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domingo, 23 de julio de 2023

Nunca pasa nada


«Éramos niños felices, corriendo por ahí. Teníamos planes para el futuro. Y todo simplemente, todo saltó por los aires. Justo después. No teníamos ni idea de lo que nos esperaba». (Maurice Chandler, superviviente del Holocausto)


Hace muchos años, muchísimos ya, conocí a una mujer rica. Sabía que era rica por su ropa, sus zapatos de tacón infinito y la manera despreocupada y sin esfuerzo en la que llevaba siempre el bolso. Un bolso grande, de asa corta, colgando del antebrazo. Solo puedes llevar el bolso así cuando lo llevas vacío, cuando aparte de la cartera y las gafas no llevas nada más porque el bolso es un adorno, no algo en lo que acarreas todos los por si acasos de tu vida. A esa mujer rica al principio no le caí bien; de hecho sé que intentó que me echaran de mi trabajo y sé que cuando vió que eso no iba a ser posible intentó ser mi amiga. Ella fingía ser mi amiga y yo fingía que me lo creía. 


Algunos años después del comienzo de aquella relación me di cuenta de que ella no era rica; vivía en una realidad que, por aquel entonces, antes de las redes sociales y de Instagram, para mí era inimaginable. Era tan absurdamente rica y privilegiada que estaba más allá de la órbita del Hola o de los cotilleos. Tenía la discreción y el anonimato de la opulencia infinita. 


Esa mujer rica, inalcanzable, con motivo de unas elecciones cuyo resultado podía acarrear ciertos cambios en mi trabajo, me dijo: «No te preocupes. Nunca pasa nada». La estoy viendo. De pie, en mi despacho, vistiendo un estiloso traje pantalón de color beige, con un ademán elegante y casual tiró su bolso en una silla, me miró y me dijo: «No te preocupes, nunca pasa nada». 


Entonces yo era joven, lo suficientemente joven e ingenua como para creer que la gente mayor que yo poseía una sabiduría, todavía inalcanzable para mí pero en la que yo podía confiar, descansar, una sabiduría tranquilizadora, analgésica. A lo mejor no era ingenua, a lo mejor simplemente quería creer aquello porque era más fácil. Sucedieron aquellas elecciones y no pasó nada hasta que, años después, ocurrieron otras elecciones y claro que pasó algo. 


Para empezar, esa mujer rica más allá de lo imaginable desapareció de mi vida, se esfumó. Las dos dejamos de fingir tener una amistad y dejamos de vernos. Más adelante hemos coincidido en algunas ocasiones, pero aunque ella sigue fingiendo amistad yo ya no lo hago. Entre las cosas que sí pasaron está el hecho de que yo entendí que su expresión «Nunca pasa nada» no estaba destinada, aquella tarde, a tranquilizarme a mí ni revelaba un conocimiento del mundo profundo y consciente. 


Aquel «Nunca pasa nada» se refería a ella misma y su mundo. La vida de las personas privilegiadas más allá de lo imaginable es inmutable. Cambia porque, por ahora, no han conseguido ser inmortales y en algún momento, aunque intentan evitarlo, empiezan a envejecer y acaban muriendo. Muchas veces mueren siendo muy ancianas porque la vida de privilegios es lo más cerca que está el ser humano de beber el elixir de la vida eterna. Aquella mujer decía «nunca pasa nada» porque en su vida, su trabajo, su familia, sus amigos, sus propiedades, su ausencia de preocupaciones materiales, sus casas, sus vacaciones, sus creencias, su religión, sus derechos y obligaciones todo permanecía inmutable. Vivía y vive en un mundo a salvo del miedo. Un mundo en el que sus derechos, sean los que ellos quieran que sean, van a ser siempre respetados. Es un mundo en el que pueden incluso inventarse derechos nuevos a cambio de dinero o de influencia o de poder. Un mundo con unos derechos heredados que les pertenecen porque sí, porque «así ha sido siempre», y que sin embargo protegen con miedo a que se gasten si se extienden a más gente. Ese miedo sin embargo es ficticio: no llega nunca a parecerse al terror que experimentamos los demás. Es más bien un cosquilleo que se calma en cuanto piensan que «nunca pasa nada» porque, efectivamente, nunca les ha pasado nada.


Me acordé de esta mujer el jueves por la noche al repasar las noticias del día. Junto con las elecciones de hoy, leí sobre el parón de la corriente del Atlántico Norte (que hasta el jueves no sabía ni que existía) que los científicos aseguran provocará un desastre climático que no podemos ni imaginar; y a todo eso le sumé la noticia de la ley que el gobierno británico ha sacado adelante, prohibiendo cualquier tipo de inmigración, y que su Primer Ministro explicaba en un tuit repugnante: 

«Una vez que nuestra nueva ley entre en vigor, si vienes al Reino Unido ilegalmente:

❌ No podrás solicitar asilo.

❌ No puedes abusar de nuestras protecciones contra la esclavitud moderna.

❌ No puedes hacer reclamaciones falsas sobre derechos humanos.

❌ No puedes quedarte».

Las tres noticias me sumieron en una espiral de angustia existencial. ¿Qué puedo hacer? Más allá de votar a gente con principios democráticos y sin ideas fascistas y tratar de consumir responsablemente, poco puedo hacer. Y esto parece tan nimio… Sentí una fragilidad inmensa, un vacío inconmensurable y miedo al futuro. Un miedo al no futuro que se acerca, si no para mí, que ya tengo cincuenta años, sí para mis hijas. Pensé en si mis padres, hace 30 o 40 años, cuando yo tenía 10 o 20, sentían este miedo al futuro que siento yo ahora. ¿Sentían que me dejaban una vida peor que la que habían tenido ellos? ¿Esto siempre es así para todas las generaciones? Podía haberle preguntado a mi madre, pero no lo hice. No lo hice por miedo. No quiero que me diga que no, no quiero que me diga que ellos no tuvieron nunca esa sensación porque eso significa que realmente estamos en una época muy muy jodida en la que no sabemos qué va a ocurrir y, por lo que parece, lo que sea que nos espera no tiene pinta de ser muy halagüeño.


