domingo, 28 de abril de 2024

Cosas que ya no seré

Son las diez de la mañana y llueve. Clara duerme y María está fuera, se ha ido de viaje. He desayunado hace un rato: un té con leche, compota de manzana con yogur y avena y un trozo de bizcocho de calabaza que preparé el jueves echando la harina a ojo. A pesar de eso está rico. Como María no iba a estar lo hice con harina de trigo normal, caducada desde 2017 y, ahora que nadie me lee, voy a decirlo: las cosas sin gluten jamás están al nivel de lo que lleva gluten. Son comestibles, más o menos tolerables, pero nunca están ricas de relamerse. Antes de desayunar he hecho deporte y aún no me he duchado ni vestido. Desde mi sofá veo gente caminar por la calle, entrar y salir del metro y me parecen superhéroes: ya están duchados, vestidos y han conseguido reunir las fuerzas suficientes para salir de casa. Mis respetos. Yo me estoy mentalizando para, dentro de un rato, salir a hacer unos recados que no puedo seguir postergando. Llevo semanas haciéndolo, esperando que su necesidad, su urgencia, se desvaneciera o que alguien, un hada madrina, un genio de la lámpara, un mayordomo, un siervo, un esclavo, alguna de mis dos hijas se hiciera cargo de ellos, pero eso no ha pasado y ha llegado el día de solucionarlo. Planeo una operación quirúrgica: salir de casa, coger el coche, ir a los recados y volver para no salir más hasta mañana. 


Esta es mi vida hoy. El otro día, mientras veía una serie con mis hijas, de repente, salido de ninguna parte, tuve uno de esos momentos de revelación que contados en alto suenan ridículos. Tú misma te dices: «pues claro, ¿y ahora te das cuenta?» Pensé que de manera inconsciente o como un ruido de fondo en mi mente llevo toda la vida imaginándome de mayor. Algo como «en algún momento me convertiré en una mujer elegante, que lleva siempre la camisa blanca perfecta, sabe siempre qué meter en la maleta de mano para estar preparada para cualquier compromiso. Seré alguien que no pierde el control, que habla en un tono sosegado, tranquilo, controlando la situación. Sabré llevar tacones y me gustará madrugar». Resulta que ya tengo edad de ser esa mujer y no lo soy. Soy otra que se parece bastante poco a eso que había imaginado, pero lo que me sorprendió no fue esta constancia sino darme cuenta (pero ¿no lo habías pensado antes?) de la cantidad de cosas que ya nunca seré. 


Y no pasa nada.


