981. 


El bueno de Douglas dice: "Averigua qué es lo que no haces bien y luego no lo hagas". Y es que no puedo estar más de acuerdo. No sé cómo explicarle a la gente que si algo no se te da bien y sufres por ello, lo mejor que puedes hacer es no hacerlo. Por supuesto, si algo no se te da bien pero lo disfrutas muchísimo, entonces a por ello como si no hubiera un mañana; pero en serio, si empiezas a hacerlo y no es lo tuyo, sigue el consejo de Douglas y el mío y a otra cosa mariposa. 


Con esta idea en la cabeza, la de no hacer cosas en las que eres malo, vengo a desrecomendar con ahínco, ímpetu y, si hace falta, de manera machacona: intentar hacer cualquier cosa que aparezca en Instagram con las palabras “Ikea hack”, “truco para dejar algo como nuevo”, “papel adhesivo”, “pintura a la tiza”, “lijar”, “atornillar”, “pulir”, “para cualquiera”, “fácil y rápido” y, sobre todo, sobre todo “INCREÍBLE TRANSFORMACIÓN”. No es que no tengas que intentarlo, es que no tienes ni que pensarlo. Hay que borrar esas cuentas, esas promociones, todo. 


Todos esos vídeos realizados por gente que, al contrario que tú, tienen seis meses de vacaciones al año, muchísimo espacio para guardar herramientas, pulgares oponibles, ostentan el poder en su casa con absolutismo y, por tanto, no tienen a nadie que les discuta que no les gusta el “azul desayuno” o el “verde verdeliss”, o que no quieren más ratán en ninguna parte. Pero sobre todo, amiga, esa gente era la que sacaba sobresaliente en dibujo y manualidades. ¿Por qué te crees que te acuerdas de los dibujos que hacía Elena Filipovich en 8º de EGB? Porque se le daba bien. ¿Sabes quién se acuerda de tus dibujos o tu caja de estaño labrado? Exacto. Nadie. Ni tú. ¿Por qué? Porque era un truño impresionante sobre el que dejaste tus huellas de sudor adolescente mientras creías esa majadería de que si insistes en algo acabas haciéndolo bien. 


Bien, pues esa gente mañosa que, a lo mejor al contrario que tú, no saben usar Excel o cocinar o son incapaces de hablar en público, han encontrado en Instagram una herramienta, si no para dominar el mundo, sí para humillarlo al mismo tiempo que se sacan unos eurillos aprovechándose de esa majadería que es el espíritu de superación. No intentes superarte, no intentes superar al Señor Ikea. Compra la estantería Lack y limítate a pasarte horas decidiendo si la pones horizontal y vertical, si le pones puertas o cestas y, si te ves atrevido, atorníllale unas patas, aunque ya te advierto que no van a quedar bien. ¿Por qué? Porque no se te da bien. 


Hace muchos años escribí un post sobre Pete. Un tío con pinta de ser profesor de plástica (¿ves? si es que el señor mañoso viene en los genes, como los pelos del entrecejo) se dedicaba a ir por Estados Unidos construyendo casas en los árboles. El concepto era exactamente el mismo que el de esos vídeos de IG, pero Pete siempre hablaba de dinero (180.000 $ por una casita en un árbol para que las gemelas adorables de la joven pareja pudiera jugar a princesas encerradas) y siempre había algún problema durante la construcción: camión atascado en el barro, árboles cuyas ramas se tronchaban y hacían que el bueno de Pete tuviera que pensar otro lugar donde colocar el balcón para ver los atardeceres sobre el bosque en los Apalaches, etc.). Yo era adicta a aquellos programas porque eran tronchantes y porque, como ya he dicho, todo lo que tenga que ver con árboles y tíos con motosierra es mi rollo. 


El problema de los vídeos de trucos en IG es que son Disneyland. Por seguir con Pete, allí la gente no tenía una casa en el árbol y quería una. En los videos de IG la gente ya tiene puertas, pasillos o muebles y está contento con ellas. Bueno, no es que estés contento, es que ya no los ves porque es tu casa, te gusta y no te paras a pensarlo. De repente empiezan a saltarte videos diciéndote que los muebles de madera son antiguos y feos y los iluminan de tal manera que parece que viven dentro del ataúd de la peli Buried. Acto seguido, y de la nada, aparecen papel de embalar como para empaquetar un elefante, media docena de pinceles y brochas a estrenar, cinta de carrocero, destornilladores para quitar bisagras, tiradores y todo lo que moleste. Sospecho que también aparecen 2 semanas de vacaciones o una excedencia de una semana. Se ponen a pintar y pim pam pum... el mueble queda como nuevo y, de la nada, ya no viven en un ataúd sino en la soleada Baja California con luz entrando a raudales por unos ventanales que, cuando el mueble era color madera, debían estar tapiados con ladrillos. 


El mismo proceso ocurre con lo de “pinta de manera fácil tus horribles baldosines del baño”. “¿Horribles?”, piensas tú, que hasta ese momento habías vivido feliz ahí. En el caso de los baños es ya un descojone: “mira el cambio radical”. El truco del tapiado de ventanas siempre es así pero, además, en este caso se añade que en la transformación radical que pretenden venderte solo con la pintura, si sales del estado de abstracción que IG te provoca y te fijas en los detalles verás que además de pintar han cambiado los sanitarios, la grifería, los textiles y la mampara. Presupuesto total del “pinta facil tu baño”: 8.000 €. 


¿Y los que pegan papel pintado? Como vea un solo vídeo de Helena Tablada cambiando el papel de su casa salgo con una recortada a Leroy Merlin. ¿Cuántas veces va a cambiar el papel en su casa? Sinceramente, creo que tiene un toc. Tú no lo tienes y, además, no olvides cómo sudabas cuando tenias que forrar los libros del colegio de tus hijos o, cada Navidad, cómo blasfemas envolviendo. ¿De verdad crees que puedes empapelar la pared de tu salón y que quede recto, ajustado y sin arrugas? No, no puedes. Confieso que una vez, en un momento de debilidad, encargué un papel de esos para forrar un armario. ¿En qué estaba pensando? No lo sé, quizá fue con un bajón de azúcar. Llegaron los rollos, los abrí y me dije: ¿Qué haces? Cogí los rollos, fui a Correos y los devolví. Al volver a casa tenía la sensación de haber esquivado una bala. Todavía tengo escalofríos cuando lo recuerdo. Quién sabe si hasta hubiera grabado un antes y un después.


Yo no soy mañosa y tú, probablemente, tampoco. Si la mayoría de la población fuese mañosa no existiría Ikea ni habría cortinas cuyo bajo se puede pegar con velcro. Tampoco habría negocios de arreglos de costura ni manitas anunciándose con pegatinas en las farolas y las paradas de autobús y los chinos perderían una de sus principales fuentes de ingresos porque las ventas de disfraces se desplomarían.  


Hay que quitarse de esos vídeos porque, si te descuidas, causan un desazón injustificado. Tu casa es estupenda porque es tuya. Elegiste esos baldosines y esos muebles porque te gustaron, tienes fotos en las paredes porque quieres recordar tus buenos momentos, a ti cuando eras joven y alocada o a tus hijos cuando corrían a saludarte cuando entrabas por la puerta. No eres mañoso, no pasa nada, dedícate a otra cosa, a disfrutar tu casa por ejemplo, o a escribir cartas o dibujar panteras rosas con rombos. Haz el bizcocho que llevas haciendo veinte años, relee tu diario de los quince, cuando la sola idea de pintar puertas de color azul amanecer te hubiera parecido una majadería y una pérdida de tiempo. Túmbate a ver la tele, sal a dar un paseo, vete al cine, al Rastro o a comprar marcos para colgar más fotos en tu pasillo. Haz lo que sea, menos lo que se te da mal, lo que sea menos intentar ser mañoso. 


No lo eres. Y solo tienes dos días de fin de semana: son demasiado valiosos para perderlos creyendo que sí.


Hazme caso: ni lo intentes.



domingo, 4 de febrero de 2024

Tinteros y loros

 

El otro día me puse los dedos perdidos de tinta negra al terminar las últimas escurriduras de un tintero que compré antes de la pandemia. No es que escriba poco a mano (llevo dos plumas siempre cargadas de tinta), es que un tintero es algo que dura muchísimo, mucho más de lo que esperas. El caso es que, mientras me resignaba a pasar el resto del día con los dedos como si fuera un periodista de principios del siglo XX con visera y tirantes, pensé en cómo la percepción del tiempo es elástica y variable. Me acordé entonces, mientras enjuagaba el tintero y el lavabo se ponía casi más negro, de que los loros viven 70 años. Este es un dato que mi cabeza almacena porque cuando lo conocí hace un par de años me pareció escandaloso. No por los loros, claro (me parece bien que sean animales longevos), sino por la gente que tiene loros en casa. ¿En qué estás pensando cuando te compras un animal que va a vivir más que tú? ¿Cuánto quieres a un animal para pensar que es buenísima idea que viva 60 años en una jaula encima de tu radiador? En cualquier caso, mientras por fin el lavabo volvía a estar limpio y yo decidía si el tintero debía ir al contenedor de vidrio, a la basura o tenía que aprovecharlo para algo, los 70 años de un loro y los cuatro años que me he tirado escribiendo con tinta negra grafito me parecieron periodos de tiempo similares. ¿En qué? En que realmente no sabes lo largos que se te van a hacer hasta que llegas al final. 


Un tintero dura muchísimo. A mí, que todos los días escribo a mano bastante, me ha llevado cuatro años terminarlo. Y confieso que ya estaba aburrida de ese tono. Llegué al grafito después de otros tantos años escribiendo con verde musgo y el cambio vino, claro, porque me aburrí de ese color. Podría comprarme varios tinteros con diferentes colores pero eso, lejos de solucionar el problema, lo multiplicaría: tendría varios tinteros abiertos y todos ellos, al no tener dedicación exclusiva, durarían no cuatro sino cinco, seis, siete o quizás, horror, una década. «Lo mismo se estropea». No, la tinta no se estropea y lo sé porque hace poco, para una pluma que utilizo solo en casa, abrí un tintero azul turquesa que me regalaron unas amigas cuando cumplí 40 años. Ahora me enfrento a un dilema. Tengo muchísimas ganas de correr a la papelería y pasar un buen rato eligiendo color. Me apetece mucho un azul oscuro que siga siendo azul y no parezca negro sobre el papel pero también tengo ganas de volver al verde o de retomar el rojo o el granate oscuro. Pero ¿queda serio, cuando escribo a mano en reuniones y demás, escribir en rojo sangre como si fuera una muchachita romántica y pasional o fingiera serlo? ¿Sigo con el negro que siempre otorga seriedad y peso a lo que escribes? Tengo ganas de eso pero, por otro lado, me puede la prisa por terminar el tintero azul turquesa. Pienso: si en vez de usarlo solo en casa, cargo también las dos plumas que uso para trabajar, puede que este tintero, en vez de durar cuatro años, dure 2 y entonces, libre del cargo de conciencia de tener tinteros sin terminar, podré elegir con libertad y tranquilidad un nuevo color para mis letras. 


Toda esta reflexión sobre loros y tintas se extendió a lo largo de toda mi jornada. En algunos momentos me parecía que si seguía ese hilo, a todas luces bastante estúpido, quizás llegaría a alguna conclusión brillante que me permitiera escribir algo decente. «Tiempo, tiempo, tiempo… » ¿Qué más me viene a la cabeza sobre esto? La percepción del tiempo, cómo las cosas se nos pasan volando o increíblemente lentas dependiendo de un montón de factores que no siempre tienen que ver con el famoso «si te lo estás pasando bien se pasa antes» y así, siguiendo ese caminito de absurdeces pensé en el día, hace un par de años, en el que un regidor de un concurso de televisión me dijo: «Hagas lo que hagas, no mires cuánto tiempo te queda en el marcador, concéntrate en responder las preguntas». Como la mujer de Lot, no le hice caso y no gané 30.000 €. ¿Por qué no le hice caso? Pues no lo sé, supongo que porque entré al plató convencida de que no iba a ganar y entonces ¿para qué no mirar si me quedaban 10 segundos o 14? ¿Cuánto duran 14 segundos? ¿De verdad se pueden ganar 30.000 € en ese tiempo? Lo que nunca hago, sin embargo, es mirar cuánto tiempo queda de una videoreunión. He descubierto, para mi regocijo, que los europeos con los que llevo trabajando desde junio cuando ponen una reunión de 30 minutos, tras esa media hora se despiden y terminan. Y lo mismo ocurre si duran una hora. Esto me ha pillado completamente por sorpresa porque llevo años teniendo videollamadas con españoles que o bien resultan interminables o bien acaban por el goteo de abandonos de sus participantes, cuando tras hora y media de cháchara absolutamente improductiva empiezan a decir «he de dejaros que tengo otra reunión». Con los europeos, mi táctica para no sentir el tiempo pasar tan despacio que casi me noto crecer el pelo, es no mirar nunca el reloj, mantener mi mirada lejos del reloj de la pantalla y concentrarme en cualquier otra cosa (preferiblemente el contenido de la reunión, pero esto no es siempre posible). Con esta táctica he descubierto que una hora, a veces, se me pasa en treinta y cinco minutos. La absurda sensación de ganar minutos que ya no existen me pone contenta. Las reuniones en persona desatan en mí otras sensaciones: pereza extrema minutos antes de empezar, deseo con todas mis fuerzas que el resto de participantes hayan caído presa de una virus estomacal, que me llame mi portero para explicarme que me he dejado un grifo abierto y estoy inundando al vecino o cualquier otro hecho fortuito que haga que esas horas que me esperan por delante no ocurran. Una vez que la desgracia es inevitable descubro, cada vez, que las reuniones en persona se me pasan más rápido que las videollamadas. Estoy, además, esforzándome por estar de verdad presente en ellas. Trato de no mirar el móvil, si puedo ni siquiera llevo el ordenador y me dedico solo a tomar notas si lo que se comenta es muy interesante o dibujar flores si me la sopla bastante pero quiero enterarme de lo que se cuece. He descubierto, además, que así como soy inmune a que la gente me preste atención si soy yo la que estoy hablando, lo paso mal si el que habla es otro y yo percibo que el resto de la gente está mirando instagram o contestando mails. ¿Por qué me pasa esto? No lo sé, supongo que es algún mal funcionamiento o extrafuncionamiento de mi empatía laboral. Últimamente me estoy concentrando, además, en mirar fijamente a la persona que está hablando y he descubierto que eso desconcierta muchísimo. Creo que estamos tan acostumbrados a que nadie nos preste atención de verdad, con todos los sentidos puestos en nosotros que, cuando alguien lo hace, empiezas a pensar ¿tendré una mancha? ¿Tengo un moco? ¿Se me ha desabrochado la camisa y se me ve el sujetador? ¿Va a regañarme? Prestar atención también hace que el tiempo corra más deprisa y las reuniones en persona vuelen. Eso sí, cuando salgo estoy para acostarme. 


Casi 11 años del tintero azul turquesa. Casi 10 años desde que me divorcié y 18 y medio viviendo en esta casa. Cada uno de esos plazos ha transcurrido de manera diferente a pesar de coincidir en el espacio y en mi tiempo, en mi vida. ¿Serán iguales los 60 años del loro encerrado en la jaula que los 60 del chaval que lo recibe por su comunión y convive con él hasta que se jubila? 


¿Para qué vive un loro 70 años? ¿Un loro vuela? ¿Merece la pena gastarme 25 euros en un tintero de calidad si me va a durar 4 años? ¿25 € de ilusión que sé que en algún momento me aburrirá y desearé que se termine cuanto antes? ¿Tendría más sentido que solo fueran 10 euros? Si empiezo a tomar notas y a dibujar flores en todas mis reuniones quizá los tinteros se acaben antes. ¿Y si dibujo loros?


A quién quiero engañar: ni en 70 años sería yo capaz de dibujar un loro.


Suscribete a Cosas que (me) pasan. Si quieres.


domingo, 21 de enero de 2024

Flujo de pensamientos y casualidades

Según terminé de escribir la semana pasada, me saltó un episodio con el título How to discover your own taste, una de las casualidades que me llevaron a acordarme de El cuaderno rojo, de Paul Auster. Recuerdo perfectamente que lo terminé una de mis últimas tardes de parque. Estaba sentada en un banco, llegué al final y sin pensarlo volví al principio para leerlo de nuevo. Me había fascinado esa serie de concatenaciones vitales que Auster recuperaba, suyas y de conocidos o amigos, escuchadas también por casualidad. Hay mucha gente que no cree en las casualidades porque considera que cuando ocurren, cuando tú ves ese hilo invisible que ha unido y conectado hechos, situaciones y personas, sencillamente lo estás forzando para darle algún tipo de sentido. Otros no creen en las casualidades porque son incapaces de prestar atención a los detalles de sus vidas, o no tienen memoria para recordar hechos, sensaciones o situaciones del pasado y pierden así la posibilidad de establecer cualquier vínculo. Veo La sociedad de la nieve y a los dos días, sin que tocara y sin razón aparente, escucho un episodio del podcast Search Engine que responde a la pregunta ¿Por qué no comemos carne humana? Al día siguiente continúo viendo Doctor en Alaska, la sexta temporada, y llego, también por casualidad, a un episodio en el que Ruth Ann descubre que a su abuelo se lo comió el abuelo de Holly en medio de un temporal en 1897. Aún hay más, escucho Andes. 72 noches en la montaña, un podcast sobre el accidente del avión uruguayo y ahí descubro que el colegio de los muchachos se llama Stella Maris, como el grupo de las niñas de La Mesías, que, por cierto, no me gustó. Me aburro con Los Javis: no digo que no sean brillantes, pero son tan conscientes de su talento y hacen tanto alarde que me cargan. Es como ver un pavo real: la primera vez dices «oh, un pavo real, qué espectacular»; la segunda «anda mira, a ver si abre la cola»; la tercera «anda... otra vez»; pero cuando te das cuenta de que el pavo lo que quiere es barrerte la cara con la cola «mira qué guapo soy, mira qué chulo soy, mira cómo molo», te das la vuelta y te vas o piensas en cómo quedaría relleno de frutos secos, carne picada, pasas, orejones y un puré de manzana de acompañamiento. Las casualidades no acaban ahí: comparto con mi amiga Kar una foto de los libros que me han traído los Reyes y me contesta: «Oh, a mí también me han regalado Cantos de sirena, de Chairman Clift». En Doctor en Alaska celebran la llegada del invierno, Maggie prepara su casa para cobijarse en lo más crudo del frío y todos se felicitan cuando empieza a nevar diciendo «Bon hiver». Hace viento en Madrid, me gusta el viento. 


“There is nothing as exciting as the wind. New love— and the wind. But the wind has always been there. Even before you knew of love, you knew of the wind. The wind could excite you as a child, and it still can, and will”. (Winter, Rick Bass)


Camino por la calle y de refilón leo en un escaparate «Diseño de sonrisa». Me parece aterrador. ¿En qué momento de tu vida y por qué decides que no te gusta tu sonrisa y quieres que te diseñen otra? ¿Alguien de tu entorno viene y te comenta como de pasada «tienes una sonrisa espantosa» o «mejor no sonrías que das miedo»? Para solucionar eso preferiría ver en un escaparate «te diseñamos nuevas amistades». 


«Ella ha ido dos veces sin escolta. La gente de palacio...». Contengo las ganas de girarme para ver la pinta de la señora que está diciendo esto por la calle Goya. Veo Saltburn, me duermo veinte minutos y cuando despierto no me hace falta ir para atrás para ver lo que ha pasado. Ya conozco esta historia, ya sé que va a pasar, me da muchísima pereza. ¿Es que nadie ha visto que es Ripley en Retorno a Brideshead? «Uy, mira, vamos a coger esas historias “que ya nadie recuerda” y le damos un toquecito cuqui y moderno y nos hacemos los transgresores». Me aburrí muchísimo, todo es vacuo, vacío, efectista y en el minuto 10 dije «lo del padre es mentira». Aún así, esta vida de ricos absurdos me llevó a una historia de mi infancia, cuando yo tenía doce o trece años, mi mejor amiga del colegio se llamaba Cristina y tenía un apellido importante, de esos que llevan un «de» en medio, porque son de alguna parte, tienen «raíces». Las suyas estaban en Asturias. Éramos muy amigas y ella era encantadora. Vivía, además, enfrente del colegio, algo que a mí me parecía mucho más envidiable que todo el dinero que tenía su familia. Algunas tardes íbamos a su casa a estudiar. Por aquel entonces tenía una habitación decorada por un profesional, con una cama-cama (yo dormía en litera, dormí en litera hasta el día antes de casarme con 28 años), tenía tocador, mesa de estudio, de todo y una foto enmarcada de un caballo. «Qué bonito», dije la primera vez que la vi antes de percatarme de que aquello era un semental y la increíble tranca del animal, algo que no he olvidado jamás. Íbamos allí muchas tardes, tenían una criada filipina que nos preguntaba qué queríamos merendar y nos lo traía en una bandeja. A mí todo aquello me parecía excéntrico, pero pensaba que todo era una especie de performance y que, en algún momento, serían una familia normal. Cuando me invitó a pasar un fin de semana, a quedarme a dormir, descubrí que eso no pasaba, que esa vida con rituales, gestos y convenciones sociales eran su rutina habitual. El viernes por la noche nos sentamos a cenar en el salón. Su padre, su madre, su hermano R, su hermano P (que por aquel entonces debía tener 16 o 17 años y a mí me parecía el hombre más atractivo del mundo) y nosotras dos. Una mesa espectacular, todo muy ceremonioso pero que creí manejable, hasta que se abrió la puerta de la cocina y la chica filipila entró, vestida con cofia y guantes, a servirnos la cena. Se acercó a mi, por mi izquierda, a ofrecerme sopa de tortuga. Yo no sabía cómo había que servirse, cómo evitar tirarme todo por encima. La cena entera fue una agonía. Si servirme sopa me había parecido difícil, el segundo plato, que no recuerdo, era de los que había que pinzar con doble cubierto. Ellos charlaban,reían y comentaban sin inmutarse siguiendo una coreografía que claramente tenían interiorizada. Aquella era su vida real. Al día siguiente fuimos a su club y el domingo a casa de su abuelo que, entre otros lujos hasta entonces desconocidos para mí, tenía un pabellón de caza con una muestra de todos los animales disecados que había matado en sus muchos años como cazador. Recuerdo especialmente un oso grizzly erguido que medía unos tres metros. Jamás he olvidado aquel fin de semana por las ganas que tenía de que terminara y volver a una vida normal en la que cenábamos en la cocina, la fuente se ponía en el centro de la mesa y no había osos en casa de mis abuelos. Voy al cine a ver Los que se quedan, que me gusta, sin más. Es entretenida, mona, a medio camino entre El club de los poetas muertos, El club de los cinco y Criadas y señoras. Me paso toda la película añorando vivir en un sitio en el que la nieve caiga y aguante un mes. Un sitio donde pueda decir «Bon hiver». Me he dado cuenta de que cuando estoy tumbada boca arriba cruzo siempre el pie derecho por encima del izquierdo. ¿Cuánto tiempo llevo haciendo esto? Si lo hago al revés estoy incómoda, pero me fuerzo a hacerlo para no tener manías absurdas. Me cuesta, tengo que concentrarme porque si no, en cualquier momento, cuando me despisto, mi cuerpo dice «eh, ya está distraída, volvamos a la posición que nos gusta». Cada vez veo más mujeres con uñas en punta. La última, el otro día, en una tienda a la que fui a recoger un paquete. Me dan miedo esas uñas, un miedo parecido al que me daba  Diana, la mala de V. Es casi físico el miedo que me da enfrentarme a algo que no comprendo y que parece que puede hacerme daño.

"I think a lot about the difference between what in my head is the push internet and the pull internet... the internet where things are pushed at you and the internet where you have to do some work...you have to pull it towards you". Ezra Klein

En el episodio sobre cómo construímos nuestro gusto, dice Ezra Klein que él cree que hay dos clases de internet, el pull y el push, que podríamos traducir como el de emp y el de est. (Esto, claro, me lleva a mi tebeo favorito de Mortadelo y Filemón, en el que los dos agentes de la TIA tienen que ir a buscar las joyas de la corona que alguien ha robado. Siguen la pista de las joyas hasta un ladrón que las ha colocado en unos enanitos de escayola, de esos de jardín, que ha vendido en distintas regiones de Alemania. Uno de esos enanitos está en la región de los avaros, que no recuerdo ahora mismo cuál es. Llegan a la estación de tren, piden dos billetes y les pregunta el taquillero: «¿Cuál quieren? ¿Est o emp?». Eligen est pensando que serán «estupendos», pero pronto descubren que lo que han comprado es «estirar». Tiran con fuerza de una cuerda para mover al tren mientras se lamentan de no haber comprado emp sin saber que en la parte final del tren otros pasajeros están empujando el convoy). Volviendo a Klein, me gustó su reflexión: te puedes enfrentar a internet, y a casi todo, limitándote a ver lo que te ofrece, lo que te muestra; o puedes usarlo para buscar lo que te interesa, lo que te provoca curiosidad. 


Las casualidades son una mezcla de push y pull: Push porque la vida te pasa aunque tú no quieras y pull si haces el esfuerzo de encontrarlas. 



domingo, 14 de enero de 2024

Lo que nos gusta y lo que no

 


El otro día mientras brujuleaba por internet, revisando lecturas pendientes y demás, me encontré con un artículo titulado “London, going mad for Christmas in the 1980s”. Dejando de lado que ese «volverse loco» de los 80 era de una sobriedad casi conventual comparado con el festival lumínico, ornamental y hortera que sufrimos ahora en casi cualquier parte y desde noviembre, esta fotografía tan terrorífica hizo clic en mi cabeza.


Fue así: «Muñecas. Uf, qué horror... Un momento, se parecen un poco, lejanamente, a unas muñecas que ilustraban unas pegatinas, unos stickers diríamos ahora, con los que jugaba en los pasillos del colegio cuando tenía 8 o 9 años. Nos sentábamos en el suelo de los pasillos, unos suelos de falso granito rojo y jugábamos a darles la vuelta golpeándolas con la mano ahuecada». ¿Dónde están aquellas pegatinas? ¿Las tiré? ¿Estarán en alguna caja en Los Molinos? Me encantaban aquellas pegatinas: las ilustraciones de niñas con mofletes colorados, vestidas con delantales blancos impolutos sobre faldas marrones o azules, el pelo rubio, los grandes ojos, siempre rodeadas de algún gato o cachorro, o unas bolas de navidad, o flores o libros, me proporcionaban una sensación de hogar, de calor, quería vivir en el mundo de aquellas pegatinas. Me encantaban. 


El siguiente salto mental que di fue: ¿Por qué dejan de gustarnos las cosas que en un momento dado nos encantaron? Llegados a una cierta edad todos sabemos que algo o alguien que nos gusta mucho, muchísimo, que nos parece casi perfecto puede, en un futuro, dejar de gustarnos. Sabemos incluso que aquello que ahora nos parece perfecto llegaremos, quizá, a considerarlo desagradable, insoportable. 


No me inquieta el porqué dejan de gustarnos las cosas. Eso, lamentablemente, puede tener explicación: nos aburrimos, nos acostumbramos, nuestros gustos evolucionan por la cultura adquirida, por la experiencia, llegan otros gustos que apartan a los anteriores. Me pregunto qué mecanismo hace que cuando estamos en ese punto de gustarnos algo mucho, muchísimo, seamos incapaces de pensar que en algún momento ese lo que sea nos será indiferente, lo olvidaremos. No importa la experiencia que tengas, las veces que te haya pasado, siempre crees que si este libro, esta canción, esta mayonesa, este trabajo, esta casa, estas vistas te gustan ahora te gustarán para siempre, que es imposible que esa magia se acabe, se pase. Y vuelve a ocurrir. Una y otra vez, una y otra vez. ¿Por qué lo olvidamos? Pensándolo ahora supongo que es algún tipo de motivo psicológico que nos permite vivir ilusionándonos. (Por cierto, el otro día leí a una influencer en Ig «la ilusión es el combustible del alma» y, POR FAVOR, no seas una persona que dice este tipo de frases. Y sobre todo, no seas como ella que, ENCIMA, se la atribuía a Cervantes). 


¿Por qué nos gusta algo? Nunca en mi vida me había parado a pensarlo hasta ahora mismo. ¿Será porque lo que sea que es de nuestro agrado ha conectado con otro «algo» interno nuestro? (¿Es este texto el que tiene más «algos» de la historia? Creo que sí). Y ese gancho interno que nos conecta con lo que nos gusta, ¿cómo funciona? Porque, obviamente, caduca. O quizá tenemos muchos de esos ganchos a lo largo de nuestra vida. Unos son perennes, otros son temporales y van brotando en distintas etapas de tu vida. Algunos de esos florecen para convertirse en permanentes y otros se secan, mueren y se caen. Los hay que pueden rebrotar con el estímulo adecuado. Algunos de mis ganchos perennes son, por ejemplo, con Los Molinos o con Bruce Springsteen, los canelones, el membrillo, la lluvia, la noche, el frío, el invierno, el escribir con pluma, leer o el chocolate blanco. Entre los temporales que surgen a lo largo de la vida creo que uno muy común, compartido por mucha gente, que es el amor por las verduras. De niños pocos son los que adoran comer judías verdes o brócoli o crema de puerros; sin embargo con cuarenta la cosa cambia, no es solo que te gusten, es que tú, que preferías no comer a tomar coliflor, tienes ahora guardadas en el móvil 25 recetas para cocinarla. De estos ganchos surgidos en mi mediana edad, yo llevo como bandera mi completa devoción por Brad Pitt ahora, no cuando tenía 20, ni 30, ni 40... y me parecía blandengue y poco atractivo. ¿Cuánto me durará? Entre los ganchos que brotaron, florecieron, se secaron y se convirtieron en ceniza podría mencionar a los Hombres G, los tebeos de Esther, escuchar Todopoderosos o La Cultureta, esquiar, las fiestas de Los Molinos, el whisky con coca-cola, pero tengo especialmente grabado mi gusto por Hello Kitty: es uno de esos recuerdos que se te queda pegado a las paredes de tu memoria, flotando como una tela de araña que cuando menos te lo esperas se te pega a la cara. Cuando tenía once o doce años una de mis abuelas me dió 5.000 pesetas por mi cumpleaños. Era la primera vez que me daban dinero en lugar de un regalo y tener que tomar la decisión de en qué gastármelo me parecía muchísima responsabilidad. ¿Y si me equivocaba? Paseé por tiendas con mi madre hasta que al final decidí comprarme una carpeta de gomas, un bolígrafo y un cuaderno. La carpeta me gustó tanto tantísimo que durante meses la tuve guardada en un cajón decidiendo para qué podía usarla para que estuviera a la altura. No recuerdo más. Obviamente es mucho mejor que el gancho que me unía a Hello Kitty sea ya cenizas pero hoy, que me he puesto a pensar en esto, me sorprende que este gusto, como tantos otros pasados, desapareciera sin más. ¿De cuántas cosas que me encantaron no guardo el más mínimo recuerdo? 


Volviendo al principio: Las muñecas diabólicas del escaparate me parecen horrorosas, no entiendo que le gusten a alguien ¿Por qué los gustos de otros nos son tan ajenos? A mí me resulta incomprensible que a la gente le guste El Hormiguero, La Isla de las Tentaciones, Aquaman, los zapatos destalonados con los que no se puede caminar, la lengua de ternera, el calor del verano, el pollo en pepitoria, la primavera, ir al parque con sus hijos, las canciones de Siempre Así, la Feria de Abril, la cerveza sin alcohol, la cara que se te queda cuando te pinchas bótox por encima de tus posibilidades, viajar a países calurosos, First Dates, las alcachofas, o escritores, músicos, actores o personalidades que levantan pasiones y que yo no consigo entender. Por supuesto, mis gustos son incomprensibles para otros. 


“The first principle is that you must not fool yourself and you are the easiest person to fool”

― Richard Feynman


También sé que el hecho de desengancharse de personas lo tenemos mucho más interiorizado. Como decía antes, cuando estamos en el pico de oxitocina de un enamoramiento o en el momento dulce de una amistad no pensamos que esa sensación de felicidad absoluta se pasará, pero que no lo pensemos no quiere decir que no lo sepamos. Preferimos ignorarlo y nos engañamos a nosotros mismos pensando que esta vez será diferente, que no pasará, que lo vamos a hacer bien para que esa desafección no ocurra como las otras veinticinco veces anteriores porque, como decía Richard Feynman, es facilísimo engañarse a uno mismo.


¿Dónde estarán mis pegatinas de muñecas? ¿Y mis tebeos de Esther? ¿Y el disco de Hombres G con Jerry Lee Lewis en la portada? ¿Dónde está esa fe inquebrantable en que mi primer novio era “el amor de mi vida”? ¿Qué pasó con todo lo que adoraba y dejó de gustarme? Cuando tenía 33 descubrí que me gustaba escribir. ¿Y si deja de gustarme? Y ¿me quedarán cosas nuevas, ganchos nuevos, por descubrir y entusiasmarme con ellas? Espero que sí. 





domingo, 10 de diciembre de 2023

Flujo de pensamientos inconexos (o no)

Baumgartner, el protagonista de la última novela de Paul Auster, hace una pausa en la escritura del libro que está terminando y baja a la cocina a por un zumo. Estando allí se da cuenta de que hace un día precioso de finales de septiembre y sale al jardín a sentarse y dejar que sus pensamientos pululen. Llevo tres días en Cicely haciendo eso: dejar que mi mente divague, pulule y salte de idea en idea para ver si se concretaba en algo. Me ha pasado como a Baumgartner, que mi cabeza ha picoteado ideas, recuerdos, preocupaciones y bobadas sin concretar nada. Me he encontrado pensando: ¿Y qué hago con esto? ¿Por qué le estoy dando vueltas a esta idea o volviendo a este recuerdo? No he sacado nada en claro, nada coherente, con sustancia, peso ni consistencia pero sí un montón de principios, o de finales, esbozos, esquemas, notas que, a lo mejor, en un futuro posible pero ni cercano ni lejano, tienen la posibilidad de crecer con un sentido o con un propósito. No esperes orden, ni concierto, ni sentido, ni chispazos de genialidad. A veces hay que desatascar el desagüe para que vuelva a fluir. 


En este planeta hay sitio para más población, más coches, más idiotas con ínfulas y, si me apuras, más plástico. Pero no cabe ni una sola receta de calabacín más.


Es facilísimo perder un calcetín y dificilísimo llegar al final de la vida útil de una pareja de calcetines completa. Si no se han separado durante el trayecto cuesta la vida llegar conscientemente al momento: estos calcetines a tirar. Siempre estás en un ciclo infinito con ellos, se empiezan a desgastar y cuando se rompen nunca te acuerdas de tirarlos; los echas a lavar, vuelven al cajón y cuando te los pones y te das cuenta de que están rotos es, casi siempre, cuando tienes más prisa y dices «bah, no importa». Yo tengo unos calcetines de Garfield que me regaló un ligue hace veinticinco años. Fue, además, el primer ligue que me acercó al mundo del acoso porque un buen día, en Los Molinos, al ir a coger mi coche al salir de un bar me encontré una cajetilla de Marlboro prendida en el limpiaparabrisas. La única persona que conocía que fumaba Marlboro era él. Cuando le llamé a preguntar me dijo: «fui hasta Los Molinos a ver qué hacías». Quizás debería tirar esos calcetines pero ya digo que no es fácil. 


Dejar las cosas a medias es un talento. No digo olvidarlas, digo estar a la mitad de algo y decir: hasta aquí, no merece la pena, me aburro, no quiero esforzarme más. Si tienes ese talento, cultívalo. 


No nieva, pero a cambio en la noche sin nubes se ven las estrellas con una nitidez que casi hace daño. 


Cada mañana al ir a ducharme me agarro a la barra de la ducha. Me da miedo caerme. ¿ A qué edad empiezas a pensar que puedes caerte, tropezar en cualquier momento? Es curioso cómo eres mucho más consciente del peligro de las caídas físicas pero sabes que no caerás en muchas de las trampas emocionales. No te librarás de todas, claro... pero sí de muchas, porque las verás venir y saltarás alegremente sobre ellas o las esquivarás con un elegante arabesco lateral o un «que te den por culo». A mi me compensa lo de tener que agarrarme a la barra de la ducha. 


El yogur de oveja es absurdamente caro. Y riquísimo.


Cuando alguien está cocinando, te está cocinando algo, no hay que acercarse a mirar fijamente para luego decir: ¿Lo vas a cortar así? ¿No vas a bajar el fuego? ¿No crees que hay que echarle más aceite? Eso no se hace. Es muy desagradable. Piensa: ¿Si estuviera fregando el baño también irías a corregir arriesgándote a que te dijera «toma, limpia tú»? No, ¿verdad? Pues eso. Si te cocinan, te sientas y haces compañía y te comes lo que te den, pero no corriges.


Enrostrar. Editando un podcast argentino he aprendido un montón de expresiones que me han encantado, pero mi favorita, sin duda, es «enrostrar». Nada de echar en cara: enrostrar. Me encanta. Estoy deseando poder enrostrar algo a alguien. En mi despacho tengo una figura de Obélix con un bocadillo de texto (en el original venía una frase en francés) en el que yo he puesto: «Yo tenía razón». Es un Obélix de enrostrar.


Las tiendas de bolsos, abanicos, gorras, carteras o cinturones de corcho son centros de blanqueo de capitales. Lo sabemos todos, ¿no? Igual que las tiendas con barriles gigantes, decoradas como barcos piratas, que venden chuches gigantes cero apetitosas. 


“She died on the cutting-room floor”. Aprendo esta expresión también en la novela de Auster. Es una expresión que se utiliza para explicar la desaparición de un personaje que, en una peli, grabó sus escenas pero luego no aparece en el montaje final de la película. También pasa en la vida real. ¿Cuánta gente que en tu vida tuvo un papel importante no aparece ya nunca en ninguno de tus pensamientos? ¿Cuánta de esa gente, si algún día alguien escribe la historia de tu vida, habrá desaparecido en el cuarto de montaje? 


«Me gano la vida viendo pelis. Es un poco más complicado pero es a lo que me dedico». Le he dicho a mi hija que esta era la frase que tenía en mi perfil en una app para ligar. He tenido que contárselo porque me ha preguntado si tenía puesto «Me gusta vivir la vida intensamente» y no podía permitirme que pensara que soy una cursi. 


“Porque no hay una forma adecuada de planificar la vida ni tampoco de vivirla: sólo un montón de formas inadecuadas” (Francamente Frank, Richard Ford)


No sé si pedirle a los reyes este artilugio. No me da miedo que no me guste, me da miedo que me guste demasiado y entonces dejar de escribir con pluma y tinta de colores. ¿Y si lo uso solo para trabajar?


Estoy en Cicely con mi madre y con mi hija, con la que hacía seis años que no venía por aquí. Mi madre compró esta casa cuando tenía más o menos mi edad actual. Dentro de esos mismos años habré cumplido 76. ¿Tendré ya mi propia casa? ¿Seremos aún los dueños de ésta? Se ha apagado la chimenea. No queda leña menuda así que tengo que salir a buscar alrededor del pueblo. Fantaseo con venirme aquí un mes, yo sola. Pienso que me levantaría y, antes de ponerme a trabajar (es una fantasía asequible de un mes de teletrabajo, no una fantasía loca de ganar la lotería y retirarme), salir a dar un paseo y admirar el paisaje. Volvería a salir al terminar, solo a recorrer el pueblo (que apenas tiene dos calles) antes de volver a encerrarme  y disfrutar del silencio. Estoy pensando que, a lo mejor, si hiciera eso, viviría en un estado de paz tan absoluta y tan fuera del mundo que no se me ocurriría nada para escribir. Nada de lo que pueda pasar en el futuro me desasosiega como lo hubiera hecho hace cinco, diez o quince años. Vuelvo continuamente a una frase que escuché en un podcast hace unos meses: “Life is really a series of random events. So, that's it. There's no point in worrying about it”.


No hay más por hoy. El desagüe ha quedado limpio, espero que vuelva a correr la inspiración. 


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