¿Qué hago? ¿Cómo me enfrento a este sentimiento? En el día a día es fácil: me veo inmersa en mi rutina y eso frena la espiral existencial, pero si me paro a pensarlo ¿qué sentido tiene nada de lo que hago si se va a acabar el mundo? 


«No se va a acabar el mundo. Nunca pasa nada». Ahí me acordé de aquella mujer rica. Claro que pasan cosas, todo cambia. Solo es a ellos, los megaricos privilegiados a los que nada de lo que ocurre les perturba. Están a salvo. 


Nosotros no lo estamos. Hay que dejar de creer que «nunca pasa nada», que lo que les pasa a otros no nos ocurrirá a nosotros.


Espabilemos. 



domingo, 2 de julio de 2023

Tendría que haber


For years, Castaing-Taylor lived in a small house in the South of France, but he recently moved to another, in Catalonia, overlooking the Mediterranean. “I hope to die there,” he said. (New Yorker, 5 de mayo de 2023)


Castaing-Taylor es un director de películas documentales muy snob e intenso que quiere cambiar el modo en que se hacen los documentales para que no sean didácticos y las imágenes hablen por sí solas. No he visto ninguna de sus películas (la última se titula De Humani Corporis Fabrica y transcurre en hospitales de París dentro y fuera de los cuerpos de los pacientes) y no sé si las veré, pero tengo la ligera sospecha de que quizá sean un muchito intensitas y un poquito tostón. La cuestión es que da igual cómo sean sus películas o si yo estoy siendo prejuiciosa, que puede ser.  La cuestión es que, cuando leí esa frase sobre su vida, pensé: «joder, qué suerte, vive en el Sur de Francia y dice “voy a mudarme” y alehop, ahí está, queriendo morirse mirando el Mediterráneo». Seguí leyendo y el tipo, que nació en Liverpool (es decir: no es sospechoso de ser un americano con sus paparruchas del sueño americano), estudió primero Teología, pero cuando se dio cuenta de que no tenía fe saltó a la Antropología, se fue a viajar por África y acabó en Cambridge estudiando un doctorado; y cuando terminó pensó: «¿Qué hago ahora con mi vida?» Y se fue a hacer un máster en la Universidad del Sur de California. ¿A qué viene esta especie de resumen de LinkedIn de un tipo desconocido del que no me apetece ver sus películas? Pues a que cuando leo estas cosas siempre pienso: ¿Qué he hecho con mi vida? Y luego: ¿De qué pasta hay que estar hecho para tomar todas esas decisiones y esos giros radicales por los que cambias de país, de profesión, de trayectoria?


Hay que ser rico. Esa es la respuesta más obvia a esto, pero no es verdad. Obviamente, si eres rico y puedes dar esos saltos sin mucha preocupación porque sabes que siempre tendrás una red o una vuelta atrás, esos cambios son más fáciles; pero hay mucha gente rica que sencillamente nace, crece, se casa con alguien que podría ser su hermano o hermana, recrea una familia exactamente igual a la que creció, tiene un trabajo igual que el de sus padres, y se muere. Perfectamente respetable también, que conste; pero sin el más mínimo giro ni desvío. Una línea recta sin sobresaltos. 



Cuando leo la trayectoria de gente como Castaing-Taylor siempre me pregunto: ¿Qué me falta a mí para hacer algo así? ¿Valor? ¿Oportunidad? ¿Hueco? ¿Ganas? ¿Actitud? A lo mejor me falta todo eso y me sobra miedo, precaución y responsabilidades familiares. 


No es esto un texto motivacional que escribo pensando en que hay que perseguir tus sueños y creyendo que si tu no das el primer paso no hay nada que hacer para llegar a algo que anhelas; no se trata de eso. Cuando terminé de leer el perfil del director pensé en qué giro radical daría yo hoy si pudiera. Sabiendo, por supuesto, que de lo que uno imagina a la realidad la distancia que existe es similar a la que tendría que recorrer para decidirme por apostar por algo de lo que imagino. Fantaseo con comprarme una casa en un pueblo de Francia o, si eso es demasiado lejano, una casa en un pueblo del Pirineo para vivir todo el año. «Te aburrirías» es algo que mucha gente me dice cuando lo cuento. Ya me aburro en mi vida diaria, así que podría soportarlo. «La vida en un pueblo no es como te imaginas». Dejando de lado que nadie sabe cómo es aquello con lo que otro fantasea, la vida en Madrid me horroriza y creo que podría lidiar con otra que tampoco me gustara después de cincuenta años de experiencia en ello. ¿Por qué no hago nada de eso? Por pereza y acojone, claro. Tomar esa decisión implicaría vender mi casa de Madrid, probablemente cambiar de trabajo, y saltar de la comodidad de saber lo que creo que va a pasar mañana (aunque sea un conocimiento completamente falso) a la inquietud de «¿qué va a pasar ahora?» o la duda de «¿y si me he equivocado?» 


Tengo otros planes imaginarios menos radicales. Hoy se cumple un año del comienzo del viaje de mi vida: quince días en autocaravana por el estado de Washington. Escribo esto llena de nostalgia y añoranza por esos quince días, por los paisajes, por las sensaciones y por la persona que fui esas dos semanas. Recuerdo el día que llegamos a Lake Crescent y, emocionada por lo que veía, pensé: «volveré aquí, volveré aquí a pasar un mes, un verano, alquilando una casa y dedicándome a leer y a escribir». Fantaseo también con apuntarme a un curso de escritura creativa en un bosque perdido en los Adirondack o en la casa de Patrick Leigh Fermor en Kardamili. En estos planes, aparte de la decisión, me falla que creo que no sería buena estudiante de escritura creativa. Si te apuntas a algo así es para mejorar tu método, tu estilo, y porque tienes interés en aprender de lo que otros escriben. No cumplo ninguno de esos propósitos. Si hay algo que tengo aceptado de mí misma es que soy, en esencia, chapucera. Chapucera completista es mi perfecta definición. Ahora mismo escribo este texto sabiendo que si le dedicara una semana de mi tiempo seguramente sería mejor, pero en mi afán escritor pesan más las ganas de terminarlo, de sacarlo de mí, que de hacerlo mejor. Además, y sé que esto es terrible, la opinión que otros, mis supuestos compañeros de curso, pudieran tener sobre lo que escribo me daría exactamente igual y creo que mi interés por lo que ellos escribieran sería escaso. Lo estoy pensando: mejor que un curso de escritura creativa lo cambio por un curso de lectura crítica: menos trabajo y más interés. 


¿Por qué no hago nada de eso? Ni casa en Francia, ni Lake Crescent, ni cursos. 


«Más adelante», pienso. «Cuando las niñas vuelen, cuando ya no quieran pasar los veranos conmigo», me contesto a mí misma. Y cuando me visualizado veo que tendré sesenta años y quizá sea la vieja que ha alquilado una cabaña solitaria, o la más anciana del curso de literatura americana contemporánea o de diarios de viaje. Quizá mis vecinos y compañeros pensarán: «mírala, a su edad y cumpliendo sus sueños». ¿Qué pensaré yo? Pensaré que tendría que haberlo hecho antes, que por qué esperé tanto. Me bloquea saber que tener esa certeza no es suficiente como para liarme la manta a la cabeza y, por ejemplo, empezar a mirar algo así para el verano que viene.


¿Qué me falta? 

¿Por qué cuesta tanto moverse, saltar, ir a por algo que quieres?  

¿Qué puedo perder?


Ojalá tener la decisión de Castaing-Taylor. Cuando se lanzó a hacer documentales escuchó una historia sobre pastores nómadas en Montana que cada año recorren cientos de kilómetros pastoreando miles de ovejas. Cogió su cámara y se marchó a pastorear con ellos. Cuando, un año después, se estrenó Sweetgrass considerado una obra maestra, el pastoreo nómada en Montana había desaparecido. 


Suena a autoayuda, pero si no me decido, algo perderé. Lo que no sé es el qué y si me dolerá. Supongo que sí porque intuyo que será una ilusión, mi ilusión, y a cambio ganaré una certeza terrible, como son todas las que empiezan por «tendría que haber». 


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domingo, 25 de junio de 2023

Para ver se necesita tiempo


To see takes time. Esa frase en un página par del número de The New Yorker se me queda enganchada en la cabeza y me hace volver atrás. 


To see takes time es el título de la exposición sobre Georgia O´Keefe que se está celebrando en el MOMA. To see takes time. Mientras termino de comer pienso que en esa frase está resumida la sensación que yo tengo ahora mismo, con cincuenta años, de estar empezando a entender la vida en general y la mía concretamente, las cosas que valen la pena y aquellas que no merecen gastar ni medio minuto de tiempo o energía.


Son las cuatro y media de la tarde, la hora de la siesta de verano. Protegida del calor dentro de casa escucho a los perros roncar, el segundero de un reloj de pie y, muy muy lejano, a algunos niños gritando en una piscina. Gracias a Dios los vecinos de gusto musical más que cuestionable y muy irrespetuosos con la hora de la siesta no parecen estar, así que reina la calma, la paz.


Lleva tiempo aprender a valorar este tiempo de siesta, de parada en tu día. Cuando yo era pequeña, antes de que mis padres compraran esta casa, pasábamos el verano en casa de mis abuelos con todos mis tíos. Después de la multitudinaria comida en la que solíamos sentarnos a la mesa diez o doce personas, la siesta era obligatoria. Tenías que irte a tu cuarto y dormirte; y si no te dormías se esperaba de ti que durante dos horas vivieras en un silencio absoluto, monacal. Se te exigía pausar tu existencia hasta hacerla imperceptible para un observador externo. Era una tortura: dos horas en la cama. ¿Por qué los adultos eran tan crueles? Ahora, mientras escribo esto tumbada en el sofá, pienso en cuánto tardaré en terminar y poder coger el libro para fingir que leo hasta dormirme con él entre las manos. Las cosas cambian. 


No pensaba escribir de siestas ni de mis recuerdos de niñez porque siento que últimamente estoy demasiado nostálgica de un pasado remoto y feliz y, aunque es un sentimiento agradable y reconfortante (sobre todo porque mantengo muchas cosas de ese pasado), es un tema aburrido sobre el que escribir. Esta mañana, mientras barría y planchaba, estaba escuchando un episodio de Hotel Jorge Juan en el que Javier Aznar hablaba con Rafa Cabeleira. Rafa, un tipo maravilloso de esos que te hace la vida mejor cuando estás con él, tuvo un infarto muy serio hace unos meses. Se ha recuperado bien y está feliz, contento, mejor que nunca: él dice que está recomendando mucho tener un infarto porque tu vida cambia a mejor. To see takes time. La percepción sobre nuestra vida, sobre lo que nos rodea, lo que importa, la gente a la que queremos o la que no soportamos, lo que nos gustaría hacer o no, cambia solo con grandes estímulos: la cercanía a la muerte, el miedo o el paso del tiempo. Todo lo demás no funciona nunca. La experiencia o vivencias de otros, las lecturas, los razonamientos que te obligues a hacer… eso te sirve para saber que quizás no estás preparado para lo que puede venirte en la vida, pero la sabiduría suprema, la certeza última sobre qué es importante y qué no lo es solo se adquiere por esas tres cosas: muerte, miedo, el paso del tiempo. 


De las tres, la menos traumática por ser más gradual es el paso del tiempo, aunque desde mi experiencia debo decir que el salto de percepción entre los 40 y los 50 es radical. Es un cambio total de, como dirían los cursis, marco mental. Pensándolo bien, lo reduciría aún más: entre los 45 y los 50. A lo mejor es porque ya tienes claro que te queda menos por vivir que lo que has pasado o porque todo lo que has vivido se aposenta, se asienta en su correcto nivel geológico y se estabiliza permitiéndote tener una percepción más pausada de todo, menos impulsiva, más «bah, qué más da». Hace un par de años mi hija Clara me preguntó un día: «Mamá, ¿a qué edad te empiezan a interesar las plantas?», y no supe qué decirle porque a mí las plantas no me han interesado nunca, pero algo así me pasa ahora cuando miro hacia atrás. Ahora sé a qué edad te planteas la vida de otra manera. 


Vuelvo a la siesta. En aquellos veranos esperaba el momento en que pudiéramos volver a existir con impaciencia, no llegaba nunca y cuando por fin abrían la puerta y nos dejaban salir, corríamos a la piscina a bañarnos en el agua congelada, a gritar y saltar hasta que nos llamaran a merendar. Después nos obligaban a quitarnos el bañador y cambiarnos de ropa y volvíamos a jugar hasta la hora de la cena. A veces salíamos a dar un paseo. Las calles por las que paseábamos siguen igual, de tierra, con grandes baches provocados por las torrenteras que se forman cuando llueve y llenas de piedras y vegetación. Todo sigue igual. Me fijo en esos detalles cuando paseo ahora por el pueblo, cuando voy y vengo al autobús que me baja a Madrid a trabajar. Han desaparecido muchas cosas, otras se mantienen y otras están en un estado transitorio entre lo que fueron y dejar de existir. Uno de esos lugares es la zapatería. Hace un par de semanas conté cómo otro de esos rituales que marcaban el inicio del veraneo era bajar a la zapatería de Mari, «La zapatera prodigiosa» la llamaban en mi casa, a comprar dos pares de zapatillas camping para cada uno. Por entonces yo pensaba que esas zapatillas solo se podían comprar ahí, que era el único lugar del mundo en el que se vendían y me parecía bien, me parecía acertadísimo: tenían que venderse ahí para que a mí me las pudieran comprar en junio y así empezara el verano. La posibilidad de comprar esas zapatillas en otro sitio o de que un buen día Mari no las tuviera ni se me pasaba por la cabeza. La zapatera prodigiosa. ¿Con ese nombre cómo no íbamos a estar emocionados? A mí me fascinaban la zapatería y la zapatera prodigiosa. Me parecía una tienda encantadora. Pequeña, coqueta, con zapatos maravillosos ordenados en cajas perfectas que ella sacaba y volvía a colocar. La caja registradora, la vitrina que tenía dentro de la tienda, la magia de abrir el escaparate de la ventana porque la zapatilla que había expuesta era justo tu número. Era un sitio fabuloso.  Después crecí, crecimos. Cumplí 10 años. Abrieron grandes hipermercados donde vendían pares y más pares de zapatillas a precios ridículos. Crecí más, me hice mayor y los zapatos del escaparate de Mari dejaron de parecerme mágicos para hacerse primero invisibles y después tristes, muy tristes. 


La zapatera prodigiosa no desapareció. Ella también creció (debía ser joven en la época de aquellas excursiones aunque a mí me pareciera muy mayor). Durante mucho tiempo tuvo abierta la zapatería y al pasar por delante la veía sentada con su silla de tijera tomando el sol en la puerta de la tienda. Al principio con sus padres, después sola. En verano con su bandeja de la cena, sentada delante del escaparate con zapatos que llevan ahí 30 años. 


Mari pasea en invierno abrigada hasta las orejas con gorros de lana, bufandas multicolores, guantes y enormes abrigos de colores. En verano va en pantalón corto y camiseta se sienta al sol delante de su tienda en la que mantiene el escaparate y los zapatos qu estaban de moda hace treinta años. Cada día, cuando me bajo del autobús al volver de Madrid, paso por delante de la zapatería y pienso que debería comprarme una grabadora y entrevistar a Mari. Sentarnos las dos en su zapatería, dejar que me cuente su vida y grabarlo todo. ¿Para qué? No lo sé. Quizá para hacer un podcast, o para escribir su historia y a lo mejor la mía aquí. Hace unos años, cuando tuve la depresión, hice un curso de periodismo cultural y una de las tareas era pensar un tema para un documental y escribir una sinopsis y un guión. Escribí sobre mi relación con Los Molinos y mis recuerdos, sobre las sensaciones y algo sobre su historia, lo que sabía en aquel momento. A mi profesor le encantó la idea, me dijo: «me han dado ganas de conocerlo». No seguí con esa idea, tengo el documento por ahí.


Too see takes time.


A lo mejor debería hacer algo así. Hablar con Mari, grabarla y ver qué sale de ahí. A lo mejor ahora es el momento. 


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domingo, 4 de junio de 2023

Breve. Hacer un Tallón

Vuelvo a escribir desde mi sofá mientras, por fin, se hace de noche en Madrid. Llueve y casi parece octubre cuando los faros de los coches iluminan el asfalto mojado. No escucho el tráfico ni la lluvia. Si entrara un asesino, un ladrón para desvalijar la casa o un okupa (¡JA!) tampoco lo escucharía. Por mi cumpleaños mis amigos me regalaron unos auriculares de profesional y, aparte de para escuchar y editar podcasts, los uso para oir música y me he enganchado a este aislamiento temerario, casi suicida. Si tuviera alarma de incendios o alguien llamara a la puerta para decirme que mi piso está infestado de cucarachas tampoco me enteraría. 

Intento escribir algo. Otra semana de mi vida se ha esfumado, ha quedado atrás y lo único que recuerdo de ella es que he encontrado la tapa de la tetera que desapareció hace mes y medio. Llevaba un mes buscándola. Bueno, en realidad, la busqué tres días. El primero, al no encontrarla en la encimera de la cocina ni en los armarios habituales, me rendí enseguida y pensé que era demasiado temprano para preocuparme por eso. El segundo, como se me había olvidado que la había perdido, volví a buscarla en los mismos sitios y me rendí porque no tenía tiempo. El tercero busqué en algún otro armario mientras blasfemaba contra mis hijas por no guardar las cosas en su sitio y en mi fuero interno temía que hubiera sido yo misma la que la hubiera tirado a la basura. No es la primera vez que soy la responsable de tirar el cuchillo favorito, el pelador perfecto o la única cuchara de palo que de verdad me gusta. 


Durante unos días me dio rabia. Esa tetera es especial, es un regalo perfecto. Hace un par de años estaba al final del caminito de chuches que A me había preparado. Él sufre, cada año, por mi cumpleaños. Suda tinta china para encontrar qué regalarme, nada le parece suficiente, ni a la altura. Siempre acierta. Ese año, al final de su caminito había una tetera y cuatro tazas. Compartimos casi cumpleaños y nuestra afición al té. Cada mañana, cuando desayuno, recuerdo ese día y su alivio y nuestras risas al ver que nos habíamos regalado lo mismo. 


Luego lo olvidé. Me acostumbré a la tetera sin tapa. Incluso pensé que, para alguien tan poco purista como yo, me daba igual que tuviera o no tapa. En estos casos, cuando me pillo en estos pensamientos tan de persona poco detallista, es cuando me doy cuenta de que soy una cutre. Ayer encontré la tapa de la tetera en el cajón donde guardamos la piedra de afilar los cuchillos buenos, el rollo de bramante para atar los solomillos de pavo y el redondo de ternera, los mondadientes, las pinzas de IKEA para cerrar las bolsas, los palillos del japo y la redecilla de cocer los garbanzos. Si ese cajón fuera un restaurante sería lo que llaman “cocina fusión internacional”, es decir: algo completamente sin sentido, donde va a caer lo que no encaja en ningún otro sitio. ¿La busqué ahí? No ¿Quién la metió ahí? No lo sé. 


Tres párrafos sobre la tapa de mi tetera. 


Cuando la encontré lo primero que pensé fue: de esto puedo escribir algo, a lo mejor puedo hacer un Tallón: dícese de la habilidad (magistral en su caso, simplemente graciosa en el mío) de, partiendo de la más absoluta nimiedad, hacer que el lector continúe leyendo creyendo que llegará a alguna parte, que al final habrá un giro, una conclusión, una chispa de inteligencia que le deje pensando o, al menos, sonriendo. Mientras me reencontraba con la tapa y le murmuraba «me alegro de verte, sin ti no era lo mismo» pensé en que mi cocina está llena de cosas que me recuerdan momentos y viajes y compras compulsivas que no resultaron ni mucho menos tan satisfactorias como pensaba. Cada vez que saco un cuenco y me toca uno de los «de Portugal» que compramos durante el viaje de «fin de novios» pienso en aquellos días de 2001, un mes después del 11S. ¿Qué me preocupaba entonces? Lo sé: me preocupaba saber si casarme había sido buena idea, si encajaría en un matrimonio, si sabría estar casada. Tengo también, en uno de esos cajones esquineros que parecen ingeniosos en la tienda de muebles de cocina pero que después no usas nunca, una huevera de alambre con forma de gallina. No sé de dónde ha salido. En los últimos dos meses he pensado alternativamente en empezar a usarla sacando los huevos del cartón donde pone que vienen de «gallinas criadas en suelo», aunque empiezo a pensar que no hay suelo suficiente para tantas gallinas, o tirarlo. No he hecho ninguna de esas dos cosas: cuando vuelva a vivir en esta casa dentro de cuatro meses retomaré esa disyuntiva. En mi cocina hay también una especie de cubitera gigante blanca en la que hace algunos años, cuando trabajaba en la televisión, me enviaron varias botellas de champán. ¿Por qué no la tiro? Porque ahí lavo las «converse», casi caben todos mis pares; bueno, la tercera parte de los que tengo. En el suelo negro de la cocina mis hijas culebreaban o brincaban o bailaban cuando jugábamos al circo para entretenerlas mientras les colaba fruta de merienda o de postre en la cena. Cuando desayuno, con tetera con o sin tapa, siempre tengo ese fogonazo: ellas pequeñas, con sus batitas verde musgo, gritando «¡el circo, el circo!». 


Lo primero que escribí ayer en mi cuaderno rojo fue «he encontrado la tapa de la tetera». Luego, al terminar de apuntar lo poco destacable del día, fui a ver qué me preocupaba hace un año y resulta que tenía un dolor terrible de culo y de hombro y estaba completamente desfondada laboralmente. Nada de eso existe ya, no me duele nada y el curro va razonablemente bien e iría mejor si fuera un pulpo y tuviera 8 brazos y días de 26 horas en los que no me empeñara en escribir algo para lanzar al mundo. También escribí «me he aburrido como una ostra» y, al verlo en la página de mi cuaderno, pensé: ¿por qué como una ostra? ¿Por qué se aburren las ostras? Se pasan la vida mecidas por las olas dedicadas a su hobby favorito y cuando lo sacan (o se lo sacan ) a la luz todo el mundo lo admira. Las ostras viven jubiladas: mi sueño. 


Estos auriculares son tan buenos que están consiguiendo que me reencuentre con la música. Son tan buenos que me hacen bailar. Es noche cerrada, suena Florence cantando al mes de junio y puede que los vecinos me estén viendo mientras aleteo arrítmicamente en el sofá. 


Qué más da: he encontrado la tapa de la tetera. Espero no perder los cascos.


Y que Tallón me perdone.



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domingo, 28 de mayo de 2023

Testigos silenciosos


 «Nadie, libre hoy, podía estar seguro de conservar la libertad mañana». 
Benito Pérez Galdós


En esta tarde de sábado se me ha echado el tiempo encima para escribir este texto.Iba a escribirlo por la mañana, pero la logística casera se ha interpuesto en mis planes y dos cervezas en el aperitivo me han obligado a una siesta de la que me he levantado sin saber ni dónde estaba. Son las ocho de la tarde y estoy en el sofá de mi casa, viendo cómo la prometida lluvia se hace de rogar mientras escucho esta lista de temas de Tina Turner de The New York Times. (Su newsletter The Amplifier es buenísima y cada semana te mandan una lista de canciones con un tema: canciones para limpiar, temas para una ruptura, una lista para escuchar mientras lees, … ). 


Una tarde como otra cualquiera. Una tarde que, imagino, podría repetirse muchas veces en mi vida. Quizá el sábado que viene o todos los sábados de junio o cualquier otro sábado. Pero ¿y si la calle que veo desde mi sofá empezará a ser bombardeada mañana? o ¿se repetiría esta tarde, tan plácida, si de repente un tirano llegara al poder y se desatara un terror institucional que persiguiera a los que no siguen las ideas de ese poder y me sintiera en peligro por lo que he escrito o dejado de escribir a lo largo de los años? ¿Y si los jóvenes que veo salir de la boca de metro en vez de irse a ligar fueran escuadrones de la muerte?


Eso no va a pasar, pensarán muchos. 


¿No? ¿Cómo lo sabemos? ¿Lo sabemos como los hugonotes franceses que en el siglo XVI en Francia pasaron de convivir con sus vecinos a ser perseguidos, despellejados, asesinados en masa por fanatismo religioso? ¿Lo sabemos como los judíos de toda Europa que pasaron de tener vida, familia, trabajo, propiedades a ser borrados de la faz del continente? O los bosnios en Yugoslavia, cuando el nacionalismo fanático decidió que Bosnia-Herzegovina no podía seguir como hasta entonces, siendo un país multicultural, e ir a la compra en Sarajevo se convirtió en algo imposible porque francotiradores serbios disparaban a los ciudadanos que iban a por el pan? Seguro que hace año y medio, en algún sitio de Ucrania, había una mujer como yo, sentada en su sofá en una perezosa tarde de sábado pensando en sus planes de verano o mirando por la ventana... y, de repente, un tirano decidió invadir su país; y la vida que conocía, como decía Didion, se terminó. 


Todo lo que tienes y conoces, quien eres, se esfuma. 


A este estado de ánimo he llegado porque tras la siesta de las cañas he terminado Los silencios de la libertad. Cómo Europa perdió y ganó su democracia, de Guillermo Altares; un ensayo sobre cómo la democracia que, de alguna manera, disfrutamos en Europa no es un estado último de gracia al que la evolución o la historia nos ha llevado. La democracia, en sus muchos formatos, ha estado presente en Europa desde la Antigua Grecia y se ha ido disfrutando, perdiendo, vuelto a ganar, vuelto a perder y vuelto a ganar a lo largo de los siglos. 


No podemos dar por sentada la democracia ni nuestras tardes plácidas. No sabemos cuánto van a durar ni qué papel jugaremos en su existencia o destrucción. Todos los ejemplos que he puesto un par de párrafos más arriba son historias que cuenta Altares en su libro*, pero hay muchísimas más. Todas se parecen, todas parten de dar por supuesto aquello que tienes y la increíble capacidad para el terror, la venganza y la violencia que tiene el ser humano, cualquier ser humano. 


«Resulta complicado intuir el momento en el que hemos perdido la libertad, el punto de inflexión en el ya no hay marcha atrás. Los tiranos, pero también los autócratas, son siempre difíciles de leer», comenta Altares en las primeras páginas. Pienso en Trump, por ejemplo, o en Putin, o Bashar al-Assad o cualquier otro. Son todos difíciles de leer porque llegaron por unas elecciones, llegaron porque la gente les votó. ¿Por qué? 


«Nunca un derecho se ha ganado para siempre, como tampoco está asegurada la libertad frente a la violencia, que siempre adquiere nuevas formas. A la humanidad siempre le será cuestionado cada nuevo avance, como también es evidente que se pondrá en duda una y otra vez. Precisamente cuando ya consideramos la libertad como algo habitual y no como el don más sagrado, de la oscuridad del mundo de los instintos surge el misterioso deseo de violentarla». Stefan Zweig: Castellio contra Calvino.


Cuando pienso en la fragilidad de lo que damos por sentado que, por supuesto, Altares explica maravillosamente bien, siempre llego al siguiente punto que también aparece en el último capítulo del libro: ¿Qué papel interpretaría yo si mañana la democracia saltara por los aires? ¿Dónde estaría yo?


«Cuando miramos a Auschwitz vemos el final de un proceso. Hay que recordar que el Holocausto no empezó en las cámaras de gas. El odio se generó gradualmente a partir de palabras, estereotipos y prejuicios mediante la exclusión legal, la deshumanización y una escalada de la violencia». 