Ya nunca seré madre de familia numerosa ni celebraré unas bodas de oro. Todavía estoy al borde de poder ser una persona que pueda celebrar unas bodas de plata, pero no confío en ello. Nunca seré alta ni me gustarán los yates. Ya nunca podré ser escritora para The New Yorker ni llegaré a ser cocinera ni tener un restaurante. No es que haya querido nunca ser alguna de estas cosas, pero la cuestión es que ya no existe esa posibilidad. Nunca seré una mujer elegante ni destacaré por mi discreción. Algo bueno es que ya tampoco podré ser una abuela joven. Tampoco seré nunca campeona olímpica ni de mi barrio, algo que tampoco me preocupa mucho porque tengo la misma competitividad que una almeja. (Seguro que ahora llega alguien y me dije que las almejas luchan a muerte por lo que sea que pueden luchar las almejas). Hablando de bivalvos, tampoco seré nunca una científica destacada ni del montón porque, en realidad, la Ciencia me marea, me apabulla y aunque este pueda ser un buen motivo para enfrentarme a ella, diseccionarla y quitarme el miedo, voy tarde para convertirme en una eminencia. Tampoco seré nunca funcionaria de la Unión Europea, ni conservadora del Museo del Prado ni bibliotecaria en la Biblioteca Nacional, algo con los que fantasee vagamente cuando terminé la carrera y que se olvidó cuando empecé a trabajar y la vida laboral absorbió toda mi energía. Nunca seré camionera, ni tendré mi propia empresa ni publicaré un libro de recetas. Tampoco diseñaré mi propia ropa o inventaré algo que salve al mundo o que, al menos, sea atractivo para que una big tech me pague una pasta endemoniada por la patente. Nunca seré cantante, pintora o poeta. Tampoco bailaora, trapecista, princesa o dentista, piloto de rallies, auditora, estilista o peluquera. Nunca iré de luna de miel a Bora Bora ni escalaré el Everest para superarme a mí misma. Ya no podré tener una beca de Amancio Ortega, ni del Icex, ni siquiera una Fulbright aunque todavía estoy a tiempo de conseguir las que dan para la Real Academia de España en Roma. Ya nunca seré una joven escritora exitosa, ni una joven poeta ni una joven nada. Si acaso, tengo posibilidades de ser alguien «descubierto en su madurez». Ya nunca haré un erasmus, ni un interrail ni haré prácticas. Ya no puedo ser becaria en Bruselas como estuve a punto de ser hace treinta años, cuando dije que no porque pensé que ese verano no me venía bien pero que ya habría otros. No los hubo ni los habrá. Por otro lado, nunca más me preocupará qué opina un hombre de mí o si le gusto o no. Tampoco nunca más tendré miedo de estar perdiéndome algo fundamental para mi existencia cuando diga que no a un plan porque lo que quiero es quedarme en casa sin hacer nada más que estar en casa. Ya nunca me importará la ropa que llevo puesta, si llevo el bolso adecuado o si a alguien le importan mis uñas. Ya nunca me importará si soy bajita, si mis brazos se ajustan a lo que dicta la norma o si el escote que llevo es adecuado. ¿Adecuado para quién? Eso sí: ya nunca podré salir dos días seguidos ni curarme la resaca con un menú Big Mac y un visionado de Cuando Harry encontró a Sally. Tampoco seré capaz, nunca más en mi vida, de acostarme a las cuatro de la mañana y levantarme a las siete para pasarme el día esquiando. De hecho ya nunca hago esas dos cosas ni siquiera por separado.


Ya nunca nadie escribirá un titular refiriéndose a mí como «La joven promesa». 
Y no pasa nada. 
Siempre hay tiempo para todo. Si quieres, estás a tiempo. No es verdad. No hay tiempo ni siempre es el momento para todo. Es un pensamiento que ni siquiera me resulta tranquilizador ni agradable. A mi el infinito me sobrepasa, me supera, me agobia. Saber que tengo infinitas posibilidades me parece, además, una carga mental casi inaguantable. Si puedo, si estoy a tiempo de conseguir, de ser todo lo que me proponga y no lo hago… ¿estoy desperdiciando mi vida? ¿Lo estoy haciendo mal? No. Prefiero pensar que mi vida es como una gran casa que voy recorriendo mientras vivo. Durante estos cincuenta y un años he ido abriendo puertas, en algunas habitaciones he entrado y de ahí he seguido abriendo otras puertas que me han llevado a donde estoy hoy. También me asomé a otras pero lo que vi no me gustó o pensé «ya volveré aquí» sin saber que eso era imposible. Y hubo otras que ni abrí y a las que no puedo volver. Tampoco es que las opciones dejen de ser innumerables, sigo teniendo muchas para elegir pero tranquiliza pensar que hay otras que ya no están disponibles, que caducaron, como las promociones de internet (menos las de EL PAÍS, que esas no terminan nunca). 


Mi vida, ahora mismo, es ésta. Sábado por la mañana. Interior casa. Clara se ha levantado y oigo cómo la cucharilla golpea la taza de leche en la que seguro está mojando el bizcocho de calabaza con gluten. 


Ya no llueve. 


Tengo que salir a hacer recados. Soy una persona que, un sábado por la mañana, hace recados y escribe.




0 comentarios: