Mostrando entradas con la etiqueta Pensando... Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pensando... Mostrar todas las entradas

domingo, 14 de enero de 2024

Lo que nos gusta y lo que no

 


El otro día mientras brujuleaba por internet, revisando lecturas pendientes y demás, me encontré con un artículo titulado “London, going mad for Christmas in the 1980s”. Dejando de lado que ese «volverse loco» de los 80 era de una sobriedad casi conventual comparado con el festival lumínico, ornamental y hortera que sufrimos ahora en casi cualquier parte y desde noviembre, esta fotografía tan terrorífica hizo clic en mi cabeza.


Fue así: «Muñecas. Uf, qué horror... Un momento, se parecen un poco, lejanamente, a unas muñecas que ilustraban unas pegatinas, unos stickers diríamos ahora, con los que jugaba en los pasillos del colegio cuando tenía 8 o 9 años. Nos sentábamos en el suelo de los pasillos, unos suelos de falso granito rojo y jugábamos a darles la vuelta golpeándolas con la mano ahuecada». ¿Dónde están aquellas pegatinas? ¿Las tiré? ¿Estarán en alguna caja en Los Molinos? Me encantaban aquellas pegatinas: las ilustraciones de niñas con mofletes colorados, vestidas con delantales blancos impolutos sobre faldas marrones o azules, el pelo rubio, los grandes ojos, siempre rodeadas de algún gato o cachorro, o unas bolas de navidad, o flores o libros, me proporcionaban una sensación de hogar, de calor, quería vivir en el mundo de aquellas pegatinas. Me encantaban. 


El siguiente salto mental que di fue: ¿Por qué dejan de gustarnos las cosas que en un momento dado nos encantaron? Llegados a una cierta edad todos sabemos que algo o alguien que nos gusta mucho, muchísimo, que nos parece casi perfecto puede, en un futuro, dejar de gustarnos. Sabemos incluso que aquello que ahora nos parece perfecto llegaremos, quizá, a considerarlo desagradable, insoportable. 


No me inquieta el porqué dejan de gustarnos las cosas. Eso, lamentablemente, puede tener explicación: nos aburrimos, nos acostumbramos, nuestros gustos evolucionan por la cultura adquirida, por la experiencia, llegan otros gustos que apartan a los anteriores. Me pregunto qué mecanismo hace que cuando estamos en ese punto de gustarnos algo mucho, muchísimo, seamos incapaces de pensar que en algún momento ese lo que sea nos será indiferente, lo olvidaremos. No importa la experiencia que tengas, las veces que te haya pasado, siempre crees que si este libro, esta canción, esta mayonesa, este trabajo, esta casa, estas vistas te gustan ahora te gustarán para siempre, que es imposible que esa magia se acabe, se pase. Y vuelve a ocurrir. Una y otra vez, una y otra vez. ¿Por qué lo olvidamos? Pensándolo ahora supongo que es algún tipo de motivo psicológico que nos permite vivir ilusionándonos. (Por cierto, el otro día leí a una influencer en Ig «la ilusión es el combustible del alma» y, POR FAVOR, no seas una persona que dice este tipo de frases. Y sobre todo, no seas como ella que, ENCIMA, se la atribuía a Cervantes). 


¿Por qué nos gusta algo? Nunca en mi vida me había parado a pensarlo hasta ahora mismo. ¿Será porque lo que sea que es de nuestro agrado ha conectado con otro «algo» interno nuestro? (¿Es este texto el que tiene más «algos» de la historia? Creo que sí). Y ese gancho interno que nos conecta con lo que nos gusta, ¿cómo funciona? Porque, obviamente, caduca. O quizá tenemos muchos de esos ganchos a lo largo de nuestra vida. Unos son perennes, otros son temporales y van brotando en distintas etapas de tu vida. Algunos de esos florecen para convertirse en permanentes y otros se secan, mueren y se caen. Los hay que pueden rebrotar con el estímulo adecuado. Algunos de mis ganchos perennes son, por ejemplo, con Los Molinos o con Bruce Springsteen, los canelones, el membrillo, la lluvia, la noche, el frío, el invierno, el escribir con pluma, leer o el chocolate blanco. Entre los temporales que surgen a lo largo de la vida creo que uno muy común, compartido por mucha gente, que es el amor por las verduras. De niños pocos son los que adoran comer judías verdes o brócoli o crema de puerros; sin embargo con cuarenta la cosa cambia, no es solo que te gusten, es que tú, que preferías no comer a tomar coliflor, tienes ahora guardadas en el móvil 25 recetas para cocinarla. De estos ganchos surgidos en mi mediana edad, yo llevo como bandera mi completa devoción por Brad Pitt ahora, no cuando tenía 20, ni 30, ni 40... y me parecía blandengue y poco atractivo. ¿Cuánto me durará? Entre los ganchos que brotaron, florecieron, se secaron y se convirtieron en ceniza podría mencionar a los Hombres G, los tebeos de Esther, escuchar Todopoderosos o La Cultureta, esquiar, las fiestas de Los Molinos, el whisky con coca-cola, pero tengo especialmente grabado mi gusto por Hello Kitty: es uno de esos recuerdos que se te queda pegado a las paredes de tu memoria, flotando como una tela de araña que cuando menos te lo esperas se te pega a la cara. Cuando tenía once o doce años una de mis abuelas me dió 5.000 pesetas por mi cumpleaños. Era la primera vez que me daban dinero en lugar de un regalo y tener que tomar la decisión de en qué gastármelo me parecía muchísima responsabilidad. ¿Y si me equivocaba? Paseé por tiendas con mi madre hasta que al final decidí comprarme una carpeta de gomas, un bolígrafo y un cuaderno. La carpeta me gustó tanto tantísimo que durante meses la tuve guardada en un cajón decidiendo para qué podía usarla para que estuviera a la altura. No recuerdo más. Obviamente es mucho mejor que el gancho que me unía a Hello Kitty sea ya cenizas pero hoy, que me he puesto a pensar en esto, me sorprende que este gusto, como tantos otros pasados, desapareciera sin más. ¿De cuántas cosas que me encantaron no guardo el más mínimo recuerdo? 


Volviendo al principio: Las muñecas diabólicas del escaparate me parecen horrorosas, no entiendo que le gusten a alguien ¿Por qué los gustos de otros nos son tan ajenos? A mí me resulta incomprensible que a la gente le guste El Hormiguero, La Isla de las Tentaciones, Aquaman, los zapatos destalonados con los que no se puede caminar, la lengua de ternera, el calor del verano, el pollo en pepitoria, la primavera, ir al parque con sus hijos, las canciones de Siempre Así, la Feria de Abril, la cerveza sin alcohol, la cara que se te queda cuando te pinchas bótox por encima de tus posibilidades, viajar a países calurosos, First Dates, las alcachofas, o escritores, músicos, actores o personalidades que levantan pasiones y que yo no consigo entender. Por supuesto, mis gustos son incomprensibles para otros. 


“The first principle is that you must not fool yourself and you are the easiest person to fool”

― Richard Feynman


También sé que el hecho de desengancharse de personas lo tenemos mucho más interiorizado. Como decía antes, cuando estamos en el pico de oxitocina de un enamoramiento o en el momento dulce de una amistad no pensamos que esa sensación de felicidad absoluta se pasará, pero que no lo pensemos no quiere decir que no lo sepamos. Preferimos ignorarlo y nos engañamos a nosotros mismos pensando que esta vez será diferente, que no pasará, que lo vamos a hacer bien para que esa desafección no ocurra como las otras veinticinco veces anteriores porque, como decía Richard Feynman, es facilísimo engañarse a uno mismo.


¿Dónde estarán mis pegatinas de muñecas? ¿Y mis tebeos de Esther? ¿Y el disco de Hombres G con Jerry Lee Lewis en la portada? ¿Dónde está esa fe inquebrantable en que mi primer novio era “el amor de mi vida”? ¿Qué pasó con todo lo que adoraba y dejó de gustarme? Cuando tenía 33 descubrí que me gustaba escribir. ¿Y si deja de gustarme? Y ¿me quedarán cosas nuevas, ganchos nuevos, por descubrir y entusiasmarme con ellas? Espero que sí. 





domingo, 10 de diciembre de 2023

Flujo de pensamientos inconexos (o no)

Baumgartner, el protagonista de la última novela de Paul Auster, hace una pausa en la escritura del libro que está terminando y baja a la cocina a por un zumo. Estando allí se da cuenta de que hace un día precioso de finales de septiembre y sale al jardín a sentarse y dejar que sus pensamientos pululen. Llevo tres días en Cicely haciendo eso: dejar que mi mente divague, pulule y salte de idea en idea para ver si se concretaba en algo. Me ha pasado como a Baumgartner, que mi cabeza ha picoteado ideas, recuerdos, preocupaciones y bobadas sin concretar nada. Me he encontrado pensando: ¿Y qué hago con esto? ¿Por qué le estoy dando vueltas a esta idea o volviendo a este recuerdo? No he sacado nada en claro, nada coherente, con sustancia, peso ni consistencia pero sí un montón de principios, o de finales, esbozos, esquemas, notas que, a lo mejor, en un futuro posible pero ni cercano ni lejano, tienen la posibilidad de crecer con un sentido o con un propósito. No esperes orden, ni concierto, ni sentido, ni chispazos de genialidad. A veces hay que desatascar el desagüe para que vuelva a fluir. 


En este planeta hay sitio para más población, más coches, más idiotas con ínfulas y, si me apuras, más plástico. Pero no cabe ni una sola receta de calabacín más.


Es facilísimo perder un calcetín y dificilísimo llegar al final de la vida útil de una pareja de calcetines completa. Si no se han separado durante el trayecto cuesta la vida llegar conscientemente al momento: estos calcetines a tirar. Siempre estás en un ciclo infinito con ellos, se empiezan a desgastar y cuando se rompen nunca te acuerdas de tirarlos; los echas a lavar, vuelven al cajón y cuando te los pones y te das cuenta de que están rotos es, casi siempre, cuando tienes más prisa y dices «bah, no importa». Yo tengo unos calcetines de Garfield que me regaló un ligue hace veinticinco años. Fue, además, el primer ligue que me acercó al mundo del acoso porque un buen día, en Los Molinos, al ir a coger mi coche al salir de un bar me encontré una cajetilla de Marlboro prendida en el limpiaparabrisas. La única persona que conocía que fumaba Marlboro era él. Cuando le llamé a preguntar me dijo: «fui hasta Los Molinos a ver qué hacías». Quizás debería tirar esos calcetines pero ya digo que no es fácil. 


Dejar las cosas a medias es un talento. No digo olvidarlas, digo estar a la mitad de algo y decir: hasta aquí, no merece la pena, me aburro, no quiero esforzarme más. Si tienes ese talento, cultívalo. 


No nieva, pero a cambio en la noche sin nubes se ven las estrellas con una nitidez que casi hace daño. 


Cada mañana al ir a ducharme me agarro a la barra de la ducha. Me da miedo caerme. ¿ A qué edad empiezas a pensar que puedes caerte, tropezar en cualquier momento? Es curioso cómo eres mucho más consciente del peligro de las caídas físicas pero sabes que no caerás en muchas de las trampas emocionales. No te librarás de todas, claro... pero sí de muchas, porque las verás venir y saltarás alegremente sobre ellas o las esquivarás con un elegante arabesco lateral o un «que te den por culo». A mi me compensa lo de tener que agarrarme a la barra de la ducha. 


El yogur de oveja es absurdamente caro. Y riquísimo.


Cuando alguien está cocinando, te está cocinando algo, no hay que acercarse a mirar fijamente para luego decir: ¿Lo vas a cortar así? ¿No vas a bajar el fuego? ¿No crees que hay que echarle más aceite? Eso no se hace. Es muy desagradable. Piensa: ¿Si estuviera fregando el baño también irías a corregir arriesgándote a que te dijera «toma, limpia tú»? No, ¿verdad? Pues eso. Si te cocinan, te sientas y haces compañía y te comes lo que te den, pero no corriges.


Enrostrar. Editando un podcast argentino he aprendido un montón de expresiones que me han encantado, pero mi favorita, sin duda, es «enrostrar». Nada de echar en cara: enrostrar. Me encanta. Estoy deseando poder enrostrar algo a alguien. En mi despacho tengo una figura de Obélix con un bocadillo de texto (en el original venía una frase en francés) en el que yo he puesto: «Yo tenía razón». Es un Obélix de enrostrar.


Las tiendas de bolsos, abanicos, gorras, carteras o cinturones de corcho son centros de blanqueo de capitales. Lo sabemos todos, ¿no? Igual que las tiendas con barriles gigantes, decoradas como barcos piratas, que venden chuches gigantes cero apetitosas. 


“She died on the cutting-room floor”. Aprendo esta expresión también en la novela de Auster. Es una expresión que se utiliza para explicar la desaparición de un personaje que, en una peli, grabó sus escenas pero luego no aparece en el montaje final de la película. También pasa en la vida real. ¿Cuánta gente que en tu vida tuvo un papel importante no aparece ya nunca en ninguno de tus pensamientos? ¿Cuánta de esa gente, si algún día alguien escribe la historia de tu vida, habrá desaparecido en el cuarto de montaje? 


«Me gano la vida viendo pelis. Es un poco más complicado pero es a lo que me dedico». Le he dicho a mi hija que esta era la frase que tenía en mi perfil en una app para ligar. He tenido que contárselo porque me ha preguntado si tenía puesto «Me gusta vivir la vida intensamente» y no podía permitirme que pensara que soy una cursi. 


“Porque no hay una forma adecuada de planificar la vida ni tampoco de vivirla: sólo un montón de formas inadecuadas” (Francamente Frank, Richard Ford)


No sé si pedirle a los reyes este artilugio. No me da miedo que no me guste, me da miedo que me guste demasiado y entonces dejar de escribir con pluma y tinta de colores. ¿Y si lo uso solo para trabajar?


Estoy en Cicely con mi madre y con mi hija, con la que hacía seis años que no venía por aquí. Mi madre compró esta casa cuando tenía más o menos mi edad actual. Dentro de esos mismos años habré cumplido 76. ¿Tendré ya mi propia casa? ¿Seremos aún los dueños de ésta? Se ha apagado la chimenea. No queda leña menuda así que tengo que salir a buscar alrededor del pueblo. Fantaseo con venirme aquí un mes, yo sola. Pienso que me levantaría y, antes de ponerme a trabajar (es una fantasía asequible de un mes de teletrabajo, no una fantasía loca de ganar la lotería y retirarme), salir a dar un paseo y admirar el paisaje. Volvería a salir al terminar, solo a recorrer el pueblo (que apenas tiene dos calles) antes de volver a encerrarme  y disfrutar del silencio. Estoy pensando que, a lo mejor, si hiciera eso, viviría en un estado de paz tan absoluta y tan fuera del mundo que no se me ocurriría nada para escribir. Nada de lo que pueda pasar en el futuro me desasosiega como lo hubiera hecho hace cinco, diez o quince años. Vuelvo continuamente a una frase que escuché en un podcast hace unos meses: “Life is really a series of random events. So, that's it. There's no point in worrying about it”.


No hay más por hoy. El desagüe ha quedado limpio, espero que vuelva a correr la inspiración. 


Si quieres recibir las entradas en el mail, te puedes suscribir aquí.


domingo, 26 de noviembre de 2023

Elegía por la improvisación


Cada vez que uso la palabra elegía tengo otra vez catorce años, llevo una falda de tablas marrón, una camisa beis y un jersey de pico, también marrón. Estoy sentada en una clase de mi colegio y, fuera, el cielo es gris. ¡Qué tiempos aquellos en los que en Madrid había nubes como en los cuadros de Amalia Avia! No sé si le pasa a todo el mundo pero la palabra elegía me lleva a Jorge Manrique, la EGB, los anuncios de Tulipán que hacía Guillermo Fesser y las meriendas leyendo Astérix

Y pues vemos lo presente

cómo en un punto es ido

y acabado

si juzgamos sabiamente, 

daremos lo no venido por pasado.

No se engañe nadie, no, 

pensando que ha de durar

lo que espera

más que duró lo que vió

porque todo ha de pasar

por tal manera.


Como nunca había tenido cincuenta años hasta ahora, no sé si este lamento mío es algo que se arrastra por generaciones o es algo nuevo. En realidad, no importa. Cada generación, cada uno de nosotros, tiende a creer que lo que le pasa es nuevo o, al menos, diferente de lo que le ocurre a otros. No lo sé. No sé si hace treinta años mi madre, por ejemplo, empezó a pensar que ya nada se podía improvisar en su vida, que todo había que planearlo porque la improvisación, el «¿por qué no hacemos esto esta tarde, mañana, pasado?» era ya imposible. 


En Madrid, la ciudad en la que vivo, ya no se puede improvisar absolutamente nada. No puedes salir un sábado a dar un paseo pensando «ya comeré por ahí» a no ser que quieras que «por ahí» sea el Burger King después de haber hecho veinte minutos de cola (estoy a favor de comer hamburguesas industriales cuando te lo pida el cuerpo, pero ya me entiendes) o comprarte cualquier cosa en un supermercado que pilles abierto y sentarte en un banco a comer. Las palabras que más escuchas, ahora mismo, en un restaurante no son: «¿qué va a tomar» o «aquí tiene su cuenta». Son: «¿tiene reserva?» Todo hay que reservarlo: el restaurante, un museo, una exposición, el cine, el teatro, todo. No me ha pasado nunca pero supongo que ahora eso tan cinematográfico de llegar al aeropuerto o a la estación de tren y decir: deme un billete para el primer avión/tren que salga hacia París, son imposibles. Supongo que el encargado me diría: ¿ha hecho su reserva online?


No son solo los lugares los que no admiten la improvisación. También nos pasa a nosotros. Haz la prueba y llama a tres amigos, a dos, con uno basta, y dile que quedáis mañana a lo que sea, desayunar, comer, cenar, dar un paseo, ir al cine. «Puff, ¿mañana? imposible. Lo tengo todo ya ocupado». Y no es una cuestión de la inmediatez de mañana. Si propones algo la semana que viene, o incluso en los tres próximos fines de semana, es muy muy probable que también sea imposible. Todo el mundo, yo también, tiene su vida organizada con muchísima antelación. Me pasa con mis hijas, ya lo conté, pero ahora somos como las chicas Gilmore, para comer o para cenar, no digamos para pasar un fin de semana juntas, necesitamos planearlo y organizarlo porque de otra manera los planes de las tres chocan y colapsan cualquier intento de improvisación.


Además nos ocurre otra cosa. Nos da miedo molestar, nos parece que improvisar, que proponer algo de manera súbita, de repente, es de mala educación, intrusivo como dicen los cursis. ¡Si hasta nos parece agresivo llamar por teléfono! Cuando yo era joven (qué frase más horrible pero qué inevitable es) me presentaba en casa de mis amigos sin avisar, porque estaba por allí, porque me aburría o porque me apetecía verles. Unas veces estaban, otras no, unas veces era bien recibida y esa visita improvisada podía convertirse en horas de convivencia, en otras ocasiones sus padres podían estar en un estado de ánimo un poco hostil (quizá no les gustaba esa improvisación y yo no lo percibía) y tras un rato me marchaba. Asumía todas esas posibilidades pero nunca pensaba que mi amigo iba a sentirse atacado por esa improvisación, por esa visita inesperada. Ahora sí lo pienso. Es más, ni siquiera contemplo la posibilidad de, ahora mismo, cuando acabe de escribir esto, plantarme en casa de un amigo sin avisar. Lo que siento es un poco el síndrome del impostor de la amistad que no es exactamente del impostor pero se le parece, ese «joder, pero y si le molesto y piensa que soy una plasta», que no es real porque es mi amigo, me quiere y me acepta con todo, y un poco de «seguro que no está, que tiene planes» porque todos tenemos planes todo el rato. 


Es agotador este vivir en un continuo consultar la agenda y los compromisos para ver si puedes encajar algo. Es agotador tener que pensar con dos semanas de antelación a qué exposición te va a apetecer ir dentro de dos sábados y dónde querrás comer después porque todo hay que reservarlo. Para mí, que soy un tobogán emocional constante (hoy puedo estar eufórica y expansiva y mañana decidir que me cae mal el planeta y que no voy a salir de casa ni a tirar la basura), tener que planear todo me obliga a plegar mi estado de ánimo a lo que mi yo del pasado decidió hace dos semanas, un mes o cuatro o a hacer esos planes sin ganas. No sé por qué está todo lleno todo el tiempo. No quiero que se me entienda mal: me parece maravilloso que los restaurantes estén llenos, que vaya más gente a exposiciones y teatros, que cualquier evento triunfe… pero echo de menos improvisar. 


Esta semana he hecho, por sorpresa, cuatro planes improvisados que el domingo pasado no existían. Han sido cuatro planes APAM, Aquí te Pillo Aquí te Mato, y todos han sido geniales. Me he sentido bien improvisando en mis días programados y llenos, cenando en casa de amigos que no habían podido preparar nada o llevando yo misma la cena. Ha sido un continuo «vale». Mañana, pasado, el viernes a las siete y media. Ni siquiera están apuntados en mi agenda. 


Echo de menos cuando improvisábamos, cuando teníamos sorpresa, cuando acababa pasando la tarde con una amiga sin haberlo planeado o cenaba en un restaurante que simplemente me había llamado la atención. Cuando un viaje en viernes se planeaba un jueves, cuando un domingo por la mañana podía ir a visitar la exposición sobre la que había leído esa misma mañana en el periódico e íbamos a cenar a donde pilláramos porque nos apetecía salir. Cuando un amigo me decía: «¿Estás en casa? Voy para allá». No sabía que aquello podía acabarse, que se terminaría en algún momento. ¿Cuándo fue? No lo sé pero ahora parece una época pasada a la que es imposible volver.


Quiero improvisar. Quiero no volver a decir «si me hubieras avisado con tiempo».Quiero más planes APAM. Es un poco como volver a jugar, como volver a hacer los planes que hacía cuando iba de uniforme y los sábados, en Los Molinos, salía a hacer la ruta de las casas de mis amigos a ver quién había, a ver a cómo íbamos a pasar la tarde.


Improvisa. Atrévete.


domingo, 22 de octubre de 2023

El leopardo y la paciencia

Esta semana, el jueves, llovió muchísimo en Madrid y yo estaba muy contenta. Cada vez que levantaba la mirada del ordenador y veía, por la ventana, que llovía a cántaros, que jarreaba, se me escapaba una sonrisa. Tengo que controlarme porque cuando llueve, como me despiste, puedo pasarme horas mirando la lluvia. Igual que hay gente que toma el sol, yo miro la lluvia. 

Para mirar la lluvia, para escucharla, hay que pararse y hacerlo. 

Todos tenemos prisa. Solo unos pocos que han sabido o podido vivir sin estar atrapados en una espiral de prisa o que no viven en una gran ciudad donde el tiempo discurre de manera artificial viven a un ritmo no digo ya natural sino realista. La mayoría de nosotros nos pasamos el día corriendo, comprimiendo un millón de actividades, compromisos, trabajos, obligaciones en el menor tiempo posible. Hacemos o creemos hacer muchas cosas, creemos en esa cosa tan absurda que es «exprimir» el tiempo. Exprimir el tiempo, aprovecharlo. ¡Qué estupidez!

Como nos pasamos el día saltando de actividad en actividad aplicamos ese mismo criterio de hámster enrabietado a nuestros sentimientos, a la naturaleza, al tiempo en mayúsculas. Queremos que la enfermedad, el malestar, la irritación, el dolor, el duelo, la tristeza, todo se acabe rápido y podamos pasar a otra cosa. Nos frustramos cuando eso no ocurre, cuando todo se extiende más allá del parpadeo temporal en el que vivimos permanentemente. «E s que yo quería hacer». «Es que tenía pensado ir». ¡Qué ingenuos somos! Nosotros podemos correr como pollos sin cabeza cada día pero no podemos obligar a un virus a que tenga prisa, a que una planta florezca, a que una herida sane antes o que el duelo se termine dándole a un interruptor. Es jodido pasar dolor, sufrimiento, agobio, pero creo que no poder pasar a doble velocidad lo que nos duele, nos agobia o nos entristece es lo que nos mantiene a salvo de no acelerarnos tanto que acabemos despedidos de nuestras propias vidas por la fuerza centrífuga de nuestra propia aceleración. La enfermedad dura lo que tiene que durar y le da igual nuestra prisa. La herida del padrastro que te has mordido mientras asistías a otra reunión infinita tardará en curarse lo que considere, recordándote cada día que está ahí y que le da igual lo que tú quieras. Una ruptura amorosa, esa desazón que te asalta apagándote la respiración, lleva su ritmo y nuestros patéticos esfuerzos por pasarlo rápido no son más que eso, ridículos intentos de conseguir algo que está más allá de nuestra prisa. Queremos que todo sea automático, que sea algo de on/off, pero nada funciona así.

El verano pasado, viajando por las carreteras de Washington rodeada de bosques impenetrables y espacios inmensos y salvajes, pensé que a la naturaleza le damos exactamente igual, le somos superfluos, insignificantes, mínimos. «Pues con el cambio climático estamos acabando con el planeta». No, estamos acabando con el planeta tal y como lo conocemos, pero no como algo absoluto. El planeta y la naturaleza seguirán aquí cuando nosotros, con nuestra prisa y nuestra ridícula aspiración de controlar todo con un interruptor, una pastilla o un pensamiento orientado, hayamos desaparecido.

El sábado pasado, por la tarde, estábamos haciendo el fin de semana bien y no teníamos nada que hacer más que vaguear. Me acordé de repente de un documental que me habían recomendado: El leopardo de las nieves. Lo busqué y lo puse. No sabía qué iba a ver; en realidad, si soy sincera, pensé que sería algo adecuado para dormitar hasta la hora de la merienda. Sin embargo me quedé atrapada, sin poder apartar la mirada desde el primer momento, desde la primera escena en la que dos muchachos tibetanos se sentaban fuera de una caseta destartalada a observar el paisaje montañoso y desolado que les rodeaba. No parecían aburridos ni hastiados, parecían contentos. No tenían nada que hacer más que esperar y observar. Esa primera escena me transmitió una calma y una tranquilidad en la que me sumergí, casi nadando, deseando que no terminara nunca. El leopardo de la nieves es la historia de Sylvain Tesson (escritor del que he recordado que leí Un verano con Homero el año pasado) y su viaje con el fotógrafo Vincent Munier para buscar al leopardo de las nieves en las montañas del Tíbet. En realidad el leopardo es lo de menos y también la nieve. El tema principal del documental es la paciencia, la espera, la observación. Mirar, sentir, ver, escuchar. 

Plano tras plano los vemos a los dos acomodados (es un decir) en la ladera de una montaña desolada, sin árboles, sin vegetación, entre rocas, rodeados de silencio y rachas de viento y, a veces, nieve, mirando. Susurran algunas frases. Sylvain escribe en una pequeña libreta, Vincent ajusta la cámara, se ponen los guantes, se arrebujan en sus abrigos, se cubren con las capuchas, susurran otra vez, pero sobre todo esperan. Ves la nieve caer en su pelo, en sus pestañas, en el pelo de sus capuchas. Escuchas el viento soplar a su alrededor y ellos esperan. Y tú con ellos. De ese ejercicio de paciencia infinito de los amigos surge la calma y la tranquilidad en la que te sumerges, en la que, como he dicho antes, nadas, haces el muerto como en el mar. Es un estado de calma absoluto, de estar a salvo del tiempo y el espacio. En ese ejercicio de paciencia sin fin todo se relativiza, todo se para. A veces, esa calma se rompe con el avistamiento de un búho, un buitre, un zorro o un oso... una breve ruptura del acecho que rompe la rutina que vuelve a retomarse después o al día siguiente. 

Vicent y Sylvain se mueven, buscan al leopardo, pero sobre todo esperan. El fotógrafo, más experimentado en el acecho, comenta que él ya no puede vivir en la ciudad, que hay demasiada prisa y que el leopardo llegará cuando tenga que llegar, cuando sea el momento. Ellos tienen que estar preparados pero nada más. Solo hay que esperar. Al final lo ven, claro, y yo me enfadé un poco porque sabía que eso significaba el final de ese tiempo suspendido en el que había estado viviendo esa hora y media. Encontrarlo significaba  volver a las prisas, a la impaciencia, a la vida real. 

En el día a día no pensamos nunca como Vincent. Vivimos creyendo que hay alguna manera de acelerar las cosas, de provocar que ocurran, de controlar todo. ¿Por qué hemos llegado a esta idea? Sin embargo no somos capaces de controlar algo que sí podríamos manejar: nuestra frustración. No sabemos hacerlo. Nos frustra estar tristes, sufrir, el dolor, que haga calor, que haga frío, que llueva, que un disgusto no se disuelva en medio minuto, que una ruptura nos duela seis meses, que una ofensa nos escueza dos semanas. Y multiplicamos esa frustración por mil cuando vemos que todo eso no hay manera de pasarlo de manera automática para llegar al «estar bien» en medio minuto.

Somos patéticos. Somos risibles, todos. Si hubiera alguien que nos viera desde fuera con esta prisa intrínseca agarrada a nuestro día a día le entraría la risa, como cuando ves a alguien corriendo porque llega tarde.

Parémonos. Asumamos que las cosas duran lo que tienen que durar. Pensemos: «Esto va a durar X, voy a hacerme a la idea». 

Parémonos. 

Parémonos. Miremos. Escuchemos. Veamos. 

Pensemos conscientemente «voy a tener paciencia y, mientras la estoy teniendo, voy a estar en esta espera, voy a mirar esta espera a ver que hay por aquí». 

A lo mejor ves un leopardo. 

Si quieres recibir las entradas en el correo puedes suscribirte aquí. 

domingo, 1 de octubre de 2023

No sé desordenarme

 No sé desordenarme. No me sale, me cuesta la vida. Hace unos meses, cuando leí No me acuerdo de nada, de Nora Ephron, me hizo mucha gracia un pasaje en el que contaba que en su casa, de su madre, había aprendido:

«Aprendimos a creer en Lucy Stone, el New Deal, Norman Thomas y Edward R. Morrow. Nos enseñaron que la religión organizada era la raíz de todos los males y que Adlai Stevenson era Dios. Nos adoctrinaron en las normas de mi madre: No comprar nunca un abrigo rojo. La carne roja evita las canas. Puedes levantarte de la mesa pero mejor no te levantes de la mesa. Las fajas te destrozan los músculos abdominales. El fin y los medios son lo mismo».

Yo tuve una vez un abrigo rojo al que dediqué un post y soy la prueba viviente de que la carne roja no evita las canas, pero eso da igual. De mi madre, en mi casa, yo aprendí otras cosas como que el arroz siempre tiene que ser Sos, que uno nunca tiene que compararse con otro y, sobre todo, aprendí a ordenar el día. ¿Quizás demasiado? Puede ser. 


No sé desordenarme. Y me da cierta envidia la gente que lo consigue. Levantarse a la una y media y desayunar como si fueran las nueve de la mañana, sin preocuparse porque se le está echando encima la hora de comer. Les da igual. Ya comerán a las seis de la tarde un cocido madrileño y cenarán tortitas a las doce. ¿Qué más da? No pasa nada. Y tienen razón: no pasa nada. No es algo para hacer todos los días y no lo hacen a diario, pero son capaces de soltarse de las rutinas, los horarios y las costumbres sin problema para volver a agarrarse a la liana de la vida ordenada cuando llegue el día siguiente o el lunes. Yo no. No sé por qué. ¿Acaso me da miedo que, si descarrilo de mi ordenamiento vital, no seré capaz de volver a engancharme y terminaré vestida como Stevie Nicks en una feria medieval vendiendo almizcle para las contracturas musculares? Bueno, eso me daría terror (con el debido respeto a todas las imitadoras de Stevie Nicks) pero no, no es el miedo lo que me impide desordenarme. No sé lo que es. O sí: siempre me importa qué pasará después, cuáles serán las consecuencias de dejarme ir. ¿Me arrepentiré? ¿sufriré? ¿Me volveré adicta al desorden? Cuando era niña me dolía tanto la cabeza cada tarde que mi madre, que con cuatro hijos obviamente no nos hacía mucho caso cuando nos quejábamos, acabó llevándome al médico, y allí acabaron derivándome a Psiquiatría. Resultó que me dolía la cabeza de pura preocupación por lo que pudiera ocurrir al día siguiente en el colegio. Ahora no me duele la cabeza, no me preocupo tanto, pero dejarme ir no me sale. 


Nunca he sido de llegar a casa a las ocho de la mañana después de una juerga ni de levantarme a las dos de la tarde, ni de salir a buscar helado a las cuatro de la mañana porque no podía dormir o porque tenía antojo. Nunca me echo la siesta a las ocho de la tarde ni me levanto a las cinco aunque esté en la cama con los ojos como platos. No llevo ropa de verano en invierno ni tengo los jerseys de lana a mano por si en verano hay una noche fresca. ¿Por qué? No lo sé. Algo en mi interior me tiene atada a un orden mental, físico y organizativo que no me deja desordenarme, dispersarme, descolocarme. Cuando alguna vez lo he conseguido, no ha pasado nada, ni lo de Stevie Nicks, ni me he dado a las drogas, ni me ha fulminado un rayo divino. Me he desordenado y vuelto a mi ser sin mayores problemas. 


Escribo esto en viernes. Lo escribo ahora porque sé que mañana no tendré tiempo. La frase con la que empieza se me ocurrió la semana pasada. ¿Es este el texto de una mujer de mediana edad, aburrida y plana, que sueña con ser alternativa y hippie? ¿Lo borro todo? Decido entonces ir a mis notas de cosas que en algún momento podrían inspirarme y resulta que me encuentro con esto: 


”An adventure is a crisis that you accept,” he said. “A crisis is a possible adventure that you refuse, for fear of losing control”. 


Saqué esta cota de un perfil de Bertrand Piccard, un aventurero de esos que están forrados y que, en su caso, se ha dedicado a hacer cosas como vueltas al mundo en globo y a sumergirse en el océano a profundidades absurdas. Piccard sabe desordenarse muy requetebién y, además, está forrado, que es algo que ayuda muchísimo a recuperar el orden tan pronto como te has aburrido de ser aventurero. En fin, eso da igual. ¿Me retrata la cita de Piccard? ¿Trato de no desordenarme para no perder el control? Sí, seguro que sí. 


Mientras escucho a mi vecino disfrutando de la relación casi pornográfica que tiene con su soplahojas, la parte de atrás de mi cerebro está pensando en que mañana me toca mudarme a Madrid y está jugando al Tetris colocando todas las piezas necesarias para ese movimiento: tienes que hacer la maleta, recoger el ordenador y los trastos de trabajar, las pesas, la bolsa del táper. Además tienes que ir a comprar fruta y verdura y ternera y pollo. Luego irte a Madrid, descargar todo en casa, organizarla y probablemente ir a la compra de cosas como leche, mantequilla y gel de baño para luego volver a organizar todo, hacer el planning de comidas de la semana y pasarte el domingo cocinando. Veo caer las piezas de colores una sobre otra intentando que encaje todo. ¿Encajar para qué? Me paro a pensar. Para nada. ¿Qué más da si llego y no hay nada en la nevera? Algo habrá, algo comeremos. Puedo ir a la compra el lunes o incluso el martes. ¿Sería capaz de llegar al miércoles? No, seguro que cortocircuito. Así me paso los días, pensando con antelación en encajar las piezas, como si en algún momento fuera a terminar el puzzle y, entonces, solo entonces, fuera a ser capaz de relajarme, desordenarme y olvidarme de todo. 


No sé desordenarme y eso no es sexy ni atractivo. 

No sé desordenarme y no sé cómo arreglarlo. 

No sé desordenarme, ni dejarme ir, ni relajarme tanto como para que todo me de igual.


A lo mejor necesito algo drástico, como llevar prendas de ganchillo, vender aceites esenciales y tener un puesto de esas piedras que venden ahora para masajearte la cara. 


Son las seis de la tarde. ¿Y si desayuno? 


Si quieres recibir las entradas en el correo te puedes suscribir aquí.

domingo, 30 de julio de 2023

¿Te crees buena persona?

 

Todavía no estoy de vacaciones. Me queda una semana de trabajo y estoy exhausta. Las semanas duran al mismo tiempo una década y un parpadeo. Siempre es lunes y, de repente, es un sábado cuyas horas intento estirar al máximo para que, por lo menos, duren un día. Un día en el que puedo dedicarme a creer que no tengo obligaciones. 



*********


Brujuleando por internet llegué a un estudio que han hecho en Harvard para saber qué factores determinan que vivas más o menos y el nivel de satisfacción con tu vida. Los estadounidenses tienen muchas cosas malas pero una buena que tienen, sin duda, es la apuesta por investigaciones a largo plazo que se financian durante años. En este caso eligieron en 1938 a un grupo de 268 estudiantes de Harvard (lo sé: empezaron mal porque, claro, esos ya eran ricos y con la vida resuelta) y los han seguido durante toda su vida. Ahora mismo quedan vivos 19 octogenarios y muchos de sus hijos que se añadieron más adelante al estudio. La conclusión es tan obvia que hace que me admire aún más el hecho de que hayan encontrado financiación durante casi cien años: vives más si tienes unas buenas relaciones de pareja, familiares y de amistad. Sorpresón, ¿eh? Resulta que lo satisfecho que estés con tu vida de pareja, con los amigos que tienes y con tu familia pesa más en la longevidad que los genes o el hecho de tener familiares que hayan sido muy longevos. 


Cuando uno lee estas noticias es inevitable pensar: ¿Seré yo? ¿Seré yo una de esas personas con relaciones personales satisfactorias que me aseguren una vida larga y agradable? ¿Seré yo? También es inevitable mirar a los demás y pensar «Menganito sí es una de esas personas» o «Fulanito y Zutanita son una pareja increíble, se complementan perfectamente y seguro que llegan a los cien años juntos». Por supuesto, no tenemos ni idea, nunca sabemos como los demás están de satisfechos con sus vidas o sus relaciones. Ni los demás lo saben de nosotros. No sé, creo que en el hecho de vivir muchos años y ser querido y querer hay más suerte que ciencia. 


*********


Hay muchísima gente que no cree que haya malas personas. Es esa gente que siempre te dice: «bueno, a ver, a lo mejor no le estamos entendiendo o no lo ha hecho con mala intención». Yo no soy esa gente y, de hecho, ese pensamiento me parece de un buenismo rayano en la estupidez. Iba a escribir que esa idea me parece infantil, pero es que hasta los niños dicen de alguien que «es malo». Al igual que creo que hay malas personas opino que las hay buenas y sé con seguridad que nunca nadie dirá de mí: «¿Ana? Buenísima persona». ¿Soy mala? Pues si visualizamos la bondad a la derecha del todo en un eje horizontal y la maldad en el extremo izquierdo de ese mismo eje... yo ni siquiera estaría en el centro.  En estado natural, basal, creo que me escoraría ligerisimamente a la izquierda, hacia la maldad. Por supuesto, eso no quiere decir que me pase el día planeando la destrucción del mundo, ni mucho menos. La educación y el pensamiento están para controlar esos instintos y moverme hacia el lado derecho del eje.  Resumiendo, situación vital: nadando siempre hacia la bondad siendo mala de pensamiento y, alguna vez, de acción.  Dicho esto, conozco buenas personas. De hecho tengo varios amigos cuya primera definición sería: es una buena persona. Y tengo otro amigo que está convencido de ser el tío más encantador y bueno del planeta porque no puede soportar la simple idea de que alguien piense mal de él. ¿Es bueno? Sí. ¿Es tan bueno como él se cree? Ni muchísimo menos. Me he enredado en esta idea de la bondad y la maldad, pero es que es un ovillo complejo. ¿La gente considerada buena lo es por convicción, por instinto o porque no soporta el conflicto? Está claro que la gente mala tolera el conflicto sin problemas, vive perfectamente sabiéndose odiada y esa animadversión no les supone ningún trauma. ¿Es esto una señal de autoestima mayor entre la gente malvada que entre la gente bondadosa? No sé. ¿Todos nos consideramos buenos por defecto? Yo no, ya lo he confesado. Y que conste que no es una confesión que me haga feliz, pero es así. Digamos que soy una persona regular con mis momentos de tocar el cielo y mis momentos de vivir aferrada a un lanzallamas. 


*********

No sé cómo llegué a suscribirme a la newsletter de The New York Times que se llama Well y que está dedicada a dar consejos para eso, para vivir mejor. A veces lo que cuentan no me interesa nada pero, por ejemplo, el año pasado dieron una serie de indicaciones para mejorar tus relaciones personales. Bueno, no era para mejorarlas sino para que las que ya tienes se conserven y fortalezcan. Decían, por ejemplo, que ahora que nadie quiere hablar por teléfono porque a todos nos da una pereza infinita (y, si lo pensamos, nos limitamos a hablar por teléfono con nuestras madres y por trabajo; es decir, por obligación) tenemos que pensar en recuperar la conversación telefónica con amigos. Lo sé, uno piensa: «buah qué gilipollez», pero no lo es. Si te paras a pensarlo, cuando mandas un mensaje o un email vas directo a lo que quieres contar, pedir o agradecer. No hay espacio para la espontaneidad ni la sorpresa. Sin embargo, en una conversación telefónica el hilo se bifurca, se enreda y se pierde. ¿Cuántas veces, después de hablar con alguien por teléfono, has pensado: «joder, se me ha olvidado decirle no sé qué»? El consejo que daban en la newsletter era quedar con un amigo para hablar por teléfono 8 minutos. Algo como: «Oye, ¿tienes ahora 8 minutos para charlar?». Hacerlo y repetirlo cuando se quiera. Así recuperas el contacto verbal, sabes el tiempo que te va a llevar y lo conviertes en una cita más o menos recurrente que estarás esperando. Lo sé, lo sé: suena regular pero, en serio, es buena idea. En esa newsletter también aprendí otra cosa pero no la voy a contar hoy, a ver si esto va a parecer algo escrito por una buena persona. 

*********

Ayer me derrumbé en el sofá con el firme propósito de tragarme «lo que echaran». Nada de elegir, nada de brujulear buscando algo en una plataforma, algo «que hay que ver». Me paseé por el universo televisivo y me encontré con El príncipe de las mareas. ¿Cómo debe ser para Nick Nolte verse en esa foto y saber que en esa película tocó el techo de guapura para toda su vida? Se verá y pensará: «Ahí toqué techo y luego ya caída libre». Es una película tristísima y muy bonita. Si consigues abstraerte de las uñas imposibles de la Streisand y de sus continuas dudas capilares entre dejarse llevar por los rizos o plancharse el pelo como una geisha, es una historia de amor preciosa con un final trágico como todas las grandes historias de amor. Él se va y además le dice que no es que a su mujer la quiera más, es que hace la quiere desde hace más tiempo. Una excusa terrorífica, es decirle a alguien: es que llegaste tarde. Él vuelve con su mujer y con sus tres hijas, agradecidísimo de que la Streisand le haya arreglado la crisis de la mediana edad que llevaba encima con sus traumas y todo. ¿Y qué pasa con ella? Pues no lo sabemos, pero es de suponer que se queda destrozada. No sé yo si el «le arreglé la cabecita a éste» será mucho consuelo. El mérito de la película es que, siendo una película de infidelidades, nadie se enfada con nadie y todo el mundo es muy comprensivo. Todos son buenos (menos el marido de la Streisand que, además de malo, es un cretino).

*********

Turbón y Tuca se están apagando poco a poco. Han sido unos buenos perros, unos perros “buena persona” y han vivido rodeado de relaciones de cariño: así han llegado a los once años y medio.

Los vamos a echar tanto de menos cuando se apaguen del todo.


Si quieres recibir las entradas en el correo te puedes suscribir aquí.