(De la cuenta de Twitter del Memorial de Auschwitz)


Un tirano no llega al poder él solo. Siempre hay gente que le apoya y le sigue y la mayoría de ellos llegan al poder porque son elegidos. Juegan con las reglas del estado que quieren dinamitar para hacerse con ese poder y poder destruirlo desde dentro, borrarlo. Para que el tirano y su régimen de terror prosperen, a sus planes se suma una masa enorme de gente que o bien obedece órdenes, con fanatismo o por no sufrir las consecuencias, y otra masa aún mayor que es testigo de todo. A las víctimas, ejecutores y testigos se oponen aquellos que Altares llama «los justos»: la gente que decide enfrentarse al terror, oponerse al mal absoluto aunque eso pueda costarles la vida. ¿Dónde estaría yo? Hace doce años, tras leer otro libro sobre la II Guerra Mundial, hice una reflexión parecida sobre esto. A todos nos gusta pensar o creemos que estaríamos entre «los justos» y, de no ser posible, casi preferimos estar entre las víctimas que entre los ejecutores. La realidad es que la mayoría de nosotros seríamos testigos silenciosos, cómplices de los ataques, de la violencia. Seríamos los alemanes que los estadounidenses llevaron a Birkenau cuando liberaron el campo y se horrorizaron ante lo que vieron, como si no lo supieran, como si no hubieran sido testigos de la masacre a pocos kilómetros de sus casas. 


Nosotros somos ya testigos silenciosos. ¿Cuántos de nosotros saldríamos a defender a alguien en un ataque racista, homófobo o de cualquier otro tipo por la calle? ¿Cuántos saldríamos a protestar si mañana, por ejemplo, un tirano asumiera el poder en España y decidiera expulsar a todos los inmigrantes, tirarlos al mar en barcas neumáticas, asesinarlos? ¿Cuántos haríamos como que no lo vemos? ¿O viéndolo y no haciendo nada? Nos pasamos el día siendo testigos silenciosos de mil atrocidades y nos buscamos excusas para justificarnos: «¿Qué puedo hacer yo?» «Da igual lo que yo haga».


La mayoría. No quiero arruinar los sueños de valentía y coraje de nadie, pero la realidad es que todas las atrocidades cometidas por grandes tiranos pudieron realizarse porque hubo mayorías silenciosas que no hicieron nada. Pero podría ser peor, podríamos ser ejecutores. «Yo nunca», pensamos. Ja. Claro que podríamos. Todas las atrocidades de, por ejemplo, el nazismo no las cometió Hitler ni los francotiradores serbios que tiraban a matar ancianos, niños y mujeres que corrían a comprar el pan; no eran escuadrones de la muerte selectos y poco numerosos. Esos crímenes los cometió el panadero, el profesor, el economista, el conductor de autobús, la farmacéutica, o alguien como nosotros. 


«Cuando más comprendes que los criminales de guerra podrían ser personas normales, más miedo sientes. Por supuesto esto se debe a que las consecuencias son mucho más graves que si se tratara de monstruos. Si la gente normal comete crímenes de guerra, eso significa que cualquiera de nosotros podría cometerlos». 

Christopher R. Browning.

Eso es lo terrorífico. Todas las atrocidades que el ser humano comete y ha cometido a lo largo de la historia fueron llevadas a cabo por gente como yo, gente que pasaba sus sábados sentada en su sofá o haciendo una barbacoa con sus colegas o yendo al partido de fútbol de sus hijos.

«Muchas decisiones nos superan, a veces es imposible elegir, otras no se puede encontrar el valor suficiente. Pero la lucha por la democracia se compone de millones de actos individuales. Somos cada uno de nosotros los que podemos romper los silencios de la libertad».

Guillermo Altares:  Los silencios de la libertad.


Se hace de noche mientras escucho otra lista de música con lo mejor de Christine McVie: siempre se me olvida lo buenísima que es. Se me olvidan muchas cosas, por eso las escribo.




* A Altares hay que leerle siempre. Es un tipo encantador, gran periodista, con una curiosidad inmensa por todo y tiene el don y el talento de escribir sobre temas que en cualquier otro pudiera ser árido de una manera que te engancha. Por supuesto recomiendo este libro y también el anterior, Una lección olvidada. 



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domingo, 21 de mayo de 2023

Apuntes: si no cuentas tu historia la pierdes


“If you don’t tell your story you lose it—or, what might be worse, you get lost inside it. Telling is how we cement details, preserve continuity, stay sane. We say ourselves into being every day, or else”. 
J. R. Moehringer 


Esta semana he conseguido escribir una especie de recapitulación del día tres noches al acostarme. Desde hace años llevo una especie de diario, a veces consigo escribir cada día y, a veces, solo una vez a la semana. Siempre que cojo el cuaderno y quito el capuchón de la pluma pienso en Tina Brown. ¿Quién es Tina Brown? Pues una periodista británica que durante muchos años fue editora jefa de The New Yorker. La conocí hace unos años por un podcast, cómo no, que hizo de entrevistas. Pienso en ella porque en uno de los episodios, no recuerdo a quién entrevistaba, contó que cada noche escribía en su diario lo que había hecho cada día y la gente con la que se había encontrado. En ese momento pensé: «eso es porque hacía cosas interesantes y veía a gente interesante»; y entonces tenía sentido anotarlo todo. Estaba equivocada: el valor de escribir cada día, o una vez a la semana, está en recordar tu vida, en recordar los días, anodinos o no, que se convertirán en una pelota informe que llamamos «pasado» si no los anotas. Y cuando vuelvas a esa pelota solo podrás rascar un poco en su superficie o fijarte en los trozos brillantes que, por alguna razón, se pegaron a esa masa y ahora te llaman la atención sobre un instante concreto. Es estupendo tener recuerdos brillantes de grandes días u ocasiones, pero la mayor parte de nuestro pasado está formado por momentos que transcurrieron sin pena ni gloria, aunque entonces nos pesaron, alegraron o preocuparon. El cuaderno rojo en el que escribo ahora lo empecé en enero de 2022 y, de vez en cuando, vuelvo atrás para ver qué me preocupaba hace un año. Nada de lo que entonces consumía mi energía importa ahora, un año después, sustituido por otras preocupaciones, otro estado de ánimo, otras ganas. Para eso sirve un diario: para recordar quién eras y saber que lo que eres ahora, a lo mejor, no existirá dentro de unos meses. 


En ese diario, la semana pasada, sobre mi visita a casa de las Maier para recoger una jarra que le había encargado a Ximena escribí «ha sido tan estupendo ir a a su casa que un lunes muy lunes se ha convertido en un jueves». Me encantó conocer su piso y charlar de la coronación de Carlos con unas anglófilas confesas y muy bien informadas. Aprendí, por ejemplo, que para poder llevar esa corona ridícula con algo de dignidad, Carlos se había pasado dos semanas ensayando, llevando un bombín cargado con dos kilos de harina para acostumbrarse al peso. Esto, por supuesto, nos llevó a una interesantísima conversación sobre lo inadecuado de usar harina para ese menester: hubiera sido muchísimo mejor arroz. En el caso de que la harina hubiera caído es más que probable que Carlos, en su magna coronación, hubiera ido dejando un reguero de polvo blanco que podría haberse confundido con otro tipo de sustancias. 


Todavía no he anotado en mi cuaderno los resultados del test de ADN que me regaló mi familia por mi cumpleaños. Llegaron ayer, un mes y medio después de haber enviado la muestra de saliva, y me lo estoy pasando en grande revisándolos. Hace poco, hablando con un amigo, éste me dijo: «Estoy harto de esos tests. El otro día en una cena se lo habían hecho varias personas y, a pesar de ser muy muy gallegos, estaban todos emocionados porque tenían un 0,5% de ADN de no sé dónde». Supongo que fantaseamos con descubrir que tienes ancestros exóticos de algún lugar inesperado por las risas, por la curiosidad. En mi caso resulta que soy muy española y mucho española, más bien muy y mucho de la Península Ibérica, con un 95,6 % de ADN de aquí. El resto se reparte en un 2,4% de ADN que viene de Gran Bretaña o Irlanda, un 1% de procedencia indígena americana y un 0,8% de subsahariano. ¿Tiene esto algo una explicación con la historia que conozco de mi familia? Pues elucubrando sin sentido, que es para lo que sirven estas cosas, puede que ese ancestro subsahariano (que, además, en el estudio me indican que nació entre 1730 y 1820) fuera un esclavo que llegó a Cuba y de ahí su ADN llegara a mi bisabuela Clara, que era cubana. El ancestro británico o irlandés es más difícil de cuadrar: nació entre 1700 y 1820 y, por fantasear, vamos a pensar que esa mezcla probablemente no consentida se dió en América. 


Aparte de datos sobre «¿de dónde vengo?», el informe que te envían ofrece mucha más información que da para pasar un buen rato. Los resultados incluyen también referencias a tu predisposición a tener ciertos rasgos o características, tanto físicas como de personalidad. Por ejemplo, mi predisposición genética a tener hoyuelos en las mejillas o en la barbilla es bajísima y no tengo ninguna de las dos cosas. Me ha alegrado saber que hay un 85% de posibilidades de que nunca tenga caspa y han acertado (93% de posibilidades me daban) sobre lo de tener cera en los oídos. (Justo el viernes fui al otorrino para quitarme unos tapones con los que llevo lidiando unos meses. El otorrino me preguntó a qué me dedicaba; y cuando le contesté me dijo: «¿Editora de podcast? No lo había oído en mi vida»). Además, el informe dice también que conservo un 2% de ADN Neanderthal, que tiendo a preferir el salado sobre el dulce, a tener el dedo gordo del pie más largo que el segundo y que soy bastante incapaz de tararear una canción. Todo verdad. Es todo diversión y tontería y me queda mucho todavía por revisar, pero mi dato favorito, porque está clavado, es este: 



¿A qué hora me he despertado hoy, sábado? A las 7:40. 



En el desayuno de hoy, en un pueblo de La Mancha Profunda, he estado leyendo panfletos electorales. No he leído los programas, claro, que eso no interesa a nadie, sino los perfiles de los candidatos. Entre estudios, trabajos, actividades y méritos alguien les ha indicado que digan algo personal, algo que los identifique; y se cuelan cosas como «Soy aficionado a la ópera, la caza y la tauromaquia», «disfruto de los paseos con mi familia y amigos» o «mis hobbies son la series, leer y el baloncesto», mezclados con declaraciones un poco más peculiares (pero sin pasarnos) del tipo «mi mayor afición es mi sobrino, que me ha hecho el tío más feliz del mundo» o «toco la guitarra y estoy aprendiendo solfeo». ¿Qué pondría yo? 


«Mis aficiones son leer, la soledad y el invierno». Perfecto.


– Mamá, este verano voy a leerme El Quijote, El manifiesto comunista y El contrato social. No intentes disuadirme. 


A lo mejor si me repongo de la sorpresa puedo hacer un comentario a este propósito de mi hija Clara que, una vez más, consigue que piense «no sé quién es», pero desde luego lo voy a apuntar en mi libreta. Algún día, cuando me muera y mis hijas hereden todos mis cuadernos, y si a Clara le apetece leerlos, se encontrará en ellos y tendrá la imagen de lo que para mí fue vivir con ella. 


Para eso sirven los diarios y un blog: para recordar, recordarte y que te recuerden.

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